5: El Cónsul Residente de Su Majestad

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El Cónsul Residente de Su Majestad

La tripulación del Empress Philippa había plegado velas, y el capitán Wingate había ordenado al maquinista que aumentase la presión de vapor, cuando la isla de Zanzíbar apareció a la vista. Era ya muy entrada la tarde y el sol pendía bajo, por encima del océano índico, como una inmensa brasa naranja. Incluso a pesar de la hora del día, el calor era sofocante y el aire aplastaba la tierra como si fuese un cuerpo sólido.

Clive Folliot había sido invitado a permanecer en el puente mientras la nave entraba a puerto, y ahora observaba con atento interés los colores de la ciudad que se desplegaba ante sus ojos.

—Son gentes extrañas, comandante —le decía Wingate—. Son grandes navegantes: hacen cosas con sus dhows que yo apenas intentaría con una fragata con aparejo completo. Pero no tienen máquinas europeas, y las ansían con todo su corazón.

Clive levantó los ojos hacia la nube de humo negro que brotaba de las chimeneas del Empress.

—Entiendo que éste es el motivo por el que entramos al puerto impulsados por las máquinas y no por el viento.

—Exactamente, éste es el motivo, comandante. No me atrevo a decir que son supersticiosos hasta el punto de que crean que hay algo sobrenatural en nuestras máquinas de vapor. Sin embargo, imagino que la primera vez que vieron un barco que se movía sin velas y que escupía humo negro por las chimeneas, debieron de recibir un buen susto.

Se dirigió al timonel y le dio una orden; luego volvió de nuevo a lo que estaba diciendo.

—Pero, no. No son tan ignorantes y supersticiosos como parece. Algunos han pasado por los grandes centros académicos: Berlín, Viena, París y Roma. Otros han estado en Inglaterra. Muchos de ellos saben mucho más de lo que nos atreveríamos a imaginar. Son sus actitudes lo que los hace diferentes de nosotros, lo que hay que observar con toda atención.

—No estoy seguro de comprender lo que me quiere decir, capitán. No obstante, le diré que una vez serví en Madagascar. Por eso creo que puedo reclamar un cierto grado de comprensión de las gentes de la zona.

—Ya lo mencionó, comandante Folliot. Y creo que le será de mucha utilidad. Pero no juzgue Zanzíbar por los malgaches y no juzgue a los negros africanos ni por unos ni por otros. Son diferentes civilizaciones, en algunos casos tan diferentes como los franceses de los chinos, ¿entiende a lo que me refiero?

Clive hizo un gesto evasivo.

El capitán Wingate balanceó la cabeza.

—Comandante Folliot, ¿ha oído alguna vez la frase «Lo desconocido no puede dañar»?

—La he oído, señor. De hecho, es una cita errónea de una de las obras del señor Sidney Smith.

—Bien, puede que sea una cita exacta o una cita errónea, pero lo que quiero decirle, comandante Folliot, en cualquier caso, es que no es cierta. Lo desconocido puede hacer daño, y mucho. Puede matar. ¡Sí, señor!

El capitán lanzó otra orden al timonel.

Un dhow había salido del puerto con la vela desplegada y ahora cruzaba frente al Empress Philippa. Clive pudo distinguir las teces morenas de los marineros árabes mientras el dhow surcaba graciosamente las aguas verdosas.

—Sólo hay una cosa más peligrosa que «lo desconocido» —continuó el capitán Wingate—, y es lo desconocido como dañino. Esto, comandante Folliot, es lo único que he oído que ha matado a muchos hombres, a más hombres que lo completamente desconocido. Lo que conocían no era tal como creían.

Clive introdujo la mano en el bolsillo del chaleco y sacó su reloj de oro. Aquel día iba vestido de paisano, tal como había ido la mayor parte del tiempo desde que había salido de Inglaterra.

—¿Impaciente, comandante Folliot?

—Zanzíbar es sólo una estación de paso para mi, señor. Tengo que enviar un despacho a mi periódico, tomar las disposiciones necesarias y luego emprender el viaje hacia el continente.

—Comprendo, comandante. Las obligaciones familiares lo llaman. Sin embargo, un hombre con familia es un hombre afortunado.

Clive no respondió.

—¿Ve aquel marcador? —señaló el capitán Wingate. Clive asintió.

