¿Dónde hallar asentamiento para mi hijo? ¿Dónde procurarle un país en el que se sienta como en el suyo real?

Cuando Baba despertó a la mañana siguiente, Rennie y yo subimos a su cuarto. Baba yacía inmóvil en la misma postura en que se acostara, con el blanco cabello casi sin desordenar, y una expresión vaga en los ojos entornados. Le hablé.

—Buenos días, Baba. Mire quién viene a verle.

Abrió los párpados y nos contempló.

—¿Quién es?

—Ya lo sabe usted.

—¿Gerard?

—No, no, es Rennie.

Pero no parecía conocerle. Incluso había olvidado a su nieto.

Movió los labios para inquirir:

—¿Es un amigo?

—Sí —repuse—. Es el hijo de Gerard y mío.

Meditó.

—¿De Gerard? ¿Tiene Gerard hijos?

Me volví e imploré.

—Perdónale, Rennie. Es tan viejo… Ha perdido la memoria del todo…

¡Qué expresión de tristeza se pintó en el rostro juvenil!

—No importa —dijo Rennie—. En realidad, no importa nada.

—Duerma, abuelo —aconsejé—. Volveré dentro de poco.

Salimos de puntillas. Yo reflexionaba en lo que había perdido. Baba, vuelto a la edad de la inocencia, no me recordaba a mí ni a los míos. Atrincherado en los retiros de la vejez, ya no éramos para él nada.

Experimenté un afán frenético de sentirme más cerca de mi hijo.

—Ven a mi cuarto, Rennie —le pedí—. Quiero enseñarte unas cosas antes de que te vayas.

Me siguió en silencio. Ya en mi alcoba se sentó con la gravedad de un visitante, y esperó. Yo saqué mi caja de fotografías y encontré una de la madre de Gerard.

—Ésta —expliqué— es la mujer china con la que se casó Baba. Por lo tanto, es tu abuela y la madre de tu padre. Ya ves que es hermosa, aunque algo seria y retraída. Debes enorgullecerte de esta ascendencia, porque tu abuela pertenecía a una gran familia china, de las de más arraigo en Pekín. No creo que hayas olvidado a tu tío Han Yu-ren, ¿verdad?

Rennie tomó la fotografía y contempló la pálida faz de la china.

—¿Por qué se casó Baba con ella? —preguntó serenamente.

—Lo hizo porque quería integrarse en el país al que había dedicado su vida. Creía que de ese modo estaría más cerca de las gentes a quienes amaba. Anhelaba dejar de ser extranjero.

Rennie repuso:

—Y ahora lo ha olvidado todo. Ni a mí me reconoce. Seguramente nunca tuvo cariño alguno por su mujer.

—¿Cómo puedes hablar de lo que no sabes, Rennie?

—De haber amado a mi abuela, no me habría olvidado.

No me atrevo a negarlo. Sé que, por mucho que mi cuerpo envejezca y se transforme mi ánimo, no olvidaré nunca a Gerard ni a su hijo.

—Baba hizo lo que él pensaba acertado —manifesté.

—No basta —contestó Rennie—. En cosas de éstas ha de haber amor además.

Y me devolvió la fotografía. Púsose en pie, inclinó su elevada estatura y me besó en la mejilla.

—Adiós, mamá —dijo.

Oí el fragor del motor de su viejo coche y un momento después le vi partir entre una nube de polvo. Ahora ya no volvería. Claro que no lo sé de modo fijo. Sólo recuerdo que me ha hablado concisamente y tal como su padre le enseñó, es decir, en inglés clásico y puro.

La jerga a que tan aficionados son los jóvenes americanos, parece haberse borrado de sus labios. No sé lo que eso significará.

No puedo seguir a Rennie. Imposible acompañarle aunque quisiera, porque aquí tengo a Baba que me necesita.

Vivo aislada en esta antigua casa campesina, sin relación con nadie, salvo con Matt y con su mujer. Y los dos viven solos hace mucho en el valle y, como todos los de ambientes estrechos, sólo conocen el lenguaje del amor, pero de un amor íntimamente cargado de odio. Disputan y se complacen en hacerlo durante todo el día, y sin duda continúan en la misma ocupación durante la noche. Hasta me siento segura de que sus principales conflictos se provocan de noche, en el vasto lecho matrimonial que llena todo el entrepaño septentrional de la cocina. Siete hijos han traído a este mundo y probablemente cada uno fue fruto subsiguiente a una disputa. Son dos personas que no necesitan otra compañía ni se interesan por ninguna cosa. Lo creo firmemente así. Matt es locamente celoso, y su mujer se siente orgullosa de ello y se jacta de la opresión en que mantiene a su marido.

