1: Picadilly Circus

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Picadilly Circus

El telón cayó cerrando tras de sí una escena de júbilo. Los hermanos James John Cox y John James Box celebraban su reencuentro. El público, que había pasado la velada prorrumpiendo en vendavales de carcajadas, ahora estalló en tempestades de vítores y aplausos.

En las butacas de platea, el comandante Clive Folliot percibió los dedos de la señorita Leighton, que le apretaban afectuosamente el brazo. Durante la representación, Clive había estado absorto en sus propios pensamientos; sabía que la señorita Leighton comprendía sus sentimientos respecto a su hermano ausente, Neville; al menos los comprendía como cualquiera, excepto él mismo, comprendería unos sentimientos tan tormentosos.

¿Hay alguien más, alguien que no sea un hermano gemelo, que pueda comprender los sentimientos de un mellizo por el otro?

—La comedia era muy divertida, pero tocaba un tema demasiado cercano, ¿no? —insinuó Annabelle a Clive Folliot—. Debe de haberle hecho daño, Clive.

Clive Folliot no respondió enseguida. Necesitaba reponerse. Uno no debía ceder a las emociones en público, en especial si era un oficial militar al servicio de Su Majestad Imperial.

Clive vestía la guerrera escarlata y los pantalones oscuros de la Guardia Montada Imperial. Con un leve temblor en la mano se arregló el bigote pelirrojo. Se volvió hacia Annabelle y logró esbozar una sonrisa.

—Demasiado cercano, sí. Sin embargo, ha sido una excelente pieza. Espero no haberle estropeado la representación, señorita Leighton.

Y, mientras hablaba, con sus ojos se embebió de su belleza. Annabelle Leighton era una hermosa joven (un poco mayor que una chica) unos trece años más joven que Clive Folliot, que tenía treinta y tres. El pelo de Annabelle era una fuente de negro azabache. Para asistir al teatro, se lo había peinado en tirabuzones que brillaban tanto que parecían marchitar la flor azul de sus alegres y penetrantes ojos.

Tenía los hombros blanquísimos y ligeramente empolvados; el pecho estaba en su plenitud de forma y gracia, y su vestido lo realzaba espléndidamente… cuando ella permitía que el chal le cayese un tanto de los hombros. Su cintura era delgada, casi minúscula, aunque quizás un poquito menos que cuando ella y el comandante Folliot se habían conocido.

La joven le devolvió la sonrisa y dijo:

—Oh, no, de ningún modo; usted nunca podría estropearme la velada. En su compañía, Clive, sólo podía resultar muy agradable.

El teatro se estaba vaciando a su alrededor, pues los caballeros ingleses en traje de etiqueta o uniforme militar y las damas con vestidos de faldas anchísimas desfilaban lentamente entre las hileras de asientos. Aquí y allí aparecía algún americano entre el público; se los podía identificar por sus voces ruidosas y sus andares de fanfarrón. En aquella época regresaban a Inglaterra en número cada vez mayor. Ya habían empezado a hacerlo incluso inmediatamente después de que la guerra entre los dos Estados hubiera terminado, hecho que había tenido lugar (y este pensamiento cogió por sorpresa a Clive) tres años atrás.

Ciertamente, meditó Clive, aquel era un auditorio cosmopolita. ¡Pero se preguntaba si alguno de ellos habría comprendido el diálogo y las canciones!

—Señorita Leighton —dijo Folliot—, espero que no se lo tome a mal si le pido a usted que me acompañe tras los bastidores.

Ella no respondió de inmediato.

—No creo que arruine su reputación —agregó—. Pero, claro está, si prefiere no mezclarse con los actores, saldremos del edificio enseguida.

—No, comandante. Antes mencionó que uno de los actores era amigo suyo. Estaría encantada de que me lo presentase…, si eso era lo que tenía en mente.

—En efecto.

Las estancias posteriores al escenario eran un frenesí caótico de colores, olores y sonidos poco corrientes. Annabelle Leighton sentía como si hubiese caído en la misma conejera que la pequeña Alicia del curioso librito del señor Carroll, y no le habría sorprendido encontrar una liebre loca o una oruga fumando con un narguile en cualquier recodo del pasillo.

El amigo del comandante Folliot había representado el papel del señor Box, el impresor. Por eso le habían asignado un camerino privado, en cuya puerta Folliot llamó animadamente.

