Cuando abrí la verja del jardín vi a la señora Woods sentada en el pórtico de acceso a su casa. Casa por cierto muy agradable, pintada de blanco, con persianas verdes, convencional en todos los aspectos, desde los lechos de flores hasta los senderos que entre ellos serpentean.

La señora Woods estaba cosiendo a punto de aguja, labor que mi madre me enseñó, pero que olvidé en seguida porque no me gustaba nada.

Cuando me acercaba a la entrada de la casa, la señora Woods se levantó. Es una mujer madura, rolliza sin llegar a gorda, con el rostro redondo y afable y el cabello rizado. Un tipo de mujer tal como puede verse a la entrada de cualquier casa de clase media, esto es, una persona buena, tímida, como las mujeres americanas lo son a menudo, sin que yo sepa precisar por qué. Las mujeres chinas podrán alguna vez ser tímidas, pero en nueve casos de cada diez lo fingen, imaginando que a las mujeres les sienta la timidez, y que a los hombres les gustan las mujeres así. Pero en realidad no tienen de tímidas nada en absoluto.

La señora Woods, un poco cortada, dijo:

—Pase, pase…

—Soy vecina de usted —expliqué a la señora Woods, y vivo aquí cerca, en el camino.

—Conozco a su hijo Rennie —respondió—. Suele visitarnos con frecuencia. Vale más que pase, porque el calor molesta algo. Yo iba precisamente a entrar ahora.

Por un estrecho pasillo cubierto de una alfombra encarnada llegamos a la escalera. A la derecha veíase un primoroso comedor y a la izquierda una sala bastante grande, amueblada como suelen estarlo casi todas las salas de América. Todo resultaba cómodo y atractivo. En la mesa, junto al diván, había unas cuantas revistas, pero ningún libro. ¿Podría Rennie vivir en una casa sin libros?

La señora Woods dijo:

—Siéntese en esta butaca. Es la más cómoda y por eso la usa siempre mi marido.

Y en sus grises ojos apareció una chispilla de burla. Empecé a simpatizar con aquella mujer.

Me senté y fui derecha al asunto.

—No sé si sabrá usted que Alegría y Rennie son medio novios. Yo quisiera saber qué opina usted de eso. Los dos son muy jóvenes y en este lugar no hay otros muchos jóvenes. Ya me comprende.

Una expresión de preocupación se pintó en el rostro de la señora Woods. Todo era redondo en aquel semblante. Redonda la boca, redondos los ojos y redondos los orificios de la nariz, que permitía distinguir claramente su perfil, un tanto respingón. En resumen, todo en aquella faz resultaba infantil. De niña debió de ser muy linda. Alegría, desde luego, es mucho más guapa que su madre. Tal vez deba al padre la mayor energía de sus facciones. Por lo demás, tiene los curvos contornos de su madre, con las caderas rotundas y el pecho pletórico. Detalles muy atractivos en la juventud, pero no para siempre.

La señora Woods lleva un corsé ceñido. Y yo, mientras esperaba que hablase, procuraba fijar en mi mente todos aquellos pormenores.

Mi interlocutora convino:

—Sí: nuestros hijos son todavía muy jóvenes. Mi marido y yo nos hemos preocupado algo de eso. Queremos que Alegría se sienta muy libre. Hasta el próximo año no pasa al grado superior en su colegio. Vivimos en Passaic, en Nueva Jersey. Allí hay muy buenas escuelas. No quisiéramos que Alegría se casara sin terminar los estudios de la Escuela Superior.

—¡Cielos, no! —exclamé, horrorizada. Y aclaré—: Rennie tiene que ingresar también en Harvard, donde ya estudiaron su abuelo y su padre, y luego habrá de pasar algunos años más perfeccionando sus estudios. Tendrá que ir a Europa y probablemente a China, donde todavía reside su padre.

Una expresión de horror se pintó en el rostro de mi vecina.

—¿A China? Si dicen que no dejan a nadie ir allí…

—Ahora no, pero es de esperar que esto cambie cuando el mundo mejore. Y entonces Rennie podrá reunirse con su padre.

La señora Woods preguntó:

—¿Acaso es su padre chino?

Hablaba con acento de previa excusa.

—No —respondí—, ni puede serlo puesto que se apellida McLeod. Su padre, el abuelo de Rennie, es americano y habita con nosotros. Es viejo y no se encuentra bien de salud. Nunca sale de casa.

Había explicado tantas cosas, que me pareció razonable que mi interlocutora desease saber más. Para complacerla, proseguí:

—Mi marido es rector de una Universidad china muy importante, instalada en Pekín. Esperábamos que se uniese a nosotros pronto, pero él considera que su deber le reclama allí donde tiene su cargo.

—Por supuesto, no será comunista —dijo la señora Woods, con acento ligeramente reprobatorio.

