Cuando llegué para hacer la cena, Baba tomaba el sol del atardecer en la terraza de la cocina. Viste a diario su túnica chinesca, habla pocas veces y se pasa el tiempo leyendo viejos libros chinos.

No sé qué pensar de él. El doctor Bruce Spaulden, médico de nuestro valle, asegura que mi suegro ha debido de sufrir alguna fuerte impresión, o un ataque cerebral acaso, cuando se hallaba solo en su choza de Little Springs.

Yo inquirí, la primera vez que se me insinuó tal posibilidad:

—¿Y puede suceder una cosa así sin que nadie se entere?

Bruce Spaulden es un buen hombre y un buen médico. Tiene gran estatura, las facciones acusadas y la expresión sincera. No puedo definirle mejor porque no le conozco bien. Rennie y yo nunca estamos enfermos y no necesitamos de sus servicios.

—Sí, pueden suceder cosas así —repuso con vivacidad—. Y nada podemos hacer. Siga usted cuidándole como hasta ahora.

—¿Nada más?

—Es lo único.

Spaulden es persona poco comunicativa. Nunca parece tener prisa. Vino a examinar a Baba a petición mía, porque yo no acabo de comprender a este viejo que he traído a casa.

No parece que el hombre que recuerdo como padre de Gerard. En Pekín, Baba acreditaba la mente ingeniosa, cultivada y atractiva de un auténtico intelectual. Cuando vivía en su casa, con Gerard, yo me sentía a la vez encantada e intimidada por él. Todo parecía saberlo y aclaraba cuanto ignorábamos con una naturalidad que nunca parecía condescendencia. Poseía esa sutil suavidad, flexibilidad y madurez que China presta a todos los que penetran en su espíritu.

La primera noche que pasamos en Pekín, pregunté a mi marido:

—Gerard, ¿cómo me las ingeniaré para complacer a tu padre?

Gerard repuso:

—No necesitas complacerle, querida. En primer lugar, él, a su manera, simpatiza con todo el mundo. En segundo, le agradas mucho porque no eres orgullosa. Él tampoco lo es. Habéis de aceptaros tal como sois.

Baba conserva aún hoy esa naturalidad y su innata cortesía. Sin decir una palabra, está enseñando a Rennie buenos modales, que el muchacho empezó a olvidar desde que se matriculó en una escuela americana. Baba, por ejemplo, nunca se sienta a la mesa hasta después de haberme sentado yo. Siempre que sale a dar uno de sus cortos paseos hasta el ingenio, me lo avisa, y también me informa de su regreso en cuanto se encuentra en la casa.

Le place caminar lentamente a la sombra de los arces y de los helechos que medran, jugosos, al pie de las arboledas. Matt y Rennie se encargan de quitar los yerbajos y los helechales fingen ya una alfombra de verde jade.

Baba me cuenta todas las cosas menudas y bonitas que ha visto, y eso constituye la base de nuestras conversaciones. Rennie ahora suele llegar tarde, porque se ha inscrito en el equipo de béisbol del colegio. Mientras le esperamos, Baba se sienta a mi lado, en la cocina, y los dos hablamos.

Mas ¡cuán diferente es su charla de la que yo le conocía! No se expresa de un modo pueril, pero algo ha huido de él. El antiguo y centelleante ingenio se ha apagado y la mente reposa.

Es muy dulce y amable en todo, no se queja de nada y facilita la convivencia de cualquiera con él. No muestra nostalgia de su antigua vida. Conoce, de un modo u otro, aquello que no volverá. Se limita a aceptar el plan cotidiano.

Y ni siquiera tengo la certeza de que sepa dónde está. A veces parece olvidar incluso quién soy yo. Mira a Rennie de vez en cuando con extraña reflexibilidad, pero nunca dice nada. Me parece que en ocasiones se pregunta si el muchacho es Gerard, o el hijo de Gerard, o acaso un desconocido.

Sería cruel enseñarle la carta de Gerard. No lo haré.

Hoy, después de cenar, Rennie salió con sus amigos al cine. Es sábado y se lo permito, tanto más cuanto que las notas escolares de Rennie son excelentes.