Suele alardear de forma parecida a ésta, muy frecuente en ella:

—Si Matt ve el sombrero de un hombre en casa, le falta poco para tener un ataque. Como puede comprenderse, yo pago las consecuencias.

Y su rostro, menudo y arrugado, se contrae de placer.

De modo idéntico me habló esta mañana cuando yo, abrumada por mi soledad, recorría el polvoriento camino para saludarla y alabar sus flores. Yo iba a contestarle que tiene mucha suerte con que Matt haya sido y siga siendo tan celoso, pero antes de empezar a hablar vi pasar al cartero. Le llamé y corrí a su encuentro.

A la sombra del vasto arce que crece ante la puerta de la casa de los Matt, el hombre se detuvo y me entregó unas cuantas cartas. Ninguna parecía tener importancia, excepto un sobre grande y gris con el matasellos de Singapur. Conocidos me eran los sellos, pero no así la letra de la dirección.

El cartero preguntó:

—¿Es de su marido?

—No —dije.

Me atemorizaba pensar en lo que podía contener aquella misiva. Separeme, pues, del funcionario y me dirigí a la peña que hay junto a la cercana fuente. Me senté a la sombra de un manzano y rasgué el sobre.

La carta comenzaba: Querida hermana mayor

Era, pues, de la otra…

En el curso de todos aquellos meses yo no había contestado a la carta de Gerard. Él me pedía un permiso y yo no se lo había concedido. En el fondo de todo yo sabía el motivo de aquella dilación, aunque lo mantuviera escondido como un pecado. Ahora ya era inútil encubrirlo más.

La mujer escribe en inglés, aunque no correctamente. Desea informarme de algo importante. Y es que no quiere entrar en mi casa hasta que yo le conceda mi permiso.

El texto era éste:

Querida hermana mayor:

Tú has vivido en Pekín muy largo tiempo. Creo que nos comprendes muy bien a los chinos. Aquí la vida es dura para todos. Y lo es también para el señor McLeod, tu marido, que necesita una mujer para que le atienda la casa, le zurza la ropa, le cocine y le haga las demás cosas de que ya te formas idea.

A petición mía te escribió ha tiempo para pedirte que me autorizaras a que yo fuese a vivir en su casa en calidad de mujer provisional. Ya sabes que esto es ahora muy corriente. No se toma una segunda mujer ni una concubina, según el antiguo sistema, sino que se busca una mujer provisional que haga las veces de la esposa ausente.

Desde luego, si tú vienes yo saldré de la casa, en el supuesto de que lo desees. Y te dedicaré todos los respetos que los más jóvenes deben a los de más edad. Ten la bondad de concederme tu permiso y darme instrucciones sobre la forma de atender bien y complacer a tu esposo. Procuraré cumplir lo que me mandes y hacerle feliz. Ése es mi deber.

Pero ante todo necesito tu licencia, porque creo que ésta es cosa de vida o muerte para él. Envío secretamente esta carta a través de un amigo de Singapur. Te ruego que respondas por el mismo conducto.

Tu humilde hermana menor,

MEI-LAN.

Y me da la dirección de una tienda de sedas de Singapur. Supongo que ese alguien, ese amigo a quien se refiere es una persona en contacto con la extraña China de hoy, que me rechaza a mí.

Quisiera tener valor para escribirle francamente a Gerard. Pero ¿qué puedo decirle? ¿Voy a darle permiso para que otra mujer ocupe mi lugar? ¿Podrá desempeñarlo debidamente? Reflexiono. Es dudoso que mujer americana alguna se haya visto jamás en semejante trance.

Esta casa mía, entre los bosques y las rocas de Vermont, dista ahora tanto de Gerard como si él no existiera. Y acaso hasta yo haya dejado de existir. ¿Para qué existir cuando nadie nos necesita ni ama?

¿O quizá me quiere todavía? En todo caso, no puedo responder hoy a esta carta. Tengo el cerebro embotado y no acierto a pensar. No sabré qué decir hasta que mentalmente vuelva a encontrarme identificada con Gerard.

Vuelvo a mi casa y entro en mi cuarto. Saco la carta que tenía guardada y la releo, aunque había jurado no hacerlo nunca más.

Paso al papel literalmente el texto, para hacer las palabras de Gerard más mías.

Y aquí inserto la carta de Pekín:

Mi querida esposa:

Antes de que te diga lo que he de decirte, deseo que sepas que te quiero como siempre. Pase lo que pase, recuerda que sólo te quiero a ti. Si no vuelves a recibir carta mía, piensa que mi corazón está escribiéndote a diario.

Te digo esto en virtud de lo que a continuación voy a explicarte. Es imperativo para mí aceptar en mi casa a una mujer china. No se trata sólo de que necesite quien vigile las tareas domésticas, me planche y me cosa. Ya sabes lo inútil que soy en esos aspectos, en los que tan eficaz me has resultado siempre. Pero, además, tengo que probar ciertas cosas.