—No tenemos tablas de mareas de esta parte del mundo. Queda mucho trabajo por hacer antes de que todos los mares sean tan seguros como el río Támesis o el canal de la Mancha. Aquel marcador nos indica la profundidad del agua. Ahora mismo hay marea baja. Anclaremos aquí y esperaremos hasta mañana por la mañana. Pero espero que pronto veremos al capitán de puerto del Sultán.

El capitán rio.

—Hablando del rey de Roma, por la puerta asoma.

Wingate señaló una vez más. Un pequeño falucho se abría camino a través de las aguas del puerto. En la calma del atardecer, la embarcación avanzaba con mucha lentitud. Clive pudo ver que la barca llevaba dos personas, un marinero y un pasajero ataviado con vistosos ropajes.

Finalmente el falucho se situó junto al Empress. Arriaron una escala de cuerda desde la cubierta, amarraron la barca y sus dos ocupantes treparon a bordo.

—Espero que no le importe demasiado pasar una noche más en su camarote, comandante Folliot. —El capitán Wingate escoltó a Clive por el puente—. De todos modos, no podemos atracar hasta mañana por la mañana, a causa de la marea. Podría haberlo mandado a tierra en una pinaza, pero supongo que el capitán de puerto querrá antes hablar con nosotros. Estos árabes son extremadamente recelosos. Podría caerle muy mal que usted intentase escabullirse a tierra demasiado pronto.

—¿Escabullirme a tierra? ¡Yo no haría una cosa así!

—Claro que no, comandante. Pero ¿ve?, el hombre del sultán no lo sabe, ¿verdad?

Clive miró por encima de la baranda, hacia cubierta, donde los recién llegados acababan de ser recibidos por el oficial de a bordo del Empress.

El capitán Wingate pasó delante y descendió las escaleras hacia cubierta.

El capitán de puerto, vestido con recargados ropajes y un fez rojo, ya estaba enzarzado en conversación con el oficial. El marinero fue separado de su patrón: Clive había visto que un segundo árabe había llegado de algún lugar y se había llevado aparte al marinero. Vestían las mismas ropas harapientas y sucias, y llevaban los turbantes medio desatados. Hablaban en árabe, haciendo ademanes hacia el capitán de puerto y el oficial de a bordo, hacia Clive y el capitán Wingate.

Clive echó otro vistazo a su reloj y decidió retirarse a su camarote a terminar el artículo. Si se daba prisa, podría completar su despacho para el Recorder y todavía llegar puntual a la mesa para la cena.

Finalizó su tarea, dobló el despacho y lo lacró. Lo dejaría al cónsul residente de Su Majestad, en Zanzíbar, y de allí lo enviarían a Londres en la siguiente valija diplomática. Por un momento, Clive pensó en la posibilidad de dejarlo al superintendente del Empress Philippa, pero el capitán Wingate había dicho que el barco continuaba con rumbo Este, de modo que la llegada del despacho se retardaría bastante tiempo si el Empress se encargaba de llevarlo.

* * *

Clive no sabía lo avanzada que estaba la noche cuando al fin se acostó en su camastro ni el tiempo que había tardado en lograr conciliar el sueño. Todo lo que sabía era que lo llamaban, que lo levantaban, absolutamente contra su voluntad.

—Vamos a salir del barco, comandante —dijo el sargento Smythe en voz baja.

—Pues claro que sí. Por la mañana —Clive recobraba con rapidez su compostura.

—No, por la mañana no, mi comandante —susurró el sargento Smythe—. Ahora mismo, mi comandante, ahora mismo. Créame: tiene que marcharse del barco ahora mismo. El capitán de puerto (que no es tal, mi comandante, es otro individuo) está todavía hablando con el capitán Wingate y con el superintendente Fennely. La política local, mi comandante. El cónsul de Su Majestad (sir John Kirk) está metido en asuntos que más vale no saber. El sultán de Turquía, el jedive de Egipto, los franceses…, es un terrible maremágnum, mi comandante. ¡No puede quedarse de ningún modo en el barco!

Escrutó el rostro de Clive y asintió con satisfacción.

—Ahora tenemos la oportunidad de irnos del barco, rápidamente, y llegar a tierra sanos y salvos. ¡Vamos!

Smythe condujo al tambaleante Clive Folliot a su camarote y lo hizo pasar adentro. El marinero árabe yacía en la litera de Smythe, desnudo de sus atuendos, atado y amordazado.