Baba y yo nos quedamos solos. Encendí la lámpara. Mientras él permanecía hundido en un sillón, yo me apliqué a hacer punto.

Y mientras preparaba un chaleco rojo para Rennie, no podía dejar de pensar en Gerard. Nunca, en los años transcurridos desde nuestra separación, transcurrió un aniversario de nuestra boda sin que él me escribiese. De una forma o de otra se arreglaba para hacerme llegar la misiva por vía Hong-Kong. Todas las tengo arriba, en una cajita de madera de sándalo. Y otros años yo las releía en conjunto, animada por la fe de que algún día habíamos de reunirnos. No sé si tendré valor para hacer lo mismo esta noche.

Baba no pronuncia palabra si no hablo yo primero. Permanece inmóvil, mirándome con sus ojos pacientes. Y hoy, no pudiendo soportar el silencio, inicié la plática.

—Dígame, Baba: ¿recuerda usted cuándo se casó con la madre de Gerard?

El viejo no pareció impresionado. Dijérase que en aquel mismo momento estaba pensando en su difunta mujer.

—La recuerdo —dijo—. Se llamaba Ai-lan. Tenía el sobrenombre de Han. Era una buena mujer y una buena esposa.

—¿Cómo se casó con ella?

Meditó. Tenía en los ojos una expresión difusa.

—No puedo precisarlo —contestó al fin—. Yo era entonces consejero del emperador joven. Mi amigo Han Yu-ren me propuso casarme con Ai-lan, que era su hermana y mucho más joven que yo. Pero él me creía muy solitario.

Pregunté:

—¿Y usted se sentía solo?

Reflexionó.

—Supongo que sí. De lo contrario, cabe suponer que no me hubiera casado.

—¿Estaba usted enamorado, Baba?

Otra pausa. Le miré. Era un espectáculo impresionante el de aquel anciano sentado en el antiguo sillón, de oscuro cuero, de mi padre. La luz de la lámpara daba de lleno en su vistosa bata china de seda, de color carmesí. Tenía cruzadas las manos sobre las rodillas y sus blancos cabellos y barba brillaban, mientras en sus pupilas se pintaba una expresión confusa. Estaba haciendo un esfuerzo para pensar.

—No se preocupe de lo pasado, Baba —dije—. Hace tanto tiempo.

Repuso:

—No se trata de que quiera ocultarte nada. Es que estoy procurando recordar. Creo que sí, estaba enamorado. Pero no de Ai-lan, sino de otra. Y esa otra es la que intento traer a mi mente.

Yo, a sabiendas de la inutilidad de la pregunta, dije:

—¿Era una mujer china?

—No.

—Pues ¿qué era?

—No puedo recordarlo.

—¿Y su nombre?

—Se me ha olvidado también.

¡Asombroso! Se me cayó la labor de las manos. ¡Haber estado enamorado y llegar a olvidar el nombre de la persona amada! ¿Era posible que esto ocurriera? Acaso un día Gerard en Pekín, llegara a olvidarse hasta de mi nombre.

Baba seguía luchando por evocar sombras del pasado. Habló de nuevo.

—Sí, yo me sentía muy solo. Creo que se debía a que la mujer cuyo nombre he olvidado no correspondía a mi amor. Sí, esto es positivo. Yo amaba a alguien que no me quería a mí.

—¿Le propuso casarse?

—Me parece que sí. Pero no estoy seguro. En todo caso, me sentía muy abandonado y cuando Han Yu-ren me dijo que tenía una hermana soltera, me pareció bien casarme con una mujer china. Hasta pensé que ello me sería útil en mis relaciones con los chinos.

Reanudé mi labor.

—Resulta extraño que una china estuviese sin casar.

—Sí, se casan muy jóvenes. —Y Baba agregó, con naturalidad—: Había estado prometida para casar, pero su novio murió a destiempo. Creo que durante una epidemia de cólera. Yu-ren me dijo, si no me engaño, que ello había sido cuando su hermana era muy joven todavía. Debía tener unos quince años.

—¿Sí?

—Sí. De eso estoy seguro. Ai-lan tenía veinticinco años cuando nos casamos y yo había cumplido treinta.

Expuse:

—Es raro que consintiese Ai-lan en casarse con un extranjero.

