Por la noche, cuando Baba se acostó y se disponía a dormir, recordó súbitamente todo lo que concernía a Sam Blaine. Ya había yo dado al viejo las buenas noches y me disponía a cerrar la puerta cuando él me interpeló.
—Hablando de Sam Blaine…
—¿Qué?
—Es un hombre que tiene cuarenta y dos años ahora. No se ha casado nunca. Su padre poseía dos mil acres de excelente tierra negra. Además de ser un ganadero opulento, tenía un par de minas en Nevada. Su esposa murió cuando Sam, que era hijo único, contaba solamente dos años.
Exclamé:
—¡Qué bien recuerda usted las cosas, Baba!
Y entré otra vez en la alcoba, y me senté, y Baba me dijo que le habían bajado del tren cuando le vieron enfermo y febril, y le dijeron que esperase en la estación. Entonces llegó Sam Blaine, que iba a recoger unos cargamentos. Y al conocer la situación de Baba, le proporcionó casa y le mandó que se acostase.
—Yo tenía fiebres tifoideas —dijo Baba—. Estaba muy enfermo. Sam me hizo compañía en la cabaña.
Y poco a poco me relató toda la historia. Cuando despertó por la noche, no sabía dónde estaba. Pero Sam velaba junto a su lecho y los dos hablaron de China. Mencionaron las aldeas chinas, y los caminos rurales, y se extasiaron recordando cómo cantaban los ruiseñores en los atardeceres de verano. Sam había estado allí durante la guerra, pero nunca se refería a las escenas de combate y muerte. Más bien evocaba ante Baba momentos de paz, familias sentadas a las puertas de su casa al ponerse el sol, hombres que araban los campos, mujeres que lavaban las ropas en las albercas rústicas…
Mientras me repetía aquellas cosas, Baba pareció repentinamente fuera de sí. Me miró con los ojos turbios. Tenía la expresión de un ser muy cansado, entre niño y provecto.
—¿Dónde está esa tierra donde hemos vivido antaño?
Respondí a su pregunta:
—Está donde siempre ha estado y Gerard sigue viviendo en ella.
—Pero se encuentra…
—Al otro lado del mar.
Se sintió perplejo.
—¿Y por qué nosotros nos hallamos aquí?
En efecto, bien inquirido estaba aquello. ¿Por qué? Sentí desgarrado el corazón e incliné la cabeza sobre el huesudo pecho del anciano.
—Ahora eres tú quien lloras —dijo.
Y permaneció pacientemente inmóvil, esperando que yo separara mi cabeza de su pecho. No había efusividad en él sino paciencia. Enjugué las lágrimas y me incorporé.
—Ya es hora de que se duerma —dije.
—¿Y te irás tú a dormir?
—Antes o después, desde luego.
Y, tras esta promesa, le levanté las frazadas hasta los hombros y salí de la habitación.