A veces, en las noches de invierno, me entretengo leyendo una novela mientras Rennie lucha con sus libros de estudio. Las novelas describen repetidamente lo físico entre la mujer y el hombre. Cuando leo esas descripciones me asombran su monotonía y su poco interés. Para ciertos autores el hecho de amarse puede ser incluso una cosa sin significación alguna.
Me maravilla semejante degradación. Pero comprendo que un amor así es degradante porque los que lo comparten están degradados. En ocasiones me pregunto si, de no casarme con Gerard, no hubiera caído yo misma en esa cadena sin fin de la repetición uniforme, hasta que lo que es el fenómeno más sublime de la Humanidad, puesto que produce su comunión y su creación, se hubiese convertido en la prisión de un acto puramente físico.
Agradezco a Gerard el haberme salvado de semejante abominación. Comprendo ahora la expresión desolada que se lee en los ojos de tantas y tantas mujeres. Porque es el hombre, mucho más que la mujer, el fautor principal de que el momento de su unión resulte horroroso o bellísimo. Cuando una mujer acoge al hombre con entusiasmo y es correspondida con egoísmo y prisa, queda en aquel mismo momento humillada. Se ha utilizado como si fuese una mera vasija de arcilla. Y la mujer, además de barro, es también espíritu.
No sé quién enseñó a Gerard tan alta verdad, pero la conocía cuando vino a mí. Acaso su madre se la explicara. Entre los dos debió de existir un vínculo muy nítido y claro, que a mí se me escapa, porque le perteneció a ella.
En la mente de Gerard no ha existido nunca confusión alguna entre la función de la esposa y la función de la madre. No buscaba en mí arrumacos maternos, ni, a través de ninguna concepción freudiana, me amaba porque había amado a su madre. En él no existían represiones. Creaba la relación entre nosotros con delicada destreza, experimentando y haciéndome experimentar un placer en ella. No puede describirse cómo lo conseguía. Basta que lo recordemos él y yo. Cuando Rennie se case me consideraré obligada a explicarle la responsabilidad que contrae ante la belleza.
Aquella noche, tan lejana ya, cuando Gerard entró por primera vez en mi alcoba, llegaba aureolado de belleza y belleza fue lo que me transmitió. La belleza que forma la fibra de lo verdaderamente romántico y noble. Y así continuó durante los años que vivimos juntos. Me convirtió en su eterna enamorada, nunca con prisa y siempre con ternura. Ahora que él me falta, algo suyo me queda: la remembranza de nuestro mutuo amor.
Pero no debo insistir en mis añoranzas, porque acabarían siéndome insoportables. De haber muerto Gerard, su recuerdo sería todo lo que de él me quedara. El don habría sido entregado plenamente y la vida podría darse por conclusa. Pero Gerard vive. Y puesto que vive, es preciso que viva yo también, unida a él por mis evocaciones como por un cordón que nos impide separarnos. Mas, como nos separan ahora el espacio y el tiempo, ha de llenarse el tiempo y de ocuparse el espacio.
Me congratula que ya la pulpa esté a punto para ser recogida, porque no me queda otra opción que la de estar ocupada. Rennie ha obtenido permiso de unos días en el colegio. Como tiene muy buenas calificaciones, puede descansar un poco, lo que permitirá al profesorado atender a los alumnos más torpes.
En resolución, Matt, Rennie y yo trabajamos con todo ahínco del alba al anochecer. Por la noche me acuesto tan fatigada, que ni siquiera sueño.
Hoy se me ocurrió cortarme el pelo. Lo tengo muy largo y, trabajando al aire libre, las horquillas no bastan para sostenerlo y me cae sobre el rostro y la espalda.
Rennie protestó en seguida.
Yo insistí.
—¡Me cortaré esta inutilidad! —grité, asiendo con las dos manos las crenchas de pelo de un rubio pajizo y retorciéndolas.