Yo había logrado abrir una puerta en la cerrada mente de Baba. Y resolví explotar mi ventaja fundándome en razones puramente egoístas. Deseaba conocer espiritualmente a la madre de Gerard. Baba, antaño, nunca hablaba de ella. Ni siquiera tenía un retrato suyo en la casa de Pekín. Y a Gerard tampoco le gustaba hablar de su madre. La quería mucho, casi hasta el dolor, de una manera que yo no podía comprender.

Nos circuía la quieta noche de Vermont. Una noche tibia, callada, sin luna. En nuestro valle, el mes de mayo se manifiesta cálido o frío, pero aquella noche se manifestaba claramente cálido.

Yo había cerrado las ventanas, pero no para defendernos del frío, sino para impedir que las libélulas acudiesen a la luz. La casa estaba en silencio. Todos los trabajos del día habían terminado.

Yo no sentía barrera alguna entre Baba y yo. Y él, que no la sentía tampoco, hablaba con la encantadora espontaneidad de un niño, ora expresándose en ingles, ora en chino. Resultaba extraño y delicioso escuchar los líquidos tonos del antiguo lenguaje pequinés en aquella habitación tan distante de China.

¿Qué habría pensado mi madre? Pero ¡con qué interés hubiera mi padre atendido! Ninguno de los dos, empero, hubiese entendido palabra.

Mas yo sí, y me alegré de haber aprendido el chino. Las horas invertidas con el señor Chen, el profesor que me buscó Gerard, quedaban bien compensadas aquella noche.

Y poco a poco Baba fue contándome su historia, mientras se sentaba en el viejo sillón, unas veces con los ojos fijos en mi rostro y otras en el hueco de la ventana.

Los hechos fluían de sus labios a medida que su memoria iba recobrando vida y la claridad, y Baba se convertía en otro hombre. No era el penetrante intelectual y el distinguido caballero de Virginia que yo había conocido como padre de Gerard, sino un pobre anciano que revivía trabajosamente un puñado de los años floridos de su mocedad.

Él y la madre de Gerard se habían casado según los antiguos ritos búdicos. La familia de la novia, aunque confunciana y escéptica por educación, volvía a las tradiciones budistas en ocasiones solemnes como el nacimiento, la muerte o el matrimonio.

Pregunté a Baba:

—¿No tuvieron los padres de la novia inconveniente en aceptar a un americano?

Los padres de Ai-lan habían muerto y el hermano mayor, Han Yu-ren, era el jefe de la familia. Al principio no consiguió persuadir a su hermana, que se miraba ya como una viuda y consideraba poco casto casarse en su situación. Incluso había pensado hacerse monja budista, como tantas mujeres jóvenes de las familias distinguidas de China, pero su mente, lúcidamente agnóstica, se lo había vedado. No estaba dispuesta a ceñir su vida a un ritual en el que no creía. No obstante, llevaba prácticamente la vida de una monja mientras vivía en casa de su hermano Han, continuando sus estudios.

Le interrumpí:

—¿Era bonita, Baba?

Meditó un rato.

—No.

—¿No?

—No, no lo era. Sin embargo, había ocasiones en que se aproximaba a la belleza.

—¿Qué veces eran ésas?

La pregunta rayaba en descocada, porque bien podía esa belleza manifestarse sólo en los momentos de amor.

Baba no se impaciento. Repuso, siempre del mismo modo tranquilo:

—Era bella, por ejemplo, cuando leía las antiguas poesías que tanto le gustaban. Entonces resultaba una delicia mirarla.

—¿Además…?

—Además tocaba muy bien el laúd, que acompañaba con su canto. Tenía una voz muy dulce y melancólica. Cuando tocaba por las noches, siempre acababa teniendo que secarse las lágrimas. Yo no sabía por qué lloraba.

—¿Y después del nacimiento de Gerard fue feliz?

Una expresión vagamente turbada pasó por el rostro de Baba.

—No sé si lo que sentía puede llamarse felicidad. Cambió mucho.

—¿En qué?

—Dejó de leer poesías y de tocar el laúd. En cambio, empezó a interesarle mucho la marcha de la revolución.

—¿Es posible?

