Regresamos del entierro de Baba. Sam se ha rezagado un poco. Él y Bruce Spaulden se encargan de allanarme todas las dificultades y solventar todos los trámites. De haber entrado en lo posible, yo hubiera enviado a Gerard las cenizas de Baba.

En el fondo, acaso no hubiera sido imposible del todo. Con otros que han muerto aquí o en Inglaterra se ha hecho. Tratábase de gentes tan separadas de sus pueblos y tierras, tan enamoradas de una cultura ajena, que no podían imaginar otro lugar de enterramiento en el mundo más que Pekín. Mas luego recordé que Baba había salido de Pekín por iniciativa propia y que, además, ni siquiera sus cenizas serían bien acogidas allí, porque quizá recordaran, a los que mandan, la China de Confucio y de los emperadores.

—Que Baba descanse con nosotros —propuse a Rennie.

—Más vale así —convino él.

Rennie llegó con el tiempo justo para el entierro. No venía solo. Le acompañaba una muchacha alta y rubia, muy serena, que tiene en cada uno de sus movimientos una gracia calmosa y especial.

Rennie me la presentó:

—Mary Bowen.

—No la conocía —dije.

Y, sin saber por qué, sentí el impulso de besarla. Me incliné y posé mis labios en su fresca faz juvenil.

—Parece usted la María bíblica —dije.

—Tampoco soy muy mala Marta —repuso, sonriendo.

—Entonces Rennie tiene suerte —profeticé— porque raras mujeres engloban las dos personalidades.

Están enamorados. Se les nota en todo. Conozco demasiado bien los síntomas.

Esta vez me siento tranquila. Cojo las manos de ambos y, con una a cada lado, subo a la estancia donde reposa Baba, vestido con su túnica azul de corte chino. Le he calzado los pies, que descansan sobre la colcha, con unas babuchas chinas de terciopelo negro.

Jim Standman, el encargado de Pompas Fúnebres, una vez terminadas sus peculiares tareas, me permite ayudar en lo restante, porque no quiero que a Baba le falten en esta hora los auxilios familiares. Bajo las manos del anciano, cruzadas sobre su pecho, coloco su predilecto ejemplar del Libro de las Transformaciones.

Mary se adelantó la primera cuando entramos en la estancia y se detuvo al lado del cadáver.

—¡Qué hombre tan arrogante! —cuchicheó.

Y, volviéndose a Rennie, le dijo:

—¿Es posible que fuera igual en vida?

—Igual —intervine—. Quizás ahora parezca un poco mejorado.

—Me hubiera gustado oírle —observó la joven.

Se acercó a Rennie, le cogió la mano y se la apoyó en su propia mejilla. Desde aquel momento me pareció querer a Mary como a una hija.

Por la tarde, unos cuantos vecinos se reunieron con nosotros y en un pinar del monte, detrás de la casa, enterramos a Baba. Matt había ayudado a cavar la tumba por la mañana y nosotros la tapizamos con ramas de pino, mientras la esposa de Matt preparaba el banquete funeral. Hirvió un jamón —ya que el comprado cocido le parece una porquería— y preparó bocadillos, bollos, café y té para cuando volviéramos de la ceremonia.

El día era muy tranquilo y el cielo estaba ligeramente nublado. El sacerdote, antiguo ministro en Manchester, que atiende a las necesidades espirituales de los habitantes del valle, cuando nos parece oportuno llamarle, leyó algunos pasajes del Nuevo Testamento, pasajes que yo había señalado.

Baba tenía la firme convicción de que el hombre y su cultura se habían originado en Asia, y por consecuencia mi atención era poca, puesto que estaba acostumbrada a semejantes ocurrencias. Y ahora las hermosas palabras evangélicas sonaban, dulces y clementes, en el aire sereno, sin suscitar duda alguna en los oídos de los creyentes cristianos.

Terminó la ceremonia sin que ni Rennie ni yo lloráramos, porque la muerte no es triste cuando sucede a una prolongada vida, y regresamos a casa. La señora Matt, vestida de seda negra, se ajetreaba de un lado para otro, protegiendo su ropa de gala con un nítido delantal blanco.