—Desnúdese y póngase esta ropa, mi comandante —apremió Smythe—. ¡Por favor, mi comandante, dese prisa y no haga ruido!

Perplejo por el sorprendente mensaje del sargento Smythe, Clive obedeció.

Los ojos del árabe estaban inyectados de sangre, y luchaba para liberarse, pero no lo conseguía.

Al pasarse Clive la chilaba del árabe por la cabeza, casi se desmaya por los hedores acumulados en el basto tejido de algodón. Estaba manchado de grasa —quizás el residuo de algún pedazo de cordero que había comido el árabe— y había un olor almizcleño y el hedor ácido del sudor podrido. Había otros tufos cuyo origen Clive no alcanzaba a adivinar… y prefería no hacerlo.

—Vea, esto va debajo de la ropa —el sargento Smythe le entregó una correa de cuero que sostenía una vaina vacía—. Áteselo en la pierna, como una liga de señora, mi comandante. —Smythe le señaló el lugar más indicado para colgar el arma secreta.

Una vez que Clive lo tuvo bien atado a la pierna, Smythe le entregó una daga indicándole que pertenecía a la vaina. Mientras tanto, el propio sargento Smythe también se había convertido en un árabe mugriento.

Smythe levantó la capucha de la chilaba de Clive y encubrió la cabeza del oficial. Lo empujó a través de la puerta del camarote y lo siguió por las escaleras.

—¡Vamos, mi comandante! ¡Tenemos que irnos!

—Pero ¿y mi baúl? —objetó Clive—. Mis uniformes y mis trajes. El material para escribir. Mi dinero, mis enseres. Todo está en mi camarote. Seguro que podríamos trasladarlo a tierra.

—¡No, es imposible, mi comandante! ¡Lo siento, pero creo que no se da cuenta de que su vida pende de un hilo! ¡Nuestras vidas! ¡Tenemos que salir, ahora!

Y empujó suave pero enérgicamente a Clive por las escaleras del Empress Philippa. Cuando llegaron a cubierta, Smythe hizo una señal a Clive para que se mantuviera oculto. Él escudriñó en la oscuridad, esperó un momento para asegurarse y luego se escabulló a través de la cubierta. Su vestido árabe flotaba a su alrededor, de tal manera que no parecía más que una sombra pálida deslizándose por encima de la superficie de madera.

Se detuvo en la baranda y se agazapó en una sombra. Las nubes tormentosas que se habían reunido momentos antes se estaban desgajando y desparramando por el cielo a causa de un viento frío. Grandes gotas de lluvia caían alternándose con ráfagas de viento húmedo. A través de un agujero entre las nubes, la luna tropical enviaba sus rayos.

Clive vio que el sargento Smythe le hacía un gesto, y echó a correr cruzando la cubierta hasta que llegó a la baranda del Philippa, junto al sargento.

—Estamos de suerte: no han dejado a un hombre de vigilancia en el falucho —murmuró Smythe—, pero la suerte se nos puede agotar en cualquier momento.

Como para ilustrar las palabras de Smythe, voces airadas se levantaron por encima de los dos ingleses. Clive alzó la vista y vio una luz en el puente del Philippa. Un quinqué delimitaba las siluetas de dos figuras. Una era la del superintendente del navío, el señor Fennely, y la otra pertenecía al capitán de puerto árabe. Estaban gritando y señalaban hacia abajo, hacia cubierta; señalaban el lugar exacto en donde Clive Folliot y Horace Hamilton se ocultaban agachados en las sombras. No se veía al capitán Wingate por ninguna parte.

—¡Ahora, comandante, vámonos! —urgió Smythe.

Los dos hombres treparon por la barandilla y pasaron al otro lado. Clive alcanzó la escalera de cuerda que habían atado antes al casco del Philippa, y empezó a descender hacia el falucho sin tripulación del capitán de puerto. El sargento Smythe lo siguió sin demora. Y, tan pronto como los dos hombres aterrizaron en la pequeña barca, el sargento Smythe soltó las amarras y cogió un par de remos.

—Despliegue la vela, comandante —gritó a Clive.

Al cabo de pocos minutos ya se habían alejado un buen trecho del Empress Philippa. Ahora, unas linternas iluminaban desde la cubierta del barco y unas voces gritaban en árabe, en inglés y en una mezcolanza de los dos idiomas.