El viento llevó aquellas palabras hasta Rennie, que se había alejado un tanto. Púsose las manos ante la boca, como si fueran un megáfono, y vociferó:
—¡No harás tal cosa!
Cuando, más tare, entramos a almorzar, le pregunté por qué le parecía mal que me cortase el pelo, y se limitó a responder que no le gustaban las mujeres con la cabellera corta.
—Yo no soy una mujer. Soy tu madre.
Él rió.
—Tampoco me gustan las madres con el pelo corto —repuso.
Me pregunté si Gerard reiría tan espontáneamente cuando era mozo. Nadie puede decírmelo y nunca lo sabré.
Me extraña pensar en lo sinuoso que resulta en sus caminos el corazón humano. Apenas había escrito en mi Diario las palabras anteriores, recordé que estaba vivo el padre de Gerard. Él recordará cómo procedía su hijo. De esta ocurrencia dimanó en mi mente un plan inmediato, que, por lo pronto que lo acepté, debía de estar preparado previamente en algún recoveco de mi conciencia.
En cuanto terminen las operaciones de la zafra, Rennie y yo iremos a visitar al padre de Gerard. Mientras llevábamos los cubos a la parte alta de la plantación, dije a Rennie (y esto sucedía al día siguiente de adoptar mi decisión):
—¿Te gustaría, Rennie, que visitásemos al abuelo McLeod y le rogáramos que viniese a vivir con nosotros? Otro hombre en la casa siempre…
Rennie repuso:
—Creo acordarme algo de él.
El padre de Gerard marchó de Pekín antes de que entrara los japoneses. Comentó sencillamente que no podía tolerar semejante cosa y adquirió pasaje en el primer buque que zarpaba a San Francisco. Y de allí se dirigió a una pequeña población de Kansas llamada Little Springs.
No tengo la menor idea de cómo vive ahora. Nos escribió una vez, poco después de nuestra llegada a Vermont, y nos pidió noticias de Gerard. Le di las que pude. No me contestó.
Interpelé otra vez a Rennie.
—¿Qué me dices?
—Tengo que pensarlo.
Este muchacho por lo prudente, no parece mi hijo en muchas cosas. En todo caso no posee mi clase de prudencia, manifestada a veces en cosas minúsculas. Rennie es cauto y previsor. Piensa cualquier asunto antes de decidirse, pero, una vez resuelto, se entrega plenamente a lo decidido.
Pasaron los diez días mientras él pensaba. En la época de la zafra los días son a la vez muy largos y muy breves. Se trabaja de firme, desde luego, pero nosotros en eso somos afortunados. Mi padre hizo tender dos conductos para el zumo en medio de la plantación, y esos conductos convergen en tres tuberías principales. En virtud de la ley de gravedad, el zumo, siguiendo la inclinación del terreno, llega solo a un ingenio pequeño, pero moderno, construido en el fondo del valle y, no lejos de nuestra casa. Mientras yo me desarrollaba e iba al colegio, mi padre dedicaba su habilidad a tareas como la mencionada. Y ahora Rennie y yo, con la ayuda de Matt, producimos el azúcar con la mitad de trabajo que nuestros vecinos. Éstos lo ven, se maravillan, reflexionan y dedican elogios a mi padre, pero ninguno imita su ejemplo. Siguen llevando el jugo en cubos, como sus remotos antecesores. Esto me había indignado siempre, hasta que la vida en Pekín me hizo comprender el valor que tienen los antepasados en una familia. Me complace mucho que, gracias a su abuela paterna, Rennie tenga una genealogía de más de mil años a sus espaldas. Yo no puedo mencionarle sus antepasados ingleses, ni en mujeres ni en hombres, hasta más allá de doscientos años.
En los días calurosos y soleados fluye continuamente la pulpa hasta el edificio del ingenio. Rennie y Matt se ocupan en los trabajos exteriores y yo a los obradores. También tenemos que efectuar el ordeño. Generalmente comemos fiambres o de lo que tenemos preparado y almacenado, sin cocinar apenas. Todo se reduce a calentar al fuego el contenido, guardado en botes de cristal, de lo que cosechamos en verano y otoño.