Una voz de tenor respondió:

—Adelante, pase —y el comandante Folliot abrió la puerta e hizo ademán para que la señorita Leighton lo precediese.

—¡Clive! —exclamó el eximpresor—. Cierra la puerta. Ya estoy casi listo. —El actor estaba sentado de espaldas a la puerta, pero un tocador con un gran espejo le ofrecía la oportunidad de ver a sus visitantes. Cuando percibió a la señorita Leighton, se dio la vuelta en redondo y se levantó en el acto.

—¡No me lo digas! —admiró—. Esta es la señorita que corta el aliento, la señorita Leighton, de quien me has hablado tantas y tantas veces.

Annabelle extendió la mano.

—George du Maurier —dijo el actor presentándose a sí mismo—. Es un gran honor para mí, señorita Leigthon. Clive nunca deja de alabar sus méritos y ahora veo el motivo de su devoción.

—Una espléndida puesta en escena, Du Maurier —dijo Folliot—. Desearía poder reconciliarme con Neville como hacen los hermanos en vuestra comedia.

—Volverá a aparecer, Clive. Otros han permanecido mucho más tiempo que Neville sin dar señales de vida y luego han emergido completamente ilesos de una jungla.

Du Maurier hizo una ligera inclinación de cabeza:

—¿Qué le parece si buscamos un lugar más adecuado para la conversación y salimos de este agujero? A lo que Annabelle respondió:

—Ciertamente, debe de haber entornos más agradables en donde podamos continuar nuestra charla.

Du Maurier ajustó un gorro de piel a su pelo rizado, descolgó un abrigo ligero de una percha cerca del espejo, pasó por delante de Clive y de la señorita Leighton para abrir la puerta y apagó el gas. La habitación quedó levemente iluminada por la luz que penetraba a través de la puerta abierta.

Afuera llamaron a un taxi. Du Maurier se asomó y dio al conductor la dirección de su club.

—Estaremos rodeados de artistas y escritores —explicó—. Confío en que lo aprobaréis.

En aquella hora de la noche, la circulación era escasa, y al cabo de poco rato el taxi se detenía enfrente de una entrada, atendida por un lacayo uniformado.

Una vez dentro, Du Maurier dijo:

—Aquí somos muy bohemios, señorita Leighton: se permite a las damas la entrada al bar. Hay a quienes les parece mal, pero nosotros somos como somos —y se encogió de hombros.

—Sí —sonrió Annabelle—. Artistas y escritores. ¿Qué se podía esperar?

Du Maurier soltó una sonora carcajada y los condujo al salón principal. Un empleado tomó delicadamente el abrigo de la señorita Leighton y los tocados de los hombres (el alto gorro de Du Maurier y la gorra militar de Folliot). Un camarero se acercó a Du Maurier, quien ordenó brandy para todos.

Se sentaron en unas cómodas butacas frente a la inmensa chimenea y se calentaron alegremente.

Volviéndose hacia Folliot, Du Maurier dijo:

—¿Así que aún no sabes nada de tu hermano?

—No —murmuró Clive—. Catorce meses ahora, y ni una sola palabra.

—Tiene que ser difícil para usted aceptarlo —dijo Annabelle.

—Sí —acordó Du Maurier—. Y también de creer.

—¿A qué se refiere, señor Du Maurier? Difícil de creer… ¿qué? —interrogó la joven frunciendo el entrecejo.

—Va a empezar de nuevo —le advirtió el comandante Folliot—. Debería haberle avisado, señorita Leighton. George es un brillante caricaturista (el mejor de que puede presumir el Punch), además de tener gran talento como actor dramático y como músico. Pero profesa unas ideas muy curiosas.

—¿Curiosas dices? —La conversación hizo una pausa al llegar el camarero para servir los brandys. Luego Du Maurier prosiguió—. Te burlas, Folliot, te burlas. Pero «hay más cosas en el cielo y en la tierra…».

—Lo sé, lo sé. Me gustaría creer, o al menos esperar, pero cuando no ha habido nada durante tanto tiempo, pienso que ya es casi imposible.

—Pues claro, amigo mío. Este es el quid de la cuestión. Sostener que sólo lo posible es posible no necesita de ingenio ni valor. ¡En este sentido, es una pura tautología!

Y arrancó a hablar animadamente sobre el tema, exaltándose y gesticulando con las manos.

