La casa está muy silenciosa. Cuando esta mañana desperté comprendí que Rennie se había marchado. Hacía un día gis y una lluvia suave empapaba los árboles y velaba el horizonte de mi abierta ventana. Las cortinas pendían desoladamente. Pasaba del alba con mucho y urgía empezar el ordeño.
En aquel momento pareciome oír moverse a Rennie. Me levanté, cerré la ventana y permanecí contemplando el valle medio oculto por la lluvia.
Reuniendo todo mi valor resolví ir al cuarto de mi hijo. Quise pensar en Gerard, pero el corazón no me obedecía y no tuve respuesta. Ni siquiera podía dibujar mentalmente su rostro. Y cuando al fin dirigí hacia él los ojos de mi mente, no distinguí más que enormes extensiones de solitaria tierra y milla tras milla abandonado mar entre nosotros.
Fui a la estancia de Rennie, y empujé la puerta y la abrí. El lecho estaba vacío y bien arreglado. Lo mismo sucedía con todas las demás cosas del cuarto.
Aquel orden insólito me asustó. Las demás mañanas las ropas de Rennie aparecían amontonadas en una silla, los zapatos tirados en cualquier sitio, los libros abiertos sobre la mesa. Sólo cuando dejaba por algún tiempo su habitación la ponía en orden, y desde luego nunca tanto como esta vez.
Crucé el dormitorio a la carrera, temerosa de abrir el armario y encontrarlo vacío. Pero toda su ropa estaba allí. Sentí una gran alegría.
Conté sus trajes. Allí estaba el de color castaño. Y las prendas de trabajo, y las chaquetas y pantalones. Sólo faltaba el traje azul marino, el mejor que tenía.
Después, sobre un libro en la mesa, distinguí un sobre. Estaba dirigido a mí con las palabras:
«A mi madre».
¿A mi madre? Sí: no a mami.
Hube de sentarme para leer la carta, porque me flaqueaban las piernas.
La carta de Rennie decía:
Querida madre:
Me voy en busca de Alegría. Necesito hablar con ella a solas y conocer el motivo de su cambio de actitud. Suponiendo que haya habido tal cambio. No procures buscarme. No me telefonees ni me escribas. Hablaremos cuando regrese a casa.
Y firmaba a secas:
«Rennie».
Los padres de Alegría se la habían llevado del valle al día siguiente de nuestra entrevista. Rennie desde entonces no me había hablado apenas.
¿Qué podía yo hacer sino esperar? Menos mal que me quedaba el viejo Baba.
Volví a mi cuarto, me bañé, me vestí y bajé a la cocina para preparar el desayuno.
¡Qué curiosa es mi vida! ¡Y qué solitaria! Me siento horriblemente sola en mi propia tierra. Todos parecen vivir igual: solos, siguiendo solitarios caminos… No confiamos unos en otros, no compartimos nuestros sentimientos… La misma vastedad del país nos divide. Yo, hasta hace poco, me hallaba tan lejos de Kansas y de la cabaña donde Baba vivía perdido —porque en realidad lo estaba— como podía hallarme en Pekín. O más lejos, porque al menos mis recuerdos me ayudan a viajar mentalmente sobre los mares.
En aquel momento oí gemidos procedentes del piso superior y reconocí la voz de Baba. Subí en el acto. Estaba tendido en el lecho, con las sabanas apretadas y subidas hasta el cuello y los ojos muy abiertos y con una expresión vaga.
Murmuró:
—No tengo fuerzas para levantarme.
—¿Le duele algo, Baba? —pregunté.
—No siento dolor alguno —contestó con voz clara.
—No se mueva —dije—. Mandaré llamar al médico.
Me dirigí al teléfono, hice girar el disco y telefoneé. Bruce Spaulden no había salido aún de casa.
Interrogó sin preámbulos:
—¿Qué pasa?
—Bruce, me parece que a Baba le ha repetido el ataque.
—Voy en seguida.
—¿Hago algo entretanto?
—Nada. Tápele bien y procure tranquilizarle.
Colgué el receptor, fui a anunciar a Baba que ya venía el médico y después hice la limpieza del cuarto. Baba es muy pulcro. A fuerza de vejez su carne no despide olor alguno. Posee la innocua nitidez de la ceniza. Permaneció en el lecho, quieto y callado, mirándome, y de pronto noté que comenzaba a volver insensiblemente el rostro hacia la izquierda. Él se dio cuenta de ello y quiso explicármelo. Le calmé.
—No importa. Bruce llega en seguida.