No tenemos tiempo ni para hablar, porque nos acostamos inmediatamente después de la cena. Las mejillas de Rennie están arreboladas por el aire y las mías por la lumbre. Nos las untamos de aceite, para suavizarlas, nos retiramos y nos dormimos enseguida.
Hoy ha vuelto el tiempo frío y los conductos se han helado. Una profunda capa de nieve cubre los caminos. Rennie y yo podemos descansar. Matt ha bajado al ingenio. Estamos desayunándonos en la cocina. Es sábado y Rennie, por primera vez en muchos días, ha cogido un libro.
Le interrumpo:
—¿Has pensado, Rennie, si te agradaría que tu abuelo viniese a vivir con nosotros?
Rennie, sentado en el hueco de la ventana con los pies pegados a la pared, se llevó el libro al pecho y alzó la vista.
—Lo he pensado —repuso— y me agradaría que viniese.
¡Cómo se ve que es hijo de Gerard! Ha pensado en silencio y, comprendiendo que la idea es buena, resuelve aceptarla.
Después de fregar los platos subí al otro piso para resolver qué dormitorio puede convenirle al abuelo.
La casa es demasiado grande para nosotros. Mi padre tenía la obsesión de la amplitud. Quería disponer de muchas estancias y que ninguna fuese pequeña. Así, nos legó mansión bastante para una familia con una docena de hijos. Construida de piedra y madera, mira al mediodía y al paisaje del valle. Todos los veranos alguna persona de Nueva York o de Chicago me ofrece un buen precio si le vendo la casa. Me han hecho propuestas que me permitirían no tener que depender de la zafra del azúcar. Pero siempre me he negado a vender.
Mientras recorro el ancho pasillo del piso superior, reflexiono acerca de los diferentes cuartos. Acaso elija el del rincón, orientado al Sur y al Este. Rennie ocupa el del Sudoeste, porque los días de vacaciones o sin clases le agrada levantarse tarde y que no le despierten los rayos del sol.
Pero los viejos no suelen dormir hasta muy tarde. Por lo tanto, el cuarto indicado es ése. Se trata de una alcoba cuadrada, como todas las de aquí, con cuatro ventanas con burlete y una chimenea entre las dos que miran al Este. Los alfeizares son muy anchos y bajos, permitiendo utilizarlos como asientos, y el pavimento es de anchas planchas de madera de pino. Las paredes están cubiertas de papel de desvaído color rosa.
Y eso es todo. Mi madre escogió este cuarto para ella misma cuando se sintió vieja, y allí continúan sus muebles de madera de castaño y estilo victoriano, así como las cortinas fruncidas que ella misma hizo y puso en los ventanales. El lecho resulta absurdamente grande, la cabecera muy alta y el tablero de los pies muy sólido. En resumen, un buen cuarto para un caballero de edad.
Hay también una mesa de escritorio. Mi madre hizo llevar allí la escribanía de mi padre. Aún me parece verla escribiendo cartas, con todos los papeles ordenados en sus respectivos sitios. Mi padre siempre lo tenía todo en desorden. Será grato ver otra vez a alguien ante la vieja mesa…
Luego me enfrento íntimamente conmigo misma. Quiero que venga el padre de Gerard para que él y yo podamos hablar de su hijo. Necesito conocer acerca de él muchas cosas que todavía no conozco. Creía conocerle en cuerpo, mente y corazón, pero eso era cuando vivíamos juntos y le veía con los ojos físicos. Mas ahora sólo me quedan los de la evocación, y hay mucho que no conozco porque no lo veo, o que no veo porque no lo conozco. Y alguien me lo ha de decir, ya que sé que si no acabará paralizándose mi corazón.
