Cuando llegó Rennie a medianoche, me encontró sentada todavía en la terraza.
—No estarás esperándome, mami… —dijo.
Este muchacho se americaniza cada vez más. El nombre de madre o de mamá, en los que tanto insistía Gerard, ha quedado reducido al de mami.
No dije nada. Inútil querer imponer la sombra de un padre cuando la sustancia falta.
—No —repuse—. Estaba pensando en tu padre y preguntándome lo que hará esta noche. Seguramente estará trabajando.
A esto se ha quedado limitada la sustancialidad de que hablé. Rennie no contestó. Encendió un cigarro lentamente, no sin cierta prosopopeya. Sé que fuma y él ya sabe que no lo ignoro, pero ésta es la primera vez que lo hace en mi presencia.
—Hazme el favor de un cigarro —pedí.
Se mostró sorprendido. Me sentí un poco divertida. Tendiome el paquete.
—No sabía que fumaras —dijo mientras me encendía el cigarrillo.
—Y no fumo —contesté—. Pero, puesto que tú pareces encontrar placer en ello, ¿por qué no he de probar a encontrarlo yo?
Se mostró confuso. Sospecho que le quité el contento que pudo experimentar con el tabaco. Acaso sea necesario para los jóvenes encontrar algunas restricciones en la vida. Me parece que no les complace la libertad absoluta que modernamente les concedemos. Así no hallan nada en que ensayar su fuerza de voluntad.
Rennie tiró muy pronto el cigarrillo. Yo terminé el mío por completo.
—No veo gran satisfacción en esto —dije—. Creí que era otra cosa.
—Hay que tragar el humo.
—Cuando tenga tiempo, lo intentaré.
La luna estaba muy alta y era como una esfera de oro blanquecino en un pálido cielo sin estrellas. Rennie se tendió en la hamaca y se puso las manos detrás de la cabeza. Le oí suspirar.
—¿Cuántos años tenías cuando te casaste, mamá?
Tal me preguntó.
—Veintitrés años, hijo. Me había licenciado en el colegio el curso anterior.
—Ya estabas bastante crecida.
—No lo representaba —afirmé—. Tu padre y yo fuimos novios durante un año.
—¿Por qué no os casasteis antes?
¿Es lícito revelar ciertas cosas a un niño? No obstante, Rennie, cuyo rostro se recortaba bajo la luna, no tenía los perfiles de un niño. Este año ha crecido tres pulgadas y media. Ya es tan alto como Gerard. Sus huesos tienden a endurecerse y sus facciones a acusarse. Cuando surgen estos signos externos de masculinidad, corresponden sin duda a análogos cambios interiores.
Expliqué:
—Tu padre temía que no me gustase China. Además, deseaba cerciorarse de que yo iba a amar lo que de chino había en él. Hasta entonces no quería casarse.
—Pero…
—Pero exigía tiempo. Tu padre no cedió de una vez.
Nuestro hijo reflexionó.
—¿Y qué tiene mi padre de chino?
—¿No lo sabes?
En realidad yo misma no sabía qué contestar.
—No. Ni siquiera le recuerdo con suficiente claridad.
—Pero, Rennie, si tenías doce años cuando dejaste de verle…
—Ya lo sé. Debería recordarle. Pero no lo consigo, e ignoro por qué.
La razón es muy sencilla: no quiere acordarse de su padre. Pero no puedo decírselo. Sería acusarle, y no debo hacerlo. Puedo aprovechar esta oportunidad para ayudarle a recordar.
—De su aspecto no te habrás olvidado.
Rennie dijo a regañadientes:
—Sí. Parece chino.
—Ya ves cómo le recuerdas. En efecto, parece chino, pero cuando está entre chinos parece americano.
—Mas aquí parecía chino del todo.
—¿Y qué? Los chinos son muy apuestos, especialmente los chinos del Norte, donde residían tus abuelos maternos. ¿Recuerdas a tu tío Han Yu-ren?
—No.
Acaso esto sea verdad. A Han Yu-ren dejamos de verle muy pronto. Colaboró con los japoneses y cuando los chinos reconquistaron la ciudad, desapareció. Rennie no lo ignora.
—No quisiera que pensases que tu tío fue un traidor. Estoy segura de que creía hacer lo mejor que podía hacerse. Acaso de no ser por él Pekín hubiera sido destruido. Yo comprendo muy bien que en tiempos de guerra, cuando el enemigo nos invade y traspasa nuestras puertas, haya muchos patriotas que prefieran ceder por el momento, con tal de asegurarse la posesión eterna de su nación. A China la han salvado muchas veces patriotas así. Piensa en los conquistadores mongoles, piensa en los manchúes… Los hombres como Han Yu-ren parecen someterse a la voluntad de esos vencedores. Pero los vencedores pasan y China permanece. Recuerda siempre que Pekín no resultó destruido.
