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A bordo del «Empress Philippa»
La comida del mediodía era, en realidad, poco ceremoniosa; por eso fue durante la cena cuando Clive conoció al capitán Wingate.
El capitán era un oficial retirado de la Armada Real, un veterano que había luchado en la guerra de Birmania hacía quince años. El capitán se interesó en Clive y lo invitó a sus dependencias después de cenar, para entablar conversación.
En sus habitaciones, repantigado en una cómoda butaca, Wingate admitió que añoraba el servicio a la Corona y que envidiaba la oportunidad de Clive.
—Pero ya no quieren a un viejo lobo de mar en la Armada, lo mismo que ocurre con los viejos soldados. Somos un auténtico estorbo para los jovencitos que quieren ascender.
El capitán apoyó de nuevo la espalda en la butaca.
—Dígame, comandante, ¿por qué un oficial de Su Majestad deja su unidad y toma pasaje para Zanzíbar? Es decir, si la pregunta no navega demasiado cerca de los arrecifes, no sé si me comprende.
—Creo que lo comprendo, capitán. No hay nada secreto en mi misión. Sin duda habrá oído hablar de mi hermano, sir Neville Folliot.
—Claro, comandante. Todos los exploradores han venido a buscar su parte de gloria. Ahora que la paz ha posado su mano suave en la frente de Bretaña, debemos buscar otros lugares, que no sean el campo de batalla, para nuestros héroes. Y explorar reinos exóticos parece haber satisfecho sus necesidades: proporciona a nuestros oficiales algo más que hacer que cabalgar en paradas militares.
Se volvió hacia el otro lado, abrió una caja de tabaco de tapa pesada, que había en su mesa, y, tras mirar eligiendo, sacó un cigarro.
—¿Le apetece uno, comandante?
Clive aceptó y ambos prendieron fuego a los puros.
—Le confesaré, comandante, que, al principio, no lo relacioné con el explorador. Discúlpeme si le digo que el nombre de Neville Folliot se ha hecho muy famoso en estos últimos años, mientras que el de Clive Folliot, bien… —Exhaló un penacho de humo de intensa fragancia y lo disolvió agitando el brazo.
—No hay nada que disculpar —dijo Clive—. No dice usted sino la verdad, al afirmar que Neville es famoso. Y que yo soy completamente desconocido en todos los sentidos.
Dio un vistazo por el ojo de buey. A través del cristal pudo ver un cielo nublado y un mar oscuro. Sabía que más allá se extendía la costa de Francia. Pronto el Empress Philippa cruzaría la línea imaginaria de la frontera entre Francia y España. El viaje de Clive no hacía más que empezar.
—Así que después de desembarcar en Zanzíbar se internará en el continente e intentará encontrar el rastro de Neville, ¿me equivoco?
—No, no. Será precisamente de este modo.
—No recuerdo que haya embarcado mucho equipaje, comandante Folliot. A bordo del Empress, quiero decir. Y parece que viaje usted solo. ¡No querrá intentar llevar a cabo sin ayuda esta expedición!
Clive negó con la cabeza.
—He leído los informes de tantos exploradores como me ha sido posible. Y he hablado con muchos de ellos. El señor John Hanning Speke y el señor James Augustas Grant me han sido de particular ayuda.
—¡Qué lástima lo del señor Speke! ¿no cree? —dijo el capitán inclinándose hacia Clive.
—Una pena…, muerto en un accidente de caza el mismo día del debate con sir Richard Burton.
El capitán Wingate bajó su cigarro, cruzó los brazos encima de la mesa y dijo:
—Hay algo extraño acerca de las fuentes del Nilo, comandante. Debe de estar al corriente de que tanto Burton como Speke reclamaban para sí haber encontrado el nacimiento de aquel río.
—En efecto. Tenía que ser el tema de su desafortunado debate.
—Sí. Y Neville Folliot iba en busca del mismo descubrimiento, y ha desaparecido.
Clive Folliot se puso en pie en el acto.
—¡No me dirá que ve usted una relación entre los dos hechos!
El capitán rió. Era una risa lenta, que surgía de las profundidades de la garganta.
—Yo sólo soy un viejo lobo de mar, comandante Folliot. He servido a mi reina y a mi patria durante tanto tiempo como se me ha permitido, y ahora sirvo en la marina mercante capitaneando este híbrido de tres mástiles, de Londres a Zanzíbar, de Zanzíbar a Ceilán, de Ceilán a Singapur. Y así día tras día, hacia donde me ordenen mis superiores. Pronto monsieur de Lesseps terminará de excavar el canal y entonces… supongo que mis actuales patrones se desharán de mí como hicieron los anteriores.
