6
El palacio de coral
El grito del almuecín, familiar en todo el Oriente Medio, pero extraño y ajeno al oído de un inglés, llegó a Clive Folliot en medio de un sueño. Estaba de nuevo en Madagascar, corriendo por un paisaje de pesadilla, por una encrucijada de calles y de montañas agudas como el filo de una navaja, de playas azotadas por el oleaje y de junglas humeantes.
Algo iba tras de él, algo cuyo aliento era ardiente y húmedo y olía a muerte, cuyos colmillos se cerraban con golpes secos y cuyas garras hacían temblar el suelo a cada uno de sus frenéticos pasos.
Clive quería volverse para mirar, para ver lo que lo perseguía, pero sabía que un solo vistazo le traería la desgracia.
Corría más y más deprisa, tropezaba con un bazar de nativos, caía en el tenderete de un mercader de alfombras y quedaba enmarañado en ellas. Se debatía desesperadamente, luchando para liberarse antes de que lo atrapase. Pero lo único que conseguía con su esfuerzo era embrollarse más y más hasta quedar indefenso entre la espesa tela.
Rodó, con los ojos abiertos, preparados para ver el rostro de la muerte flotando encima de él.
Pero en lugar de eso, vio el rostro del joven árabe que la noche anterior había abierto la puerta al sargento Smythe.
Él joven tenía un cutis suavísimo y unos ojos enormes, brillantes, de un color oscuro que se aproximaba al púrpura. Vestía una chilaba de algodón limpio que barría el suelo, y los dedos de los pies descalzos le sobresalían por debajo del dobladillo.
—¿Está bien el señor? —preguntó. Su voz era dulce y su pintoresco e imperfecto inglés era placentero al oído.
—Estoy bien, estoy bien, gracias —barboteó Clive.
—¿Le sirvo una taza de té, antes de levantarse, señor? Después de levantarse, el honorable sir John invita al señor a desayunar. El honorable sir John ha dicho: dile al señor que para desayunar hay salmón ahumado, panecillos y mermelada. ¿Tomará el té el señor antes de levantarse?
Clive dio las gracias al joven y aceptó el ofrecimiento del cónsul. Al poco rato, después de afeitarse con instrumentos prestados y de vestirse con un traje ligero, de color caqui, de corte vagamente militar, Clive permitió que lo llevasen en presencia del cónsul.
Kirk estaba sentado en una mesa, en un soleado salón, que por su forma y decoración parecía haber sido transferido allí desde la casa de campo de un comerciante de clase media. Cuando Clive entró en la estancia, el cónsul bajó la taza, se puso en pie y ofreció su mano,
—¡Es bueno verlo limpio y vestido como un verdadero inglés, Folliot! Me atrevería a decir que con el aspecto de anoche daba usted pena. ¡Qué espectáculo! ¡Lloviendo a cántaros y luego aquel golpe estruendoso en la puerta, y usted, empapado como un gato ahogado! Bien, hoy parece mucho más humano, sí, señor.
—¿Ha visto usted…? —empezó a preguntar Clive.
—Siéntese, por favor, calma, Folliot. Relájese. Esto no es Londres. La prisa aquí está fuera de todo lugar. Las cosas se mueven muy lentamente aquí, en los trópicos. Mejor que coma un poco o, si no, no sobrevivirá. Desayune algo.
Tocó un timbre y apareció un criado.
—Trae el servicio para el comandante Folliot, Mahmoud. Tráele algo de comer antes de que se nos muera de hambre.
Clive seleccionó alguno de los platos que le ofrecían para desayunar y el criado desapareció.
—Son un atajo de gandules, estos indígenas —dijo Kirk—. Siempre hay que ir tras ellos; por el día no harían sino dormir y por la noche te robarían.
—¿Mahmoud dijo que era su nombre?
—Mahmoud, Alí, Abdul, no tiene ninguna importancia, mi querido Folliot. Un indígena es un indígena. Y dígame, ¿ha salido alguna otra vez de las islas Británicas?
—Sólo una vez, sir John. A Madagascar.
Kirk tuvo un escalofrío.
—Un lugar horrible. Zanzíbar ya es bastante malo, pero hay lugares peores todavía. Ahora, comandante, hábleme un poco del asunto que lo ha traído aquí.