Rennie no adujo nada. Escuchaba, como suelen hacerlo los jóvenes, en silencio. Nunca se comprende qué piensan en esos momentos los mozos hasta que se ve cómo viven en años posteriores.
Evoqué a la abuela de Rennie y madre de Gerard. ¿Debía hablarle del fin que tuvo la pobre mujer?
No, todavía no. Ya llegará tiempo adecuado. Entretanto, guardaré su secreto y la revista en que se conmemora su muerte.
Rennie, tras mirar largamente la luna, se volvió hacia mí.
—Interiormente, ¿qué es mi padre? ¿Americano o chino?
Respondí lo más verídicamente que pude.
—Resultaría difícil explicarlo. Yo misma me he hecho muchas veces esa pregunta. Yo creo que cuando siente en chino, es chino hasta la médula. Y en otras ocasiones, muy americano.
—¿Por ejemplo?
Rennie tiene la precisión mental de un hombre de ciencia. ¿Qué puedo contestarle? ¿Cómo hablarle de las horas en que Gerard y yo no éramos otra cosa que hombre y mujer? Porque cuando estábamos solos, como mujer y marido, Gerard se manifestaba muy americano. Y seguramente tal era su verdadero carácter. Entonces dejaba de lado los velos de la tradición y el hábito, y ningún elemento de alejamiento se alzaba entre nosotros.
Manifesté:
—En asuntos de familia, tu padre es muy chino. Trata a los hijos como un padre chino, es decir, amablemente, pero con inexorable firmeza. No sólo te hace recordar que eres hijo, sino además nieto, bisnieto y descendiente de un millar de predecesores tuyos. Las generaciones están siempre con uno, ¿comprendes?
Rennie dijo de mala gana:
—Sí. —Y añadió—: Pero yo tengo otros antepasados, que son los tuyos, mamá, y puedo parecerme más a ellos.
—Es muy verosímil.
Empezó otra vez.
—¿Crees, mamá, que mi mezcla de sangre china impedirá que me quiera una mujer americana?
—¿Una mujer americana?
—Por supuesto.
¡De modo que se trataba de aquello!
—No impedirá nada —repuse—. Más fácil sería que tu sangre americana contribuyese a que no te quisiera una mujer china.
—No seré yo el que me enamore de una china.
—Acaso sí. Muchas son muy bonitas.
—No pienso volver a China.
—Algún día podrías ir a ver a tu padre si él no viene a vernos a nosotros.
—¿Crees que vendrá?
Aquél era el momento en que procedía hablar de la carta guardada en el cajón de mi mesa. Antes o después habré de hablarle de ella. Pero ahora temo hacerlo. Rennie es demasiado joven para comprender y demasiado ignorante para sentir clemencia.
—Creo que vendrá. Esperémoslo. Pero ¿de qué muchacha me hablabas, Rennie?
Porque no había duda de que en aquello mediaba una mozuela. Toda la conversación no tendía más que a eso. Me sentí repentinamente como fatigada.
Él se incorporó, sorprendido.
—¿Cómo lo sabes?
Reprimí la risa.
—Lo sé, y basta. Estoy más enterada de lo que tú piensas.
Volvió a fijar los ojos en la luna.
—Por ahora no creo que merezca la pena hablar de eso. Se trata de la hija de unos veraneantes que ocupan la casa blanca y encarnada que hay camino abajo.
Sabía que habían llegado veraneantes a la casa, pero he andado últimamente muy atareada y no he tenido tiempo de ir a visitarlos. Ahora tendré que hacerlo.
—¿Cómo se llama la muchacha?
—Alegría.
—¡Curioso nombre!
—Pero bonito, ¿verdad?
—Puede…
—Se apellida Woods.
—¿A qué se dedica el padre?
—Tiene no sé qué negocios en Nueva York. Viene pocas veces. Alegría vive generalmente con su madre.
—¿Cómo os habéis conocido?
—Un día que ella se dirigía, camino adelante, hacia las cataratas de Moore, me crucé con ella y me preguntó por dónde se iba.
Opiné:
—Si realmente te gusta, debes presentármela.
Incontables advertencias y premoniciones se agitaban en mí. Mi hijo estaba en peligro. La hora que yo previera en cuanto le tuve en mis brazos, recién nacido, ha llegado ya. Se ha encontrado con una mujer. ¿Qué clase de mujer será?
Murmuré:
—Está levantándose frío. Pasemos dentro y cerremos las puertas.