No podemos partir hasta termina la total recolección del azúcar. Y he aquí que la ha interrumpido una tormenta de nieve. En marzo, promediadas las tareas de la zafra, encapotose un día repentinamente el cielo y se cubrió de apretadas nubes, muy bajas, que se resolvieron en una cálida lluvia. Temimos que el zumo dejase de fluir y pensamos que a nosotros y a la vegetación nos había engañado un ficticio adelanto de la primavera.
De pronto helados vientos soplaron desde el Canadá y la lluvia se heló en árboles y arbustos. El jugo parecía quedar asegurado; pero en cambio, los ventarrones quebraron muchos troncos en los plantíos. Por la noche, insomne en el lecho, yo percibía el crujido de las ramas al romperse. Sonaban secamente, como tiros de fusil, y me parecían casi tan amenazadores aquellos ruidos como si fuesen detonaciones.
A la mañana del otro día el sol volvió a brillar, y Rennie y yo recorrimos la plantación para computar las pérdidas. De los extremos de las ramas rotas pendían carámbanos que, al fundirse al sol, derramaban estérilmente su dulzura sobre la tierra.
Aborrezco las pérdidas inútiles. Y con aquello no sólo perdíamos nosotros, sino los troncos que laboriosamente recogieran calor durante todo el verano. El caliente sol del verano crea en los planteles almidón y el sol poco ardiente de la primavera transforma el almidón en azúcar, para beneficio de la vegetación y nuestro.
Rennie me recordó que los troncos azucareros son prudentes y procuran no rendir nunca todo el azúcar que almacenan.
—Al menos podemos gozar la belleza de este espectáculo —comenté. Estábamos parados en lo alto del monte, detrás de la casa, y contemplábamos el resplandeciente paisaje.
Escenas y sucesos tales me impresionan y no puedo dejar de consignarlos por escrito.
Seis semanas de arduo trabajo nos habían valido un centenar de galones de ambarina y transparente miel de meple que más tarde, tras las operaciones de recalentado, había de convertirse en azúcar.
Doy mucha importancia al color del azúcar. El primer zumo obtenido es el más dulce y mejor. La zafra debe suspenderse cuando los retoños comienzan a hincharse. El jugo de última hora es espeso y fuerte y no produce buen azúcar.
Cuando los retoños principiaron a hincharse en abril, dije a Matt que tendría que efectuar él solo los trabajos de arado de primavera. Podía también contratar a Juan Stark, que vive en el valle, para que le ayudara. La razón era que Rennie y yo nos íbamos a Kansas. Prometile volver antes de que empezase a germinar la sementera.
Para preparar a Matt indiqué:
—Acaso venga mi suegro con nosotros.
Matt no habla sino por precisión absoluta. Me miró con el rostro inexpresivo.
—Usted no le conoce —proseguí—, pero es viejo, está solo y puede que se quede a vivir con nosotros.
En el terroso rostro de Matt se pintó una rara mueca. Por lo visto, no creía que Gerard viviese. O eso me figuro, al menos.
—Ya conocía usted a Gerard —añadí.
Y era cierto, Matt ha trabajado aquí desde que tengo uso de razón.
—He olvidado cómo era —repuso.
Abrí el cajón de la mesa y le mostré una fotografía de mi marido, puesta en un marco. Por las noches, mientras Rennie estudiaba y yo cosía, solía sacar el retrato y tenía la impresión de que éramos tres en la velada.
De día, al revés, me es insoportable contemplar la fotografía, que me recuerda que Gerard se halla a miles de millas de distancia, allende el más extenso océano del Globo. Pero por las noches parece acercarse más. Le veo sentado en nuestra casa de Pekín, pensando en nosotros, como deseo que piense, según en él pienso yo.
—Éste es Gerard —dije a Matt.
Tomó con las dos manos la fotografía y contempló la faz de mi marido.
—Tiene muy buena apariencia —comentó discretamente.
Me devolvió el retrato y se alejó.
