Esta mañana Baba me dio un susto, porque le acometió un ataque que le hizo perder el conocimiento. Se había levantado como de costumbre y tomado su ligero desayuno, que ahora consiste solamente en jugo de naranja, una cucharada de papilla y leche caliente. Y luego mientras, como hace siempre, me daba las gracias, cayó de la silla.

Tuve la suerte de que Matt estuviera cerca, recortando el seto, y le envié a toda prisa en busca de Bruce Spaulden. Permanecí mientras tanto junto a Baba, sin atreverme a moverlo y temerosa de que Bruce hubiera iniciado sus visitas ya y no fuera posible, en consecuencia, encontrarle. Afortunadamente, no se dio ese caso. Spaulden franqueó corriendo la verja y avanzó por el sendero de grava. Venía sin sombrero ni gabán, y llevaba su saco de instrumental pendiente de la mano. Abriose la puerta y él penetró. Ni la sombra de una sonrisa iluminaba su delgada faz de vermontiano, y sus ojos no tenían miradas más que para su paciente. Yo sé que no conviene hablar cuando no le hablan a uno y permanecí silenciosa, esperando indicaciones.

—Levántele la manga.

Obedecí. Bruce hundió en la fláccida carne del antebrazo del viejo una jeringuilla que manejaba con la mayor destreza. Luego tomó a Baba entre sus brazos y le condujo a su lecho.

—Tápele y procure que conserve el calor —me aconsejó—. No cabe hacer más. Lo probable es que vuelva de este desmayo, pero se le repetirá otras veces, y de una de ellas no saldrá. No debe usted asustarse. Aunque permaneciésemos a su lado cuando la cosa ocurra, yo no podría hacer nada. Le pondría una inyección, como ahora, pero sería una cosa inútil.

—Me quedaré a su lado hasta que despierte —dije.

—No es necesario. Ocúpese en sus cosas, entre de vez en cuando en la alcoba del paciente y vea cómo sigue.

Y guardó sus instrumentos mientras yo arropaba a Baba y le subía el cobertor hasta la barbilla. La mañana era calurosa para lo que suele ser el tiempo en nuestras montañas, pero la piel de Baba estaba fría como la carne recién muerta. No obstante, respiraba. Noté que Bruce me miraba.

—Venga conmigo —dijo.

Le seguí al piso bajo. En vez de dirigirse a la puerta, se instaló en el asiento que tenemos al pie de la escalera, junto al viejo reloj.

Habló de modo brusco.

—No es cosa de andar con rodeos —dijo—. Sé que lo mejor es decir las cosas cuando uno siente el impulso de decirlas. Isabel, ¿quiere usted casarse conmigo?

No bromeaba. Lo pensé así por un momento, pero la intensa expresión de sus ojos me desengañó.

—Estoy casada —repuse—, y mi marido vive.

—No lo sé —murmuró—. Como no se le vi nunca…

—No puede. Está en China. En Pekín.

—Tanto como muerto —contestó Bruce.

—Para mí sigue vivo —aduje yo.

Bruce se levantó, cogió la cartera del instrumental, que había dejado en el suelo, y se encaminó a la puerta. Allí se detuvo y se volvió a mirarme. Yo permanecía al lado de la escalera, junto al postecillo del buzón de correos.

—De todos modos, Isabel —insistió, grises sus ojos bajo sus cejas negras—, siendo las cosas como son en este incierto mundo, y viviendo en la época en que vivimos, mi oferta persiste.

—Quisiera que no la hubiera formulado —contesté—. Ahora la recordaré siempre que nos veamos.

—Eso es exactamente lo que deseo —dijo él.

Sonrió y su rostro, en cierto aspecto serio, se mostró repentinamente jovial. Y en seguida se fue.

Permanecí sola experimentando un sentimiento no amoroso, pero sí de femineidad complacida. Por segunda vez en mi vida se me había declarado un hombre. Y, hablando sinceramente, casi podría decir que por primera, puesto que Gerard lo hizo con tantos rodeos y vacilaciones —y hasta incluso temores de no portarse bien conmigo—, que casi fui yo quien le arrancó la declaración.

Y no es de extrañar, porque, como Gerard dice, él es una especie de ser humano anónimo, de orígenes dobles, y que, por pertenecer a dos partes del mundo, no pertenece a ninguna en particular.

No veo qué puedo hacer respecto a la proposición que ahora me han formulado. Nunca había sospechado la posibilidad de que Bruce amase a mujer alguna, y mucho menos a mí. Sé que le gustan los niños y sólo con ellos he visto trocarse la sobriedad de su carácter en algo parecido a la ternura. Es un hombre muy taciturno. Vive solo. Y yo estoy aprendiendo a vivir sola. Pero no estoy segura de que pudiera vivir al lado de un hombre tan silencioso.

Salí de mi estupor y, dejando la puerta abierta, corrí al lado de Baba. Continuaba inconsciente.