Annabelle observaba a los dos hombres: Du Maurier vestido con sencillas ropas de paisano, Folliot con su guerrera escarlata y sus botones y hebillas de latón. Las danzantes llamas del hogar teñían al artista de suaves y sutiles matices de tonos arcillosos, verdes, marrones y grises. Al mismo tiempo, el fuego parecía bailar encima de los adornos metálicos del brillante uniforme del comandante.

—Afirmar que lo imposible es posible —continuó Du Maurier—, esto es lo que requiere imaginación. Imaginación —sonrió dándose suaves golpecitos en la sien con su largo dedo—, sí, imaginación y coraje intelectual. Y fuerza.

—Nunca hubiera creído, señor Du Maurier, que tuviese inclinaciones por lo esotérico —dijo Annabelle.

—¿Inclinaciones por lo esotérico? —Du Maurier consideró un momento esta proposición y luego preguntó—: Pero ¿por qué no, señorita Leighton?

—Vivimos en una época de ciencia y racionalismo, ¿no? —Las llamas le daban calor por fuera, el brandy por dentro. Sonrió al caricaturista.

—Razón de más para tener en consideración las cosas que, de este modo, permanecen más allá del velo de lo conocido. Cada año somos conocedores de nuevos prodigios. La naturaleza cede sus secretos con reluctancia, pero los cede finalmente. Química, electricidad, geografía… ¡incluso la vida! ¡Qué bestias tan enormes pisaron una vez estas islas, incontables años atrás, bestias que sólo empezamos a conocer!

—Pero, Du Maurier —interrumpió Clive—, estás hablando de cosas producidas en laboratorios o descubiertas en la superficie de la Tierra. Sí, prodigios, pero prodigios que podemos percibir con la vista, medir con los instrumentos del investigador, colocar en un museo para que allí todo el mundo los contemple y quede fascinado ante ellos.

—¿Y crees que estoy tejiendo fantasías inverosímiles cuando afirmo que creo en los trabajos del doctor Braid y sus logros en la cuestión de los trances y de los nuevos estados mentales? Yo sostengo que la mente contiene poderes y habilidades que todavía no hemos ni empezado a explorar. Creo que hay vida allí donde nunca la hemos encontrado. Puede haber vida en otros planetas e incluso pueden existir planetas girando alrededor de las aparentemente fijas y distantes estrellas, con cuyos habitantes la comunicación y el comercio algún día serán posibles.

Folliot iba a replicar, pero Annabelle Leighton se le adelantó:

—Todo esto es una gran maravilla, señor Du Maurier, como tema de especulación filosófica. Pero ¿qué tiene que ver con el hermano desaparecido del comandante Folliot? ¿Supongo que no intenta sugerir que alguien ha colocado a Neville en un estado de trance, desde donde podría transmitir emanaciones hipnóticas a Clive? ¿O cree realmente que ha sido trasladado al planeta Marte, donde en este preciso instante aprende los secretos de la gente de aquel mundo?

—A decir verdad, yo no sé dónde está el señor Neville —dijo Du Maurier.

Clive se levantó de la butaca y se situó enfrente de Du Maurier, de espaldas a las llamas.

—Te obsesionas demasiado por los misterios —afirmó—, y a la vez demasiado poco.

—¡Vaya! —explotó Du Maurier—. ¿Quién se expresa con paradojas ahora, Folliot?

—Lo que quiero decir es lo siguiente. Mi hermano está perdido, realmente perdido. Con toda esta charla de hipnotismo y mesmerismo y trances y mundos distantes, lo único que haces es nublar el camino para resolver el misterio. Neville se fue a África, no a Júpiter. Sabemos que exploró gran parte del Macizo Ruwenzori y que llegó a penetrar al menos hasta Gondokoro.

Colocó la copa de brandy en la repisa de la chimenea y cruzó las manos en la espalda. Caminó a grandes pasos por la gruesa alfombra.

—¿Qué le ocurrió después de abandonar Gondokoro? Esto es lo que tenemos que determinar, no si hay personas aladas en Marte.

—Pero, fíjate —replicó Du Maurier—, si el desarrollo de las teorías del doctor Braid basadas en los trabajos de Mesmer tienen validez…

—¿«Si»? —le cortó Folliot—. ¿«Si»? Tú, que sueltas la retahila de locuras sobrenaturales desde Paracelsus hasta Mesmer y Braid, ¿dices «si»?

