Hoy el suelo apareció cubierto de nieve. Las montañas parecían haber duplicado su altura. Y he recibido la primera carta de Rennie. Era la única carta que el cartero depositó en el buzón, así que nada me impidió dedicarme exclusivamente a ella. Me senté en la cocina, dejé la escoba, tiré a un lado el paño del polvo y rasgué el sobre. La carta empezaba: «Querida mamá».

Besé las palabras y proseguí leyendo. Rennie escribe como si sólo faltara de casa desde ayer y no desde hace meses y más meses.

¿Y adónde ha ido a parar mi Rennie? La misiva llega desde un colegio del Oeste medio. No ha ido a Harvard, como su padre. Explica que él prefiere hacer las cosas solo y a su manera. De suerte que se está abriendo camino por su cuenta como, según afirma, hizo Sam.

La carta tiene un carácter muy práctico. Expone simples hechos y pocos pormenores. Está estudiando de firme y le gusta mucho la Física. Comparte su cuarto con un muchacho llamado Jorge Bowen, el cual tiene una hermana. No muy bonita, pero sí de buena apariencia y además inteligente. Y, por lo visto, alta.

Añade: «No empieces a forjarte ideas raras, mamá. No quiero relación alguna con las mujeres».

Suspendo la lectura. Mi hijo no quiere relación alguna con las mujeres. ¡A los diecinueve años! Mucho ha debido de dolerle lo de Alegría. Pero a todo hombre y mujer les duele un primer fracaso en amor, exceptuando las raras personas, como Gerard y yo, que convertimos el amor primero en amor único.

Rennie promete: «Iré a casa por Navidades».

Éstas sí que son buenas nuevas. Bastan para satisfacerme. El muchacho vendrá y festejaremos las Pascuas. Para Baba y para mí solos sería muy doloroso celebrarlas. Él indudablemente ha olvidado hasta el día conmemorativo y yo voy a tener una fiesta para mí sola. De modo que, de no haberme escrito Rennie, yo hubiera dejado transcurrir este día como otro cualquiera.

Pero ahora prepararé un gran pastel de ciruela, y aderezaré un pavo, y compraré ostras frescas en la tienda de comestibles. Y también confitura de nueces para Rennie. Y le confeccionaré para entonces un chaleco de punto. De color rojo.

¡Pensar que en tantos meses no ha tenido el pobre hijo quien le zurza la ropa! Le diré que la traiga toda a casa y yo veré lo que ha de hacerse con ella.

La casa me parece repentinamente llena de luz y de vida. Subo corriendo al cuarto de Buba, que está plácidamente sentado junto a la ventana, donde le dejé antes.

Me habla en chino.

—Tengo las piernas heladas.

—¡Claro! Ha dejado usted que se le cayese al suelo la manta que le pongo en las rodillas.

—Es verdad.

—Es usted muy descuidado, Baba.

Finjo reprenderle, también en chino. Cuando él habla en chino, olvida el inglés. Y luego, ya en mi idioma, le transmito las noticias que he recibido.

—Rennie viene a casa a pasar las Navidades, Baba. ¿Me oye usted y me entiende bien? Rennie.

—Rennie…

—Repita conmigo: «Rennie es mi nieto».

Dirige sus envejecidos ojos a mi faz y repite con voz temblorosa y casi asustada:

—Rennie es mi nieto.

—Viene a casa a pasar las Navidades.

—Viene a casa a pasar las Navidades —corea Baba.

No sé si sabe lo que eso significa, pero me siento segura de que lo sabrá cuando venga Rennie. No me cabe la menor duda.

Beso a Baba en la cabeza y voy, presurosa, a inspeccionar la habitación de Rennie. ¿Sabrá Matt ayudarme a pintar las paredes? Acaso un color amarillo claro…