Transcurren, veloces, los días. Sólo faltan cuatro para Navidad y Rennie llega esta noche. Entretanto he recibido dos cartas de Pekín. Una fue depositada en Correos en Manila y la otra en Bangkog.
Verdaderamente, la chinita de Gerard demuestra ser una mujer de recursos. Empieza a interesarme bastante. Parece tener amistades capaces de dar curso a sus escritos mediante las vías más divergentes. Tengo la certeza de que actúa así velando por la seguridad de Gerard.
Las cartas de mi marido son, evidentemente, fiscalizadas y leídas, pero ella podrá esconder las suyas en su manga y llevarlas a casa de cualquier familia a la que visite y que no despierte sospechas.
¿Cómo será esa mujer? Quisiera pedirle —y a la vez rechazo la idea— una fotografía suya. Claro está que seguramente ya me la habría enviado si le fuera posible. Debe de pertenecer a ese tipo de mujer, cariñosa y jovial, que gusta de atesorar fotografías y dijes, y recuerdos y cosas por el estilo.
Más que de nada me habla de la casa, de Gerard y de la vida que llevan. Nunca menciona su nombre, pero las dos sabemos que si dice «él», a Gerard se refiere.
«Él está acatarrado hoy. El motivo es la arena que se le introduce en la garganta mientras da clase en el aula. Le he preparado una infusión de té silvestre caliente, con miel. La tomo y está mejor».
Es verdad. Las tormentas de arena del otoño solían producir tos a Gerard y le impedían dormir bien. Pensábamos muchas veces trasladarnos a otro punto de China que distase más de los desiertos del Noroeste. Quizás a una de las grandes ciudades que se alzan a orillas del río Yang-tsé. Pero al llegar la hora de las decisiones, Gerard se negaba a salir de Pekín.
—Siento que pertenezco a esta ciudad como a una patria —decía—. No hay otra como ella. Me sentiría forastero en cualquier parte.
Y allí nos quedábamos. Mas ¿por qué, en los catarros de Gerard, no se me ocurriría nunca hacerle una infusión de té silvestre con miel? Veo que Mei-lan cuida a mi marido mejor que yo. ¿Tanto le quiere?
Creo verdaderamente que le ama con todo su corazón, pero que ese corazón es pequeño y se llena tan pronto como una taza diminuta. ¿Bastará eso a Gerard?
Quizá. No lo sé. Su mujer de ahora continúa explicando: «Este otoño los crisantemos están grandes y muy hermosos. Florecen, espléndidos de color, junto al muro septentrional del patio mayor».
Allí crecían siempre nuestros crisantemos. Además yo plantaba otros, blancos y encamados, junto a la tapia del patio pequeño, donde estaba nuestro dormitorio. Pero Mei-lan mi menciona eso para nada.
Añade: «Él trabaja mucho ahora. Hay clases nuevas y abundancia de nuevos estudiantes. Creo que, más que mucho, trabaja demasiado. Por las noches no puede cerrar los ojos. Y cuando duerme pronuncia entre sueños palabras que yo no puedo comprender».
¿Proferirá mi nombre? Si lo hace, acaso fuera demasiado pedir que su mujer actual me lo dijera. Gerard ahora está muy lejos de mí. Habíamos de vernos y creo que seguiríamos sintiéndonos muy alejados. Entre nosotros median muy largos días en los que yo no he tenido participación alguna. No puedo preguntarle cosa alguna acerca de ellos, con tanto mayor motivo cuanto que nunca nos separó reticencia alguna mientras vivimos unidos.
Doblo y guardo las cartas. No tengo tiempo para pensar en tales cosas. Rennie llega esta noche. Ya le tengo el cuarto preparado. Las paredes han sido pintadas de color amarillo claro, los muebles están bruñidos y sin polvo, tiene limpias y bien mullidas las ropas del lecho, ramos de bayas rojas adornan la repisa de la chimenea y en el hogar se apila leña suficiente.
Como por la noche ha vuelto a nevar, imagino que Rennie querrá esquiar un poco. Le encero los esquís y se los coloco en la entrada de la cocina, esperándole.
Todo lo termino tan temprano, que luego las horas se me hacen interminables. Cualquiera diría que se ha parado el reloj.
