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Plantagenet Court
El comandante Folliot estaba sentado en un taburete de felpa aterciopelada azul marino, con la guerrera escarlata desabrochada y los codos en las rodillas. Tenía los dedos entrelazados y en ellos reposaba su mentón.
Contemplaba atentamente el baño de la señorita Annabelle Leighton.
Ésta se había recogido el pelo encima de la cabeza, y lo mantenía así con horquillas, para evitar que se mojase en el agua caliente. Mientras se enjabonaba sonreía al comandante Folliot. Era obvio que éste la contemplaba con admiración, y esta expresión franca era igualmente gratificante para ella.
Frotó una pastilla de jabón Pear en su mano hasta hacer espuma, sostuvo en equilibrio una burbuja reluciente en su palma y la sopló juguetonamente hacia Folliot.
La burbuja cruzó la distancia que separaba a Annabelle de Clive flotando por el aire, y estalló en la mejilla del militar, quien pareció sorprendido.
Annabelle se rio.
—¿Qué te ocurre, Clive?
Éste movió la cabeza.
—Nada, amor mío. Nada. Simplemente estaba… distraído.
Annabelle se puso en pie, dentro de la bañera, para aclararse mejor. Sus senos, pálidos como la leche y suaves como nieve reciente, quedaron al descubierto, con sus generosos pezones en contraste con el color de su piel.
—¿Por qué no me ayudas a secarme, Clive? —Salió de la bañera y permaneció en pie sobre una pequeña alfombra mientras él la envolvía con una enorme toalla turca. Ella se volvió de espaldas y él la rodeó lentamente con sus brazos. Annabelle le cogió las manos y se las colocó en sus pechos.
—Me siento estupendamente después de un baño, Clive. Tan fresca, antes de dormir.
Se dio la vuelta dentro del círculo de sus brazos y lo miró a los ojos. Le dio un pequeño beso en la punta de la barbilla.
—Ven a la cama, ahora, querido. Es cierto que tengo que levantarme temprano por la mañana, para hacerme cargo de mis responsabilidades.
—No deberías ser institutriz de hijas de ricos, Annabelle —dijo Clive con voz enojada—. Tienes tanta clase como cualquiera de ellos, ¡más clase! Y sin embargo, te tratan poco mejor que a una criada.
—Calla. Ven a mi lado. —Ella se había acostado dentro de la enorme cama. Había sacado un camisón largo, pero lo sostenía en la mano sin ponérselo.
El interior de la habitación estaba iluminado por un solo quinqué; la ventana daba a una callejuela, Plantagenet Court, donde Annabelle tenía su habitación. La patrona la había llamado al orden por las visitas de un señor en sus habitaciones, pero al enterarse de que el señor en cuestión era el hijo menor de lord Folliot, el barón de Tewkesbury, en el acto había cesado de inmiscuirse.
Clive continuaba mirando absorto la parpadeante llama del quinqué.
—Hace frío —dijo Annabelle provocativa—. Tendré que ponerme el camisón si no vienes a protegerme con tu calor, Clive.
Él continuó igual, sin responder.
La muchacha se inclinó y el grueso edredón resbaló hasta su cintura. Tomó el rostro de él entre sus manos y lo giró para quedar los dos cara a cara.
—Clive, me has tenido preocupada toda la noche. En el teatro y en el club del señor Du Maurier. Y ahora… Nunca has mostrado tan poco interés hacia mi compañía.
¿Acaso alguna dama de alta alcurnia ha robado tu amor por mí? ¿O fue aquel individuo de aspecto repelente y de barba gris? —Frunció el entrecejo y luego añadió—: ¿O tiene algo que ver con tu hermano Neville?
Él la miró fijamente y ella pudo ver lágrimas en sus ojos.
—¡Clive, dímelo, por favor! ¿Qué es lo que anda mal? No debería haberlo tomado tan a broma, pero… Clive, ¿qué es, querido?
Él aspiró profundamente.
—Es Neville, en parte.
Annabelle vio la expresión afligida de su rostro y le acercó la cabeza a su pecho para que reposase en él. Clive la envolvió con sus brazos y se apretó contra ella.
—¿No quieres decírmelo, Clive?
Él movió la cabeza.
—Entonces ven a la cama y te ayudaré a olvidar lo que sea que te angustia. Podemos hablar más tarde. Ven ahora.
Lo ayudó a sacarse la guerrera escarlata y deslizó los dedos por debajo de su camisa, sin dejar de besarle ni un momento la frente, las mejillas, los labios, el cuello, los ojos cerrados.
Clive exhaló un suspiro y se acostó bajo el edredón a su lado, y, por un tiempo, olvidó por completo sus absorbentes preocupaciones. Luego se durmió.