Du Maurier se negó a morder el anzuelo para evitar que le cortaran la cadena de su razonamiento.

—Si —repitió— Antón Mesmer y James Braid están en lo cierto, si pudiéramos continuar sus investigaciones, quizá sería posible llegar a establecer un contacto mental directo, entre la mente de un hermano y la del otro.

—Desafortunadamente para tus ideas —replicó Folliot—, el doctor Braid ya ha encontrado su recompensa.

—Cierto —concedió Du Maurier—. Pero otros pueden continuar las investigaciones.

La señorita Leighton intervino:

—Perdonen que interrumpa sus especulaciones —miró al comandante Clive, luego a George du Maurier y finalmente de nuevo a Folliot—, pero observo que los dos dan por sentado que sir Neville sigue con vida. ¿Cómo pueden estar tan seguros de eso?

Clive Folliot y George du Maurier intercambiaron miradas.

Folliot habló:

—No sé si mi hermano está vivo o no. En parte necesito descubrirlo porque, si está vivo, será el sucesor, el que se convierta en el nuevo barón de Tewkesbury y el que herede las tierras, las propiedades y el dinero que pertenecen al título. Si mi hermano está muerto (y Dios quiera que no sea así), la herencia recaerá en mí, después de la muerte de nuestro padre.

Du Maurier se levantó de la butaca, cruzó la distancia que los separaba y se detuvo junto a Clive. Puso su brazo alrededor de sus anchos hombros adornados con charreteras.

—Si no te conociera de casi toda la vida y si no supiera lo verdaderamente inocente que eres, podría tener que acusarte de farsante. Y, ¡dios quiera que no sea así, en verdad!

Bajó el brazo de nuevo y dio un sorbo a su brandy.

—Creo que necesitamos otra ronda, ¿no? —hizo una seña a un camarero y continuó con su tema—: ¿Qué hizo aquel gemelo arrogante y fanfarrón para ti, para que tú tengas que buscarlo y traerlo a casa? Nada más que atizarte a puñetazos en el cuadrilátero cientos de veces. Eres valiente, Clive, pero con eso no hay suficiente… ¡en esta vida!

El camarero regresó y llenó de nuevo las tres copas de brandy.

—Vete tras él y fracasa en su búsqueda —siguió Du Maurier—, y lo más probable es que lo pagues con tu vida. Ten éxito, y ¿qué será lo que habrás logrado? ¡Traer al fanfarrón de nuevo! Déjalo donde está, es lo que digo. Si vuelve por su propia voluntad, está bien (¡o mal!). Si nunca regresa, entonces llegará el momento en que tú heredarás en su lugar.

—No —dijo Clive Folliot—. Neville tiene sus defectos, eso ya lo sé…

—¡Ja! ¡Y Napoleón tenía sus ambiciones!

—Pero continúa siendo mi hermano —prosiguió Folliot—. Y veo con toda claridad cuál es mi deber. Tengo que encontrar a Neville. Salvarlo, si vive, o al menos conocer su destino, si está muerto. No puedo dejar el misterio sin resolver. Incluso un cínico como tú, Du Maurier, tiene que estar de acuerdo en que debo conocer su destino. De otro modo la sucesión quedaría enturbiada y yo nunca me convertiría en el verdadero barón Tewkesbury.

Du Maurier soltó un resoplido.

—Un esotérico en un momento, y al siguiente un cínico: ¿soy así en realidad?

—Sí. Y el mejor caricaturista de Londres —respondió Clive Folliot—. Amigo mío, buen amigo mío, ¡vete pues al diablo!

Los dos hombres se estrecharon las manos.

—Vamos, pues, Folliot. Señorita Leighton, por favor.

El gran reloj de pie situado entre un retrato del último príncipe Alberto y uno de Su Majestad tocó la hora.

—Ahora nos servirán una cena fría —dijo Du Maurier—. Confío en que tendréis al menos algo de apetito. A mí, actuar me pone siempre tan hambriento que estaría dispuesto a salir a cazar lo que fuera ahora mismo con tal de poder llenar el plato.

Entre risa y carcajada se abrieron paso hasta el mostrador. La cena fría consistía en salmón hervido, langosta, espárragos, ternera estofada con trufas, y budín. Mientras se servían, en pie, Clive sintió que una mano se posaba pesadamente en su hombro. Se volvió y se encontró con un hombre de estatura más bien baja, en traje de buen sastre, pero manchado, arrugado y gastado, que lo miraba con ojos fijos. Tenía el pelo rizado y canoso, y llevaba barba, despeinada y moteada con manchas de tinta.

