Tengo poco de mujer con tendencia a lo psíquico. Soy demasiado terrena para ello. Gerard me acusó una vez de ser incurablemente doméstica, y es verdad que lo soy. Sé absorberme en los trabajos cotidianos de la casa y el huerto y entretener mi tiempo fácilmente con las charlas y las extravagancias de los seres humanos. Tampoco soy una intelectual, a pesar de los laureles que gané en el curso superior del colegio, no sin quedar por ello más sorprendida que nadie, puesto que sabía que no era merecedora de los distintivos de los ilustrados. Tampoco suelo tener sueños raros ni veo nunca visiones.

Hago esta afirmación porque juraría que anoche, a las dos y cuarto, Gerard estuvo en mi alcoba. Cierto que llevo sola cinco semanas en la casa, desde que Rennie y Mary partieron después del funeral de mi suegro. Así que…

En cambio, he tenido más visitantes que de costumbre. Matt viene temprano y se marcha tarde, y su esposa, so pretexto de traer el almuerzo a su marido, viene «a echar una ojeadita», según suele decir. Siempre está largo rato conmigo y charla mucho, particularmente acerca de Matt y de sus malignas ocurrencias. La pobre mujer de Matt es una ignorante que no sabe que los hombres y la vida no cambian, y que es a la hembra a quien le compete doblegarse. Y conozco ahora todos los defectos de Matt, incluso el molesto son de sus ronquidos y la mala costumbre de cuando se quita la dentadura postiza por la noche, no meterla en un vaso de agua, sino dejarla en la mesilla, sonriendo aviesamente a su mujer.

También el sacerdote me visita, así como la señora Monroe, que dirige la humilde escuelita del valle. Bruce Spaulden ha estado aquí dos veces, sin permanecer largo rato. Generalmente llega a la hora del desayuno, antes de empezar sus visitas, para conocerme, según afirma, y cerciorarse de que no soy en la intimidad una mujer con instintos de «fregona». Eso dice.

Ayer me preguntaba:

—¿Es usted feliz?

Yo estaba escardando los fresales que crecen en un ángulo, a la sombra del cuerpo principal de la casa. Es el único rincón donde las fresas no se hielan, siempre que las abonemos bien y las protejamos con paja durante el invierno.

—No soy feliz ni infeliz —le contesté—. Vivo en un estado de bendita calma.

—¿Permanentemente? —dijo mirándome bajo sus negras cejas.

—Probablemente, no —dije—. Ésta debe de ser una transición entre lo pasado y lo por venir. No lo sé. Me limito a disfrutar de mi ignorancia.

—¿No se siente muy sola?

—¿Cómo voy a sentirme sola si en junio tengo boda en casa?

Ayer, pues, no sucedió nada insólito. Hice los trabajos necesarios de la casa, que ahora son muy pocos. Una persona sola no mancha suelos ni mesas y lo que come apenas altera la marcha de la cocina. Incluso me hago la cama en seguida, porque suelo dormir sin dar vueltas y no la desordeno. Gerard sí se agitaba mucho, pero yo, al decir de él, permanecía en mi parte de la cama china, con colchón americano, tan inmóvil como una muñeca. Fuera de eso, tengo el sueño ligero.

Desperté anoche, como me ocurre a menudo. Acostumbro a escuchar la hora y viene a ser la misma, casi al minuto. La radiante faz del reloj de la mesilla señalaba las dos y cuarto. Desde mi separación de Gerard opté por dormir con luz y un libro a mano, y no por cierto de ficción o de poesía. Cuando puse en orden el cuarto de Rennie, después que él se marchó, miré su librería y encontré un tomito cuya portada anunciaba que contenía una simple exposición de la teoría de la relatividad de Einstein «para el lector corriente», según el subtítulo.

Como yo debo de pertenecer a esa categoría lectora, llevé el librito a mi habitación. Pero el texto, por muy sencillo que pretenda ser, me llenó de confusiones. Soy al parecer incluso más sencilla que el lector corriente. No comprendo con facilidad las materias abstractas. Con todo, leí atentamente el libro, casi deletreando los párrafos en mi afán de comprenderlos.