Los invitados y la familia nos sentamos en la sala. Comimos, bebimos y hablamos reposadamente, y por cierto no de Baba, ya que la mayoría de los vecinos no le conocían sino como una especie de fantasma frágil y exquisito. En cambio, intercambiamos comentarios acerca de las cosas del valle, de si el verano se retrasaría, de lo mal que se presentaba aquel año la cosecha de azúcar, de lo mucho que había durado el invierno y de lo inopinadamente que se había presentado la primavera. Y al cabo de un rato todos se fueron. Bruce se entretuvo un momento más, me observó y me afirmó que parecía fatigada y necesitaba descanso.

—No se vestirá de luto, ¿verdad? —preguntó.

—Como sólo era mi suegro…

—No vista de luto por nadie —me aconsejó.

No quise decirle todavía que con la muerte de Baba morían para mí los símbolos del pasado. Baba constituía para mí un vínculo con otros años y con una ciudad amada, así como con una casa que yo había creído para siempre mía.

En todo caso, el interés de Bruce me consolaba. Sonreí y leí en los ojos del médico el ansia de besarme. El anhelo se exteriorizaba en sus grises ojos y en toda la expresión de su vermontiana faz.

Pero yo no estaba preparada. No hubiera sabido tolerar, a lo menos entonces, el contacto de los labios de otro que de Gerard.

Así terminó el día. Sam se marchó al fin. Me parece que reparó en la cara de Bruce. Permanecía en el vestíbulo, detrás de nosotros, y oí sus pasos, que no se cuidaba de disimular, cuando abrió la puerta de la sala. A poco se despidió diciendo que tenía que estar en Nueva York por la mañana, para ultimar un contrato con un tratante que necesitaba, para una compañía de circo, seis potrillos especiales. Yo lo di todo por entendido, aunque no comprendí nada.

Sam, al irse, me apretó fuertemente la mano y me miró.

—Si en algo puedo ser útil, avíseme —dijo—. Ya sabe dónde puede encontrarme.

Y de pronto, sin preámbulos, se inclinó hacia mí y me besó en la boca.

Retrocedí, tropecé y estuve a punto de caer al suelo.

—No parece que esto le guste mucho —comentó.

Dije con sinceridad:

—No.

—No volveré a hacerlo —prometió.

Y se fue. Lamento haberle disgustado, pero no me gusta que me besen cuando no tengo deseos de ello. Los días de mi juventud pasaron hace mucho, y para una mujer desarrollada y madura un beso lo significa todo o no significa absolutamente nada.

Todo esto sucedió el día del entierro de Baba, día que celebro mucho que haya terminado ya. Por la tarde Rennie, María y yo nos reunimos en la terraza, porque yo deseaba salir de la casa y el aire era excepcionalmente tibio, incluso para mayo. Los dos jóvenes se marchan mañana y después me quedaré sola. Esto disgusta a los dos, y no sé cómo hacerles comprender que no me importa. La verdad es que, en efecto, ni yo misma sé si me importará o no verme sola en esta casa enorme y vieja. No tengo vecinos cercanos y los bosques del valle cambian singularmente del día a la noche. Cuando el sol de la tarde alumbra de soslayo los helechos y las zarzas, el valle esplende de vida y color y parece un lugar inofensivo, seguro y donde nada puede temerse. Pero luego la montaña se interpone entre la casa y el sol, llega la oscuridad rápidamente y la floresta pierde su candor. Mirando las sombras, que se tornan siniestras a medida que la noche avanza, recuerdo que en un contorno de treinta millas de bosque mezclado con ciénagas y dunas se ha dado más de un caso de cazadores extraviados de los que no ha vuelto a saberse más. Cierta noche, una aficionada a la botánica se perdió en las arboledas que rodean mi casa. De modo que en realidad no sé si podré vivir sola aquí. Puede que las tinieblas me circuyan de un modo demasiado intolerable.

Rennie dijo:

—Quisiera haber terminado el curso ya. Y me gustaría casarme con Mary y vivir los dos aquí contigo.

Es la primera vez que me habla de casarse.

—Si os casáis —repuse—, me sentiré tan feliz que no tendré tiempo para tener miedo a nada.