Yo di vueltas en la cabeza repetidamente a la idea de si convendría montar un árbol de Navidad, pero luego resolví que no, porque siempre he cumplido con Rennie la costumbre de mi niñez, cuando mi padre y yo salíamos al bosque la víspera de Pascuas para cortar el árbol de Navidad. Es tan importante hoy, a mi entender, aferrarse a las viejas usanzas familiares… Así se liga lo presente con lo pasado y se puede alcanzar lo futuro. De haber la madre de Gerard podido llevar a su familia a la casa de Baba, dando de ese modo a Gerard un lugar en la historia del clan, no habría crecido mi esposo tan solitario. Pero probablemente Baba no lo permitió, o acaso Ai-lan se segregó de su familia al casarse con un extranjero y por eso acabo convirtiéndose en una revolucionaria. Sólo los desesperados y desolados se truecan en revolucionarios. Y yo tengo que impedir que Rennie sea una cosa tan triste. Ha de encontrar su lugar y su patria aquí, en este valle donde yacen enterrados mis abuelos. Rennie ha de pertenecer a su país, porque si no será un rebelde doquiera que pueda encontrarse.
Vuelvo a sentir las cosas intensamente. Ésa es la fuerza y la debilidad que tiene una madre con respecto a un hijo. Se me figura que una hija estaría siempre más cerca de mí, más dentro del ámbito de mis palabras. Pero Rennie ya ha establecido una seria distancia entre él y yo. Vuelve, pero es en cierto modo un extraño. He de recobrar su intimidad, como si no nos conociésemos de antes. Espero tener la bastante habilidad para conseguirlo.
Ya se acerca la tan esperada noche. Las montañas ocultan el sol del crepúsculo y el cielo se enciende de rojo tras un primer plano de blanca nieve. Baba nota la excitación que reina en la casa y se niega a acostarse temprano. Pide que se le dé la mejor de sus túnicas chinas, que es de raso, de color castaño, con botones dorados, y se empeña en tomar un bastón de lujo, cuyo puño representa la cabeza de un dragón oriental. Es un bastón realmente pesado para que le resulte cómodo, por lo que diariamente suele usar un bastoncillo de Malaca, pero hoy ha recordado el bastón de draconiana cabeza y he tenido que ir a buscárselo al cuarto de los trastos. Con su blanco cabello y su larga barba blanca parece un viejo patriarca chino. Su piel, siempre morena, ha tomado ahora un tinte de cordobán y está llena de arrugas. Sólo su orgulloso perfil aquilino declara su ascendencia escocesa y no china.
Le aseguro que tengo que preparar la mesa para la cena y bajo para estar más cerca de la puerta de entrada. He anudado una rama de montañero pino y un racimo de muérdago escarlata al llamador de bronce. Quisiera que Rennie llegara por la puerta frontera, y junto a ella permanezco.
Al fin, la doble claridad de los faros de un automóvil acuchilla las penumbras del anochecer. Es Rennie. Debe de haber alquilado un coche en la estación de Manchester. Como no me advertía la hora de su llegada, no pude ir a la estación a recibirle.
Ya llega el automóvil. Siento un súbito mareo y tengo que apoyar la cabeza en el quicio de la puerta. Oigo retumbar el aldabón sobre mi placa de bronce. ¿Y si no fuera Rennie? Quizás uno de los transeúntes que, rara vez, es cierto, pasan por aquí.
Abro la puerta, que no tiene la llave echada, y me encuentro ante dos hombres de elevada estatura. Uno es Rennie y el otro Sam.
Sam toma la palabra en primer término.
—Buenas noches, señora. Me ha parecido bien acompañar a Rennie para ver cómo sigue mi antiguo amigo. Si le molesta un huésped no invitado en Navidades, puede usted mandar que me largue de aquí.
Me estrecha la mano como si quisiera quebrarme la muñeca y veo relampaguear sus azules ojos. Luego me echa los brazos al cuello y me besa cordialmente en la mejilla. Y mientras, tartamudeo unas palabras de bienvenida, sólo tengo ojos para Rennie, que es ahora un hombre alto, joven, moreno y sonriente, que no pronuncia por el momento una sola sílaba.
Sam debe de pensar que se ha manifestado demasiado efusivo, porque retrocede un paso y murmura:
—Perdón, señora.
Rennie se adelanta, coge mi mano entre las suyas, se inclina y me besa en ambas mejillas, Lo hace tan ligeramente, que apenas siento el roce de sus juveniles labios.
—¡Hola, mamá!
Me mira y le miro. Él calla. Me apresuro a hablar.
—Pasen, pasen, que hace una noche muy fría. Dentro estaremos calientes. Mañana será un buen día para esquiar, Rennie.
Entran. Rennie examina detenidamente el vestíbulo y la sala. He encendido todas las lámparas y múltiples bujías lucen sobre la mesa del comedor. He arreglado ésta con mi mejor mantelería y he sacado los cubiertos de plata de mi madre. Un jarrón con hojas de muérdago adorna el centro de la mesa. Como aquí no se cultiva el acebo, he comprado el muérdago a buen precio.