—Sí. Hasta entonces no le habían importado los asuntos políticos. Ni recuerdo que leyera ningún periódico hasta después del nacimiento de Gerard. Pero sé que desde entonces comenzó a leer libros muy distintos a los de antes. Y también revistas. De una manera indirecta se sentía partidaria de Sun-Yat-sen. Recuerdo que llegamos a reñir por ello.

Dije:

—No le imagino riñendo con nadie, Baba.

No me oyó, o no quiso hacerme caso, y prosiguió:

—A mí no me agradaba Sun-Yat-sen. Desconfiaba de él profundamente. Hay que tener en cuenta que yo era por entonces consejero del Trono. Creía que la forma más antigua de gobierno era la mejor. Además, Sun no tenía una preparación fundada en el conocimiento de los clásicos. Sólo había asistido a escuelas misioneras.

Me sorprendió oír hablar a Baba con tan buen juicio. Una parte del hombre conocido antes reaparecía ante mí.

Dejé la labor y escuché con atención.

—De suerte que ella y yo diferíamos de criterio político —siguió explicando Baba—. Ai-lan, mujer educada en las antiguas tradiciones, se tornaba de pronto una persona distinta a aquella con la que yo me había casado.

—¿En qué?

—En muchas cosas. Como dama china que era, nunca había salido de casa. Y después, como un niño cuando empieza a tener años, no hacía más que andar de un lado para otro. Cuando yo le preguntaba dónde iba, respondíame que a una u otra reunión política. Y así fue como supe que le gustaba oír a Sun-Yat-sen. Le dije que aquel hombre era un advenedizo, hijo de un hombre campesino. Y ella me contestó con injurias.

—¿Injurias?

—Me acusó.

—¿De qué, Baba?

El anciano me miró patéticamente. Le temblaba el labio inferior.

—De que, por ser extranjero, no deseaba que triunfase la revolución china. Afirmaba que quería sostener al emperador y al Trono para seguir gozando de mi salario.

—¿Qué dijo usted?

—Que estaba dispuesto a dimitir inmediatamente mi puesto.

—Entonces…

—No valió de nada. Me acusó de atenerme a mis ideas por amor a mi país. Y añadió que dos razas antagónicas como las nuestras no debían mezclarse nunca. Afirmó que yo no era leal más que a mis convicciones y cosas propias. Hasta entonces siempre se había mostrado dulce y bondadosa, pero en aquellos instantes se reveló indigna y ruda. Añadió que yo no la había amado nunca.

¡Aquélla era la razón del cambio! Me hice cargo de todo, porque para algo soy también mujer. Ai-lan amaba y sabía que no la amaban, y por eso abandonaba su casa en busca de algo que pareciera ofrecerle confortación. No tuve corazón para decir a Baba que no sabía cómo somos las mujeres… o que lo había olvidado.

—¿Y todo eso fue consecuencia del nacimiento de Gerard?

Movió la cabeza.

—No lo sé.

Yo sí lo sabía. El corazón de una mujer china había despertado al ver a su hijo. Había dado a luz un niño medio blanco, ignorando hasta entonces su destino. ¿Dónde estaba el lugar del niño?

De ir a la tierra de su padre, ella se quedaría sin amor. Tenía que permanecer en su país, y para que Gerard ocupase en él un puesto adecuado, ella debía conseguirle uno.

Sin duda yo describo esto muy crudamente. Ai-lan no lo hubiera dicho, ni quizá pensado de igual manera. Sin duda imaginaba que lo que hacía era por patriotismo. Escuchaba los argumentos manidos: que su pueblo había sido insultado, que su tierra estaba amenazada por los extranjeros… Pero me consta que todos esos argumentos son especiosos. Todo lo que efectuamos, lo hacemos en virtud de secretos impulsos personales, y esto puede aplicarse a cualquier país donde residan hombres y mujeres.

Ai-lan no deseaba más que conservar a su hijo. Y comprendí la tela de araña que desde entonces procuró tejer en torno a Gerard.

Baba había callado.

—¿Qué pasó después, Baba? —le pregunté.

Suspiró mientras yo recomenzaba mi labor de punto. Siguió callado un rato. Comprendí que se le nublaban las ideas. Su mente comenzaba a traicionarle. Pero yo necesitaba imperiosamente seguir conociendo aquella historia.