—No.

—¡Hay tantos en China!

—Sí —repuse—, pero le aseguro que mi marido no figura entre ellos. Sin embargo, considera oportuno seguir donde está y no interrumpir su trabajo.

L a verdad se impuso y me obligó a ser enteramente sincera.

—Además su madre era china y…

—¡China! —exclamó la señora Woods con asombro—. Entonces por eso Rennie… A veces hemos pensado que debía de tener sangre india, pero…

—¿No ha hablado Rennie de eso a Alegría?

—No. Estoy segura de que no. Ella me lo hubiera contado.

—Pues celebro haber sido yo la que comunique la noticia. Podrían haberse enamorado de veras y…

—Opino como usted.

Se veía que la mente de aquella mujer se concentraba en el estudio de mi rostro. Meditó, se ruborizó, se mordió los labios y acabó olvidando ostensiblemente mi presencia allí. Sus gordezuelas manos se cruzaban sobre el regazo. Súbitamente alzo la vista y sus ojos se encontraron con los míos.

—Esto es terrible para usted, ¿verdad? —murmuró, compadecida.

—¿El qué?

—Mujer, toda la cuestión. ¡Descubrir que se casa una con un chino!

Contesté:

—Mi marido es americano. Su padre legalizó su nacimiento en el registro de la Embajada americana en Pekín. Y Rennie figura registrado de la misma manera.

—A pesar de todo, ¡varían así las cosas tanto!

Afirmé:

—Yo me siento completamente feliz. Tanto que quiero garantizar el que Rennie sea feliz también. No le permitiré que se case con una mujer que se limite a tolerar la parte que de chino tenga mi hijo. Ha de sentirse orgullosa de ese aspecto suyo. Y ha de alegrarse de tal circunstancia. La esposa de Rennie ha de comprender que eso enriquece su personalidad como hombre, como persona e incluso como americano.

La pobre señora Woods se esforzaba en entenderme, pero no lo conseguía. De todos modos, yo la apreciaba cada vez más. Era una mujer sencilla y sincera. Pase lo que pase, espero seguir teniéndola como amiga. Me gustaría conocerla íntimamente, para que pudiésemos hablar de mujer a mujer.

Echo mucho de menos el trato de una buena amiga. La mujer de Matt es buena, pero muy ignorante, y para colmo se pasa la vida riñendo con Matt a propósito de un agravio del pasado del que nunca me explican nada. Los dos viven solos en la montaña opuesta a la ladera donde se alza nuestra casa. Sus hijos han dejado ya el hogar paterno y ellos dos se pasan el día en continua trifulca. A veces, en las grises mañanas, Matt se queja:

—¡Dios mío! Hace cuarenta años que esta mujer me lleva lentamente a la tumba.

Y cuando yo regalo una lechuga o cosa así a la esposa de Matt, ella se entrega a explicaciones sobre la maldad de su marido, añadiendo que no se afeita más que una vez a la semana, a pesar de la insistencia de ella, y diciendo que ha sido su verdugo durante cuarenta años. De modo que en esa mujer no queda sitio para la amistad.

Pero la señora Woods es una esposa y una madre feliz. Se nota a primera vista. No tiene culpa de la poca capacidad emotiva de su corazón.

Y le ayuda la fortuna en el sentido de que su esposo no le pide más. Por cierto que, mientras hablábamos, llegó. Es un hombre delgado, calvo, de ojos azules en extremo. Me dijo que se encontraba de vacaciones. Trabaja en una oficina administrativa de Passaic y una vez al año le dejan quince días libres para hacerlo que quiera.

Oyéndole, le compadecí. ¡Dos semanas!

—¿Le agrada su trabajo, señor Woods? —pregunté.

Ya habíamos sido presentados y él, tras contarme cosas referentes a su labor, había iniciado un panegírico de la holganza.

—Me gusta el empleo, pero trabajar no —repuso en el acto.

Su mujer le reprochó:

—¡Pues no será porque no tengáis cosas que hacer!

Pero, a pesar de su tono admonitorio, hablaba con benignidad. Él sonrió.

No la temía, ni era ella de esas mujeres amigas de amargar la existencia a sus esposos. Aquél constituía un agradable matrimonio entre iguales y, por lo tanto, demasiado placentero para contemplarlo sin envidia. Podían comprender los dos muy bien lo que yo quería decir cuando hablaba de felicidad, pero siempre que ésta se midiese con un rasero muy pequeño.

—Como somos vecinos, señor Woods —dije francamente—, he venido a visitarles con respecto a las relaciones entre nuestros hijos. ¡Son tan jóvenes los dos!