Cerró los ojos con fuerza y se secó los rabillos con un enorme pañuelo estampado.
—El humo de los cigarros, comandante Folliot. Son habanos de los mejores, pero el humo en contacto con los ojos siempre hace saltar las lágrimas. Estará de acuerdo conmigo, seguramente.
Clive intuyó que la entrevista había terminado. Y se retiró a meditar en su camarote.
* * *
A bordo del Empress Philippa se servía el desayuno a los pasajeros en su camarote, y las comidas de mediodía eran simples, pero la cena de a bordo era una ceremonia elaborada y, en las horas posteriores a este acontecimiento, había mucho bullicio.
Clive fue asignado a una mesa con tres compañeros más. Dos de ellos constituían una pareja misionera camino del África sin evangelizar. El reverendo Amos Ransome era un eclesiástico de rostro pálido que llevaba gafas; empezaba cada comida colocándose sus gruesas lentes, inclinando la cabeza bajo el peso de las plegarias y murmurando una inaudible acción de gracias. Su conversación parecía limitarse a las obras del desaparecido John Wesley, de cuya muerte el misionero aún no se había recobrado.
—Lo siento. —Clive se vio obligado a disculparse—. Pero me parece que no estoy bien al tanto de la historia de la iglesia. ¿El señor Wesley, no murió hace ya algunos años?
—En el año 1791 —facilitó el joven reverendo.
—¿Todavía no ha conseguido usted sobreponerse al dolor? —preguntó Clive. Encontraba difícil mantener una expresión neutra—. No parece tener usted mucho más de veinte años, reverendo Ransome.
—De una pérdida tan grande, el mundo no se recuperará nunca —replicó el reverendo—. Pero nosotros vamos a llevar la Palabra del Señor a cada rincón del mundo. Cuando la humanidad entera haya encontrado el Camino, entonces habrá una gran alegría en todas las naciones del mundo.
—Ciertamente —acordó Clive.
La compañera del reverendo habló apenas y mantuvo los ojos fijos en su plato durante toda la cena. Llevaba un vestido amplio de color oscuro. Pero, a pesar de este estilo en el vestir, Clive no pudo evitar darse cuenta de sus formas voluptuosas. «Aguas mansas…», pensó.
Al principio, cuando habían sido presentados, había creído que Lorena Ransome era la esposa del reverendo, pero Amos explicó luego que era su hermana.
—Tan buena compañía como podría serlo una esposa —comentó Amos—, pero sin el peligro de que las complicaciones domésticas nos distraigan de las tareas sagradas. —Y consiguió mostrar una tenue sonrisa.
El último comensal de su mesa era un hombre de rostro colorado y cuerpo más bien robusto que viajaba solo. Se presentó como el señor Philo Goode, de Filadelfia, Pensilvania.
Deseando descansar de las alternancias de sermones y de lúgubres silencios del reverendo (parecía no haber esperanzas de lograr que su hermana hablase durante la hora de la cena), Clive, desesperado, se dirigió al americano.
Este lucía un brillante alfiler de corbata y resplandecientes anillos de piedras preciosas en los dedos de cada mano. Y hablaba con grandiosidad de sus intereses financieros en el Nuevo Mundo. Se extendían desde Maine hasta Carolina del Sur, a lo largo de la costa del océano Atlántico e incluían granjas de ganado en Missouri y una importante empresa de minas de diamantes en Ohio.
El reverendo Ransome prorrumpía en exclamaciones a cada nueva revelación del americano. Incluso la señorita Lorena Ransome salió de su acostumbrado silencio para comentar que el señor Goode debía de ser muy rico.
El Empress Philippa había alcanzado una latitud al sur de la Costa de Marfil. La conversación giró ahora en torno al desarrollo de la riqueza aún no explotada de África. Philo Goode alardeaba de que él mismo tenía tantos intereses en África como en América. Eran la razón de su presente viaje, decía. Para comprobar las inversiones de las compañías que en aquel momento estaban empezando a explotar el potencial económico del Continente Negro.
La señorita Ransome miró tímidamente a Goode.
—Usted debe de ser uno de los hombres más ricos del Nuevo Mundo —dijo.
Goode se tragó de un solo sorbo lo que le quedaba de vino en la copa y estalló en una estruendosa carcajada.