Pocas horas han bastado para hacerme ver que Mary es la mujer que yo hubiera buscado para Rennie. Si él hubiese vuelto al país de su padre, no. Me hubiera parecido imposible que Mary le acompañase a Pekín. No porque no pueda hacerse. Hay allí otras mujeres americanas y yo sé que la gente sencilla de pueblos y aldeas no creen las atrocidades que se dicen de nosotros.

Los chinos son gente muy antigua y prudente, y son capaces de vivir cien años en paz si las cosas no dan muchas vueltas. Rara vez un hombre vive tanto como el tiempo que los chinos son capaces de mantenerse ecuánimes, sin perder los estribos. En conjunto, no quisiera que ninguna mujer parecida a mí se incorporara a tal país y a tales gentes, porque se encariña con él y con ellas y no puede olvidarlos. Entonces sobreviene un brusco distanciamiento y una se ve en la necesidad de optar de una manera rotunda.

Creo que, de haber sido el país de Gerard otro que China, él no me hubiera abandonado. Pero ese país, y principalmente la ciudad de Pekín, tienen un atractivo de amor inexorablemente invencible. ¿Qué mujer no sería subyugada por el ambiente?

—Desde luego, nos casaremos —dijo Mary.

Rennie añadió:

—Sólo se trata de decir cuándo.

Yo medié:

—Puesto que pensáis casaros, nadie os impide hacerlo.

Recordé a Alegría y añadí:

—A menos que, por ser Mary muy joven, su familia ponga de momento algún obstáculo.

Mary repuso:

—No tengo más familia que Jorge, que es mi hermano gemelo. Nuestros padres murieron siendo niños los dos. Vivimos con nuestra abuela mucho tiempo. Y ahora ha muerto también.

Es interesante el descubrimiento de lo malvado que interiormente puede ser uno. Por el amor de mi hijo me he regocijado de que esas tres personas inocentes yazcan en sus tumbas. Tuve la suficiente vergüenza para no decir que me alegraba y la bastante franqueza para no decir que lo sentía.

—Entonces —me limité a expresar—, podéis casaros cuando se os antoje. La boda puede celebrarse en esta casa, donde yo me casé con el padre de Rennie, y todos viviremos felices. Nada me importará vivir sola si os sé casados.

—Gracias, mamá —respondió Rennie.

Yacía tumbado en la silla extensible de la terraza. Se levantó y se acercó al lado de Mary, pasando ante mí, que permanecía entre los dos en una silla de redondeado respaldo, y le apretó la mano.

—¿Por qué no casarnos el dieciocho de junio, que es cuando cumplo los veinte años?

Ella le sonrió.

—Por mi parte…

La luna iluminaba su largo cabello rubio y la faz de Rennie. Me parecieron la más hermosa pareja del mundo, y mi corazón añoró a Gerard, que no podía verlos. Antes me era posible alcanzar la mente de él concentrando mi pensamiento, pero hace tiempo que eso me resulta imposible.

Probaré de nuevo. Concentro toda mi voluntad, energía e intenciones en él, en el remoto Pekín. Acaso a esta hora se halle a la puerta del saloncito, en el patio. Yo no estaría en otro lugar, porque corre mayo y el patio se llena de lilas, unas lilas blancas mucho más delicadas y prolíficas que las de este país. Trato, pues, de acercarme a Gerard y de hacerle compartir con los ojos de la mente lo que veo, es decir, el hermoso mocetón, de piel cremosa, que es nuestro hijo, y su novia Mary, alta y rubia…

Pero no llego a Gerard. Mi mente y mi corazón se sienten, como otras veces, atajados por una barrera incomprensible que no puedo franquear.

Prometo a Rennie y a Mary:

—Os tendré preparada la casa el dieciocho de junio.

Subo a mi dormitorio una hora después. Los he dejado solos en la terraza. Hasta el espectro de Baba parece haberse disipado. En la casa no queda aroma alguno de muerte y apenas pienso en el entierro ni en la tumba recién cavada entre los pinos.

Acaso el verdadero Baba no haya estado nunca aquí, o bien Baba fuera sólo la concha externa de aquel majestuoso caballero e intelectual que fue en tiempos el doctor McLeod. Cuanto ha sido, ya no existe. Casi llego a imaginar que también Gerard ha desaparecido o no ha existido nunca, salvo para darme un hijo.