Empezó a hablar en voz baja, indicando con la cabeza un rincón alejado del salón.

Clive se excusó ante Annabelle y Du Maurier y siguió al barbudo en la dirección señalada.

—No esperaba verlo esta noche —dijo el hombre canoso a Clive.

—Lo que hago por la noche es asunto mío, Carstairs —replicó Clive entre dientes—. Déjeme volver con mi grupo.

—Enseguida, amigo. Ya que nuestros caminos se han cruzado, podríamos aprovechar para zanjar nuestro asuntillo.

—No sé qué es lo que hay que zanjar.

—Su itinerario está marcado, su pasaje está reservado y tiene el equipaje empaquetado y facturado en el Empress Philippa —dijo Carstairs con su tono grave.

—Es justo lo que habíamos acordado.

—Y usted nos proporcionará también informaciones exhaustivas.

—Naturalmente.

—Y sólo a nosotros. The London lllustrated Recorder and Dispatch no financia su expedición por mera benevolencia, Folliot. Espero que comprenda eso. Una sola palabra a un periódico rival, y todo habrá terminado. No más fondos, no más patrocinio, no más publicaciones para usted, nada.

—No crea que son ustedes los que me proporcionan todos los fondos, Carstairs. Mi padre también invierte algo.

—El bueno de papá, ¿eh, Clive? —dijo Carstairs con un resoplido—. ¡Quiere tanto a su pequeño que lo envía a hacerse un héroe en busca de su hermano mayor! Bien, aquí tiene el regalo de despedida del Recorder and Dispatch. —Sacó un sobre abultado de un bolsillo interior y lo entregó a Clive.

Clive miró por encima de su hombro hacia atrás. Annabelle y Du Maurier habían llenado sus platos y estaban charlando animadamente mientras lo esperaban. Folliot desabrochó un reluciente botón de su guerrera, introdujo el sobre en un bolsillo interior y saludó a Carstairs con una inclinación de cabeza. Luego regresó con sus compañeros.

—No sabía que fueras camarada con Maurice Carstairs —comentó Du Maurier.

—Yo no lo llamaría un camarada —dijo Clive fríamente.

—Sin embargo… —Du Maurier observó a Carstairs, quien se estaba escabullendo del salón, fingiendo no haber visto al caricaturista—. Ten cuidado, Folliot. Esta pandilla del Recorder tiene muy mala reputación entre el público. El periodismo es un juego competitivo y hay montones de buenos jugadores en él; pero, en los negocios, esta pandilla es muy poco fiable.

—¡Sé lo que estoy haciendo, Du Maurier! Además, creía que estabas hambriento. Quizás es lo que te hace tan suspicaz esta noche.

—¿Yo, suspicaz? —dijo Du Maurier con los ojos desorbitados por la sorpresa—. Bien, nada, nada. Voy a ver lo que consigo para nosotros.

Du Maurier consiguió un comedor privado, y se sentaron alrededor de una mesa cubierta con un mantel inmaculado y candelabros relucientes.

El maitre les llevó una estilizada botella de Moet & Chandon y les llenó las copas de burbujeante champán.

La conversación volvió a la parodia Cox and Box y a la actuación cómica y musical de George du Maurier. El estado de ánimo de los comensales se elevó con las burbujas del champán y el mundo exterior al pequeño grupo fue olvidado.

Desde el otro salón, el reloj de pie volvió a tocar.

—Nos disculparás, Du Maurier —dijo el comandante Folliot—. Sé que la señorita Leighton tiene que levantarse temprano mañana para atender a sus deberes académicos.

Du Maurier se levantó.

—Permitidme que os acompañe.

—No, no. No es necesario. Si el portero nos puede conseguir un taxi enseguida, llevaré a la señorita Leighton hasta la puerta de su casa.

Du Maurier los acompañó hasta la entrada principal del club y permaneció con ellos hasta que llegó el taxi que habían solicitado. La noche se había enfriado y la típica bruma londinense se había convertido en una niebla espesa que envolvía cualquier objeto visible, reflejaba las escasas y tenues luces e imprimía a la calle una atmósfera lúgubre y fantasmal.