Me sorprende no sentir el menor susto después de haber visto a Gerard. Me abruma la tristeza, pero no el temor. No puedo temer a Gerard, cualquiera que sea la forma en que se me presente. Recuerdo las historias de que los dos nos burlábamos, respecto a gentes difuntas que se aparecen a los seres amados, en forma de espíritus y fantasmas, en los que nunca he creído.
Ni creo aún. Pienso que me han hecho una mala jugada la mente y el subconsciente. No obstante, en cuanto puedo llevo la conversación al tema de los que dicen haber visto apariciones, aunque no confieso haber visto a Gerard.
La Matt, por ejemplo, cree todo aquello que yo dudo. Declara haber visto tres veces el rostro de su madre, que vivió y murió en Irlanda.
—Tres veces vi su bendito rostro —afirmaba hoy—, y las tres después de su muerte.
Le pedí que me explicase lo que presenció.
—La vi orando, de rodillas —declaró solemnemente la buena mujer.
En aquel momento se hallaba sentada a la mesa de la cocina, bebiendo una taza de té negro mientras yo comía el bocadillo de mi almuerzo.
—Estaba de rodillas —siguió—, con las manos alzadas y el cabello caído sobre la espalda. Lloraba mientras rezaba y vestía su traje negro, pero sin delantal. Excepto los domingos, no se quitaba el delantal nunca y, por lo tanto, comprendí que era un domingo cuando la veía. Más tarde supe que era el mismo domingo en que mi padre murió y comprendí que le había visto bajar al infierno. Era lo que él merecía, pero le disgustaba y por eso la vi llorando.
—¿Y la segunda vez?
—Fue cuando me propuse dejar a Matt.
Me miró, inclinando la cabeza.
—Sí, amiga mía, así lo había resuelto. Él había tenido uno de sus insoportables accesos de celos.
Se inclinó para mirar por la puerta de la cocina. Fuera, Matt estaba partiendo leña.
La mujer cuchicheó:
—Matt no fue padre de mi primer hijo y no lo olvidó nunca. Sospecha de todos los hombres y me ha atormentado durante cuarenta años.
Procuré eludir la conocida queja.
—¿Y la tercera vez, señora Matt?
La mujer pareció atónita.
—Fue la única vez, amiga mía, y Matt se casó conmigo antes que el dichoso niño naciera.
—Me refiero a la tercera vez que vio usted a su madre.
—¡Ah, sí! Fue una hermosa mañana de Pentecostés. Yo había tenido un tremenda trifulca con Matt la noche anterior, y no me sentía con ganas de ir a la iglesia. No fui, pues, sino que me puse un vestido viejo y empecé a fregar la cocina. Matt me llamó a voces diciéndome que fuese a misa con él y con los niños. Seis teníamos entonces, todos pequeños, y por no querer yo el séptimo habíamos tenido la disputa de la noche.
—¿Y…?
—Me negué a ir y él partió, dejándome de rodillas ante un cubo de agua y jabón. Cuando la casa quedó arreglada dejé el cubo y el estropajo, me quité el traje viejo, me puse una bata y me tendí en la cama, para ver si descansaba un poco. Y por tercera vez vi entonces a mi madre. Vestía de blanco, como un ángel, y llevaba el cabello en una trenza gris, como solía peinárselo para la noche. «¡Pobrecita! —me dijo—. Piensa que sólo eres mujer y que tienes que tomar las cosas como vienen». Y yo dije: «Es verdad, madre mía». Y me dormí como una niña. Y, cuando después de dormir largo rato desperté, Matt había vuelto y hecho la comida para él y para los chicos, y yo me sentí muy descansada.
Era una historia tonta, y la Matt una ignorante y no muy buena mujer, pero creía sinceramente lo que contaba.
Por la tarde visité la modesta biblioteca de la villa cercana y sorprendí a la gazmoña solterona que tenemos por bibliotecaria pidiéndole media docena de libros que versan sobre sueños y apariciones. Me siento medio avergonzada al confesar que deseo leerlos, porque estoy muy avezada a mis opiniones escépticas y no creo en la videncia para nada. Einstein es el que ha trastornado mis opiniones. Si un tosco trozo de leño puede ante mis ojos ser transmutado en energía, esto es, en cenizas, llama y calor, ¿por qué un cuerpo vivo, una mente lúcida y un alma profunda y fina no ha de transformarse en algo diferente, que responda a su configuración básica?
No me aguijonean los cuentos de aparecidos, porque mis dudas sobre ellos son idénticas a las de siempre. Pero me acucian las infinitas posibilidades que sustenta un sabio estrafalario a quien he de respetar porque le respeta el mundo. Me he embarcado en una averiguación. Ir en busca del que amo. ¿Vive Gerard, o ha muerto?