Me pregunto qué sería lo que me hizo comprender que Gerard me estaba reservado. Yo era, ahora lo veo claramente, una muchacha como las hay a montones. Mi niñez no había tenido elementos capaces de hacerme excepcional. La de mi propia madre era una influencia limitada. No sentía grandes emociones ni inclinaciones mundanas. La iglesia donde concurríamos no me enseñó gran cosa acerca de la tan decantada y poco practicada fraternidad humana. Y mi padre era escéptico, aunque no predicara sus ideas.
Recuerdo un día de primavera cuando estudiaba el curso superior, en Radcliffe. Yo me dirigía a la clase de Filosofía, con no sé cuántos libros al brazo, porque era una jovencita muy estudiosa, cosa de la que en mi época no nos avergonzábamos. Ahora, si soy buena juzgadora, a través de lo que Rennie me explica, a los muchachos no les gustan las jóvenes estudiosas. Alegría, por ejemplo, tiene la especial gracia de parecer muy obtusa, aunque no estoy segura de que lo sea. Pero no me agradan esos fingimientos. Y vuelvo a aquel día, en mi colegio. Llegaba algo tarde a clase y me desazonaban mucho la belleza de la jornada primaveral y el calor del sol. A la vez me esforzaba en mantener ordenados en mi cabeza los principios del imperativo categórico de Kant. Y en aquel momento vi a Gerard bajar corriendo, con grandes pasos, la escalera del local donde yo iba a entrar. Siempre recordaré, aunque mis ojos cieguen con el transcurso de la edad, cómo resplandecía el sol sobre el negro cabello de aquel joven, y cuán vividos parecían sus oscuros ojos y cuán nítida y fina era su piel, de suave tono cremoso.
Los chinos tienen no sé qué mágico en su piel. Dijérase que la purifica un aflujo de sangre interior. Rennie posee el mismo cutis impecable de su padre. No me extraña que a Alegría le guste bailar con él apoyándole la cara en la mejilla, como los vi el otro día, en nuestro pequeño círculo local. También me gustaba a mí bailar así con Gerard.
Aquel día de nuestro encuentro en la escalera no cambiamos palabra alguna, pero nuestras miradas se cruzaron, e instantáneamente tomé una resolución. Me informaría del apellido de Gerard y procuraría que se convirtiese en el mío.
No sucedió nada en un día ni en una semana, pero sí en un mes. Yo no dejaba de mirarle, pensando que era, no sólo un hombre guapo, sino el más guapo que yo había conocido. Para entablar conversación me bastó coincidir con él ante una puerta que él se preparaba a franquear en sentido opuesto. Gerard se manifestó tan tímido, que fui literalmente yo quien hubo de acompañarle a él a lo largo del pasillo, y hasta la puerta, y aun por la calle.
De haber dependido de él, creo que se habría marchado. Pero no consiguió desprenderse de mí. Después, so pretexto de que él era extranjero y tenía pocos amigos, me obstiné en presentarle a mi madre. Estaba enamorada.
Y cuando al fin, tras un larguísimo espacio, de tres o cuatro meses, él acabó diciendo que me quería, lo hizo también entre dilaciones, tartamudeos y aplazamientos.
Yo, riendo alegremente, le animaba:
—Sigue, sigue…
—No sé si me consideras un buen amigo…
Y se humedeció con la lengua los resecos labios.
Yo repuse:
—Sí.
Después de casarnos le pregunté por qué vacilaba tanto aquel día. Porque fue a primera hora de la tarde. Nos habíamos sentado en un banco, frente al río Charles, y teníamos los libros apilados a nuestros pies. Y al contestarme, ya casados, volvió a vacilar, aunque entonces estábamos en nuestro dormitorio, situado en el patio oriental de nuestra casa de Pekín, y éramos muy felices y nos aprestábamos a dormir.
—Pues el caso…
Nuevo titubeo.
—Habla.
—El caso es que nunca creí posible enamorarme de una mujer americana.
Bromeé.
—¿No? ¿Y con quién te hubieras casado con gusto, no siendo conmigo?
Habló con gravedad.
—Siempre creí que debía casarme con una china. Mi tío afirmaba que tal era la voluntad de mi madre.
Eso me había dicho Gerard hacía mucho tiempo, cuando para mí su madre no era más que una difunta cuya opinión me era completamente indiferente. Incluso había olvidado aquella noche hasta que hoy Alegría me la ha traído otra vez a la memoria.