En mitad de la noche, sufrió una terrible pesadilla; pronto despertó temblando y acto seguido se refugió en Annabelle.
—Ahora tienes que contármelo —dijo ésta—. Por favor, cariño, antes de que llegue el alba y tú tengas que escabullirte por la puerta de atrás y yo salir por la principal. Dime qué es.
—Sí, sí, tienes razón.
Ella alargó la mano.
—No enciendas el quinqué —dijo él atrayéndola hacia sí de nuevo—. Podré hablar mejor en la oscuridad, donde no podré ver tu cara, Annabelle.
—Cuéntamelo, entonces. Antes dijiste que era acerca de Neville.
—Sí. Y acerca de Maurice Carstairs. El hombre de la barba gris. Y acerca del general de brigada Leicester. ¿Sabes a quién me refiero, Annabelle?
—Claro. Has mencionado el nombre de tu oficial superior muchas veces. ¿Qué tiene él que ver con Neville?
—Tiene que concederme el permiso para emprender la búsqueda de Neville.
En la oscuridad, Folliot no podía verle la cara, pero podía oír cómo respiraba pesadamente y sentir la tensión que le recorría todo el cuerpo.
—¡Lo hemos discutido tantas veces, Clive! Y otra vez esta noche, incluso con el señor Du Maurier. ¿Por qué tienes que ir en busca de Neville? Ya volverá, o no volverá, como al cielo le parezca. ¿Por qué tienes que ir a perderte tú también? Neville es un maldito matón, Clive. Nunca permitirá que olvides que él es el mayor, aunque sólo lo es a causa de una minucia de minutos.
—Nacimos en días diferentes, Annabelle.
—Sí. ¡Cuántas veces he oído esa historia! Neville nació justo antes de las campanadas de la medianoche del veintiséis de enero de 1835. Y tú naciste minutos después.
—Sí. Haciendo que mi cumpleaños sea el veintisiete de enero.
—Pero ¡Clive! ¿Qué diferencia hay en unos minutos más o menos? ¡Tú y Neville sois hermanos gemelos! ¡Tenéis el mismo padre y la misma madre!
—¡Sí, la misma madre que murió después de darme a luz, y el mismo padre que me hizo culpable de ello durante treinta y tres años! Durante treinta y tres años, Neville ha sido, para mi padre, la luz de sus ojos, y yo la oveja negra. Y ahora el mismo padre se está haciendo viejo y tiene la sucesión en mente, y la desaparición de Neville en África toma dimensiones mayores cada día.
—¡Deja que se pierda a su antojo! Así te convertirás en el barón Tewkesbury. Todo el mundo lo sabe. Du Maurier lo sabe. Todo Londres lo sabe.
Clive gimoteó.
—Pero mi padre ha tomado la decisión de financiar parcialmente la expedición en busca de Neville. Y el Recorder and Dispatch…
—¡Un periodicucho! —interrumpió Annabelle.
—¡Incluso si es así! Está de acuerdo en sufragar el resto de los gastos de la expedición. Carstairs es su hombre. Me entregó un sobre con billetes de banco en el club de Du Maurier, que también es el suyo. Con el dinero que tengo ahora, puedo ir tras Neville. Pero tú quieres que él siga perdido, Annabelle, ¿no?
—¡Claro que sí! ¡Lo admito! ¡Dijiste que te casarías conmigo, Clive! ¡Oh, por qué se me ocurriría llevarte a mi cama! ¡Debes pensar que soy una cualquiera! Me tratas como a una querida: subes a escondidas a mi habitación, te escabulles por la puerta trasera. ¡Soy la concubina, la maitresse del joven oficial! ¡Debería haberlo sabido! Incluso un hombre de guerrera escarlata, un hijo de nobles, tiene su juguetito, escondido en alguna parte; y yo soy este juguetito, una muñequita.
Estalló en sollozos.
—Pensé que tú serías diferente de los demás —continuó—. Pensé quejo sería diferente de las demás. ¡Pero tú sólo eres un rufián y yo tu pequeña meretriz! ¡Cómo no me di cuenta!
—El general Leicester me ha concedido permiso —dijo Clive suavemente.
—Y partes a Ecuatoria en busca de tu querido hermano.
—Sí.
Hubo un largo silencio.
—Me casaré contigo —dijo Clive, luego.
—Me lo has dicho cientos de veces.
—No tengo dinero. No puedo desviar los fondos de la expedición.
—No quiero dinero. Quiero un esposo, Clive. Y un nombre.
—¡No eras tan exigente cuando nos conocimos!
—Tenía menos razones para ser exigente.