Hubo un relampagueo en la cubierta del Empress, luego otro. Las balas les silbaron por encima de las cabezas o salpicaron sin daño alguno el agua próxima al falucho. Una atravesó la pequeña vela de lino de la barca con un pequeño sonido explosivo.

Pero la vela recibía el viento furioso que barría el puerto, y Clive, recordando la destreza que había adquirido mucho tiempo atrás en los lagos de Escocia, condujo la barca hábilmente hacia la salvaguarda de la tierra firme.

Se abrieron paso a través de un intrincado laberinto de dhows, faluchos y barcazas de carga ancladas en el puerto. Cada ráfaga de viento cambiaba la forma de las nubes y del cielo, de la oscuridad y la luz. Clive estaba empapado por la lluvia y la espuma salada, y helado hasta la médula de los huesos por el frío viento.

—Tenemos la suerte de que no haya luna llena —dijo el sargento Smythe, como si hubiera leído los pensamientos de Folliot—. Bien, aquí hay un lugar donde podremos amarrar.

Ataron el falucho, arriaron la vela y treparon al tosco muelle. Casi todos los habitantes de la ciudad se habían retirado a sus casas, tanto a causa del mal tiempo como de la hora. Los dos ingleses atravesaron las callejuelas desiertas; el sargento Smythe conducía al comandante Folliot, casi como un ciego guiaría a un vidente entre las tinieblas.

Los olores de la ciudad asaltaron el olfato de Clive, pero no pudo distinguir con la vista nada de lo que los producía. En la oscuridad de la tormenta no había nada visible.

Finalmente, Smythe se acercó a una verja de hierro. Estaba asegurada con una cerradura maciza, pero el sargento realizó alguna artimaña y al cabo de pocos momentos la verja chirrió y se abrió. Clive y su compañero entraron.

Una senda encajonada entre altos árboles les indicó el camino; al final de éste, Smythe levantó una inmensa aldaba y la dejó caer con todo su peso; al golpear la gruesa madera, produjo un gran estruendo. Después de unos minutos, se abrió la puerta.

Un joven árabe adormilado, con una larga chilaba de algodón, apareció en la entrada. Sostenía una linterna en la mano.

El sargento Smythe le dijo algo, en el mismo lenguaje del muchacho, y éste se hizo a un lado, dejando paso a los recién llegados.

En el vestíbulo, Smythe farfulló de nuevo algo al joven árabe, y éste desapareció.

—Me parece… —empezó Clive.

Pero lo interrumpió la llegada de un tipo de rostro delgado, rubio de pelo, con bigote, vestido con bata y zapatillas. Él también llevaba una luz consigo, pero era una vela montada en un macizo bastón plateado; protegía la llama un tubo de cristal, como el de un quinqué.

—¿Quién diablos eres tú? —preguntó el hombre de rostro delgado a Clive—. ¿Qué sujeto asqueroso viene a molestarme a altas horas de la noche? ¡Haré que te azoten y te echen a patadas si no tienes ahora mismo una explicación inmediata!

—¡Soy el comandante Clive Folliot, hijo del barón Tewkesbury, señor! Y mi compañero… —miró a su alrededor en busca del sargento Smythe, pero Smythe y el joven que les había abierto habían desaparecido.

—¿Comandante Folliot? ¿Tewkesbury? —repitió el otro. Escrutó detenidamente el rostro de Clive—. Vaya, usted es el segundo comandante Folliot con quien me encuentro. El otro también afirmaba ser hijo del barón Tewkesbury.

—¡Debía de ser mi hermano, señor! Pasó por aquí hace más de un año.

—Sí, así es, así es. —Bajó la vela—. Es decir, que usted es otro inglés, ¿no? Entonces, ¿qué hace con este miserable atuendo? ¿Va a una fiesta de disfraces?

—¡No, señor!

—Bien, de todos modos, viene usted al sitio indicado, joven. Este es el consulado de Su Majestad y yo soy sir John Kirk, el cónsul residente de Su Majestad. Pase, tome un baño y póngase ropas decentes, y entonces me contará qué diablos le pasa. ¡Está muy lejos de Tewkesbury, jovencito! ¡Muy, muy lejos de Tewkesbury!