Esta vez, Clive pudo hablar de lo que le preocupaba.
—Llegué anoche en compañía de otro inglés. Un sargento, un tal Horace Hamilton Smythe.
—Lo siento —dijo Kirk.
—¿Qué quiere decir con «lo siento»? Íbamos juntos. Fue el sargento Smythe quien pegó… ¿cómo lo llamó usted?… aquel golpe estruendoso. Fue él quien forzó la verja exterior. Ahora me gustaría saber dónde está.
Kirk pinchó un pedazo de cordero de su plato, lo hundió en un montoncito de salsa picante y se lo introdujo en la boca. Y lo empujó hacia abajo con la ayuda de un sorbo de té.
—Lo siento, Folliot. Nunca oí hablar del tal individuo. No obstante, ya me extrañó que ustedes encontraran la puerta abierta. Generalmente, por la noche cerramos con llave para mantener alejados a los mendigos. El consulado es una presa atractiva para ellos, ya sabe.
Capturó una pequeña patata y la envió a perseguir el pedazo de carne.
—Tendré que hablar con el servicio acerca de esto. No puedo permitir que, durante la noche, Abdul deje la puerta de la verja mal cerrada; media ciudad es de su raza, y volarían como una nube de langostas hacia aquí, si supieran que la puerta es tan fácil de abrir.
—Hablábamos del sargento Smythe, sir John —insistió Clive.
—No puedo ayudarlo, no puedo ayudarlo. Compréndame, un pobre hombre como yo se siente un poco separado del mundo, tan lejos del hogar. Hay que izar la bandera cada día, claro está. Hay que mantener a los nativos a raya. Hay que proteger los intereses de Su Majestad, y así sucesivamente. Y hoy día cualquier tipejo viene a husmear al África Oriental. Asombroso, Folliot, completamente asombroso. No es que me queje, compréndame. El deber, el deber, el deber.
Aplicó mantequilla a un panecillo y de un mordisco se comió la mitad.
—Pero —y con el cuchillo señaló a Clive—, tiene usted que ponerme al día de los acontecimientos del reino. ¿Qué sucede en el Parlamento? ¿Qué obras de teatro se han estrenado en Londres? ¿Cuáles son los chismorreos sobre Buckingham Palace? Hace tiempo ya que el príncipe Alberto está muerto, ¿no? ¿Qué hace una joven fuerte y rolliza como Su Majestad? No puede encerrarse en un convento para el resto de su vida, no sé si comprende usted lo que le quiero decir. Bien, cuente, cuente, Folliot.
Incómodo, Clive fue avanzando a través de un interminable desayuno, proporcionando a su anfitrión noticias de lo que ocurría en la metrópolis.
Al final de la comida, Kirk condujo a Clive a su despacho. Completado con un escritorio, el sello oficial y un retrato de la reina, constituía la oficina consular.
—Sir John —dijo Clive—, no entiendo su insistencia sobre no saber nada acerca del sargento Smythe. Pero ya que rechaza entrar en el tema, no insistiré más. En lugar de ello, le voy a pedir ayuda para mi misión.
—¿Y qué misión es ésta, Folliot? Un inglés no viaja a esta cloaca tropical sin una buena razón.
—Estoy buscando a mi hermano Neville.
Kirk apoyó el mentón en las puntas de los dedos de sus manos juntas como para rezar. Clive calculó que la edad del cónsul se situaría alrededor de los treinta y cinco años, un par de años mayor que él; sin embargo, sir John Kirk tenía la apariencia y el aire de alguien envejecido por décadas de cinismo y de libertinaje. Quizá fuese el resultado corriente de la vida en el servicio diplomático de Su Majestad. Un consulado en un lugar como Zanzíbar, por fuerza tenía que alterar la vida de un hombre.
—Neville Folliot era un buen chico. Pasó por aquí el año pasado, lleno de entusiasmo.
—Vine para intentar seguirle el rastro, sir John.
—Iba en busca de las fuentes del Nilo, decía Neville. Burton, Speke, Livingstone, Baker…, iba a superarlos a todos, a eclipsarlos a todos. Iba a ser el más famoso de los exploradores. Ja!