No basta que yo jure lealtad a los que ocupan el poder. Se trata de que debo renegar de todo el pasado, abjurar de la sangre no china que tengo y declararme contra la parte extranjera que en mí se contiene.

En fin, me han ordenado que me busque una mujer. Te lo digo francamente porque tú y yo siempre hemos sido sinceros el uno con el otro. De faltar ahora a esa sinceridad, sería que he olvidado nuestra vida en común. Pero nunca te olvidaré y quiero que lo sepas.

Puede ser que no vuelva a escribirte más. Podría ser peligroso para mí e incluso para nuestro hijo. Tú le crees a salvo en nuestro país, pero en rigor no lo está, a menos que yo le repudie y te repudie.

Si oyes decir que lo he hecho así públicamente, no creas bajo ningún concepto que lo he hecho en realidad. Me propongo, si puedo, vivir hasta que pasen estos momentos. Y si encuentro la muerte a pesar de mis esfuerzos por evitarla, recuerda que mi único pensamiento habrás sido tú, Eva mía. Te quiere,

GERARD

Desde luego tendré que dar el permiso que me piden. No sé por qué lo he demorado tantos meses cuando desde el principio sabía que tendría que hacerlo. Ahora que la mujer me escribe y veo por su carta que todavía no se ha unido a Gerard, comprendo que no puedo dilatar ni un momento más mi consentimiento.

Puedo cablegrafiar. Pero ello llamaría demasiado la atención. Recibir un cablegrama de América puede causar complicaciones a un chino, incluso si reside en una colonia británica.

Más valdrá que escriba por correo aéreo. Lo hago y copio la carta aquí, para tener siempre constancia de ella. Si alguna vez Gerard y yo volvemos a reunirnos, dispondré así de un archivo adecuado.

Sí, querido amor mío, escribo y copio sólo pensando en ti. Si no puedes venir a mí ni yo reunirme contigo, algún día cabrá quizás enviarte la copia. Quisiera poder decirte en este último día que tú también debes llevar un archivo análogo.

Pero no, porque sería peligroso en el país donde vives. Tus criados pueden recibir pagas distintas a las tuyas. En este quieto valle de Vermont no tenemos espías, o a lo menos eso imagino yo.

Redacto la carta a Mei-lan. Y noto entonces que ella no cita su apellido de familia. Mei-lan es un nombre corriente y con él no podrá localizarse a la que lo usa. Pero ¿qué importa el nombre?

El texto de mi carta reza:

Querida hermana menor:

He recibido y leído tu carta. Te concedo el permiso que necesitas. No podrás sustituirme porque cada mujer ocupa un lugar distinto en la vida de un hombre, pero sí puedes entrar en mi casa y ocupar un lugar en ella. No explicaré el caso a ninguna persona en mi país, porque nadie sabría hacerse cargo. En cambio yo, como bien dices, si me lo hago, y de sobra. Pero tengo desgarrado el corazón. Cuida bien a Gerard, porque le quiero mucho.

ISABEL

Cierro y sello el sobre personalmente y lo llevo a la oficina de Correos, donde lo deposito en el buzón que hay al pie de la ventana.

No obstante, Myra repara en que lo hago. Myra desempeña el empleo de encargada de Correos. Es una mujer simpática y rolliza y, como no está casada, le despierta curiosidad cuanto concierne al matrimonio, y especialmente al mío.

Me interpela, pues, jovialmente:

—¿Qué? ¿Escribe a su marido?

Tiene las mejillas rosadas y redondas, aunque arrugadas por muchos lugares. Sus ojos son azules, no tiene cejas y su boca es roja y diminuta, y rizoso su rubio cabello.

—No es para mi marido —respondo.

Coge el sobre y lo examina.

—Como va al extranjero… A China, ¿no?

—No, a Singapur, que es colonia británica.

—Creí que los ingleses no tenían ya colonias.

—Han devuelto la India a los hindúes, pero reservan Hong-Kong y Singapur.

—Lo ignoraba.

Y calla, aunque no parece muy convencida. Yo no explico más. Hecho lo que debía hacer, regreso a casa. Baba no se ha levantado todavía. Se muestra embotado, soñoliento, incapaz de darse cuenta de nada.

Contra mi costumbre, no intento persuadirle de que se levante. No obstante, lo hace. Una vez vestido e instalado en su sillón —porque hace tiempo que no baja al otro piso— come su tazón de papilla de avena y bebe una taza de té, y súbitamente parece despejarse y darse cuenta de todo. Acaso la presencia de Rennie obrara como un estimulante de su memoria y ésta se haya excitado con cierto retardo.

Pregunta, pues:

—¿Vino ayer alguien?

