Hoy la luna llena esplende sobre las montañas y el valle queda sumido en negras sombras. Es un valle muy ancho y nuestra terraza da directamente a él, en sentido occidental. La grava de la carretera tiene tonalidades argentadas.
Veo avanzar dos figuras enlazadas por los brazos. Son Rennie y Alegría.
Es una pena que estos jóvenes se hayan conocido en primavera. En invierno resulta más difícil enamorarse. El amor invernal es un amor hogareño, de casados, en una casa rodeada de nieve, con la lumbre chisporroteante.
En Pekín nieva abundantemente, depositando ante las puertas montones de copos que son tan seguros como los más sólidos pestillos. Los chinos admiran la belleza de la nieve y a sus pintores les gusta reproducir la blancura de la nieve tardía en contraste con el tono encendido de la piel del albérchigo o de las encarnadas bayas del bambú indio. En cambio, a ningún chino le agrada andar pisando la nieve con sus calzados de terciopelo, y en consecuencia Gerard y yo teníamos pocos visitantes las noches nevosas. Hasta el anciano portero permanecía prudentemente refugiado en su pabelloncito junto a la entrada, y mi marido y yo nos quedábamos solos. Cargábamos de combustible la chimenea, apagábamos las luces y permanecíamos únicamente iluminados por la claridad de la lumbre. Y aquélla era la hora del amor, y la noche se extendía ante nosotros, ofreciéndonos tiempo y tiempo de felicidad sin fin.
En cambio, en Vermont la nieve me hace también prisionera, pero no del amor. Yo me siento, sola, al lado del fuego, en tanto que Rennie estudia en su cuarto. Y ahora es verano y yo me encuentro sola, porque Rennie pasa el tiempo con Alegría.
En este momento han llegado a un recodo del camino. Separándose de la zona iluminada por la luna, han desaparecido de mi vista bajo un grupo de arces. No es la primera noche que sucede esto.
Con la luna nueva ha sobrevenido un cambio. Lo he notado en Rennie antes que en nada. Mi hijo anda silencioso y apresurado, no porque tenga nada especial que hacer, sino porque algo en su interior le desazona e impele. Sale y entra sin hablarme, y si me sorprende mirándole, sé que sabe que me pregunto qué ha dado motivo a su cambio, y entonces vuelve la cabeza y no responde a mis preguntas.
Anoche, cuando volvió, sentí que no podía soportar más. ¿Qué será de mí si Rennie me deja? Yo había esperado en la terraza hasta después de las doce, envolviéndome en un chal de lana encarnada.
Vi de pronto a Rennie en la cuesta. Alto, corpulento y fuerte, reaciamente recortado en la noche, parecía un hombre hecho y derecho. Algo —no sé qué— le ha convertido rápidamente en hombre. Se acercó, me vio y en vez de pasar por la terraza entro por la puerta de la cocina.
Llamé:
—¡Rennie!
Al oírme se detuvo, con la mano en el picaporte.
—Di, mamá.
—Ven.
Obedeció, no a disgusto, pero si con lentitud deliberada.
—Es tarde —dijo—. ¿Cómo no te has acostado todavía?
—Te esperaba.
Habló con el acento de un hombre formado.
—No debes esperarme.
—No puedo dormir cuando no sé dónde estás —le contesté.
—Pues tendrás que acostumbrarte.
Hablaba con frialdad. Me sentí repentinamente enojada, porque comprendí que decía la verdad. Y como me sentía enojada, resolví expresarme con franqueza.
—Sé que pasas con Alegría todas las noches.
—¿Y qué?
—No acaba de gustarme esa muchacha.
Era la primera vez que expresaba mi antipatía por la mujer a quien Rennie está comenzando a amar.
¿Comenzando? ¿Sé hasta qué punto se siente enamorado? Ni siquiera conozco sus conceptos sobre el amor. De estar Gerard aquí, como debiera, él me ayudaría a velar por nuestro hijo y yo le pediría consejo. Pero ¿querría hablar de esto a Rennie?
Mi vecina, la señora Landes, abuela ya, dice que los padres no saben hablar a sus hijos. Según ella, su marido nunca «habla» a los muchachos. Muchachos que ya son crecidos y están casados, pero el padre no les habla y ella, en consecuencia, tampoco.
Yo le pregunté:
—¿Por qué?
—Porque sería como quedarme desnuda delante de ellos.
Los hijos de la Landes se han casado con buenas jóvenes del valle, muy conocidas. Y quizás, entre quienes viven existencias vulgares, que yo diría inarticuladas, sea mejor no «hablar». Las palabras pueden ser estorbos para cosas tan sencillas como la mera unión física. Pero yo he conocido un amor pleno, una consecución total en extensión y profundidad, y deseo para mi hijo alegrías análogas.
Le interpelé.
—Siéntate, Rennie. Es tarde, pero no demasiado para lo que voy a decirte.
Se instaló bajo el bajo balaustre de la terraza, de espaldas a la clara luna. Así su rostro quedaba en la sombra y el mío bañado en luz.
