El día de la boda alboreó espléndido. Aquí los días de junio no suelen ser calurosos, y éste resultó fresco y despejado. Muy de mañana Jorge Bowen apareció ante la puerta en un pequeño coche descapotable gris, viejo y polvoriento.
Es la primera vez que veía a Jorge. Le hallé un muchacho alto y rubio, con el mismo aspecto de calma que tiene su hermana. Saltó sobre la portezuela del cochecillo y entró en la casa, llevando en la mano un arrugado saco de viaje. Se movía con tanta naturalidad como si estuviese en su propio hogar. Me fue simpático a primera vista. Dio un amable empujón a Rennie, tiró cariñosamente de la oreja a su hermana y me habló como a una apreciada amiga de siempre.
—La conozco muy bien a través de Rennie —dijo—. No hacía más que hablarme de usted y yo tenía muchas ganas de verla en persona.
—Deje ese saco y siéntese a desayunarse —dije.
—Voy a lavarme las manos en el fregadero de la cocina —contestó.
Me agradó la manera que tenía de hacerlo, sencilla y científicamente, como un cirujano. Jorge se dedica a la ciencia nuclear, como muchos jóvenes estudiantes de ahora. Cuando Rennie me hablaba de él, me intimidaba un poco. Le imaginaba joven, pero entregado a la ciencia, inteligente, duro, poco efusivo, como parecen los sabios de ahora. Pero, en realidad, es un muchacho cariñoso y amable, inmejorable amigo sin duda para el hijo de una mujer desengañada. Entre su mujer y su cuñado, Rennie tiene ya un mundo propio en el que desenvolverse.
—¿Huevos, Jorge? —pregunté.
—Sí. Fritos por un solo lado, si le es igual.
Y Jorge se sentó a la mesa de la cocina, doblando bajo ella sus largas piernas. Procuré no mostrarme la tonta sentimental que se supone somos las mujeres, pero confieso que me satisfizo ver el apetito con que Jorge se desayunaba.
Durante todo el día Jorge procuró hacerse útil en todos los sentidos. Arregló el aspirador de polvo, que estaba descompuesto, cambió sillas, limpió el garaje y mereció la aprobación de Matt.
Pero para mí lo mejor era contemplar la ternura con que miraba a Rennie y a Mary. Éstos, desde luego, no deseaban una boda pomposa. A las cuatro de la tarde regresaron de pasear por los bosques y fueron a sus cuartos para bañarse y ponerse sus galas nupciales. La esposa de Matt estaba en la cocina con un par de vecinas que se habían prestado a ayudarla a servir el sencillo refrigerio que ofrecimos. La esposa de Matt me dio prisa.
—Suba a vestirse.
—En quince minutos estoy.
—Vea luego si la novia necesita que le arreglen algún pormenor. Yo recuerdo muy bien que el día de mi boda, por llevar mal puesto un alfiler en el cubrecorsé, estuve pasando muy mal rato para respirar.
Subí y me puse mi vestido de seda de color gris pálido. Llamé después a la puerta de Mary y ella me mandó pasar y lo hice. Ya estaba lista y vestida y, de pie junto a la ventana, contemplaba los montes. Su vestido de boda era muy sencillo, de organdí blanco, con finos bordados a mano. Se lo había hecho ella misma y le ajustaba a la perfección. Llevaba al cuello una cadenita de oro con un dije que contenía un retrato de Rennie.
—Tienes abajo el ramo de boda. ¿Te lo traigo?
Los invitados avanzaban por el sendero y el sacerdote estaba ya en la sala. Por la mañana habíamos cortado flores de los campos y hecho con ellas un ramillete. Yo agregué al mazo algunas de mis preciosas rosas. También cogimos otras en el valle. Yo cuido las mías desde el otoño, recogiendo entonces los vástagos y guardándolos en la bodega, donde hay fresco, sequedad y oscuridad. Después, en primavera, los replanto. Este año he logrado hasta media docena de rosas para Mary. Son de color rosa pálido y amarillas. Esta mañana corté seis capullos semiabiertos, hice un ramo con ellos, y los metí en agua helada para impedir que se abriesen demasiado.
—Gracias, mamá —repuso ella.
Salí en seguida, porque oí a Rennie fuera de su cuarto. Cuando volví con las rosas, él estaba ante su novia.
Tenían las manos enlazadas. Todas mis penas huyeron de mí, como para no volver más. Estoy segura de ello, porque he visto la expresión de los ojos de mi hijo cuando miraba a la que iba a ser su mujer. Había visto lo mismo, mucho antes, en los ojos de Gerard, cuando me miraba.
La boda resultó perfecta en su sencillez. La gente del valle se congregó en nuestra sala. En conjunto pasaban de una veintena, porque no invitamos a veraneante alguno. Rennie y Mary circulaban entre ellos, hablando, sonriendo, cambiando entre sí, a veces, una radiante y tierna mirada. Luego, cogidos de las manos, se dirigieron hacia el sacerdote y se detuvieron ante él. Él se levantó de su silla, sacó su devocionario y pronunció las cortas palabras que convierten a dos personas en marido y mujer.
