Cuando nos levantamos, dije a Rennie:

—Ven un momento a mi cuarto.

Procuraba expresarme con naturalidad. Hasta con acento jovial.

—Tú y yo —expliqué— no hemos podido hablar a solas todavía. Ven, avivemos el fuego y pongámonos cómodos.

Nos despedimos de Bruce a la puerta de la casa y de Sam en el rellano de la escalera. Bruce retuvo un momento mi mano entre las suyas. No sentí calidez alguna.

—Le agradezco las rosas —dije con un acento que casi me pareció estúpido.

Él repuso, entre dientes:

—Cuando pienso en las rosas, pienso en usted.

Aquello era un gran cumplido en la boca del médico, pero no supe corresponderle ni con una sonrisa. El corazón me martillaba la caja torácica. ¿Cómo hablar a Rennie y conseguir que no aborreciera a su padre?

Ya en mi alcoba, ordené:

—Siéntate, Rennie.

Me instalé en el antiguo butacón de terciopelo rojo que antaño perteneció a mi abuela materna. Él se sentó en la silla windsoriana que siempre tenía yo ante la butaca. Antes había encendido la chimenea y, como la leña estaba seca, ardía ya una brillante lumbre.

—No acabo de acostumbrarme a tu nuevo aspecto —dije.

Y era cierto. El rostro de mi hijo había perdido su juvenil redondez. Sus pómulos aparecían recios y salientes, y la mandíbula fuertemente acusada. Si Rennie fuera una persona extraña para mí, me sería difícil adivinar de qué país podía ser oriundo. ¿De España? ¿De Italia? ¿Del Brasil? ¿De la India del Norte? Y, sin embargo, es mi hijo.

Pregunté:

—¿Qué te gusta más de tus estudios?

—Las matemáticas. Las matemáticas y sobre todo la música.

He olvidado anotar hasta este momento que a Rennie siempre le ha gustado la música. Acaso eso sea herencia mía. Yo pasé muchas horas de mi mocedad sentada ante el piano de nuestra sala, pero desde que volví de China no he vuelto a tocar. Podía haber dado lecciones a Rennie, y ni eso hice. Sintiéndome al borde de una separación total de Gerard, hasta la música me era insoportable. Pero no iba a prohibir a Rennie el uso del piano, y él tocaba siempre que quería.

Opiné:

—Tienes dos buenos gustos, Rennie. Una combinación muy buena. Confucio requería esa condición como circunstancia esencial del hombre civilizado. El hombre superior, el caballero, debía, según el sabio chino, conocer las matemáticas y la música.

Rennie observó:

—Casi van unidas. Ambas exigen la misma precisión y abstracción.

Me imponía el desarrollo mental de mi hijo, que había corrido parejas con el de su cuerpo.

—¿Piensas en la música como medio de ganarte la vida?

—Prefiero dedicarme a la ciencia. La ciencia combina lo abstracto y lo concreto —respondió.

—Tu padre se sentirá muy complacido.

Rennie no contestó. Nunca lo hace cuando menciono a su padre.

Pregunté, medio en broma:

—¿Qué hay de la hermana de Jorge Bowen?

Había cometido un error. Yo debía eludir la posibilidad de que Rennie se abroquelara en el silencio. ¿Qué podía importarme la hermana de Jorge Bowen?

Rennie, sin mirarme, y con los ojos en el fuego, dijo:

—¿Qué tiene que ver aquí la hermana de Jorge Bowen?

—¿Es bonita?

—Bonita, no. Hermosa, sí.

—¿Rubia o morena?

—Rubia.

—¿Alta o baja?

—Alta. Y muy calmosa.

—¿No se parece a mí?

Me lanzó una rápida mirada comparativa y manifestó:

—No.

—¿Te gusta mucho esa muchacha, Rennie?

—No sé, y me parece que prefiero no saberlo. No deseo otro desengaño.

