Hoy el cartero me ha traído una carta con sellos de la República Popular China.

—Debe de ser de su marido —me dijo el buen hombre.

Y me tendió la carta con tanto orgullo como si hubiese ido él a buscarla al otro lado del océano.

—Gracias —repuse.

Y no le expliqué que, en cuanto vi la letra del sobre, comprendí que no era de Gerard. Debía de ser de…

¿Cómo la llamaré? Porque la esposa de Gerard soy yo. Me resisto a usar la palabra «concubina». Y, sin embargo, no veo qué otra cosa puede ser esa mujer. Doy por hecho que los vecinos chinos de nuestra calle de Pekín la llamarán la esposa china de Gerard, y a mí su esposa americana. Pero hay algo que me hiere profundamente: si ella puede escribir, ¿por qué no puede hacerlo él? ¿Es lealtad o temor lo que se lo impide? Si es lealtad hacia mí y recuerda lo que nos hemos querido, debe reconocer que con ello perjudica nuestro amor.

Abro la carta y copio su sencillo texto:

Querida hermana mayor:

Ha llegado tu carta y agradezco tu respuesta. Ahora es mi deber hablarte de tu marido. No tengo la certeza de que esta carta llegue a tu poder, pero yo cumplo con mi obligación.

Expido mi misiva por un conducto secreto. Si cae en ciertas manos, nunca la recibirás. Pero procuraré que sí.

Tu marido está bien, aunque muy triste. No me habla nunca. Va todos los días a su trabajo y vuelve de noche a casa. Ésta sigue como la dejaste. No he cambiado nada. Pero no acierto a conservarla tan limpia como antes. Y a le digo a tu esposo que no sé hacer las cosas tan bien como tú. Pero sí cocino lo que le gusta. Nunca le menciono tu nombre, mas él lo conserva en su mente como una fuente de secreta alegría. Por la noche, cuando la luna brilla, él sale a los patios y contempla el cielo. ¿Es la luna lo mismo en vuestro país? He oído decir que sí, que es lo mismo. Y a la luna debe de dedicar tu esposo los pensamientos que tiene en ti.

Está bien de salud, pero duerme mal. No tenemos hijos y él me afirma que no los desea. Yo les respondo que entonces no se preocupa de mí, pero él me asegura que es mejor no tener hijos de sangre mezclada. No obstante, confío en tener un hijo. Iré al templo y rogaré a la diosa de la Fecundidad. Lo haré en secreto, porque se nos aconseja ahora que no creamos en los dioses.

Cuídate mucho. Si vienes alguna vez, la casa no estará tan solitaria como ahora. Podríamos ser buenas amigas. Lo desea,

TU HERMANA MENOR.

Esta vez, seguramente por razones de seguridad, la mujer no firma con su nombre. Y el sobre no lleva matasellos de Singapur, sino de Hong-kong.

La carta me ha causado un extraño alivio. Es sencilla y cariñosa. Me sorprende no tener celos. Cuando la luna se alce sobre las montañas de Vermont saldré y permaneceré inmóvil bajo su luz y me regocijaré sabiendo que unas cuantas horas antes él ha hecho lo mismo. No sabes cuánto lo agradezco todo, hermana menor…

Vivo una extraña existencia interior. Nadie en el valle me comprendería si la mencionara he de permanecer muda. Pero deseo ansiosamente dejar el mundo en que viví con Gerard para entrar en otro, a lo que me fuerzan circunstancias que estoy tan lejos de poder fiscalizar como la salida del sol o la aparición de la luna, luna que en este momento parece suspendida sobre los oscuros cedros de la ladera del monte. Pero no puedo dejar este mundo mío, aunque ya no exista como realidad práctica, ni tampoco insertarme en el mundo distinto en que me veo obligada a vivir. Y sé que existo, pero de un modo indeciso, sólo en el espacio…

¡Si pudiese dejar de recordar! Anhelo hacerlo, ya que compruebo que Gerard va cortando, uno tras otro, todos los vínculos que nos unían. No se trata sólo de que haya dejado de escribirme. Es que se niega también a pensar en mí. Antaño, cuando parecía posible nuestra reunión, yo sentía íntimamente su comunión moral conmigo. En los ásperos montes de Sze-chuán, cuando yo vivía en Chung-king y él avanzaba penosamente a través de parajes inhóspitos, a pie, conduciendo a sus estudiantes y al claustro universitario que dirigía, todos rumbo al Oeste, yo sentía, especialmente a la hora del crepúsculo, y más tarde cuando se levantaba la luna, que el corazón y la mente consciente de Gerard me buscaban, y me sentía unida a él.

