Rennie dijo:

—Se ha ido.

Yo me había despertado temprano y levantándome en seguida, sabedora de que mi hijo me esperaba. Y cuando bajé le hallé ya sentado a la mesa de la cocina. Habíase preparado un cazo de café fuerte y caliente, y lo bebía a grandes tragos.

Observé:

—No te has acostado.

Me miró.

—¿Crees que hubiera podido pegar ojo?

Me senté y me serví también una taza de café, y exhorté a Rennie:

—Di todo lo que tengas que decir. No te contengas nada.

El aspecto de mi hijo era horroroso. Tenía la faz muy pálida y sus negros ojos despedían llamaradas. Los labios, resecos, mostraban señales de habérselos mordido.

—Has ido a ver a los padres de Alegría y se lo has contado todo.

Repuse con calma:

—Sólo expuse la verdad.

—¡Cierto! No podías siquiera esperar a que me conociesen mejor.

¡Qué amargura vibraba en su voz y qué doloroso resultaba oírle!

Manifesté:

—Valía más que se supiera la verdad desde el principio. Si me hubiese parecido que ella te quería lo bastante para desafiar a sus padres, te juro que no hubiese hablado nada.

—Pudiste advertírmelo, por lo menos.

Resolví no ceder.

—Necesitaba saber lo que esa gente sentía y saberlo viéndolo con mis propios ojos. Los sentimientos de esa pareja no pueden vencerse a menos de que tú y Alegría os améis con igual intensidad. Lo sé de sobra.

Rennie murmuró:

—Ella me quiere. Me lo ha repetido.

—Te quiere con todo su corazón, pero ese corazón no te basta. Y no te bastará nunca, porque es muy pequeño. Te lo aseguro. No creas que la censuro. No puede evitar haber nacido así. Pero tu corazón ha nacido grande, grande como el mundo.

Cuchicheó:

—¡Maldita seas!

Le miré.

—Celebro que tu padre no esté presente.

Nos miramos, midiéndonos con la vista.

—Algún día me lo agradecerás —comenté.

E inmediatamente me arrepentí, porque ésos son los lugares comunes usuales en los padres. Igual que hablaba mi madre cuando quería impedir que me casase con Gerard. Pero él y yo ya habíamos llegado a cuanto había que llegar, y nada podía separarnos.

Comprendiéndolo así, yo arrostraba a mi madre, diciéndole:

—Nunca te agradeceré que intentes desunirnos.

Y yo, y no ella, era quien tenía razón. Incluso a pesar de la carta que en mi cajón encierro sigo persuadida de mi acierto y del error de mi madre.

Sostuve la mirada de mi hijo. Él, orgulloso siempre en los pesares, esta vez no pudo mantener el reto de mis ojos y apartó los suyos.

—¿Por qué me habrás traído a este mundo? —rezongó.

Y subió, sollozando, a su habitación.