Miro la fotografía de la madre de Gerard. La contemplo repentinamente. Y siempre me propongo no volver a hacerlo, al menos hasta que me parezca oportuno hablar a Rennie. Mas luego el rostro de aquella mujer se dibuja en mi mente y siento la necesidad de verla de un modo más físico.
Esta noche, pues, he sacado la fotografía del cerrado cajón de mi mesa y la he colocado ante mí. Siempre la misma faz, serena e inmutable… Pero no fría, a no ser en la superficie. Las dos hubiéramos podido ser muy amigas, salvo que ella resolviese desde el principio tenerme por enemiga.
Sí, ella y no yo, lo hubiera decidido. Tras los tranquilos ojos de la mujer leo una intensa fuerza íntima. Las chinas no me han engañado jamás, ni aun ésas que parecen frágiles como tallos de flor. Porque no hay mujeres más fuertes en el mundo. Pareciendo ceder siempre, no ceden jamás. Sus hombres son débiles a su lado.
¿De qué proviene esa fuerza femenina? Yo creo que es la fuerza adquirida en el curso de los siglos, la fuerza que acaban teniendo los menoscabados. En los matrimonios chinos, sólo se celebra el nacimiento de los hijos varones. Éstos únicamente reciben privilegios, protección, amor y arrumacos. Y las niñas han de soportar eso en silencio, generación tras generación, sin una protesta. Así toda china aprende a pensar en sí misma ante todo, a defenderse por medios secretos, a apoderarse de lo que le niegan, a mentir para que la verdad no le irrogue perjuicios, a usar para sus fines el engaño y la astucia. Y esos fines son su beneficio e interés menudo cuando se trata de una mujer menuda moralmente, pero rayan en sublimes y heroicos cuando los alberga una mujer grande, como la madre de Gerard lo era.
Deposité la fotografía en el cajón y volví a cerrarlo. Pero tengo la preocupación de verla de continuo. Parece que me persigue.
Hoy es sábado, y Baba y yo almorzamos solos porque Rennie ha ido de pesca, o eso, al menos, me ha dicho.
No he podido resistir la tentación de volver a hablar de Ai-lan.
—¿Recuerda, Baba, el día que hablamos de la madre de Gerard?
—Sí.
Baba comía usando palillos, hábito en que incurre siempre que preparo arroz, lo que sucede a menudo, porque es manjar que toma con gusto aun hallándose desganado.
—Sí, hablamos de ella —dije— y me agradaría seguir hablando.
Baba soltó los palillos.
—¿Qué deseas saber?
—Mire: tengo un retrato de ella en mi alcoba.
Palideció.
—¿Cómo lo has conseguido?
—Es de una revista.
No quise explicarle que me la había mandado Gerard.
—Tráelo —dijo.
Corrí escaleras arriba, volví con la foto y la coloqué ante el anciano. Él se puso los lentes y la miró detenidamente.
—Sí, la reconozco. Pero está muy cambiada.
—¿Cómo era?
Frunció las blancas cejas, meditando.
—Cuando le levanté el velo de novia, casi me pareció bella.
—¿Sí, Baba?
Claro. Por eso había callado tan largo tiempo…
—Después no me sentí tan seguro. Me miraba de un modo muy raro.
—¿Raro?
—Como si fuese una extraña.
—¿Por qué sería eso?
—No se lo pregunté. No vivíamos con la intimidad bastante para interrogarnos sobre ciertas cosas.
No pude contenerme.
—Pero ¡si tuvieron un hijo!
Un débil sonrojo cubrió las mejillas del anciano mientras respondía:
—Bien, eso sí.
Yo quise burlarme.
—No negará usted su paternidad a Gerard.
—No. Pero ya sabes…
—No sé nada, Baba.
—Tener un hijo no significa gran cosa. Son hechos que se producen y…
—Será así para los hombres. Para las mujeres, no.
—Verdad es —carraspeó—. De todos modos, después del nacimiento de Gerard dejamos de relacionarnos en todo sentido.
—¿Por iniciativa de usted?
—No. De ella.
—¡Qué buena memoria tiene usted, Baba!
Repuso vagamente:
—Pues olvido muchas cosas.
Empuñó otra vez los palillos y reanudó el yantar. Este hombre recuerda las cosas, pero no las siente. Y yo me digo que acaso, por un raro azar, aquella china le amó, hace muchos años, sin que él la correspondiera. Y entonces ella se adueñó de su hijo, resuelta a hacerlo exclusivamente suyo. ¿Quién puede saberlo? Y aquel niño era Gerard.