—¡Rico! ¡Caramba, si todo el mundo es rico en América! ¡Yo soy un mendigo comparado con algunos! Vaya, en los próximos años espero ser propietario de mi propio ferrocarril y de mis propios altos hornos. En América hacemos el dinero tan rápidamente que no podemos seguirle el rastro.
—Confío en que tendrá la costumbre de compartir su buena fortuna con los que llevan a cabo la obra de Dios —insinuó Ransome.
—¿Quiere decir si soy un buen parroquiano que paga sus diezmos? —inquirió Goode.
—Algunos hacen algo más que pagar el diezmo, amigo mío.
—No veo la razón de por qué habría de regalar mis bien ganados dólares para la manutención de unos parásitos que sólo cantan himnos y hojean la Biblia —replicó Goode. Se golpeó orgullosamente en el pecho—. He trabajado por cada centavo que poseo y espero que los demás hagan lo mismo.
—¡Parásitos! ¡Leales servidores de Dios, señor! —Ahora Ransome estaba de pie, con su rostro, normalmente pálido, enrojecido de cólera.
—Parásitos, repito. No cultivan alimento, no excavan en busca de minerales, no tejen ropas. ¡Sólo comen y predican! Bien, yo no necesito sermones, o al menos no los de un alfeñique mocoso de cuatro ojos, y lo que me como con mi dinero lo pago. ¡Muchas gracias!
Goode, ya de por sí colorado de cara, ahora estaba amoratado. Mientras hablaba, golpeaba el mantel blanco con sus pesados puños.
Lorena Ransome había permanecido sentada, con la cara color ceniza, durante el diálogo. Sacó un pequeño pañuelo de su manga y lloriqueó delicadamente en él. Cogió la manga de la chaqueta de Clive y le dijo en tono suplicante:
—¿No puede detenerlos? Oh, por favor, comandante Folliot. Mi hermano no es un hombre fuerte. Me temo que va a llegar a las manos y que no tendrá ninguna oportunidad frente al señor Goode.
Clive logró interrumpir a los dos.
—De todos modos, señores, la cena ha terminado —dijo—. Quizá podríamos retirarnos y buscar unos entornos más saludables.
—Yo todavía no he terminado —insistió Goode—. Y no entiendo por qué el superintendente Fennely me ha colocado en esta mesa, con un par de delicadas petunias. ¡Y usted no es mucho mejor, soldadito de plomo con guerrera de feria! Mi abuelo le dio en las posaderas al viejo rey Jorge y le envió sus soldaditos en bonitas cajas negras, y yo estoy dispuesto a darle la misma lección a usted, ¡si no recuerda a qué me refiero!
—¡Por favor, caballero! —Clive se levantó—. Está presente la señorita Ransome. Si quiere dirimir sus diferencias conmigo, hay un modo más adecuado. Una vulgar pendencia a la hora de cenar no es lo más correcto.
Los Ransome continuaban en sus sitios. La señorita Ransome contemplaba alarmada a Goode y a Folliot. El reverendo Ransome había juntado las manos y bajado los ojos. Entonces murmuró un suave amén y levantó la vista hacia Folliot y Goode.
—He rezado para que el Señor nos ilumine —dijo Ransome.
—¿Ah, sí? —dijo Goode en tono burlón—. Debe de haber enviado el mensaje por telégrafo. ¿Qué respuesta ha recibido? ¿O acaso no han respondido todavía?
—Vamos —dijo el reverendo Ransome—, retirémonos al salón del barco, donde podremos continuar la discusión en circunstancias más tranquilas.
Clive supuso que Goode propinaría ipso facto un puñetazo a Ransome o que empezaría a patalear en el comedor, de asco y de rabia. En lugar de eso dijo:
—De acuerdo, predicador. Vamos para allá.
Encontraron un rincón discreto en el salón del barco y se sentaron. Enseguida se acercó un camarero y les ofreció bebidas.
—No bebemos alcohol —explicó Ransome para él y para Lorena—, pero un refresco de zumo de fruta sería bien recibido.
Goode ordenó brandy y Folliot aceptó acompañarlo. Cuando el camarero se disponía a retirarse, Goode se dirigió a él.
—Traiga la botella y un par de copas —dijo—. No queremos molestarlo con idas y venidas cada dos por tres. —Y se rió de sus propias palabras.
Había una media docena de mesas en el salón. La mayoría de los pasajeros del barco eran hombres, pero unas pocas mujeres acompañaban a sus esposos. En una esquina de la estancia había un piano vertical. En varias mesas tenían lugar juegos de cartas: los viajeros del Empress mataban el tiempo mientras la nave hacía camino lentamente hacia el sur.