—Tienes mucho tiempo por delante para enamorarte.

—Sí.

Y sobrevino el silencio. Resolví hacer acopio de valor.

—Rennie, tengo que hablarte de tu padre.

Alzó la cabeza, interesado a su pesar.

—¿Te ha escrito?

—Recientemente, no.

—Entonces…

—Me han escrito, pero no él. He recibido una carta…

—¿Hace mucho tiempo?

—Sí, la recibí hace tiempo. Una carta muy… muy especial.

—¿Por qué no me hablaste de ella?

—Eras muy joven todavía. Ciertas cosas… No hubieras podido comprender. Y habrías censurado a tu padre.

—¿Qué ha hecho?

—Espera y te explicaré.

Y comencé por el principio. Le conté cómo nos habíamos conocido Gerard y yo. Y cómo nos enamoramos. No le hablé de la primera noche que pasamos juntos. Eso pertenece a Gerard y a mí exclusivamente. Es como un tesoro que debemos almacenar en la memoria. Luego le hablé de Pekín y de cómo, en los años transcurridos allí, el amor iniciado en los angostos valles del perdido Vermont se había profundizado y ensanchado llenando para nosotros la extensión de una vida en compañía perenne.

Glosé:

—Hay pocos matrimonios así, Rennie. Mi madre aseguraba que yo nunca sería feliz con Gerard, pero se engañó. Fui feliz y él lo fue. Los dos nos complacíamos el uno en el otro. Nada nos importaban nuestros antepasados.

Me interrumpí.

—O acaso realmente nos importaran mucho. El ser de distintas razas añadía a nuestro amor una peculiar y fascinadora variedad. Recuerdo que tu padre y yo hablábamos de ello a veces. Y tu padre decía que nuestro matrimonio era tanto más completo cuanto que sólo nosotros asumíamos la responsabilidad de lo que de él resultase, ya que nuestros antecesores no lo hubieran aprobado.

Rennie es harto rápido para no adelantarse a mis pensamientos.

—¿Qué quieres —preguntó— darme a entender con eso?

—Ante todo, que cuanto ha sucedido no es culpa de tu padre ni mía. Si el mundo no se hubiese abierto literalmente bajo nuestros pies, hoy viviríamos aún en nuestra casa de Pekín y no aquí.

—¿Y por qué no es así?

—Lo sabes de sobra y no necesitas preguntarlo. Todo se debe a que yo soy americana y tu padre no es americano más que a medias. La culpa de eso no es de ninguno de los dos. Lo que nos ha separado es lo que te dije: una brusca fisión del mundo. Algo así como si un gran oleaje, levantándose de pronto, se interpusiera entre ambos y nos empujase a los dos hacia distintas costas.

Rennie alegó:

—Mi padre pudo haber salido de China.

—No.

—¿Por qué no? —insistió Rennie.

Y la expresión de su rostro delataba lo enojado que se sentía contra su padre.

—Defiendo a tu padre —dije— porque no está presente para hacerlo él. Pero, de todos modos, si a alguien quisieras censurar, sería a Baba. Él se casó con tu abuela china sin quererla, y ése fue el pecado primordial.

Me levanté, tomé el retrato de su abuela, le hablé de ella y le expliqué cómo la historia de Ai-lan estaba embebida en la Historia de su país y de los tiempos que corríamos.

—Ella —añadí—, sabiendo que no era bienquista, sustituyó el amor que debía a tu abuelo por el amor a la causa de su país y el hecho de cumplir lo que juzgaba su obligación. Y su hijo y padre tuyo, Rennie, hubo de morder el amargo fruto, y todavía a ti te queda en los dientes el regusto de ese mordisco.

Rennie habló con voz contenida:

—¿Quería mi abuela a Baba?

—Creo poder decir que sí, porque de lo contrario no se hubiera entregado tan completamente a la causa a que se entregó. No esperaba amarle, pero le amó y se vio rechazada por él. Nada hay tan explosivo en este mundo como el amor rechazado.