Por las noches no dejo abierta la ventana de Baba. Hay muy poco calor en su cuerpo y, por lo demás, suele respirar sin dificultad. Pero la mañana de hoy era espléndida. Así, abrí la ventana y aire y sol entraron a chorros en el cuarto, llenándolo de animación. Cerré la ventana otra vez.
Oí las pisadas de Bruce en el pasillo del piso bajo. Un momento después entraba en el dormitorio.
—Buenos días, Isabel —saludó.
Era la primera vez que me llamaba por mi nombre de pila. Experimenté un sobresalto.
—Buenos días —dije—. Aquí está mi pobre Baba esperando.
Baba miró patéticamente al doctor.
Bruce se sentó junto al lecho y empezó a reconocer al enfermo. Encuentro maravillosa la forma en que los médicos reconocen a los enfermos, concentrando su mente en la tarea y sus manos en la exploración.
Permanecí de pie, respetuosa, admirando a Bruce. ¡Qué americano es este hombre! Resulta asombroso que no se haya casado. Hubiera sido un buen esposo, porque es un hombre de probada integridad y lo bastante sensitivo para que cualquier mujer le comprenda.
Como la mayoría de los vermontianos, es delgado, alto y muy serio cuando se pone grave. Sus ojos tienen un color indefinible, que acaso pueda definirse como gris-azulados. Tiene el cabello oscuro, como tanta y tanta gente, y crespo. La nariz es recta y la boca muy firme. Cuando sonríe su expresión cambia por completo. Se muestra jovial y hasta pícaro. Tiene el carácter muy igual e inclinado a la taciturnidad y la meditación. Todas ellas son cualidades propias de un buen marido.
Yo, que he absorbido en mi ser mucha parte de la curiosidad china, más de una vez hubiera querido preguntarle por qué no se ha casado. Para una mentalidad china no tiene nada de raro preguntar cualquier cosa, como hacen entre sí los amigos.
Arropo cuidadosamente a Baba.
—Esto no es nada serio —dijo—. Volverá a sufrir algunos de estos ataques de poca monta. Procure que descanse y que duerma mucho.
En efecto, Baba se había dormido ya y respiraba con suavidad, pero muy perceptiblemente. Le dejamos solo y bajamos a la sala.
—¿Se ha desayunado usted? —pregunté.
Bruce respondió con franqueza:
—No.
—Ni yo. De modo que nos desayunaremos juntos. Hoy me siento muy sola, porque Rennie se ha ido.
—¿Es posible?
—Supongo que por pocos días, pero no lo sé.
Y hablé a Bruce del caso de Alegría. El hombre sonrió adustamente.
—Volverá —vaticinó—. Los hombres siempre volvemos a nuestras madres. Excepto que la muchacha ésa sea como usted, porque en tal caso no será usted necesaria a su hijo.
Aduje:
—Tengo la certeza de que Alegría no es como yo.
Y me dispuse a colocar el desayuno sobre la mesa. Para el invitado dos huevos duros y uno para mí. Las gallinas están mostrándose muy ponedoras, lo que me congratula. Las gallinas me desagradan por el cuidado que requieren, pero en cambio me gustan los huevos y no se puede tener una cosa sin la otra. Serví también café, tostadas y frutas. Nuestro desayuno habitual. Que Rennie se arreglara como pudiera.
Cuando nos hubimos sentado, ocupando yo el puesto de honor, ya que la mesa al fin y al cabo es mía, formulé la siempre contenida pregunta:
—He sido tan feliz en mi matrimonio, Bruce, que quisiera saber por qué no se ha casado usted.
Él respondió, mientras untaba manteca en una tostada:
—Porque he estado siempre muy ocupado.
—Es cosa que no me importa pero…
—Siga —dijo él—. Mi vida es diáfana y no tengo secretos.
—¿No le hubiera ayudado una mujer a ahorrar algún tiempo?
—No. Yo tendría que pensar en ella, ser su compañero…
—¿Vive usted feliz?
—No sé. Creo que sí. No me lo he preguntado.
Le serví una segunda taza de café. Por mucho que yo le preguntase, aquel hombre callaría lo que quisiese callar. En esto es también un auténtico vermontiano.
Cuando el médico se hubo ido, tuve una rara sorpresa. Y fue que rompí a llorar pensando en Gerard, y en Gerard exclusivamente. Hacía meses que no lloraba. Además, mi llanto era inútil. Las puertas de la casa de Pekín me han sido cerradas.
Subí de puntillas la escalera para dar un vistazo a Baba y le encontré profundamente dormido. Tampoco él me necesita, por ahora.