Proseguí:
—No desapruebo a Alegría por lo que en sí sea. Como muchas otras mujeres jóvenes, es agradable, bonita y superficial. Hará completamente feliz a cualquier hombre, es decir, a un hombre que no le pida demasiado, que sea como la mayoría de los hombres, que no exija mucho moralmente a nadie, que forme parte de dos o tres círculos, que sea de esos tipos simpáticos que saludan a todo el mundo efusivamente y alternan con todos, que tenga muchos amigos y pocos íntimos, que no lea libros, que prefiera la música alegre, si es que le agrada alguna, que vaya al cinema los sábados por la noche y le gusten las películas del Oeste.
Hice una pausa.
—Un hombre así será feliz con Alegría, y ella con él, y los dos se entenderán a maravilla, porque los corazones de los dos tendrán una medida determinada que no podrán superar, y así los dos se satisfarán mutuamente. Pero tú, Rennie, no quedarás satisfecho con una sola medida de amor. Necesitarás una fuente viva y eterna. Necesitas encontrar una mujer que sienta mucho, hijo mío, una mujer cuyas emociones le desborden el corazón. Y cuando la encuentres, créeme, no seré yo la que pase las noches en vela, esperándote, por muy tarde que vengas. Entonces descansaré.
Rennie repuso:
—No conoces a Alegría.
—Una madre siempre conoce a la mujer amada por su hijo.
Nunca había dicho semejante cosa ni la había pensado siquiera, sino que se me ocurrió de pronto, como una verdad que me llegara bruscamente desde el fondo de las muchas generaciones de mujeres que vivieron antes que yo.
Rennie replicó:
—Alegría cree que tienes celos de ella.
—Lo cree porque comprende que yo sé que no es ella la mujer a quien debes amar.
Mi hijo y yo estábamos a riesgo de enzarzarnos en una discusión que nos hubiese costado grandes amarguras. Advertí el abismo a tiempo y retrocedí. No quería oírle proferir expresiones que nos hubieran lanzado juntos al mismo precipicio. No deseaba oírle afirmar que tendría que separarse de mí en vista de que no le comprendía. Llamé mentalmente a Gerard en mi ayuda y procuré explicarme con calma y serenidad.
—Una cosa que puedo decirte. Si tanto interés tengo en que encuentres una mujer digna de tu amor, quizá sea porque tu padre y yo nos hemos amado mucho y sido muy felices. Desde el momento que conocí a Gerard, adiviné que era el hombre que me correspondía. No había estado enamorado nunca, como yo no había estado enamorada jamás.
—Pero…
—Ya sé que te parece que hablo de modo un poco anticuado. Ahora se dice que en cuestiones de amor lo mejor es experimentar primero y que no importa ensayar con muchos si al final se encuentra aquel ser que de verdad le conviene a uno. Acaso eso sea cierto para los que tienen un corazón superficial. Pero para los de sentimientos profundos, no. Estas gentes podrán ser pocas, mas tu padre y yo figuramos entre ellas. Nuestro amor fue completo, entre otras cosas, porque en los dos era inédito y cada uno daba al otro algo que era absoluto y nuevo en él. Te aseguro que era verdad.
¡Cuánto celebré en aquel momento no haber enseñado a Rennie la carta que guardo en el cajón de la mesa de mi alcoba! Porque, signifique esa carta lo que pueda significar, sé que lo que digo es muy cierto. Me consta que Gerard sigue amándome. Pero Rennie no sabría juzgarlo como yo. Pasará mucho antes de que sea capaz de ello, y quizá toda la vida si no encuentra la compañera necesaria.
Rennie dijo con crueldad:
—Mamá, ¿no encuentras extraño que mi padre no te escriba?
Respondí:
—No, no es extraño. Él sabe que yo no ignoro que me quiere y que por mi parte le quiero y siempre le querré. Hay alguna razón especial para que no me escriba, y una razón que no se relaciona contigo ni conmigo. En este mundo de ahora existen muchas razones de esas que separan a las personas entre sí. Pero causas así no deben destruir un amor. Hemos de seguir amando, y esperar.
Estoy intentando convencerme a la vez que a Rennie, pero no estoy segura de que se dé cuenta de ello. Mientras uno es joven, sólo sabe hacerse cargo de muy pocas cosas. ¿Qué sabía yo en mi mocedad? Una cosa supe: que Gerard era el hombre que me estaba destinado. Y ello en cuanto le vi. Y no obré por íntima sabiduría, porque entonces sabía muy poco y muy poco sigo sabiendo.
Rennie se levantó, acercose y me besó en la mejilla, cariñosamente.
—No te preocupes, mamá —dijo—. Creo que te engañas respecto a Alegría. Es una buena muchacha. De todos modos yo no soy mi padre, ni tú eres ella, y cada uno hemos de vivir nuestra propia vida.
No supe qué replicar. Él subió la escalera. Veinte veces al día me recuerda, a sabiendas o no, que no es su padre y que tiene que vivir su existencia personal.
Cuando se oscureció la ventana de su cuarto, subí a mi alcoba, y esa noche dormí bien. Soñé que registraba toda la casa de Pekín y no lograba encontrar a Gerard. Se había ido.
Desperté, aterrorizada, y me hallé en la seguridad de mi casa de Vermont. Pero ¡qué sola estoy!