Dije, pues, con tanta suavidad como pude:

—¿Cuántos años tenía Gerard cuando murió su madre?

Baba habló con repentina prontitud, sorprendiéndome tanto que volví a dejar caer la labor.

—No murió, la mataron.

—¡Cómo!

Nos miramos fijamente el uno al otro. En los ojos de Baba brillaba una expresión terrible, que no era de disgusto ni de vaguedad. Estaba horrorizado.

—Conste que se lo advertí —dijo.

Temblaba de tal modo, que se advertía el entrechocar de sus rodillas bajo la seda de la bata.

—Le dije que yo no podría salvarla si insistía en el camino emprendido. Se había trocado en revolucionaria.

—Eso…

—En revolucionaria de acción. No era simplemente una patriota más. Se convirtió en afiliada militante de los revolucionarios.

—No es posible, Baba.

—Sí, sí…

—¿Y cómo?

—Empezó haciéndose amiga de la esposa de Sun-Yat-sen. Las dos pasaban juntas horas y horas, a veces en mi misma casa. Tuve que terminar prohibiéndolo.

—Lo comprendo.

—Yo sentía temor por Gerard y por mí. Le dije: «Si quieres reunirte con esos traidores…».

—¿Eso dijo?

—Traidores fue la palabra que empleé. «Si quieres reunirte con esos traidores, Ai-lan, no lo harás en mi casa ni en presencia de mi hijo». Entonces ella recogió sus cosas y me contestó de un modo…

—¿Cómo?

—Diciéndome: «¡Tu hijo!».

Me parecía percibir las palabras de la mujer china con tanta claridad como si estuvieran sonando en el cuarto donde nos sentábamos. A una distancia de miles de millas, transcurridos no sé cuántos años, yo oía con toda nitidez aquella frase.

—¡Oh, Baba!

—Tras aquello salió de mi casa y no volví a verla más.

—¿La mataron entonces?

—Entonces, no. Fui a buscar a su hermano, que era muy amigo mío, y los dos emprendimos su busca. Han, como te harás cargo, estaba enteramente a mi lado. Me pidió perdón por haberme propuesto la boda con su hermana. La trató con duros epítetos y censuró su proceder. Manifestó que pensaba borrar su nombre del libro genealógico de la familia. Con todo, al cabo fue él quien la encontró. Pero no quiso decirme su paradero, observando: «Es mejor que no lo sepas». Entendí muy bien su significado. Se había unido a los revolucionarios. Estaba con ellos en el Sur, donde sostenían la guerra. Ella y la mujer de Sun-Yat-sen eran como hermanas.

—¿Y no volvió Gerard a verla nunca?

Lo dije porque, durante todo el tiempo que Baba empleaba en hablar, yo no había dejado de pensar en Gerard. Y le adivinaba creciendo, solo, en aquella casa china, al lado de su padre. Pero soñando, como yo suponía, con su madre. ¿Qué niño no sueña con ella?

Y recordé mi caso. Cuando terminé los estudios del colegio pasé un año de aprendizaje de puericultura en un orfelinato de Nueva York especialmente dedicado a las muchachas. Allí se alineaban camitas y cunas de niños abandonados. De día jugaban y a veces reían, pero de noche solían despertarme con el doloroso acento de su llanto. Mi estancia estaba en otro pabellón y no tenía deberes nocturnos que cumplir, ya que los niños estaban a cargo de una enfermera especializada. Pero no por ello dejaban de despertarme. En ocasiones, un niño murmuraba «mamá» y veinte o treinta más despertaban y repetían idéntica expresión:

—Mamá, mamá…

Y sus llantos llenaban el aire de la noche, y despertaban otras salas llenas de niños abandonados y todo el edificio acababa estremeciéndose con las voces de niños apenados, que llamaban a madres que habían olvidado o quizá ni siquiera conocido.

¿Quién podía mitigar tales penas? Abandoné mi empleo y me alejé de semejante ambiente. Pero nunca pude olvidar a aquellos niños llorosos, que soñaban en sus madres desconocidas. Y el niño que había sido Gerard, solo en la casa donde su madre le dejara con su padre, parecíame que ocupaba un lugar análogo al de aquellos otros niños llorosos.