Pregunto a Rennie:
—¿Verdad que todo está lo mismo?
Mueve la cabeza y no responde. No, las cosas no le parecen las mismas porque no es el mismo él. Ha cambiado. Y adivino que late en él cierto temor de mí, que soy su madre. Sin duda le preocupa la posibilidad de que yo intente tratarle como a un chiquillo en vez de como a un hombre crecido. Renunciaría con gusto a ser mi hijo si ello le hiciera volver a sentirse niño. Lo comprendo, con dolor, en un fragmento de segundo.
Pregunto seriamente:
—¿Quieren subir a sus habitaciones?
Y añado:
—La tuya está preparada, Rennie, y la de Sam quedará dispuesta en cuanto le ponga en ella unas toallas. Celebro mucho su visita, Sam.
Y no miento. Al principio casi me molestó que mi hijo trajera un desconocido. Pero conozco la causa de que le acompañe. Rennie lo ha deseado para no verse a solas con su madre. Necesita la compañía de un hombre que le garantice contra mis efusividades.
Por lo tanto, debo permanecer muy serena y muy dueña de mí misma. No debo pedir demostraciones de afecto a ese joven alto y taciturno en que se ha convertido mi hijo. Acaba, pues, contentándome la presencia de Sam. Me será más sencillo tratar a los dos como a meros invitados.
Digo animadamente:
—Ya conoces tu dormitorio, Rennie. El suyo, Sam, está ahí, a la derecha.
Sam pregunta:
—¿Y mi anciano amigo?
—Bien. Y le complacerá verle.
Mientras hablo, anhelo vivamente que Baba recuerde a Sam.
—¿Dónde está?
—Aquí.
Abro la puerta del cuarto de Baba y Sam penetra en él mientras Rennie se desliza ante la puerta, llega a su cuarto, pasa y cierra.
—¡Hombre, hombre! —exclama Sam.
Y se lanza hacia el viejo con las manos extendidas. Baba le contempla, desconcertado.
Sam sigue hablando jovialmente y a grandes voces.
—Conque ¿sentado en su trono como un antiguo emperador de la China? ¿Cómo está usted, doctor McLeod?
Arrastra una silla de madera hasta enfrente de la de Baba y se instala a horcajadas en ella, crespo su cabello terroso y distendida la boca en una sonrisa.
—Estoy bien —dice Baba cautamente.
Luego me mira, como pidiéndome ayuda.
—¿Eres mi nieto? —pregunta por fin, con voz suave.
Sam rompe a reír.
—No tanto, no tanto… Rennie ha cambiado mucho, pero hasta este extremo no. ¿Es posible que no me recuerde, señor McLeod?
—Yo…
—Fui quien le llevó a la casa del mayoral de mi rancho. ¿Se le ha olvidado? ¡Con lo buenos amigos que éramos!
Vuelve la memoria lentamente a Baba. Asiente inclinando la cabeza y da, con el bastón de cabeza draconina, dos o tres golpes en la alfombra.
—Usted es —murmura lentamente— Sam.
Sam se manifiesta deleitado.
—¡Naturalmente! Tiene usted muy buen aspecto. Se ve que le cuidan mucho.
Yo ansío separarme de los dos y dirigirme al cuarto de Rennie. De estar a solas con mi hijo, seguramente nos abrazaríamos. Acaso por una sola vez, pero me bastaría. Mas Sam está delante y me ve. Cuando nota que me acerco a la puerta, me habla.
—Señora —dice—, no tome a mal que le indique que quizá convenga dejar solo a Rennie por algún tiempo. Él volverá a usted a su tiempo debido, pero por ahora conviene contemporizar con él.
Respondo:
—Eso me parecía.
Y me siento, en silencio.
Al fin se abre la puerta de Rennie y éste se nos acerca. Se ha cambiado de ropa y lleva unos pantalones oscuros y una chaqueta de cheviot que yo no le conocía. Se ha peinado el cabello aplastándolo mucho y luce una corbata encarnada. Veo que, en efecto, es ya un hombre, y un hombre muy gallardo… Aunque joven, emana de él no sé qué fuerza íntima. ¿No volveré a comprenderle jamás? Y en todo caso, ¿cómo lo lograré?
—¿Cómo está usted, abuelo? —murmura, dirigiéndose a Baba.
Se arrodilla a su lado, al modo de los nietos chinos, y toma la mano de Baba.
Baba le mira reflexivamente.
—¿Eres mi hijo Gerard?
Rennie contesta:
—No; su nieto.