No hubo música, porque de los presentes sólo Mary tiene una voz dulce y entonada. Acabada la ceremonia los invitados rodearon a los esposos y yo, haciéndome a un lado, lloré en silencio, pensando en lo hermosos que eran los dos.
Bruce Spaulden me vio y se acercó a mí con una copa de ponche.
—Tome esto, querida —dijo.
Y no se separó de mi lado.
La esposa de Matt sacó el pastel de boda que había preparado. Era una magna construcción de tres pisos, cada uno diferente de los demás. Mary cortó las tajadas con ayuda de Rennie y los dos intercambiaron unas copitas de plata llenas del vino dulce que yo cosecho todos los veranos con jugo de zarzamoras. Todos estaban complacidos mirando a los recién casados.
Luego, sin alharacas, mientras todos comían y bebían, la pareja se deslizó entre los invitados y subió para cambiar sus ropas nupciales por los trajes de viaje. Salieron corriendo y diciendo adiós a todos con la mano, pero me esperaron junto al coche. Mi hijo me estrechó entre sus brazos y me besó en las mejillas y Mary pasó los brazos en torno a los dos.
Los invitados permanecieron el tiempo suficiente para cerciorarse de que yo no quedaba de pronto sola y fueron desfilando. Jorge Bowen fue el último y se retrasó colocando sillas en su sitio y llevando platos a la señora Matt.
Cuando terminó, inclinose y me besó en la mejilla.
—Adiós —dijo.
—Adiós, querido Jorge —le despedí—. No dejes de venir a menudo.
—Lo haré —aseguró.
Y después, sin sombra de sentimentalidad, sino como quien asevera un hecho práctico, me propuso:
—¿Hay inconveniente en que la llame mamá, puesto que lo es de Mary?
—No —repuse, satisfecha.
Me guiñó el ojo izquierdo.
—Claro que es usted muy joven para ser madre de dos grandullones.
—¡Tonterías! —protesté.
Rió y bajó la escalera de la puerta frontera. Entró en un maltrecho cochecillo gris, sin abrir la portezuela, y partió entre un huracán de humo y grava.
Sólo Bruce se quedó para pasar la velada conmigo. Ya sabe que el padre de Rennie ha muerto. Rennie se lo dijo y me lo manifestó luego.
Yo, deplorando en parte que hubiese obrado así, pregunté a mi hijo:
—¿Qué dijiste?
—Que mi padre había muerto en Pekín. Y que ni tú ni yo volveremos más a China. Y que tú vivirás aquí, en el valle. Y, claro, Mary y yo no podemos estar continuamente en un lugar donde no hay laboratorios.
Bruce había respondido a mi hijo:
—Un hombre se debe ante todo a su trabajo.
Rennie dijo sin rodeos:
—El trabajo de usted está aquí, y espero que sea usted buen amigo de mi madre.
—Lo seré, como todo lo que ella quiera que sea —fue la respuesta de Bruce.
Al hablarme de ello, hace pocos días, Rennie me miró fijamente a los ojos.
—Me complacería mucho, mamá —dijo— que resolvieras casarte con Bruce.
—No me pidas eso, Rennie —murmuré.
—No te pido nada. Digo que me complacería.
Nada respondí y acaso nunca responda. No lo sé. Es demasiado pronto y puede que siempre lo sea.
No obstante me fue muy grato tener a Bruce para pasar la velada a mi lado cuando todos se habían ido. Yo me instalé en una silla extensible y él se colocó a mi lado. Sólo una mesita nos separaba. Bruce fumaba su vieja pipa de cerezo y no hablaba, o poco menos. Aquel silencio resultaba satisfactorio.
Estuve a punto de hablarle de Gerard, y de la casa de Pekín, y de todas las incidencias de mi vida. Y mientras pensaba en ello, el viento del anochecer arrancaba una dulce música a las copas de los pinos y las montañas se vestían gradualmente de sombras.
Pensé en Rennie también, y en cómo había nacido, y ello me llevó a evocar a Mei-lan, cuyo hijo acaso hubiera nacido aquel mismo día. Pero al fin nada hablé y el silencio me pareció más agradable que las palabras.
Cuando Bruce se despidió, mi vida y mi amor seguían escondidos dentro de mí.
—Gracias, querido Bruce —dije—. Es usted el mejor amigo que me queda.
Retuvo mi mano durante un prolongado momento.
—Dejémoslo en esto por ahora —contestó.
Llevose mi mano a su mejilla, bien rasurada y la encontré tersa y suave. Me sorprendió que la ocurrencia no me molestara. Él no habló más y se fue. Después me sentí repentinamente muy fatigada, pero de un modo lánguido y no enojoso.
Subí sin más a mi alcoba.