No consigo dormir una noche entera. Me levanto y recorro la casa, procurando no despertar a Rennie, que tiene el oído muy fino y parece adivinar todo lo que hago. Desde luego comprende que algo va mal.

Pero nada le digo de la carta. Piensa que estoy disgustada porque no recibo noticias de su padre hace meses y meses. Un día me dijo:

—Mamá, tengo la certeza de que hay, no una, sino varias cartas para ti perdidas u olvidadas no sé dónde. Ya sabes cómo son los carteros chinos. Interrumpen a veces su trabajo para sentarse a tomar una taza de arroz caliente o para tenderse a la sombra al pie de un árbol.

—Hijo…

—Es cierto, mamá.

En realidad, lo es. El servicio postal con Pekín ha sido siempre excelente y no creo que haya empeorado ahora. Lo organizaron los ingleses, que saben hacer las cosas bien.

Cuando Rennie pretende consolarme de ese modo, sonrío.

—Tienes razón —digo— y me preocupo sin causa. Cuando no hay noticias, buenas noticias.

Este proverbio es viejo y exacto. ¡Cuánto más valdría que yo no escondiera la carta de Gerard en el cajón de secreter! La he metido en un sobre, sellándola con lacre rojo, en previsión de que Rennie, haciendo pesquisas, diera alguna vez con el mensaje. Y tras lacrar la carta me juré no volver a leerla.

Anoche me encontraba muy sola, con una soledad tremenda que a veces se abate sobre mí y que es mil veces peor que la muerte. Soy casada, pero no tengo marido. Cuando un hombre muere, su mujer muere también en cierto modo. Si le ha amado mucho, una parte de su ser se extingue y no podrá renacer jamás con otro hombre.

Pero yo no estoy viuda. Por la noche en mi desierto lecho, mis pensamientos vuelan más allá del mar, borrando tiempo y espacio en busca de mi amor. Y paréceme caminar por la bien conocida calle que conduce a nuestra casa y que está bien guardada contra posibles ladronzuelos. Mas yo, que no llego corporalmente, atravieso verja y patio y voy más allá de la cerradura de la puerta. El portero no se despierta. No puede oírme ni se opondría si me oyera. Estoy en mi casa. Sigue igual que la dejé cuando pensaba volver a ella en seguida. Entonces parecía imposible que Gerard y yo nos separásemos.

Dije a los sirvientes:

—Conservadlo todo tal como está.

—Así lo haremos —prometieron.

—No lo olvidéis —insistí—. Y pensad que vuestro señor ha de tener la comida caliente aunque llegue muy a deshora de la noche.

—No lo olvidaremos —repitieron.

—Volveré —dije.

—Nuestra señora volverá —dijeron.

Recordando aquello mi alma recorre, sigilosamente, todos los cuartos hasta llegar a aquél en que Gerard yace dormido. Pero ¿estará solo?

Mi alma, temerosa, se inmoviliza ante la puerta. Y un momento después regresa a la realidad. ¿Qué día me escribió Gerard? ¿Lleva fecha la carta?

No estoy segura. Salto del lecho y abro el cajón del secreter. Rompo el sello de lacre que puse. Leo las palabras con que la carta comienza:

«Recuerda que sólo te quiero a ti…».

Inclino la cabeza y lloro. ¿No es bastante que él haya escrito esas palabras? ¿Qué importa, pues, que duerma solo o no?

Doblo la carta, vuelvo a sellarla y otra vez la guardo en el cajón.

No puedo volver al lecho. Cuando una mujer queda viuda por hecho natural, ¿morirá la pasión en ella? ¿O seguirá el cuerpo sufriendo y clamando por lo que está sepultado en la tumba?

Pero Gerard no ha muerto. Vive y no sólo vive en mi memoria. Está allí, en nuestra casa. Va a ella por las noches, come, duerme, despierta y vuelve a salir. Contempla la misma luna que yo contemplo desde mi dormitorio. Paréceme sentir el contacto de su cuerpo, y mi sangre enloquece. Le deseo, le ansío, le busco, porque sé que vive y no está muerto. Y él debe saber lo que siento y comprender que me encuentro sola, junto a la ventana, contemplando la luna que se alza sobre las brumas de primavera… Y recuerdo…

Porque fue en esta misma casa donde por primera vez consumamos nuestro eterno amor. Lo escribí en mi Diario. Nunca dije a nadie nuestro celestial secreto, ni él tampoco. Estoy segura.

Y dice que me quiere. Que me quiere sólo a mí, ocurra lo que ocurra. A nadie ha debido de contar nuestros secretos. Quizás erróneamente, celebro que ello haya sido así. Porque Gerard, siempre sensitivo en extremo, se sentía obsesionado por un extraño terror en los primeros días de nuestras relaciones, cuando apenas me hablaba si quiera de amor. Temía, sin duda, que me ofendiese el contacto de su carne china. Porque en verdad a veces parece más chino que americano.