—Cuando regrese, escribiré un libro. Todos lo hacen, ya sabes. ¿Oíste lo que Du Maurier dijo en el club? Es la verdad. Todos escriben libros y todos hacen fortunas. Y después nos casaremos, tanto si Neville se convierte en lord Tewkesbury, como si me convierto yo. ¿No te das cuenta? ¡Es nuestro camino hacia la libertad! Quedaremos libres de la férula de mi padre, si todavía vive, o de Neville si aquél ya está muerto. Seremos independientes de ellos y podremos llevar nuestra propia vida. Podrás dejar de dedicarte a la enseñanza y yo podré retirarme del ejército, y viviremos juntos y felices.
—Sí, felices para siempre, Clive —dijo con un tono grave, lleno de amargura y de desdén.
—¡Pero sí, viviremos felices!
—¿Aún no te das cuenta de lo que es un cuento de hadas? ¿Ni siquiera cuando es tu propia voz quien lo cuenta?
Folliot se deslizó fuera de la cama y cruzó la habitación. Incluso en la casi completa oscuridad de la habitación de Annabelle, Clive conocía todos los rincones. Sus pies desnudos sintieron la aspereza del pelo de la alfombra, situada entre la cama y la mesa.
A través de la alta ventana, un amanecer distante intentaba enviar sus rayos de gris pálido. La niebla de la noche se había convertido en una lluvia helada, y Clive supo que al cabo de pocas horas la ciudad sería un atasco de carricoches patinando y de caballos por los adoquines. Muchos caballos se romperían las patas y serían liquidados en el acto; otros de su raza arrastrarían sus cuerpos humeantes.
Detrás de él, Clive podía oír la respiración de Annabelle, que guardaba silencio a la espera de que él respondiera a su reproche.
Folliot encontró la caja de cerillas. Levantó el cristal (enfriado hacía ya rato) del quinqué y palpó la mecha con la punta de los dedos, para asegurarse de que todavía estaba húmeda. Luego se secó los dedos y frotó la cerilla. Cuando el quinqué llameó regularmente, lo cogió por la base, lo sostuvo en alto y se volvió hacia la cama.
Annabelle soltó una risita.
—No sabía que hubiese dicho o hecho algo gracioso —dijo Clive con un resoplido.
Annabelle se llevó la mano a la boca.
—Es que no te has visto desnudo de pies a cabeza (excepto por un gorro de dormir), lámpara en ristre, como un Diógenes moderno en busca de un hombre honrado. —Pero antes de que él pudiera responder, la joven se puso seria de nuevo—. ¡Supongo que es mucho pedir que mi Diógenes moderno me convierta en una mujer honrada!
Clive sintió que se ruborizaba.
—Ya te lo he dicho, querida Annabelle: ¡nos casaremos cuando tenga el dinero suficiente para hacerlo! De ninguna manera puedo mantener a una familia con la miseria que me paga el gobierno. Me casaría de inmediato (podríamos despertar a un cura y estaríamos unidos en matrimonio antes de que sonara el reloj) si tuviera los medios necesarios.
Hubo una larga pausa.
Al cabo, habló Annabelle.
—Deja la luz en la mesa. Déjala encendida, Clive —dijo—. Así que tu general Leicester te ha concedido el permiso, ¿no?
Clive colocó el quinqué como había dicho Annabelle, y confirmó:
—Sí, así es.
—¿Y cuándo partes para tu expedición africana?
Clive no quería responder. Permanecía de pie en la alfombra, sudando por el sentimiento de culpa y por lo embarazoso de la situación, pero simultáneamente temblando de frío por la temperatura helada de la estancia.
Annabelle, cálida en su cama, esperaba una respuesta.
—Por la mañana —dijo Clive por fin—. Mañana por la mañana; es decir, hoy.
—Muy bien —dijo Annabelle con furia—. ¡Te vas por la mañana, pero te voy a regalar una noche que nunca olvidarás, Clive Folliot!
Annabelle apartó edredón y mantas y descubrió su desnudez. Extendió los brazos hacia él.
—¡Deja la luz encendida, Clive! ¡Sácate ese ridículo gorro y vuelve a la cama!
* * *
Folliot estaba en el muelle de madera, contemplando el barco gris que se alzaba ante él. El Empress Philippa era un navío híbrido, construido para dominar los caminos del mar. Estaba aparejado con velas y máquina de vapor; las velas, por ser más seguras y económicas; y el vapor, para poder desarrollar velocidades más altas. La caldera estaba hirviendo ya, llena de energía; las velas estaban recogidas y nubes de humo oscuro surgían de las chimeneas.
¡Nave gris, Támesis gris, cielo londinense gris! Clive Folliot bajó la vista hacia su propia apariencia, no muy fresca y reposada precisamente. Antes de presentarse al capitán del Empress Philippa, tenía que encontrar su camarote.