Un espectáculo verdaderamente curioso en la esquina opuesta llamó la atención de Clive. Un hombre se había sentado al piano; de espaldas, aparentaba ser un chino de clase alta.
Habían pasado sólo unos pocos días, y el mundo del Empress Philippa parecía ya tan aislado de Inglaterra como podía serlo el fabuloso planeta Marte de George du Maurier. A pesar de ser un extranjero, el mandarín, vestido con su túnica oriental, ¡estaba interpretando con toda perfección una difícil composición del compositor contemporáneo alemán, Félix Mendelssohn!
Clive meneó la cabeza maravillado.
El camarero volvió llevando consigo una bandeja con un vaso de jugo de fruta para cada Ransome y dos copas vacías y una botella de un líquido color oro.
Cuando el camarero los dejó, Goode levantó su copa.
—Mis disculpas, reverendo. Soy un hombre que se acalora enseguida y reacciona furiosamente cuando le pisan los juanetes. Supongo que habló con buena intención.
—Una disculpa a medias es mejor que ninguna, creo —dijo Ransome.
—Y por lo que se refiere a usted —Goode hizo una inclinación brusca con la cabeza, a Clive—, expulsamos a su rey Jorge, pero mire a quién tenemos ahora: ¡a ese imbécil de Andy Johnson! A lo mejor deberíamos hacer lo mismo con él, ¿no? ¡Bebamos, bebamos!
Clive vació la copa y Goode la volvió a llenar.
—Le diré lo que vamos a hacer, reverendo —continuó Goode—, acerca del asunto de los diezmos. Nunca creí en nada y menos creo ahora. Dejémoslos que sigan su camino, y que se ganen su propia vida, digo yo. Nunca di nada a ningún maldito predicador, pero, por el bien de la amistad, le voy a hacer un ofrecimiento.
Ransome se quedó mirando embobado al americano.
—¿Un ofrecimiento, señor Goode?
—Hagamos unas partidas de póquer. Mire qué bien que lo pasan —dijo indicando las mesas cercanas, en donde tenían lugar juegos de naipes.
Ransome palideció más que nunca.
—Sólo unas pocas partidas amistosas —repitió Goode. Se dio un golpe en el pecho como había hecho anteriormente, pero esta vez mantuvo la mano contra la chaqueta, de tal manera que Clive pudo distinguir la silueta rectangular de una baraja de naipes.
—Nunca podría… Soy cristiano, señor Goode. Un metodista. Jugar es completamente anticristiano.
—No pueden jugar, ¿verdad? —Goode bajó su copa de los labios, añadió un poco más de la botella, llenó la copa de Clive y dirigió de nuevo la atención a Ransome.
—Le voy a decir lo que he pensado, reverendo. Si gano, de todo lo que gane haré donación a su misión. ¿Qué le parece? Y si usted gana, puede hacer lo mismo. Esto no es apostar, ¿verdad? Sólo es mi manera de pagar el diezmo. Para salvar un poco el orgullo americano, ¿eh?
Ransome observó un momento a su hermana. Inclinó la cabeza hacia ella y hablaron unas pocas palabras; luego se incorporó de nuevo. Introdujo la mano en el bolsillo y sacó su Biblia y sus gafas; se fijó éstas en la nariz y estudió el libro.
Al cabo de pocos minutos lo cerró y lo deslizó de nuevo en el bolsillo. Se aclaró la garganta.
—Jugar a las cartas continúa siendo una actividad frívola e impropia de un sacerdote. Pero, aunque jugar y apostar sea un gran pecado, hoy sólo constituirá, como usted dice, un mecanismo para que usted pueda contribuir a las buenas obras de nuestra misión. Así pues, he decidido que podemos permitirlo…, si bien creo que nunca he sido tan indulgente, señor Goode.
Goode se dirigió a Clive.
—¿Qué le parece, Folliot? ¿Juega? Yo olvidaría incluso que los chaquetas rojas incendiaron Washington en el catorce.
—Ah. Pero de ningún modo podría quedarme con las ganancias, señor Goode.
—Philo —dijo Goode—. Llámeme Philo y yo lo llamaré Clive, ¿de acuerdo?
—Pueden llamarme Amos, entonces —añadió el reverendo Ransome.
—Y a mí pueden llamarme Lorena —dijo su hermana. Y al decir esto se inclinó hacia Clive; el corpiño de su vestido rozó el brazo de Clive y éste pudo detectar la calidez y la dulce suavidad de su pecho.