Al menos Matt sabe ahora que Gerard vive. Y lo contará al resto de la gente del valle, con lo que cabe que disminuya un tanto la reserva con que me tratan. Mi abuelo no pertenecía a la comunidad tradicional del valle y mis padres eran casi advenedizos. Por lo tanto, mientras yo viva no debo esperar que se me considere como una auténtica nativa del valle. Acaso haya quién sospeche que Rennie tampoco va a ser uno de ellos.
En abril, con las hojas de los arces en flor, Rennie y yo emprendimos nuestro viaje. Discutimos la posibilidad de ir en coche y rechazamos la idea. Era preferible el tren. Mejor y más rápido. Y también más cómodo para el viejo que nos acompañaría al regresar. Porque, si yo podía, haría que se uniese a nosotros. Sólo su voluntad le impediría entrar en el seno de la familia, y entrar de un modo directo.
Procuré redibujar la imagen del abuelo ante los ojos de Rennie a medida que transcurrían los días, pero en realidad aquella imagen estaba confusa en mi propia mente. Yo la veía siempre a través de la pantalla de mi amor por Gerard. Soy una de las pocas mujeres afortunadas que se han casado con su primer amor. No recuerdo antes otro alguno. Juan Burroughs dice que el primer amor es como el primer jugo desprendido de la caña de azúcar. «Siempre será lo mejor, siempre lo más pleno, siempre lo más dulce, y tendrá una pureza y delicadeza de sabor y aroma que superarán en mucho todo lo que venga después».
Mientras llanuras y montañas corrían ante las ventanillas del tren, dije a Rennie:
—Tu abuelo es alto, delgado y de apariencia muy aristocrática. Recuerda que procede de Virginia. Es asombroso que se casara con una china.
Rennie hizo un ligero movimiento de repliegue sobre sí mismo. Noto que ahora no le gusta hablar de su antepasada china. Es posible que los prejuicios del colegio empiecen a influir en él. En ese caso, el padre de Gerard me ayudará a transformarle.
—Tu abuelo tiene el cabello y los ojos negros como tu padre —proseguí—, aunque probablemente tendrá ya el cabello como la plata. —E insistí—: ¿Es posible que no le recuerdes?
Rennie se obstinó:
—No le recuerdo nada en absoluto.
Tampoco se acuerda de nuestra vida en Pekín. No quiere ser más que americano.
—Cuando veas a tu abuelo, le recordarás —aseguré.
Pero distaba mucho de tener tal certeza.
El paisaje volaba ante las ventanillas. Algún día me propongo viajar sosegadamente por los lugares que ahora recorremos tan de prisa. Me gustaría detenerme en todas las aldeas y en todas las ciudades, y errar por los caminillos comarcales que ahora perdemos de vista en un momento. Deseo experimentar la impresión de que mis raíces calan hondo otra vez en esta tierra.
Anoche, en la cama, descorrí la cortinilla y miré el contorno, iluminado por la luna. No sabía dónde estábamos, ni en qué distrito, ni en qué Estado si quiera.
No conozco nada más que el mío, y tiene unos límites tan extensos, que hasta puedo sentirme extraña dentro de él. No censuro a Gerard por no retornar, a menos que le destierren.
La última noche que pasamos en el hotel de Shanghai me deshice en sollozos sobre su pecho.
—¿Por qué no vienes conmigo? —pregunté—. ¿Dónde estarás mejor que con tu mujer? ¿Hay aquí algo o alguien que ames más que a mí?
—No hay nada ni nadie —respondió—. Pero considera, Eva, que si salgo ahora de China, ya no volveré nunca. Y yo soy extranjero en América.
Exclamé:
—¡Si vas a tenerme allí!
—Aunque te tenga allí —repuso con gravedad.
Recuerdo todo lo que él me decía, y no de una manera continuada, como en la evocación corriente. Es distinto. Sus palabras de entonces me parecen interpoladas con el presente que vivo. Y así, a medianoche, contemplando el país sobre el que corremos con celeridad vertiginosa, me siento extranjera aquí y recuerdo las palabras de mi marido.