Se miran cara a cara y por primera vez reparo en el parecido de sus facciones. El perfil de Rennie, al transformarse por obra de la masculinidad, adquiere las líneas escocesas y no las chinas.
—Mi nieto —repite Baba.
Se inclina de pronto y besa a Rennie en la frente.
Hasta ahora no le había visto besar a nadie. Rennie, conmovido, se lleva a la mejilla la mano de su abuelo.
—Me alegro de haber venido a casa —dice.
Se vuelve a mí con lágrimas en los ojos.
Tras esto la noche transcurre placenteramente. Los dos jóvenes, entrelazando las manos, improvisan una silla en la que bajan por la escalera a Baba. El anciano se sienta con nosotros a la mesa. Yo, en mi alegría, corro arriba y me pongo mi vestido de noche, de terciopelo, color de vino, que no he vuelto a usar desde que nos separamos Gerard y yo. La última noche que pasamos en Shanghai fuimos a comer juntos al «Hotel Astor» y después bailamos, y yo usé este bonito traje, que había logrado reservar durante toda la guerra. Danzamos los dos mejilla contra mejilla, olvidados de la gente que nos circundaba y resueltos a mezclarnos durante unas cuantas horas con los huéspedes europeos del hotel, la mayoría de ellos a punto de abandonar un país que amaban, pero al que no pertenecían.
Sin decírnoslo, entonces comprendimos Gerard y yo que él debía quedarse y yo partir. Yo lo sentía así. Seguramente también él.
Ya antes, al comenzar esta noche, había pensado ponerme el vestido de gala, pero reflexioné y no lo hice. Pero después he comprendido que cuanto poseo debe ser parte de esta casa, de este valle y del país en que nací. Me visto, pues, a toda prisa, bajo y, al entrar en el comedor, advierto la sorpresa con que me contemplan los dos jóvenes. Hasta ahora, a lo que parece, no habían reparado en que soy mujer.
Me satisface que Rennie me considere de otra manera que sólo como una madre. Quizá no sienta así tanta prevención contra mí. Lo que piense Sam, da lo mismo.
Coloco a Rennie a la cabecera de la mesa y yo me instalo frente a él, con Baba a mi derecha, para poder servirle los manjares. Tenemos sopa caliente, servida en tazones chinos que yo compré en un Viaje a Nueva York porque me parecieron iguales a unos que había visto en Pekín, aunque de porcelana más tosca.
Y comienza la cena. Rennie se alegra y se muestra hablador, mientras Sam cae en un repentino silencio y parece algo cohibido.
Mi hijo afirma:
—Voy a enseñar a Sam a esquiar. Vive en un país muy llano y no conoce la emoción de deslizarse sobre la nieve montaña abajo.
Yo advierto:
—Tenemos otros esquís en el desván.
—No sé —afirma Sam— si me atraerá mucho la idea de lanzarme montaña abajo. Eso debe de requerir una fibra de que yo carezco.
Rennie responde:
—Apela a cualquier otra clase de fibra de las que te sobran y verás como encuentras ésa. Te he visto aterrizar en tu avioneta monomotor a una velocidad peor que si descendieras con esquís del mismísimo Everest.
Sam aduce:
—Pero no llevaba la máquina atada a los pies.
Los dos tienen buen apetito y comen en abundancia. Yo los miro con complacencia. En el fondo es grato tener invitados a la mesa, por lo menos para mí, que durante tanto tiempo he tenido que comer sola. Me enorgullece lo bueno que está el cordero asado, y los guisantes, y las patatas asadas, y la ensalada de lechuga. No he olvidado las empanadas de manzana, tan del gusto de Rennie y las sirvo con tajadas de queso y tazas de café caliente.
Rennie me dirige una sonrisa.
—Había olvidado lo buena cocinera que eres.
—Hoy he hecho un esfuerzo especial —digo.
—No me gustaría comer tan bien todos los días —declara Rennie.
Ha dominado sus recelos de los primeros instantes y vuelve a ser el que era. Noto que, a hurtadillas según cree, tiene que aflojarse un par de puntos del cinturón. En Rennie los buenos modales son tan innatos como el respirar. Los adquirió en Pekín, donde habita la gente más cortés del mundo, y aunque se esforzó en parecer rudo y desmañado cuando salió de China, ahora ha crecido lo bastante para mostrarse natural, o casi natural. No obstante, sigue mostrando cierta reserva conmigo.
Ya después del fin de la comida oímos resonar el aldabón. Nos empezábamos a levantar de la mesa y yo estaba prohibiendo que me ayudasen a retirar los servicios. Tiempo habría de sobra para ello, dije a Sam, que comenzaba a recoger los platos. Baba fue conducido al saloncito y acomodado junto al fuego. Yo me preparé a instalarme junto a él y Rennie y Sam se disponían a acercar el sofá de raso amarillo a la chimenea, cuando sonó la llamada.