—¿Entonces comparte el negocio con nosotros, Clive? —apremió Goode—. Todas las ganancias para la misión del reverendo. ¿Qué podría haber mejor que una obra como ésta?
Folliot tuvo que acceder.
Goode introdujo la mano en un bolsillo de su chaqueta y extrajo un mazo de naipes.
—¿Les parece bien póquer americano? —propuso.
—Me temo que mi hermana y yo no estamos al corriente de las reglas de ese juego —contestó Ransome—. Ni de ningún otro juego de cartas.
Goode lanzó una mirada a Folliot.
—Juguemos un par de manos de prueba, para enseñarle a Amos el juego, ¿de acuerdo, Clive? A Amos y a la señorita Ransome, claro está.
Clive asintió y Goode sirvió una mano abierta. Ganó Clive con un par de jotas. La baraja pasó a Clive; sirvió una mano abierta y volvió a ganar con una escalera al as.
Ahora le tocaba a Lorena Ransome dar y, bajo las instrucciones de Goode, distribuyó las cartas correctamente, y también ganó la mano con color (corazones). Cuando Clive le explicó que su mano ganaba a la doble pareja de su hermano y a los tres dieces de Philo Goode, soltó un chillido de sorpresa y alegría y apretó cariñosamente el brazo de Clive.
Clive se ruborizó y, al darse cuenta Lorena, ésta también se puso colorada.
Pronto empezaron a jugar en serio. El superintendente del barco les proporcionó fichas y el camarero llenó de nuevo los vasos de Lorena y de Amos y colocó una botella nueva para Clive y Philo.
Amos Ransome era el único de los cuatro que no había ganado ni una mano en las partidas de prueba, y, durante la primera media hora de juego con dinero, sólo logró proseguir su miserable actuación.
Philo Goode perdía algunas libras; Amos Ransome unas cuantas más; Clive Folliot y Lorena Ransome ganaban a la par cantidades similares.
Cada vez que Lorena ganaba la apuesta, soltaba una exclamación chillona y se arrimaba al brazo más cercano, al principio alternando entre el de su hermano y el de Clive, luego, cada vez más a menudo, al de Clive solamente.
El camarero volvió de nuevo, con zumo de fruta para los Ransome y brandy para Folliot y Goode. La suerte de la mesa giró de Clive y Lorena a Philo y a Amos. Luego Lorena lo hizo un poco mejor. Al final, Philo, Amos y Clive tuvieron delante de sí una enorme apuesta.
Clive llevaba un full de ases.
Philo estaba sudando. Se desabrochó el cuello, levantó su copa de brandy y la volvió a bajar. Aquella apuesta los arrastraba al frenesí. Lorena había pasado ya, pero los tres hombres se negaban a abandonar.
Muchas de las demás partidas en juego habían acabado; los pasajeros se habían levantado de sus mesas y se habían reunido alrededor de ésta. Incluso el mandarín vestido de seda había dejado su interpretación de Mendelssohn y se había añadido al grupo de europeos que rodeaban a los cuatro.
Por fin, Goode lanzó sus cartas, boca abajo, al tapete.
Clive había drenado profundamente los fondos proporcionados por Maurice Carstairs. Miró dentro del sobre. Había estado bebiendo brandy y ahora estaba ebrio, tanto por el licor como por la proximidad de Lorena Ransome. Esta había abandonado la práctica de gritar y de arrimársele y abrazársele cada vez que ganaba la apuesta, y ahora mantenía su pierna presionada contra la de él por debajo de la mesa, cosa que lo distraía, a la vez que lo excitaba.
Clive depositó en la mesa su último billete de cincuenta libras. Amos Ransome sudaba copiosamente.
—Las veo, Clive. ¿Es así como se dice? —preguntó el reverendo.
Y entonces, de súbito, Clive se dio cuenta de que había apostado, y perdido, la mayor parte de su tesoro. El juego amistoso, emprendido por el bien de la misión, se había convertido en su ruina. Si perdía aquella mano, sería incapaz de financiar la búsqueda de Neville. Nunca escribiría las noticias para el periodicucho de Carstairs, nunca escribiría el libro, nunca haría fortuna…, nunca se casaría con Annabella.
Extendió su full en el tapete.
El reverendo Amos Ransome alineó su escalera de color en la mesa, y alargó la mano para recoger las fichas y el dinero que representaban el destino de la misión de Clive Folliot.