La carcajada de sir John Kirk fue desagradable.
—Le dije que se volviera a Inglaterra —continuó el cónsul—. África lo va a devorar, le dije. Regrese a aquellos pastos frescos y a las calles civilizadas. No trate de conquistar África, porque África va a conquistarlo a usted.
Y asintió para insistir en la certeza de sus afirmaciones.
—Pero aun así, se fue. Lo ayudé a organizar su expedición. Lo llevé a palacio y lo presenté a Seyyid. Sólo hizo que se agudizara su apetito por África. Lo he visto otras veces, Folliot. África es como la morfina, Folliot. Una vez que se ha probado, se desea más. Y, cada vez que uno toma otro poco, incrementa el deseo, el ansia. Yo estoy tan cerca de ella como nadie puede estarlo, aquí en Zanzíbar. Pero nunca he vuelto a poner los pies en el continente, porque sería mi perdición. Neville está perdido y, si usted va a Ecuatoria, también encontrará allí su perdición. ¡No vaya, Folliot, se lo aconsejo!
—Lo siento, sir John, pero mi decisión está tomada. No puedo abandonar la búsqueda de mi hermano, hasta que lo saque sano y salvo de África o hasta que al menos conozca su destino.
Clive se puso en pie. Y se llevó la mano al pecho en un gesto de determinación.
—¡He dicho! —anunció.
Kirk soltó una risotada.
—Ahórreme el melodrama, por favor, amigo mío. —Y suspiró profundamente—. De acuerdo, no puedo detenerlo y no lo intentaré. Si está decidido a aniquilarse a sí mismo, trataré al menos de que lo haga con el mejor equipamiento posible y bajo la aprobación y el sello diplomáticos.
Llamó a un criado. Mientras el criado esperaba en pie, Kirk garabateó algo en una hoja de papel oficial. Mandó al indígena a entregar el mensaje.
—¿Para qué era? —preguntó Clive tan pronto como se hubo retirado el criado.
—Era —anunció el cónsul— una petición de audiencia a Su Magnificencia el sultán Seyyid Majid ben Said, para ser entregada en mano en el palacio real, y ser presentada inmediatamente al sultán. Llegará dentro de una hora más o menos, y Su Magnificencia dará una palmada con sus manos ilustres y concederá el favor requerido por el cónsul residente de Su Majestad, y el distinguido visitante comandante Clive Folliot será presentado a la Corte el mismo día de hoy.
John Kirk hizo una mueca sonriente.
—Así que, amigo mío, mejor que se vaya a arreglar y se ponga un poco elegante. Aunque por aquí no son demasiado exigentes en la manera de vestir para visitar la Corte, por fortuna. Así que pongámonos en movimiento.
—¿No va a esperar la respuesta del sultán?
En los labios de Kirk apareció una sonrisa.
—No sea ingenuo, Folliot. Estos tipos saben quién es el amo aquí. Si los árabes o los negros empiezan a patalear, los aplastamos en un santiamén. Sus gobernantes son lo bastante listos para darse cuenta de ello y saben que, si no mantienen a raya a los suyos, sencillamente nos deshacemos de ellos y ponemos a otro que lleve mejor las riendas.
Se levantó, hizo saltar una migaja de su pálido bigote y la servilleta le cayó al suelo.
—Vamos, pues, Folliot. Tendremos ocasión de contemplar un par de vistas en nuestro camino hacia palacio. —Cogió a Clive por el brazo y lo condujo fuera de la estancia.
Mientras abandonaban el salón en donde habían desayunado, el cónsul llamó:
—¡Abdullah! ¡Alí! Todos vosotros, chicos, acercaos y limpiad esto. ¡Esta casa pronto parecerá una verdadera pocilga!
Hubo un gran movimiento de pies descalzos y los criados convergieron en el salón y empezaron a limpiar.
* * *
Los caballos levantaron las cabezas ante la proximidad de Kirk y Folliot. Un criado sostenía las riendas de los animales. Eran un magnífico alazán con una mancha blanca en la frente, para el cónsul, y un rucio moteado de aspecto agradable, para su invitado.