Baba dijo, como respondiendo a mi muda pregunta:

—Gerard veía de vez en cuando a su madre. Ella se mostró muy correcta en ese sentido. No podía verle secretamente, puesto que había abandonado mi casa, pero en ocasiones preguntaba, a través de su hermano, si Gerard podía ir a visitarla.

—¿Y no se negaba usted?

—Al principio, sí. No quería que la mente de Gerard se contaminase. Así se lo dije a Han Yu-ren. No podíamos tolerar que se pervirtiese la mente del niño. Mas ella continuó siendo correcta. Dijo que no pensaba enseñarle nada y que yo debía ser quien le instruyese. Entonces permití que se vieran. Y ella iba a Pekín a veces para verle a él. Se reunían en casa de los padres de ella.

Pregunté:

—¿Por días o por horas?

—Unas veces por horas y otras por días, según Ai-lan consideraba que estaba obligada a los suyos. Porque ellos eran siempre antes que nada.

Mucho debía de haberlo sentido el pobre niño. ¡Con lo sensitivo que es Gerard! Ni creía que yo le quisiese antes de casarnos, ni después de casados admitía que fuera verdad, y yo tenía que probarle que sí porque él era digno de amor. Y eso muchas y repetidas veces. Incluso tuve que recurrir a fingir que estaba celosa, como cuando nos invitaron a un baile en una Legación, el último invierno que pasamos juntos.

Yo dije:

—¿Verdad, Gerard, que no bailarás más que conmigo?

Él se puso encarnado.

—No seas boba —dijo.

Pero ignoraba que yo no tenía celos. Estaba segura de él porque estaba segura de mí. Nada me importaban las bellas muchachas extranjeras que pudiera haber en un baile diplomático.

No, no estaba celosa. Reconocía que Gerard era lo bastante apuesto para producir celos en cualquier mujer. Pero él es mío. Ni siquiera temo la competencia de las mujeres chinas modernas, con sus ropas largas y rectas. Y aun hoy me agrada recordar que no temía a ninguna, aunque era emocionante ver cómo a él le impresionaba la idea. Le quería y le quiero mucho, pero sé que, espléndido y magnífico como es, tiene mucho de cándido.

Baba seguía hablando.

—No me agradaba que el niño quisiera seguir viviendo en la casa materna. Luego no volvía a mí con mi agrado. Pensaba que en casa de su madre le daban dulces y que los criados y parientes de poca monta le mimaban en exceso. Ya sabes lo que pasa.

Yo lo sabía de sobra: las antiguas familias chinas adoran a los hijos varones. En los niños creen encontrar la fuente de la vida eterna. Así los halagan y los tratan como a seres extraordinarios. Los absorben en un océano de amor que tiene siglos de existencia. Sólo los muy fuertes o muy independientes saben salir de eso y convertirse en seres con vida propia. Creo que mi primera hija hubiera estado en ese caso de haber sido un niño. Pero no lo era. La llamamos Ruan. Siempre he procurado no pensar en ella. He visto muchos niños pero ninguno como ella. Gerard era lo bastante chino para que yo leyese la decepción en sus ojos cuando, al llegar a la clínica donde yo estaba, halló que su primer vástago era hembra. La niña yacía acurrucada en mi brazo. ¡Cómo recuerda uno los pormenores más tontos!

Dije a Gerard:

—Aquí tienes a tu hija.

Yo me sentía muy feliz en aquellos días. Me satisfacía mi vida, mi marido, mi casa, la ciudad de Pekín y el país de China.

Gerard se sentó en el borde del lecho y examinó gravemente a la niña. Yo notaba que hacía todo lo posible para encubrir su desilusión.

—Es muy pequeñita —dijo.

Me enojé.

—No tanto, Gerard. Pesa ocho libras. Y además es muy inteligente.

—¿Inteligente? —murmuró él, mirando la faz de la niña dormida.

—Sí.

Yo cedía en todo cuanto hablaba con Gerard, pero no estaba dispuesta a ceder en cosas de mi hija. Porque la veía bella, fuerte e inteligente. Y así continuó siendo hasta que murió a la edad de cinco años.