Woods se sintió inmediatamente tan turbado como todos los americanos de tipo medio cuando se habla de cosas de esa clase en presencia de sus esposas, sus madres, e incluso las mujeres de edad madura. A pesar de su interés de adolescentes en los problemas del sexo, los americanos varones son en general puros y poco complicados. En aquellos días derramaban próvidamente su semilla en Europa y Asia, con la misma irresponsabilidad que puede hacerlo un gato callejero. Se detenían un momento, se unían a una hembra y continuaban adelante.

La señora Woods dijo, con significativo acento:

—Nuestra vecina me asegura que su marido es chino.

Protesté:

—¡Nada de eso! Digo que es americano, y que tiene ciudadanía americana. Lo que pasa es que su madre fue china. Era una mujer de ilustre cuna, miembro de una de las principales familias de Pekín. Y ha muerto.

—¡Bromea usted! —exclamó el señor Woods con voz apagada. Y añadió—: En la vida he oído hablar de un enlace parecido.

Estaba asombrado. Resulta obvio que estaba abrumado y que su cortesía le impedía mostrarlo. No quería ofenderme.

No, no quería. Deploraba mi situación y no acertaba a expresarlo en palabras. Miró a su mujer, como pidiéndole ayuda. Los dos eran buena gente. De eso no me cabía duda, como tampoco de que no comprenderían la situación jamás. Bien había hecho Gerard quedándose en Pekín.

Pero tenía que pensar en Rennie. Me levanté.

—Gracias por todo —dije tan animosamente como pude—. No se disgusten. Rennie marchará al colegio en seguida y los jóvenes olvidan pronto las cosas. No creo que estén muy profundamente enamorados. Y como Alegría es tan bonita, le sobrarán admiradores.

Los dos recogieron con gusto la indicación. La madre dijo orgullosamente:

—Sí, es muy popular.

El padre agregó:

—Y tanto, que el curso pasado se celebró votación para decidir cuál era la muchacha más popular del colegio y salió ella vencedora.

La señora Woods agregó:

—Muchos amigos nuestros piensan que debería presentarse al concurso de belleza, para ver si la proclaman la mujer más hermosa del Estado. Pero a su padre no le hace gracia la idea.

—No —apoyó él.

—Coincido con usted, señor Woods —dije—. Sería una lástima meter a la muchacha en estas cosas.

En aquel momento entró Alegría. Había estado durmiendo y tenía las mejillas muy encarnadas. Llevaba un vestido sin mangas, corto y ajustado, pero de un corte severo que sólo podía sentar bien a una joven extremadamente linda.

Confieso que es seductora. Comprendo que mi hijo se haya enamorado, aunque deseo que no muy profundamente.

—Saluda a nuestra vecina, pichoncito —dijo la señora Woods.

Era conmovedor ver cómo aquellos padres adoraban a su única hija.

Alegría sonrió.

—¿Cómo está usted, señora McLeod?

—Temo —dije— que Rennie te entretuviera anoche hasta muy tarde y te hiciera perder horas de sueño. Ya le llamaré al orden.

—Para mí cualquier hora es buena para dormir.

Sentose en el diván, junto a su padre. El buen hombre le ciñó los hombros con el brazo y la atrajo hacia sí.

—¿Cómo está mi cariñín?

—Muy bien —repuso Alegría.

Y apoyó la rubia cabeza en el hombro de su progenitor.

—La señora McLeod tiene razón. No debes acostarte tan tarde.

La joven se enfurruñó y no correspondió a las ulteriores caricias de su padre. La señora Woods los miraba con ternura.

—Parecen unos chiquillos —murmuró.

Y hablaba como quien se refiere a dos cosas de su propiedad.

De todos modos, se les notaba deseosos de que me marchase. Era comprensible. Delante de mí no podían hablar a su hija. Me levanté, aunque no con precipitación, y me despedí.

Nada importante parecía haber sucedido y, sin embargo, habíamos entre los tres dado un rumbo nuevo a dos vidas. La familia me siguió hasta el pórtico y allí nos entretuvimos algún tiempo. Permanecimos inmóviles, mirando las flores que bordeaban el sendero y que, con la verja al fondo, eran todo el panorama que se dominaba desde allí.

Volví a casa y cuando Rennie llegó a la hora de la cena no le conté ninguna de mis actividades. Comió apresuradamente, sin quitarse la ropa de diario, y luego voló hacia su cuarto para cambiarse de traje y bañarse. A los pocos minutos cruzaba la cocina, llevando unos pantalones azules y una camisa limpia.

Al salir se despidió.

—Buenas noches, mamá.

—Buenas noches, hijo.

Y salió camino de su cita. Yo, después de fregar los platos y acomodar a Baba, subí a mi alcoba y cerré por dentro. Aquella noche no permanecería insomne. Me convenía dormir. Pasase lo que pasara, por la mañana lo afrontaría.