Una vez indignada exclamé:

—¡Qué incompresiblemente necio eres, cariño mío!

Yo le dedicaba nombres afectuosos mucho antes de que él comenzase a hacerlo. Y cuando principió a imitarme le resultaba difícil y por supuesto jamás lo hacía en presencia de terceros.

Recuerdo la mirada que entonces se pintó en sus graves ojos.

—Podría —dijo— vivir sin tu amor, pero no después de haberlo conseguido. Y por eso no me atrevo a pedirte que nos casemos.

Yo grité impetuosa:

—¡Te querré siempre!

Él adujo:

—No se sabe. Nunca se puede estar seguro. La carne tiene su propia voluntad.

Hablábamos así en una noche como ésta, una noche de luna… La primavera llegaba retardada aquel año. Nos habíamos entretenido bajo los árboles y procurando mantenernos alejados de mi madre. Hacía frío. Él se quitó su gabán y me lo puso sobre los hombros. Y caminé a su lado, protegida por él…

—Quien no tiene seguridad de tu cariño, eres tú y no yo —repuse.

Y en seguida pensé cómo podría cerciorarle de mi afecto.

—Si piensas que no te quiero y lo atribuyes a alguna razón misteriosa que yo no conozco —dije—, veámonos esta noche. No nos ocultemos nada el uno al otro. Asegurémonos de nuestro amor antes de casarnos.

Se estremeció. Comprendí que se sentía asombrado y emocionado a la vez.

—No puedo hacer eso —repuso.

Llegó junio antes de que se mostrara dispuesto a acceder. Ya se había doctorado en Harvard. Mi madre presenció la ceremonia y yo me sentía entusiasmada al ver los honores que mi novio recibía. Summa cum laude… Las palabras repercutían interminablemente en mi corazón. Mi madre le acogió con más cordialidad que hasta entonces lo había hecho cuando él, aún con toga y birrete, se acercó a nosotras. Me pareció que no podía haber hombre más guapo que él. Por el momento toda su reserva se disipó. Triunfal y feliz alargó las manos y cogió las de mi madre y las mías.

—Gracias por su asistencia —dijo—. Sin ustedes nadie de la familia habría venido. Me hubiera sentido muy solitario.

—Le felicito —dijo la madre.

—Gracias.

—Es justo.

Y le apretó la mano mientras yo le besaba en la mejilla. Era la primera vez que lo hacía delante de mi madre. Él se ruborizó, miró a mi madre y sonrió viendo que ella no me censuraba.

Aquella noche cenamos juntos los tres en un restaurante chino de Boston. Gerard había encargado la comida ya, y mi madre condescendió en probar un plato exótico tras otro. Yo comí de todo, todo me gustó, y Gerard rió. Comprendí que me quería aunque no saliese de su habitual reserva.

Al día siguiente nos acompañó hasta casa, en la que nos hallamos de noche los tres. Me acuerdo de que hacía una noche muy clara y de que el aire era fresco y puro como sólo puede serlo el aire de las montañas. Mi madre dijo que se sentía muy fatigada y se acostó temprano. Gerard y yo permanecimos en la terraza que mi padre mandó construir el verano anterior a su muerte. Comencé a hablar de él a Gerard, sin saber el motivo.

—Hubiera deseado que le conocieses —dije.

—¿Por qué? —preguntó Gerard.

Y su mano, firme y fría, apretaba la mía, siempre mucho más ardiente y más apremiante.

—Porque hubiera sido conveniente que mi padre conociera al hombre que va a ser mi marido —repuse.

Hablaba con atrevimiento, más sabía lo que deseaba y no ignoraba el amor de Gerard. No podía comprender que no me hubiera propuesto todavía que nos casásemos, pero tiempo había para hacerlo, puesto que los dos estábamos enamorados.

Permaneció un rato en silencio, con mi mano entre las suyas. Luego se levantó del banco en que nos sentábamos, me atrajo hacia sí y me besó como no me había besado hasta entonces.

Me desprendí del apasionado beso.

—Estamos prometidos —susurré.

Me estrechó entre su brazos.

—Si estuviera seguro…

Un silencio solemne pareció descender sobre la noche. Los dos callábamos. Volvimos a sentarnos. Se adensaban las tinieblas. Y él me habló de Pekín, y de su niñez allí, y al fin —y por primera vez— de su madre.

No había sido —afirmó— una mujer muy bella. Su rostro era feo, pero en conjunto poseía una gran gracia de porte y movimientos. Sus manos eran muy delicadas y siempre fragantes. Recordaba el aroma que despedían cuando le acariciaba las mejillas.