Rennie se volvió a mí.
—¿Esperas a alguien?
—No, ni sé quién puede ser a esta hora.
Rennie salió al vestíbulo y abrió la puerta. En el umbral estaba Bruce Spaulden, sosteniendo en la mano un ramo de rosas rojas envuelto en papel transparente.
Mi hijo le miró con asombro. Los dos se conocían, porque Bruce había curado las amígdalas a Rennie, pero los dos se contemplaron como desconocidos.
—No hay aquí ningún enfermo —dijo Rennie.
—¡Por amor de Dios, hijo! —exclamé.
Me dirigí a la puerta. Bruce me tendió las rosas y yo las tomé.
—Pase y siéntese al fuego —dije.
Entró mientras Rennie le examinaba atentamente, en silencio. Puse las rosas en un jarro de arcilla gris que se hallaba sobre la mesa desde que yo era niña. Antes de sentarme observé que Baba se había dormido pacíficamente, cerrando los ojos y echando la cabeza hacia atrás.
Pregunté a Bruce:
—¿Será oportuno que le subamos a su cuarto?
—Parece sentirse cómodo —repuso Bruce— y creo que duerme muy profundamente.
Nos sentamos. Rennie permanecía callado entre los dos hombres. Comprobé que me miraba una y otra vez de un modo extraño. Me sentí tan feliz como no me había sentido en mucho tiempo. Pronto entablamos todos conversación. Bruce se levantó, fue a la cocina y preparó café caliente, porque nunca bebe otra cosa. En cambio, Rennie cogió unas botellas de vino y escanció unas copas para él y para Sam. Yo no quise tomar nada. La plática transcurría triangularmente entre Bruce, Sam y yo. Rennie oía y callaba.
Yo no dejaba de pensar:
«Sí, mi sitio está aquí, donde vine a nacer. De no sentirme tan sola, seguramente olvidaría Pekín y con el tiempo incluso al mismo Gerard».
Hacía mucho que no reía, pero no tardé en reír de todo corazón mientras hablábamos. Cada uno a su modo procuraba atraer mi atención. Sam lo hacía de modo brusco y varonil, al estilo de los hombres del Oeste; Bruce, de manera disimulada, cáustica e ingeniosa, y Rennie, que asistía a aquella especie de esgrima mental entre los dos hombres de más edad, procuraba que yo me fijase en él a través de su mutismo y de sus repetidos empeños de atizar el fuego.
Cuanto se hablaba y hacía era para regalo de mis oídos y mis ojos. Sentí una ternura indefinible y vaga, acaso un poco burlona, pero auténtica.
Sam dictaminaba:
—La revolución es una cosa inevitable, resultado de una natural evolución. No crecemos por acumulación, como los percebes. Nos desprendemos de la vieja piel, al modo de las serpientes, nos libramos de las antiguas ataduras y resurgimos renovados.
Me sorprendió oírle hablar en aquella ocasión sin la menor huella de su rudo dialecto del Oeste. La manera arrastrada de hablar que usaba, propia de los rancheros, era una añagaza. Tenía delante de mí al verdadero Sam.
Bruce dio una lenta y profunda chupada a la pipa. Dos chorros gemelos de humo brotaron de su nariz.
—No hay —opuso— una revolución que haya conseguido su objetivo. Ni una se conoce en la historia humana. Las finalidades se pierden siempre en los conflictos y confusiones provocados por las gentes malignas que sólo aspiran al poder.
Sam insistió:
—Esos razonamientos no atajarán la revolución. Las cosas se soportan sólo hasta cierto límite. La explosión es inevitable. Si nos fijamos en el caso de China…
Volviose a mí. Me pareció que los impetuosos vientos asiáticos soplaban en el interior de la caldeada estancia. Una vez más me creí al otro lado del mar. Pero con un esfuerzo de voluntad logré no dejarme arrastrar por la mente.
—Mejor será no tratar de China —dije—. ¿Acaso sabemos lo que está pasando allí?
Rennie alzó los ojos, hasta entonces fijos en el fuego, y se le cayó el hurgón de las manos. Sus ojos buscaron los míos. Comprendí que tenía que hablarle con franqueza.
Y prosiguió la velada. Yo no oía ya los argumentos con que discutían los hombres. Cierto que sus ojos, a escondidas, procuraban comprobar si yo les concedía una atención que ahora estaba en otra parte. ¿Cómo explicar a Rennie que su padre…?