—Sí, Baba. Vino Rennie.

Meditó.

—¿Rennie? ¿Quién es Rennie?

—Su nieto.

Reflexionó sobre semejante informe sin comentarlo con palabras. Media hora después, mientras yo le limpiaba el cuarto, dijo con claridad:

—Creí que era Ai-lan.

—¿Cómo iba a serlo? De una mujer a un hombre, como casi ya lo es Rennie…

Habló medio en chanza, mientras yo quitaba el polvo de la mesa.

—Es que Ai-lan parece casi un hombre. ¿Sabes que acabó vistiendo de uniforme? Un uniforme de algodón, de color azul oscuro, con chaqueta de botones y pantalones como un hombre. Me dejo pasmado.

—Verdaderamente, resultaría asombroso en una mujer.

Yo escuchaba con atención. Por lo visto, Rennie se parece a su abuela china. Desde luego tiene parecido con Gerard. En consecuencia, Gerard debe ser parecido a su madre.

En Pekín, desde luego, aseguraban que Rennie era igual que su padre. Pero las cosas suceden así. Cada parte insiste, en casos como éstos, en que predomina la otra, y rechaza lo que se asemeja a ella.

Baba dijo trabajosamente:

—A Ai-lan la mataron.

Su arrugado rostro se contrajo y las lágrimas brotaron de sus ojos.

—Hace mucho de eso, Baba.

—Me parece que no. Debió de ser el año pasado a lo sumo hace dos años. Su tumba está cavada muy recientemente.

Interrumpiose para preguntar:

—¿Y dónde está su tumba?

Parecía resuelto a llorar por la muerta. ¿Y por qué, si han transcurrido tantos años?

Yo le pregunté:

—¿La quería usted mucho?

Reflexionó antes de contestar y lo hizo en lo que parecía uno de sus raros momentos de lucidez.

—No la quería —repuso—, aunque lo intenté porque las Escrituras mandan que el hombre tenga amor a su mujer. Claro que no indican cómo ha de conseguirse. Y ella veía que yo no la amaba.

Quise consolarle.

—Pero le dio un hijo.

Replicó:

—¡Bien lo sabía ella! La mañana que el niño nació, a una hora inusitada, porque creo que eran las diez de una hermosa mañana de primavera, entré en su alcoba cuando el médico me dijo que podía hacerlo. Ai-lan tenía entre sus brazos al niño dormido y me anunció: «Ya te he dado un hijo». Y nada más. No acerté a saber qué decir. El niño tenía el cabello negro y largo. Quedé impresionado al pensar que me había nacido un hijo chino. No estaba preparado para ello. Quise reír.

—¡Pero, Baba, si su esposa era china! ¿Cómo le extrañaba que…?

Baba movió la cabeza con un indeciso recuerdo de algo que le disgustaba.

—No estaba preparado —insistió.

Lo que equivalía a confesar que no había pensado para nada en la posibilidad de tener un hijo con una extraña a su raza. Se había casado con Ai-lan por razones personales, mas no imaginado la posibilidad de un hijo. Un hijo que no deseaba. Y esa sensación de no haber sido deseado había calado profundamente en el ánimo de Gerard, como un puñal clavado continuamente o una herida no curada nunca. Y ese puñal y esa herida habían impedido a Gerard acompañarme a mi país.

Yo lo veía y lo sentía así. Y con toda claridad. ¡Qué profundo es el dolor de saberse inadecuadamente amado! De generación en generación se renueva la llaga, que no cura hasta que el amor, sobreviniendo del sitio que sea, lo consigue.

Baba había vuelto a llorar. Dije, para hacerle olvidar su pena:

—¿Recuerda usted a Sam Blaine?

En el acto olvido a Ai-lan. Se mostraba dubitativo.

—¿A quién?

—A Blaine. Vivía usted en una casa suya, en Kansas.

—¿Sí?

—Desde luego. Y se lo digo porque Rennie se ha ido a vivir y a trabajar en el rancho de Sam Blaine. Éste estuvo en China durante la guerra. Le gustaba el país y le gustaban sus habitantes. Todos se portaron bien con él. Por eso él le correspondió cuando usted enfermó en el tren y fue dejado en aquel pueblecito de Kansas. Sam Blaine andaba por allí cerca (algún día le preguntaré por qué) y se hizo amigo suyo. Ahora es amigo de Rennie.

Baba no recordaba nada de aquello, pero el mencionárselo valió la pena para que dejase de llorar. Empujé su sillón hasta la ventana, porque le gusta mucho sentarse allí, y él dirigió la plácida mirada al panorama de valles y ondulosas colinas. Como le interesan las ovejas, inclinose repetidamente sobre la ventana para verlas pastar.

—En seguida voy —dije.

Y bajé para ejecutar mi trabajo de todos los días.