John Kirk tomó las riendas de su alazán y saltó a la silla. El cónsul vestía un traje ligero de lino blanco y, como una concesión a lo especial del día, se cubría con un salacot duro. Los guantes, la fusta y las botas eran de cuero cordobés y hacían conjunto.
Clive Folliot, todavía con ropa prestada, permaneció unos momentos junto a su montura para entablar el primer contacto: dio unos golpecitos suaves al morro del rucio y le habló un poco, antes de subirse a la silla.
Las puertas del consulado ya estaban abiertas de par en par para la jornada, y los caballos salieron amblando a paso suave.
—Creo que va usted a hacer buenas migas con el viejo Seyyid —dijo Kirk a Clive.
—¿Quiere decir que le gustan los británicos?
—No sea cándido, Folliot. Quiero decir que sabe perfectamente lo que le conviene y que está totalmente dispuesto a hacer lo imposible para satisfacernos. Nos quiere a su lado, si es posible en todo; vaya, al menos quiere que hagamos la vista gorda de vez en cuando en algunas de las cosillas que ocurren en este rincón del mundo. Y mientras esto no vulnere los intereses de Su Majestad, estamos muy dispuestos a concederlo.
Clive meneó la cabeza. La tormenta de la noche anterior había dejado paso a la bonanza, y las calles de Zanzíbar, antes convertidas en barriales, estaban de nuevo en su usual condición: polvo y suciedad endurecidos.
Se aproximaban al bazar, y una mezcla de olores asaltó la nariz de Clive. Las estrechas calles estaban rebosantes de árabes vestidos de blanco, africanos negros y comerciantes de la India y de Indonesia. Clive no identificó a ningún europeo.
Los mendigos estaban por todas partes. Al principio rodearon en masa a los dos ingleses a caballo, pero Kirk azotó con la fusta unas cuantas palmas extendidas y la aglomeración se disolvió. La mayoría del tráfico circulaba a pie, pero también había unos pocos carros tirados por asnos y alguno que otro caballo salvado de ser comido por sus esparavanes.
¡Y camellos!
Clive había visto camellos en Madagascar, pero de eso hacía años. Había olvidado lo grandes que eran aquellos animales, que se alzaban por encima del rucio y el alazán que él y sir Kirk cabalgaban.
La ciudad estaba construida en un terreno ondulado; el camino que seguían subía durante un trecho y luego descendía nuevamente. El desigual y balanceante paso de los camellos que rodeaban a los caballos ingleses hacía sentir a Folliot como si navegase otra vez a bordo del Empress Philippa. Imponentes árabes cabalgaban en algunos de aquellos enormes animales, con las ropas colgando a su alrededor, los turbantes atados a sus cabezas y sus rifles de cañón larguísimo reposando en su regazo.
Y en cuanto al olor de los animales… no había otro igual. Clive notó de pronto que tenía una necesidad imperiosa del aire libre del mar que se respiraba desde la cubierta del Empress. Lo que lo hizo recordar…
—¡Sir John!
El cónsul se volvió.
—Tengo que recuperar mi equipaje del Empress Philippa. Anoche hubo alguna confusión con el capitán de puerto, pero el capitán Wingate seguramente mandará mis pertenencias a tierra.
—Las mandará, ¿no? —rio Kirk.
El olor de los caballos y de los camellos se fusionó ahora con los olores de especias con las que cocinaban al aire libre. Vendedores de comida se alineaban en la estrecha calle, presentando ejemplos de sus mercancías para tentar a los viajeros. Y artesanos del metal, ceramistas, curtidores de piel, llenaban cada hueco de las paredes.
Otro olor empezó a incorporarse al resto. Era el olor humano, parecido, pero a la vez diferente, al hedor almizcleño de los árabes que se movían entre la muchedumbre. Era un olor desagradable, malsano.
Clive contrajo la nariz.
—Bien, ¿qué hay de mi baúl? Al menos yo podría bajar al puerto y tratar de alquilar un falucho, acercarme al Empress Philippa y hacer que me lo entregasen.
El camino ascendía otra vez. John Kirk estiró las riendas en la cima de la cuesta.
Clive Folliot detuvo su rucio junto al alazán de Kirk.
