Y, con todo, no se me ha ocurrido siquiera romper definitivamente con Gerard. Han pasado varios meses desde aquella alegre noche de Navidad. Rennie está terminando el curso. Sam me ha visto un par de veces. Insiste en que me divorcie de Gerard.

Hoy mismo ha venido desde Nueva York sólo por una hora, según dijo, no sabiendo, al hablar, cómo iba a terminar el día.

En efecto, es de noche, y sigue aquí. Hemos telegrafiado a Rennie pidiéndole que venga en vista de lo que ha ocurrido. Sucedió esta mañana, mientras Sam, impaciente, persistente y hasta enojado, discutía conmigo.

—Divórciese de ese tipo de Pekín —repetía—. No es marido adecuado para usted, Isabel.

—Nunca me divorciaré de Gerard —respondía yo—. No me ha dado motivo, puesto que sigue amándome.

Sam se indignó:

—¡Llamar amor al abandono!

—¡No me ha abandonado! —grité también.

Sam rugió:

—¡Pues si eso no es abandono, no sé qué nombre darle!

Desde luego no conoce toda la historia. Debe de sospecharla, porque no sólo alude a Gerard y a mí. Yo, sin contarle nada, le he dado a entender la verdad.

—Gerard —porfié— no me ha abandonado ni yo a él. Nos ha separado la Historia, el pasado y el presente que vivimos.

Sam se obstinó:

—El padre de su marido es americano. Gerard debió volver con usted a su patria.

—Usted no comprende que para él ésta no es su patria propiamente dicha.

—¡Tonterías! —replicó Sam—. Su esposo no es un imbécil. Podría adaptarse perfectamente a esta vida. Y hubiera conseguido una cátedra en América con tanta facilidad como en Pekín.

—La patria es algo que depende del corazón y del espíritu. Y el espíritu y el corazón de Gerard se habrían agostado aquí —afirmé.

—Usted sigue enamorada de él y nada más.

Y Sam me dirigió una mirada tan fiera que no pude dejar de darle la razón.

—¿No ve —dijo— que estoy resuelto a casarme con usted?

—No, Sam, no.

—Sí.

Los dos jadeábamos, en nuestro esfuerzo para imponernos a fuerza de voces. Nuestros ojos centelleaban. Sam se acercó a mí. Le rechacé.

—No…

—¿Es que me aborrece?

—No.

En aquel momento oímos un ruido sordo en el piso alto. Baba debía de haberse caído. Las vigas del techo del salón quedan al descubierto. Distinguimos el golpe del bastón de Baba al dar en el suelo… Eso, primero. Luego el rumor de una caída. Una caída muy ligera, como propia de un cuerpo que tiene más huesos que carne. Tan tenue fue, que acaso no hubiésemos reparado en nada de no haber seguido al rumor un congojoso gemido.

Corrí escalera arriba, seguida por Sam, y encontramos a Baba en el suelo. No sé si nos oyó o no. Nunca se sabe a punto fijo lo que oye o deja de oír, aunque a decir verdad hablábamos en voz muy alta. Acaso Baba oyera nuestras voces abajo y se levantara con ánimo de ir a ver lo que sucedía, aunque desde las Navidades no salía del piso alto. Estaba inmóvil. Su cabeza se había fracturado al chocar con el reborde de piedra de la chimenea. Le hallamos muerto.