Señalo todo esto para demostrar que nada tengo de espiritual ni de imaginativa. Poseo una buena memoria y un excelente sentido común, y eso es todo.

No obstante, tras la cuarta lectura del libro comprendí de pronto la fundamental relación entre materia y energía.

«¡Oh!», exclamé en voz alta.

Aunque me avergüence decirlo, confieso que desde hace algún tiempo he dado en la costumbre de hablar sola, pero sólo durante la noche, cuando la casa está en completo silencio, sin más rumores que algún crujido de vigas o el fragor del viento.

«¡Oh! —repetí—. Esto es fascinador».

Veo claramente la cosa: la esencia de la materia es convertible en energía.

Cuando anoche comprendí esto como una repentina revelación, me invadió un singular sosiego. Mente y cuerpo se relajaron y me dormí. Cuando desperté, estaba muy avanzada la mañana y el sol llenaba el cuarto de claridad.

Me levanté en seguida y, como habitualmente, el día se distribuyó en mil menudencias. La mujer de Matt estuvo conmigo mucho tiempo y llegó la noche sin que yo hiciera todo lo que tenía planeado para el día. He aprendido que si mi vida ha de tener algún significado de conjunto, ahora que Gerard y yo estamos separados y Rennie es ya un hombre, cada día ha de tener su orden individual, para que a la noche yo pueda recapitular y ver que he hecho todo lo planeado para el día. Y una suma de días compone un año, y una suma de años la vida.

Anoche estaba fatigada y algo descontenta por no haber realizado el plan entero del día. No abrí el libro y me entregué inmediatamente al sueño. Desperté a las dos y cuarto como dije, con la mente muy despejada. Me sentí con ganas de leer a la luz de mi reciente comprensión de la teoría. Y apenas había abierto el libro, tuve la impresión de que no estaba sola.

No me sentía asustada, sino llena de involuntario asombro. Alcé la mirada y vi a Gerard junto a la cerrada puerta. Estaba triste, delgado y muy envejecido. Llevaba barba corta y el cabello casi al rape, y usaba ropas chinas. Y no ropas de persona distinguida, sino las que suelen usar los estudiantes, hechas de paño oscuro, con el cuello abotonado hasta la barbilla.

No distinguía sus formas claramente, pero sí su rostro. Me sonrió y sus graves ojos negros se tornaron súbitamente brillantes. Creo que alargó la mano hacia mí, pero no estoy segura, porque inmediatamente salté de la cama y me precipité hacia él, gritando:

—¡Gerard, Gerard!

Me detuve al observar en su rostro una expresión de intensa congoja. Aquello sólo duró un segundo. Corrí a estrecharle entre mis brazos y desapareció.

Permanecí en pie donde le había visto. No había nadie y el suelo se notaba frío bajo mis pies descalzos.

Volví al lecho, tiritando y temblorosa. Había visto a Gerard. No me cabía la menor duda. Le había visto estando tan despierta como ahora estoy. No era un sueño ni una mala pasada de la memoria. En ese caso le hubiera visto como al separarme de él en el muelle de Shanghai, cuando los dos nos mirábamos mientras la niebla del río se interponía gradualmente entre los dos y mi buque avanzaba mar adentro.

Él me había escrito a poco de la separación:

«Me pareció que al irte se me desgarraba la carne».

Y ahora llevaba barba, tenía cortado el cabello y vestía el uniforme que siempre odiara en tanto que sus alumnos lo usaban orgullosamente. Solía definirlo como uniforme de presidiario, carente de gracia y estilo, y siempre de un azul sucio o de un grisáceo cenagoso.

No, nunca había contemplado a Gerard como ahora. No se trataba de un sueño. Había visto la materia transmutada en energía y conservando la forma primigenia.

No pude conciliar el sueño. Me vestí, bajé y paseé por la casa hasta que el cielo comenzó a palidecer tras los montes. No sé lo que significa una visión. ¿Vida o muerte? No poseo medio alguno de conocerlo. ¿Y por qué la última mirada de Gerard expresaba tanta angustia? ¿Cómo adivinarlo?