Una vez dije a Gerard:

—Yo no soy lo bastante religiosa.

Contesté con esto a una pregunta que me dirigió, titubeante, una noche, preguntándome si me satisfacían los dioses chinos.

Añadí una pregunta a mi respuesta:

—¿Lo eres tú?

Una mujer enamorada pierde su ser personal y yo, desde luego, lo perdí. Anhelaba creer en lo que Gerard creía y adorar lo que él adoraba. Mas a la larga averigüé que sus creencias no eran hijas de un impulso espontaneo del alma.

Dejé, pues, de discutir con él toda cuestión religiosa. A veces, errando por los caminos camperos de China, más allá de los muros de la ciudad, dábamos con algún labriego prosternado en reverente adoración ante cualquier tosco santuario rural. En el interior del santuario se veían dos ídolos, hombre y mujer, o pareja casada, porque así place a los chinos mirar a sus dioses. No les cabe imaginar un dios solitario ni varón sin hembra. Ello les parece contrario a la ley natural de la vida. Y el campesino quema ante los ídolos unas barritas de incienso, mientras en el fondo de su alma pedía que las deidades le concediesen algo que les pedía.

Era una cosa bella y grata. Se lo dije así a Gerard. Y aún añadí:

—Nosotros deberíamos creer y orar del mismo modo.

Mi situación presente me impele a rezar. Movida por la intensa ansiedad que me causa la suerte de mi hijo, todas las noches desde que se marchó, subo a su abandonado cuarto y allí rezo por su seguridad.

No sé qué eficacia tendrán mis impetraciones. Pero al menos la oración parece desahogar la tremenda congoja que me llena el corazón. Y me siento aliviada. Será por necesidad, pero creo que, cuando rezo, se me aligera la carga que llevo encima.

Hasta ahora no he querido —aunque lo deseaba— descolgar el teléfono, llamar a casa de Alegría y pedir noticias de mi hijo. No sería tan difícil preguntar si estaba Rennie allí y decir después si podía ponerse al aparato.

Pero no lo haré. Y no sólo porque él no me lo perdonaría, sino porque creo que debo acostumbrarme a vivir sola.

Mientras razonaba así oí a Baba llamándome. Subí a su alcoba y le encontré en el suelo. Se había desplomado al intentar levantarse, y yacía inmóvil, imposibilitado, sin saber qué decisiones tomar.

En realidad, Baba no vive más que de un momento para otro, sin que nada en la vida le importe, excepto la necesidad de cada ocasión presente. Había despertado, quiso vestirse y se cayó.

Le ayudé a levantarse y me hizo ademán de que saliera. Por inciertos que sean sus movimientos, conserva el sentido común suficiente para no querer tenerme delante mientras se lava y se viste. Sólo cuando se ha puesto la túnica china me llama para que le abroche los botones del cuello.

Esperé al otro lado de la puerta y, cuando me llamó, pasé, le sujeté los botones y le declaré listo para bajar a almorzar.

Baba vive feliz y serenamente. No tiene necesidades, ni temores, ni deseos de adoración, o de plegaria. Según Bruce, la simple rotura de un vaso sanguíneo, causándole un reducido daño en el cerebro, le ha liberado de toda suerte de cuidados. ¿Quién puede afirmar que los dioses no son bondadosos?