Rennie dijo brutalmente:

—Mi padre te ha rechazado a ti.

Lo negué apasionadamente.

—No me ha rechazado ni puede rechazarme mientras sigamos queriéndonos.

Juzgué que Rennie me miraba por primera vez como una persona distinta a su madre. Debía de tenerme, con razón, por una mujer enamorada.

No replicó, pues. No había visto jamás a una mujer enamorada. Bajó la vista.

—Ahora es oportuno que te enseñe la carta de que te hablé —añadí yo.

Me levanté, abrí el cajón del escritorio, saqué la carta sellada y se la tendí.

Rompió el sello, desdobló la carta y empezó a leerla. Luego la releyó, muy pensativo. Tornó a doblarla, la guardó en el sobre y la colocó en la mesita que tenía al lado.

—Gracias, mamá —dijo.

Declaré:

—He dado a esa mujer china el permiso que me pedían. He expresado mi comprensión del caso. Agregué que deseaba ver bien a mi marido… Y ahora voy a enseñarte las cartas de ella.

Abrí el cajón de mi mesa personal de palo de rosa y ofrecí a mi hijo las misivas de Mei-lan. Las leyó con el semblante impasible. Las acabó en seguida, las dobló y me las devolvió.

—Todo esto —expuso— no tiene nada que ver conmigo. Sólo que no comprendo cómo mi padre ha permitido que esa mujer entre en nuestra casa.

Hablaba con un acento duro que me resultó insoportable.

—Es verdad —dije— que tu padre se quedó en Pekín por su propia voluntad, pero ignoramos las presiones a que luego se ha visto sometido.

Rennie replicó:

—Pero, si tanto nos quería, ¿por qué decidió quedarse en Pekín? Seguiría preguntándolo toda la vida sin encontrar la respuesta.

—No quieres a tu padre lo bastante para perdonarle.

Rennie se mostró acorde:

—Quizás aciertes.

Se levantó, dirigiose a la ventana y, de pie ante ella, contempló la noche. A través del cristal la luz de nuestra lámpara se reflejaba en la nieve. El fuego despidió una llama azul y uno de los troncos se deshizo repentinamente en cenizas.

Rennie se volvió a mí.

—Quiero confesarte una cosa, mamá. Este asunto de Alegría estuvo a punto de hacerme regresar a China. Pensé entonces que, si me rechazaban por tener sangre china, más me valía reunirme con los míos. Pero no lo haré. Me quedaré contigo. Ésta será mi patria y no tendré otra alguna.

Exclamé:

—¡Oh, Rennie, Rennie! No decidas precipitadamente. No condenes así a tu padre.

—No le condeno.

—Juzgas contra él.

—Juzgo en tu favor.

Se inclinó, me besó en la mejilla y salió de la alcoba.

No le seguiré. Conozco a mi hijo. Su decisión no ha sido repentina. Ha estado torturado por la incertidumbre. Le llamaban a la vez sus dos patrias, le llamábamos su padre y yo. Y me ha elegido a mí y a mi patria.

¡Oh, Gerard! Rogaré a Dios que te dé otros hijos. Perdona a éste. Sí, lo haré. Te he robado a mi hijo, que era nuestro. Pero no puedo remediarlo. Es Rennie quien ha decidido. Se trata de su propia vida. Tanto derecho tiene a disponer de ella como yo a disponer de la mía cuando te seguí a Pekín y como tú, cuando no quisiste volver a América con nosotros. Volver a la patria, a la patria que reconozco al fin, a los valles y los montes de Vermont, donde se alza la casa de mis padres…

Después que Rennie me dejó, permanecí largo rato ante el mortecino fuego. Me había quitado un peso del corazón. Ya no estoy sola en mi propio país. Está también mi hijo conmigo. Algún día seré feliz de nuevo.