—¿Ve aquello? —El cónsul había extendido un brazo vestido de blanco y sostenía la fusta en una mano enguantada de cuero cordobés. Señalaba hacia el puerto. No había rastro del Empress Philippa. Luego Kirk desplazó su brazo hacia la izquierda, indicando hacia el norte.
Encima del océano, una nube de humo negro que apenas se distinguía se levantaba hacia el cielo.
—¿Le dijo el capitán Wingate cuál era su próximo destino, Folliot? —preguntó Kirk.
Clive balbuceó algo, tratando de recordar.
—No se torture, amigo mío. Se ha ido, de todas formas. Ahora estará a medio camino de Pemba, diría yo. Y de allí, probablemente virará rumbo este, en dirección a la India.
—Sí —consiguió pronunciar Clive—. Creo que dijo algo respecto a la India. —Notó que sus mejillas y sus orejas enrojecían. Se sintió presa de un ridículo absoluto.
—No se preocupe, amigo mío. Vamos a equiparlo de nuevo. Podría conseguir lo que quisiese, aquí mismo, en Zanzíbar; pero la verdad es que cuantas más cosas pueda adquirir en el continente mejor será para usted, ¿comprende? ¡Para qué va a preocuparse de cargarlo todo en un dhow y tener que transbordarlo al continente! ¡Demasiado trabajo, créame!
—Yo era de la opinión de que podía preparar una expedición completa en Zanzíbar; luego pasarla al continente y simplemente continuar.
Kirk movió la cabeza negativamente.
—¿Por qué quiere cargarse de trabajo, amigo mío? Reunir todo el equipaje aquí, cargarlo, transferirlo al continente, luego descargarlo y reunirlo todo de nuevo y empezar la tarea de verdad. Inútil, inútil.
—¿Pero podré conseguir todo lo que necesite en el continente?
—Quedará sorprendido, Folliot. Hay muchas ciudades donde puede abastecerse de lo que sea. Se ha convertido en una especie de industria local: proveer a los exploradores europeos, ¿comprende? Un montón de comerciantes indios, mercaderes árabes, incluso algunos blancos que se han vuelto medio indígenas. Probablemente lo mejor es ir a Bagamoyo. Un lugar absolutamente miserable, pero adecuado a lo que necesita. Puede obtener lo que quiera allí, pero se alegrará de irse del lugar no bien lo tenga todo dispuesto, se lo aseguro.
Por primera vez desde que salieron del consulado de Su Majestad británica, una zona de césped cuidado se hizo visible. La calle se ensanchó y los mendigos y mercaderes disminuyeron. Guardias armados ataviados con feces y atuendos de aspecto militar aparecieron a la vista.
Una verja alta de hierro forjado se levantaba al final de la calle, rodeando una zona ajardinada de césped recortado y palmeras bien cuidadas. En el centro del parque surgía graciosamente una estructura de coral blanco.
Los dos jinetes se acercaron y Clive distinguió las figuras geométricas que dominaban la construcción. Balcones con dosel, tejados con almenas, columnas, estaban diseñados con magnificencia y muy adornados.
—El viejo sultán Seyyid Said restauró este palacio —dijo Kirk a Clive—. Estaba casi en ruinas en los días anteriores a su reino. O así lo dijeron mis predecesores en el cargo. El último de ellos, Atkins Hamerton, estuvo aquí durante los días de Seyyid Said. Un buen tipo, aquel sultán. O al menos eso dicen. Hamerton estaba a punto de dejarlo todo y regresar a Inglaterra, cuando el viejo sultán llegó al final de su reinado, ¿sabe?
Meneó la cabeza.
Un guardia árabe llegó corriendo desde la puerta de palacio. Miró un momento a los dos hombres y a sus caballos, tomó las riendas del alazán y del rucio y los condujo hacia palacio.
Pero en el momento en que levantó la vista para mirar a Clive Folliot, los ojos del jinete inglés y los del guardia árabe se encontraron. Se mantuvieron fijos los unos en los otros por unos segundos y luego el guardia volvió la cabeza.
Pero aquel instante fue suficiente para que Clive Folliot reconociera al guardia árabe, el cual ciertamente podía haber sido un guardia, pero de ningún modo árabe.