Pero ahora mi ánimo escudriña tierra y mar, buscándole, y no le puedo encontrar. Se esconde voluntariamente. Se retira de mí.

Y eso no puede significar más que una cosa: que no tiene esperanzas de volver a verme. No digo que haya dejado de amarme. Eso no entra en lo posible. Se trata, a secas, de que la vida terrena ha terminado para nosotros. No obstante, continúo funcionando en el espacio. Sin poder liberarme del pasado, resulta que lo presente y lo futuro no existen. Cuando Bruce me habló de matrimonio, sus palabras llegaron a mi oído, pero no a mi corazón. No obstante, reverberan como ecos dentro de mí, de un modo desolado y vacío.

Al entrar en el cuarto de Baba esa sensación acudió a mí, no con la fuerza vital de las sensaciones que experimentaba en mi casa de Pekín, sino de un modo apagado, aunque efectivo. Es algo parecido a la impresión que causa la visión de los palacios arruinados y los jardines silenciosos. Todos ellos existen, pero no tienen uso ni se puede decir que vivan.

Sé que voy a menudo al aposento de Baba sin otra finalidad que la de ver su anciana figura, envuelta en una veste china de brocado azul y sentada junto a la ventana. Las pocas cosas que conmigo traje de China —unos rollos rituales, un jarroncito de jade, una alfombra tan azul como el cielo de la China septentrional— se han sacado, no sé cómo, de los distintos rincones de la casa e ido al fin a parar al cuarto de Baba.

Crucé la puerta y la cerré detrás de mí.

—¿Cómo se encuentra, Baba?

Me contestó, con voz clara:

—Muy bien.

Carnalmente no sabe dónde se encuentra ni ello tiene para él importancia alguna. Vive en el mundo que conoció otro y que ha dejado de existir, excepto para él. De vez en cuando hace vagas alusiones a los sirvientes.

—¿Cómo no mandaste al amah que me la vara la ropa?

—El amah no está aquí, Baba.

—¡Qué raro!

Pero no pregunta dónde se encuentra. Se pondría en presencia de hechos que no desea afrontar. Guarda, pues, silencio y olvida. Y así subsiste el padre de Gerard, hombre viejo y bien plantado, alto y, dentro de su estado de salud, erguido. Es flaco como un santo asceta, tiene el cabello blanco como la nieve de la montaña, y lleva la barba, no menos blanca, sin cortar siquiera.

Todo lo ha olvidado, incluso a Rennie. No piensa. Existe y nada más. Y ésa su existencia elemental, pura, infantil y ajena a todo, menos a sí mismo, me trae otra vez el recuerdo de Pekín.

¡Oh, aquella ciudad de ensueño! Siempre que pienso en Gerard le veo en la ciudad de los emperadores. Todo lo que encierra vida sigue allí, incluyendo los palacios con sus techos de azul y de oro, en los que me parece columbrar imperiales séquitos de mujeres y hombres. Allí cada piedra contiene una historia. En las anchas calles, las gentes comunes olvidan su vulgaridad y asumen aires principescos, porque la ciudad en que viven es una capital de monarcas. Ni los mismos mendigos parecen tener hambre. Salen de los rincones con las manos tendidas, pero con las cabezas alzadas.

No recuerdo la ciudad en conjunto. Es demasiado rica en vitalidad para eso. Sólo la distingo a través de los gloriosos fragmentos de luz solar que dejan percibir las amarillas polvoredas de las tempestades primaverales. Y todo me parece un vasto jardín de verano, con techumbres de porcelana azul y dorados ornamentos que relampaguean entre la penumbra de los cedros verdes. Otras veces diviso gruesas masas de nieve en los tejados y calles. Los hombres y niños caminan con precaución, tomo gatos, pero todos van muy animados. El frío les colorea las mejillas. Gorros de piel les protegen las orejas. Y también se me representan las calles por las noches, alegres de populares festejos o tranquilas en la monótona placidez de la vida cotidiana. Arden lámparas y bujías, reúnense las familias en torno a las mesas, cuchichean los hombres entre sí, una mujer amamanta a su hijo…

¡Qué quietas están las montañas de Vermont y qué desprovistas parecen de vida humana! En cuanto llega la noche, los bosques se tornan siniestramente negros. Cuando el sol brilla a través de copas de árboles, de matojos y de helechos, todo se torna un mundo de inocencia y belleza cándida. Pero luego el sol se pone y la sombra desciende sobre el valle.