Pasan los días y yo espero que Rennie y Mary vengan a pasar en casa el verano. He recibido otra carta de Pekín.

Es mi deber —insiste Mei-lan— decirte que he puesto en el mundo un hijo. Es lo mismo que su padre. Tiene la piel blanca y el cabello negro, suave y fino. Es de contextura muy recia. Mi madre asegura que será alto. Me ha maravillado tener semejante niño. Mi madre y yo nos consagraremos a cuidarle bien, en recuerdo de ti y de su padre.

¿En recuerdo mío? ¿Qué tengo que ver yo con el hijo de esa mujer? Es un problema que se plantea de modo asaz extraño y no sé cómo resolverlo. Pero de pronto recuerdo que este niño es hermanastro de Rennie. Entra en lo posible que algún día se conozcan. ¿Qué diferencias habrá entre ellos? ¿Y qué parecidos?

Los caminos de la naturaleza y de la vida son singulares y profundos. Difícil resulta comprenderlos. En medio de los odios y las angustias de las guerras, el amor prosigue su secreto trabajo y nos une a todos por la sangre, tanto si el amor nos es concedido como si se nos niega.

Usted lo comenzó todo, Baba, y debiera usted haberlo sabido. Cuando la joven y pura mujer americana a la que usted amaba, no le quiso lo bastante para seguirle a Pekín, usted, viendo su amor despreciado, quiso desdeñar el amor. Y se dijo que era cosa que no importaba y se unió a una mujer por la que no sentía cariño alguno. Pero ella le quiso a usted, le dio a usted un hijo y un día yo vi a ese hijo y le amé de todo corazón, y fui a Pekín, y tomé aquella ciudad por mía, y en ella viví hasta que, como arrojada de ella, fui a un lugar lejano, separada de mi amor. Ahora tiene usted dos nietos, separados por todo un mundo, y suyos son a pesar de ello. Y, como son sus nietos, están relacionados entre sí y algún día lo sabrán.

¿Qué dice a eso, Baba? ¿Qué dice a eso usted, viejo Baba, hoy solo en la montaña, bajo la tierra, al pie de un corpulento pino del declive?