Hoy, cuando Rennie, por la noche, surgió de entre las sombras, le vi detenerse un momento para despedirse de Alegría. Tomola en brazos y estuvieron largo tiempo enlazados así. No se preocupaban de nada porque, dada la hora, era difícil que nadie lo viera. La gente del valle suele acostarse temprano.

Y allí estaba mi hijo, con su espigada estatura, estrechando entre sus brazos a una esbelta joven que alzaba su rostro hacia el de él.

Cambiaron el apasionado beso del primer amor y luego, cogidos del talle, bajaron el camino, plateado por la luna, en dirección a la casa de la muchacha. En la puerta los perdí de vista. Y pasó más de un cuarto de hora antes de que mi hijo, solo ya, saliera de entre las sombras. Y avanzó por el camino con las manos en los bolsillos.

Yo estaba en la terraza, como de costumbre, cuando él llegó a nuestra casa. Me sentía resulta a hacerle saber que no me sentía tranquila ni se habían calmado mis inquietudes. Alegría era para mí lo mismo que la noche anterior.

Rennie me vio instalada en la silla extensible y esta vez fue él quien me llamó:

—¡Buenas noches, mamá!

—Buenas, hijo.

Le oí subir precipitadamente la escalera trasera, desde la cocina a su alcoba. Mi padre había hecho construir aquella escalera para que el hombre de servicio pudiera subir y bajar sin molestar a la familia. Y este verano Rennie se empeñó en dejar el cuarto, contiguo al mío, que había ocupado hasta entonces.

Es una habitación cómoda, baja de techo, pero espaciosa, con un baño propio, porque mi padre era muy minucioso.

—Los hombres que sólo se bañan los sábados necesitan un baño independiente —decía.

Me consta muy bien que Rennie prefiere esa habitación. En ella puede ir y venir con libertad, sin pasar ante mi puerta. Sé, aunque me disguste, que tiene derecho a ir y venir sin darme explicaciones. Y si Alegría fuese del género de muchachas que quisiera yo para él, todo me tendría sin cuidado. Pero Alegría…

De sobra sé que una madre no puede salvar de complicaciones a su hijo. Sólo le queda el recurso de mirar, esperar y retorcerse las manos si se siente desesperada. ¿Sabrá lo que quiero decir cuando hablo de un amor profundo? Seguramente no.

También deploro el caso por Alegría, porque si las cosas siguen como hasta ahora, él acabará solicitando de ella cosas que la muchacha no podrá darle. La pasión de Rennie excede en mucho a la de la joven y ella se sentirá desgraciada, porque adivinará que no puede concederle todo lo que él quisiera de ella.

Cuando pienso así me digo que es Alegría a quien compadezco más y a quien en el fondo debo proteger contra Rennie. Aunque su corazón sea diminuto, al fin es mujer y tiene derecho a no vivir desgraciada. Yo defiendo a las mujeres incluso contra mi hijo. No había pensado en ello antes, pero ahora veo que en mí la femineidad se sobrepone al instinto materno. Este descubrimiento —que efectúo ahora precisamente, mientras escribo— es desconcertante y no sé qué puedo hacer con él.

De todos modos me siento, de extraña manera, algo más sosegada. Ya no sólo pienso en Rennie. Lo que pienso es mucho más general, puesto que abarca a todos los hombres y todas las mujeres. Fue una casualidad, una noble y bendita casualidad, la que hizo que Gerard y yo nos conociéramos. De no haber mi padre, en su testamento, dejado dinero para que se me enviara al colegio, especificando que había de ir a Radcliffe porque no tenía hijo alguno a quien enviar a Harvard, yo podía haber hecho una elección como la de Rennie. A esa edad se toma lo primero que se encuentra. Tengo que salvar a Rennie como mi padre me salvó a mí, pero también he de salvar a Alegría.

Es ya mucho más de medianoche. Estoy harto fatigada para pensar despejadamente en esa nueva posibilidad. La mañana traerá la luz.