Pero no era cosa de pensar en eso el día que se cumplía el aniversario de mi boda.

Recogí la labor.

Baba —dije—, está usted algo cansado. Más vale que se acueste. Ya seguiremos hablado de eso otra vez.

—No he terminado —dijo.

Y, como no se movió, yo esperé.

—No te he dicho cómo mataron a la madre de Gerard —manifestó.

No, no me lo había dicho… Me pareció que aquella muerte iba a transcurrir, recordada, como en sueños. Notaba los dilatados ojos del viejo dirigidos a la ventana, su nariz afilada y blanca, sus labios temblorosos.

—Le pegaron un tiro —dijo.

Temblaba de pies a cabeza. Era algo insoportable.

—No me lo diga, Baba, ni piense en ello.

Continuó como si yo no hubiese hablado.

—El año mil novecientos treinta, en la ciudad de Nankín fue detenida por orden de la Policía secreta del Gobierno nacionalista. Entonces vivía sola y no en compañía de la señora Sun. No había acompañado a los demás en la larga marcha que emprendieron. Por razones que nunca he sabido, la dejaron en la ciudad. Acaso se sirvieran de ella como espía. No lo sé. Pero una fría madrugada de principios de primavera la sacaron de la cama, y, vestida con sus ropas de dormir, la llevaron a la Torre del Tambor, la pusieron de espaldas a la pared y, sin vendarle los ojos, la fusilaron.

No hubiera querido preguntar más. Pero no había otro remedio.

—¿Cómo lo supo usted, Baba?

—Tenía una sirvienta de confianza. Y ella me lo notificó. Su señora le había encargado que me avisase.

Se extinguió lentamente la voz del anciano. Toda su figura parecía haberse encogido. No había más que decir. Sus párpados se entornaron.

—Venga, Baba —dije—. Está usted rendido.

Le llevé a su cuarto, le acosté y esperé a que se durmiera.

Quisiera haberle preguntado otra cosa. Y era si Gerard conocía la forma en que había sido muerta su madre. Creo que lo ignoraba. Acaso no fuera necesario preguntarlo. Los chinos se lo cuentan todo unos a otros. ¿Quién puede guardar un secreto en China? Incluso si no hubiese hablado Baba ni con la vieja sirvienta, otro lo hubiera hecho. Gerard debía estar enterado.

Ayer recibí respuesta a la pregunta no formulada. El cartero trajo una revista con sellos chinos. Tres cubrían las tapas. Yo no había visto hasta entonces aquellos nuevos sellos comunistas. Uno era anaranjado, otro de color púrpura y otro azul. En cada uno se representaba la faz de un hombre joven. Uno era un maquinista, otro un soldado y otro un campesino. No venía nombre en la faja. Sólo se leía: P. O. B., número 305, Pekín (China).

Supe en seguida que la revista provenía de Gerard. En cuanto la abrí, vi que estaba dedicada a un mártir de la revolución. Un mártir femenino. Había sido fusilada en Nankín el 15 de mayo de 1930. Se llamaba Han Ai-lan. Era la madre de Gerard. Se veía una fotografía suya en la cubierta.

La miré situándome junto a la ventana para verla mejor. El rostro, enjuto, es severo y sereno, los ojos grandes y brillantes, el cabello peinado hacia atrás, y los labios, acaso finos en la juventud, muy apretados. De aquel rostro parecía surgir la faz de Gerard. Las líneas de las facciones son las mismas.

Así he recibido respuesta a lo que no he preguntado. Gerard lo sabe todo. Es indudable que la vieja sirvienta le llevó un mensaje de su madre. Ésta debió de comunicar al hijo que iba a morir y cuál era la causa.

De modo que él lo sabía y lo recordaba. Él fue quien decidió el día de nuestra boda. El quince de mayo. No me explicó el por qué de su preferencia, pero ahora la comprendo. No ha podido escribirme, pero sí enviarme el retrato de su madre y la historia de su vida. No de la vida de aquella mujer como esposa y madre, sino como revolucionaria. A él la revista no le menciona para nada. Pero él desea que yo me haga cargo. Lo procuraré, amor mío…