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El visitante celeste
Folliot se dejó caer en la única silla que había en su camarote, y se tomó la cabeza entre las manos, intentando frenar el torbellino de sus pensamientos.
Sonaron unos suaves toques en su puerta.
—Adelante —respondió.
El mandarín entró e hizo una reverencia. Volvió a cerrar con cuidado la puerta tras él, hizo otra reverencia y se quitó el tocado.
Clive levantó la vista completamente asombrado.
—¡Se presenta el sargento mayor Florace Hamilton Smythe, mi comandante!
El chino se puso en posición de firmes y lanzó, con la mano derecha, un saludo vibrante como un rayo. Pero ahora ya no era chino. Continuaba vistiendo la túnica de seda de elaborados estampados brillantes que llevan los orientales, pero las facciones de su rostro se habían alterado sutilmente.
La forma de sus ojos parecía haber cambiado y las puntas de su largo y sedoso bigote de color ébano habían sido rizadas y enceradas.
El color de la piel no se había modificado, pero lo que en el salón había parecido un amarillo oriental, podía verse ahora como el saludable bronceado de un inglés que ha pasado largo tiempo bajo el sol tropical.
Clive permanecía sentado, pasmado, contemplando al sargento.
—Le suplico que no me delate mientras estemos a bordo del Empress —dijo el sargento Smythe.
—Pero…, pero… —tartamudeó Clive.
—Con su permiso, mi comandante —Smythe indicó los pies del camastro. Como Folliot ocupaba la única silla de su camarote, el visitante tomó asiento en un extremo de la litera.
—Usted estaba destinado a la Guardia Montada. El general de brigada Leicester…
—Sí, mi comandante —asintió Smythe—. Oficialmente todavía estoy en la Guardia. Sin embargo, imagino que a estas alturas el regimiento ya habrá conseguido un nuevo sargento mayor.
—Sí, así es —afirmó Clive—. Y es una pena. Lo echamos de menos, Smythe. ¿Adonde se fue usted? El general permaneció con la boca absolutamente cerrada sobre cualquier detalle del asunto, y también sobre cuándo volvería al servicio.
—Con el permiso de usted, mi comandante, no estoy en condiciones de dar a conocer los detalles. Pero el comandante puede observar mi atuendo y sacar ciertas conclusiones al respecto, si me permite la sugerencia.
—Me gustaría hacer algo para demostrar mi gratitud. Smythe. Al menos, ofrecerle algo de beber. Pero me temo que voy ligero de equipaje, como se suele decir.
—Muy agradecido, mi comandante, pero un militar de bajo rango no debe esperar que un oficial lo reciba como si fuese un lord, ¿no?
Clive asintió.
—Pero usted no es un militar ordinario, sargento Smythe. Usted ha estado siempre a mi lado, ya desde los primeros días en el regimiento. ¡Ah, qué muchacho más atolondrado era yo entonces! La corona puede considerar a un teniente joven como un oficial, pero en realidad es tan incompetente como un niño de pecho.
—Sí, mi comandante.
—Smythe, ¿por qué no me abandonó entonces? Sé que no soy un gran militar, que nunca lo fui y que nunca lo seré. Pero, en aquellos días del cincuenta y siete, debí parecerle sin esperanza alguna. Tenía un miedo de muerte, ¿lo sabía, sargento?
—Mi comandante, ¿hablamos con franqueza y confidencialmente?
—Claro, sargento.
—Si hay que decir la verdad, comandante, yo pude ver que estaba temblando como una hoja. Eso es muy normal en los tenientes novatos. Incluso un soldado sin experiencia sabe lo que es un teniente verde. Pero, comandante Folliot, un soldado listo aprende con mucha rapidez y enseguida puede saber dos cosas del oficial bajo cuyo mando está.
Clive observaba los gestos de Smythe.
—Aprende a saber si el oficial tiene algo aquí —se tocó la sien con el índice—, y aprende a saber si tiene algo más aquí —y con el mismo dedo se dio unos golpecitos en el corazón.
»Si un oficial tiene estas dos cosas, comandante, su asistente, si es un buen soldado espabilado, puede moldearlo a su gusto. Aderezarle un poco la espalda en la instrucción, agudizarle los sentidos en el campo de batalla, enseñarle un poco de esto y otro poco de lo otro, y pronto es fácil de ver que ha conseguido fabricar un oficial bastante bueno. Pero si este oficial no tiene ni de aquí ni de aquí, no hay nada que el soldado pueda hacer por él, excepto tratar de apartarse de su camino y no quedar bajo sus órdenes en el campo de batalla.
—Y usted estuvo junto a mí durante diez años, Smythe, y nunca comprendí lo que estaba ocurriendo —dijo Clive decaído.
—No se sienta triste, señor. He pasado tiempos muy agradables con la Guardia. Y usted también me hizo mucho bien. Muchos oficiales retienen a su ordenanza porque no quieren tener que adiestrar a otro nuevo. ¡Usted no me retuvo ni un solo día de más!
Clive soltó una risa triste.
—Debería ver al tipo que tengo ahora por ordenanza, Smythe. No es un mal soldado, pero no llega a la suela del zapato del bueno y viejo soldado Smythe. —Meneó la cabeza—. No, nunca podría haberlo retenido, Smythe. ¡Estaba tan orgulloso como nadie puede estarlo cuando ascendió a cabo y luego a sargento! Ahora usted es una leyenda en el regimiento. Ya sabe: hablan del sargento mayor Smythe como si fuera algún titán del pasado. Lo cual me vuelve a su persona, sargento.
—Mi comandante, me temo que no le comprendo muy bien.