—Las mujeres chinas no besan a sus hijos como las europeas —explicó—. Cuando son pequeños, los manosean y los huelen. Y cuando crecí mi madre me pasaba por la cara sus manos finas y suaves.

Pregunté:

—¿Quién era? ¿Y cómo conoció a tu padre?

—Sin tener certeza de ello —respondió él—, creo que mi padre sufrió un desengaño amoroso. La mujer americana con la que iba a casarse se negó a acompañarle a China, o bien se lo prohibieron sus padres. Y, no sintiéndose con fuerzas para desobedecerlos, rechazó a su novio. Él, resentido, fuese solo a China y vivió allí diez años. Luego ya sabes cómo son los chinos…

Se interrumpió.

—¡Qué tonterías digo! ¿Cómo vas a saber tú nada referente a los chinos? El caso es que allí se supone que todo hombre y mujer deben casarse, porque así lo ordena el Cielo y porque no puede haber pueblo sano y feliz donde hombres y mujeres no están sanos y viven felices. Así que los amigos chinos de mi padre le persuadieron de que se casara, y su mejor amigo, mi actual tío, Han Yu-ren, le ofreció por esposa a su hermana. De este modo ella se convirtió en mi madre. No era joven ya. En cierta manera podía ser considerársela viuda, ya que el hombre a quien estaba prometida murió una semana antes del matrimonio. De haber mi madre sido una mujer menos independiente, creo que habría seguido la tradición y no se hubiera casado nunca. Incluso pudo hacerse monja.

Pregunté:

—¿Y no le pareció mal casarse con un americano?

—Eso fue lo que más atrajo a mi padre —contestó Gerard—. La mayoría de las mujeres chinas no aceptan por esposo a un extranjero. Cualquier otra hubiera gritado y llorado, y dicho que los extranjeros eran velludos y que olían mal, y que en la intimidad resultaban repulsivos.

Calló. Yo interrogué:

—¿Conocía tu madre ya a tu padre?

Me fascinaba la imagen de aquella china que había sido madre de Gerard.

—Una vez que mi padre visitaba a Han, ella le vio en el vestíbulo. Mi padre no reparó en ella, que salió de allí inmediatamente.

—Tu padre era muy buen mozo —dije acordándome de que él me había enseñado una fotografía suya.

—Sí.

—¿Y fueron felices los dos? —persistí.

Él meditó.

—Felices hasta cierto punto. Era imposible ser desgraciado con mi madre. Nunca estaba alegre, pero nunca triste, y dondequiera que aparecía, imponía el orden en todo.

Exclamé:

—¿Tan importante es el orden?

Porque no soy ordenada por naturaleza. Me parece que hay cosas más importantes que el hecho de tenerlo todo en su sitio.

Gerard repuso:

—No hay dignidad en la vida cuando falta el orden.

Estábamos hablando despaciosamente, pensativos, con las manos entrelazadas. Estaba muy alta la luna y recortábanse, nítidos, bajo el cielo, los contornos de las montañas. Y mientras nuestras mentes erraban más allá del mar, sabíamos ya lo que la noche nos reservaba.

Gerard es un hombre que habla menos cuando más intensamente siente. Pero las características de su silencio, la luminosa expresión de sus ojos, la sofrenada suavidad de su voz hacen comprender la profundidad de sus emociones.

Oímos el viejo reloj del vestíbulo al dar las doce. Nos levantamos y subimos la escalera. El cuarto de los invitados se encuentra en el rellano donde acaba la escalera. Nos detuvimos.

Reinaba gran quietud en la casa. La puerta de la alcoba de mi madre estaba cerrada. El cuarto de invitados se encuentra en el rellano donde acaba la escalera. Nos detuvimos.

—Dejaré abierta mi puerta —dije con voz apagada.

Me tomó entre los brazos y me besó de nuevo, pero no apasionadamente, sino con gentileza y ternura. Con una profunda ternura. Luego entró en el cuarto de invitados y cerró.

Yo pasé a mi alcoba y cerré también, mientras procuraba prepararme. Una serena felicidad me invadía. Comprendía ya por qué el matrimonio implica un sacramento.

Me bañé, peiné mi larga cabellera y me puse una bata de noche, blanca. Luego abrí la puerta. La suya seguía cerrada. Senteme en el profundo alfeizar de la ventana y, esperando, contemplé las montañas que nos rodeaban.

Habría transcurrido una hora cuando percibí los pasos de Gerard en el pasillo. Me volví y le vi en el umbral. Llevaba una bata china, de seda azul. Me tendió los brazos y yo me precipité en ellos.