Un largo dedo, terminado en una uña con un protector de jade, emergió de la manga de una túnica de seda. El jade esculpido tocó el envés de la mano de Ransome. Parecía ser el más suave de los contactos, pero inmovilizó a Ransome.
—Comandante Clive Folliot —pronunció el mandarín con un perfecto inglés, sin acento extranjero—. Ha caído en manos de un trío de brillantes tramposos. Le sugiero que recoja su dinero y se retire a su camarote. Esos tres permanecerán donde están mientras el camarero llama al superintendente Fennely. Él mismo se encargará del asunto, o lo pasará a manos del capitán Wingate si lo estima necesario.
Lorena Ransome se echó a llorar.
Philo Goode empujó la silla hacia atrás, tumbándola al mismo tiempo que se ponía en pie bruscamente.
—¡Cómo te atreves, salvaje incivilizado! —Introdujo la mano en su fajín y sacó un revólver de cañón corto, que apuntó al mandarín.
El oriental levantó la uña postiza de jade de la mano de Amos Ransome y dio unos golpecitos suaves en el cañón del revólver de Goode. El arma aterrizó en la mesa ruidosamente.
Goode se había quedado con la vista fija, mudo. Los ojos se le salían de las órbitas, pero parecía incapaz de recuperar el arma.
El mandarín tomó el revólver y vació las balas del tambor. Y las introdujo, una a una, en la botella de brandy. Cada vez que un proyectil chocaba con la superficie del licor, hacía un sonido claro, como si un guijarro pesado cayese en un charco medio helado y dejase la superficie rizada como testimonio del hecho.
Gotas de sudor caían del rostro encendido de Philo Goode.
—Ustedes son hombres blancos —gritó al grupo que rodeaba la mesa—. ¿Van a permitir que este diablo amarillo acuse al reverendo de hacer trampas? ¡Deténganlo!
El chino alargó la mano hacia las gruesas lentes de Amos Ransome. Las levantó de la nariz del predicador y las ofreció a Clive, con una inclinación de cabeza.
Clive observó con curiosidad las gafas. Las sostuvo delante de sus ojos y miró las cartas esparcidas por la mesa. Cada una estaba cuidadosamente marcada con el palo y el número. ¡No era de extrañar que el reverendo Ransome hubiese ganado tanto dinero! Su juego pobre al principio había sido un mero engaño para tentar a Clive, para que apostase más fuerte. El trabajo de Philo Goode había sido preparar el terreno de juego con sus estudiados insultos al predicador. Goode había proporcionado las cartas marcadas. Y Lorena se había añadido para distraer al pobre Clive.
Clive pasó las gafas del predicador a una media docena de espectadores. Cada uno de ellos miró las cartas a través de ellas y murmuró algo antes de pasarlas a otro. Por último, regresaron al mandarín.
Si no hubiese sido por el chino, Clive habría quedado prácticamente arruinado, con unas pocas libras en su cuenta, mientras el predicador (ahora que lo pensaba, estaba casi seguro de que era un farsante) dividiría el botín entre la colega femenina y el aliado americano.
En aquel momento llegó el superintendente, el señor Fennely, a quien un camarero había llamado, y Clive le explicó brevemente lo sucedido.
—Reverendo, señorita Ransome y señor Goode —declaró Fennely—: Quedan confinados a sus camarotes. Irán allí directamente desde el salón y esperarán órdenes del capitán Wingate. Considérense bajo arresto del capitán.
Preguntó a Clive si tenía intención de presentar cargos contra los tres.
—¿Qué les ocurrirá? —preguntó Clive.
—Si presenta cargos, comandante Folliot, serán acusados por intento de fraude, juzgados por un tribunal del navío y, si se los considera culpables, entregados a las autoridades en el primer puerto británico.
—¿Y si no? —inquirió Clive.
—Probablemente el capitán Wingate los mantendrá arrestados en sus camarotes hasta que lleguemos al primer puerto de escala, y allí los dejará en tierra, para no saber nada más de ellos.
Clive lo consideró un momento. Los Ransome y Philo Goode lo contemplaban, a la espera.
—No presentaré cargos —dijo por fin.
El superintendente asintió.
—Se comunicarán los hechos a toda la flota mercante; puede estar tranquilo al respecto, comandante Folliot.
Fennely tomó el revólver de Philo Goode, se lo introdujo en su propio fajín y acompañó a los tres tramposos fuera del salón.
Clive miró en torno suyo buscando el mandarín, pero éste había desaparecido.