—Está claro que tiene la intención de permanecer en silencio en lo que se refiere a sus viajes desde que dejó la Guardia.
—No tengo elección, mi comandante.
—Entiendo perfectamente. Pero, a pesar de todo, creo que podrá decirme… dónde y cómo aprendió a tocar Mendelssohn.
Smythe se rio.
—Bien, eso, mi comandante, eso puedo contárselo a usted. Había una dama joven, señor, con mucho talento musical como intérprete y como profesora, que afirmaba haber conocido a este compositor, en Alemania. Bien, señor, era una muchacha encantadora, pero algo inexperimentada en los asuntos más delicados de la vida. Se ofreció a enseñarme algo de música si yo le enseñaba algo de las demás materias. Al final de nuestro intercambio académico, yo estuve muy contento con lo que había aprendido de la joven señorita. Y tengo razones para creer que ella estuvo igualmente complacida con lo que aprendió de su fiel servidor, mi comandante.
Folliot miró con atención al sargento.
—Creo que se ha puesto colorado, sargento Smythe.
—¿De veras, mi comandante?
El sargento pasó su mano por delante de sus ojos.
Por un instante, a Clive Folliot le pareció que las facciones del sargento Smythe oscilaban y se borraban, sólo para ser reemplazadas por las del mandarín.
El chino se puso en pie. Como sargento Smythe había sido un tipo de altura media, unos diez o doce centímetros más bajo que el metro ochenta de Clive. Como mandarín se elevaba, o parecía elevarse, por encima de él, y así tuvo que encorvarse ligeramente para evitar aplastar su tocado oriental contra el techo del camarote.
—Esta humilde persona ha tenido un gran honor de poder ayudar al admirable comandante en unos pocos y breves momentos de dificultad. Este humilde servidor suplica que el admirable comandante haga uso de su discreción hasta que el espléndido navío Empress Philippa arribe a la maravillosa isla de Zanzíbar.
—Pero… sargento Smythe…
El mandarín abrió la puerta del camarote de Clive. Más allá del camarote, la noche bochornosa de aire cálido y las estrellas brillantes ardían espectacularmente.
—En Zanzíbar, el comandante puede encontrar de nuevo al sargento Smythe. Por ahora, este humilde oriental debe buscar el descanso en su propio compartimiento.
Hizo una reverencia, y, en esta posición, se retiró a través de la puerta, y cerró tras de sí.
Clive se levantó como empujado por un resorte y volvió a abrir la puerta rápidamente, pero el mandarín ya había desaparecido en la noche tropical.
* * *
Requirieron la presencia de Clive en las dependencias del capitán Wingate para hablar de los hechos acaecidos la noche anterior. El capitán le aseguró que los tres tramposos serían expulsados del Empress a la primera oportunidad. Esta resultó ser la portuguesa ciudad portuaria de Luanda, una ciudad horrorosa y humeante, en donde el Empress Philippa dejó algunos embalajes de maquinaria y cargó nuevas reservas de provisiones así como algunos pasajeros.
Clive confirmó su deseo de no presentar cargos contra los tres. Y no pudo evitar preguntar al capitán Wingate qué sabía del misterioso oriental que había detectado el complot de los jugadores.
El capitán Wingate se le acercó.
—No puedo decirle nada, señor, acerca de este caballero. Usted es un oficial al servicio de Su Majestad, de modo que tiene que comprenderlo. No puedo decirle nada más sobre la cuestión.
Hubo unas pocas sesiones musicales más en el salón. Clive pasó la mayor parte de las noches allí, a veces con uniforme, a veces vestido de paisano. El mandarín hacía su aparición y ofrecía una selección de Berlioz o de Chopin, Donizetti o Liszt, Mozart o Haydn, pero más a menudo de Mendelssohn.
Pero no hablaba con nadie. Viajaba solo.
Una noche, cuando el mandarín abandonó el salón, Clive consiguió seguirlo hasta su camarote. Permaneció durante más de una hora bajo una escalera, oculto por las sombras, pero sintiendo que podían verlo a causa de su guerrera escarlata y de sus brillantes botones. Luego llamó a la puerta.
Al cabo de unos instantes, la puerta se abrió de par en par.
Clive había esperado que el hombre habría retornado a su verdadera identidad de sargento Horace Hamilton Smythe, pero, en lugar de eso, Clive fue recibido por el mandarín, con sus completos atributos y tocado. Detrás del chino, Folliot pudo distinguir que una pared del camarote había sido convertida en una capilla budista. Delante de una estatua del Iluminado, en un altar cubierto con un mantel, pebetes aromáticos se quemaban en un cuenco.
El mandarín hizo una reverencia a Clive.
—El oficial de Su Majestad hace un gran honor al visitar a este humilde oriental. ¿Puede esta humilde persona ser de algún servicio al comandante?
—¿Smythe? —tartamudeó Clive, confundido—. ¿No es usted el sargento Smythe?
El oriental volvió a inclinarse.
—El oficial se confunde, lamento decirlo.
A trompicones, Clive regresó a su camarote y se puso a trabajar en un despacho para Carstairs, del London lllustrated Recorder and Dispatch. No sólo se suponía que debía relatar sus aventuras en busca de su hermano perdido, sino que tenía que enviar también dibujos o bocetos para que la plantilla de artistas del periodicucho los convirtieran en grabados adecuados para la impresión.
«Somos un periódico ilustrado». Podía oír todavía la entonación sarcástica de Maurice Carstairs. «Tenemos que darle al público el valor de su dinero. Y los que no puedan descifrar los escritos, quizá puedan disfrutar de las ilustraciones».