La primavera se acerca. Veo sus signos indiscutibles. Rennie me pregunta con frecuencia:

—¿No hay carta, mamá?

Yo muevo la cabeza.

—Temo que tu padre tropiece con dificultades —digo—. El sentimiento antiamericano en China crece cada vez más a merced de una diestra propaganda comunista.

Rennie medita.

—Y en realidad, ¿qué es el comunismo?

Yo replico:

—¿Quién lo sabe? Es lo que cada uno quiere hacer con él.

Y le hablo de Carlos Marx, el extraño hombrecillo, muerto hace muchos años, que arrastró una vida raquítica e insignificante y, sin embargo, por el poder de su cerebro, se adueñó de las voluntades y creencias de tantísimos millones de hombres.

Agregó:

—Incluso se ha adueñado de nuestras vidas, Rennie. Por culpa de Marx estamos separados tú de tu padre y yo de mi marido.

Rennie pregunta:

—¿No puede liberarse mi padre?

¿Qué respuesta dar?

—¿No ves —digo— que si nuestro país tornase comunista, tú y yo permaneceríamos en él, capeando la tormenta y esperando la liberación?

—¿Acaso hace eso mi padre? —persiste el muchacho.

—No lo sé.

—Ni yo, mamá. Tampoco sé si en realidad este país es el mío o no.

—Puesto que es el mío, es el tuyo —atajo—. Y no hablemos más de esto.

Pero sé que es inútil lo que yo diga. Rennie elegirá como suyo el país que mejor le parezca.

Más pronto o más tarde, tendré que decirle que arriba, en la alcoba, guardo la última carta de su padre, metida en el cajón del secreter de mi madre, donde no hay ahora más cartas que ésa.

Pero lo voy aplazando. Esta noche, después de cenar, junto a la lumbre de la cocina. Rennie comenzó a hablar. Estábamos junto a la antigua chimenea-fogón. Dentro hay unas trébedes de las que pende un caldero en el que todavía suelo calentar agua cuando una tempestad inutiliza la instalación eléctrica.

—Creo —dijo Rennie— que a mi padre no le sería tan difícil escribirnos.

—Ignoramos los rigores con los que tropieza. El hecho de que tu padre fuera americano hace su situación muy difícil —repuse.

Rennie preguntó:

—¿Y dónde está el abuelo McLeod?

Mientras hablaba, mordía con placer una manzana encarnada, del tipo Baldwin, que le gustan mucho. Y las coloco siempre a mano, en un cestillo, durante nuestras veladas.

—Está en Kansas —dije—. Convendrá que algún día vayamos a verle. ¿Has olvidado que solías llamarle Baba?

En aquel momento yo, lógicamente, hubiera ya debido estar examinando algún catálogo de semillas, pero no hacía otra cosa que mirar al fuego. Hacía mucho que me proponía visitar al padre de Gerard. Tal había sido uno de los encargos de mi marido el día que nos separamos en el muelle de Shanghai.

—Vete a ver a mi padre y lleva contigo a Rennie —había dicho Gerard—. Le alegrará mucho ver a su nieto.

Yo le había preguntado:

—¿Para eso nos envías a América?

—Ésa es una de las razones.

—Entonces me quedo —respondí.

—Te irás —dijo Gerard— y Rennie contigo.

Y luego, despacio como a regañadientes, explicó que lo sabíamos de sobra, aunque nunca lo mencionáramos: que nuestras vidas en China corrían peligro.

Mientras hablaba le vi mirar alrededor. Gerard sentía temor por primera vez. Había atravesado la guerra y los bombardeos impávidamente. Si alguna vez temió algo lo disimuló tan bien como si no sintiera preocupación alguna. Pero ya no podía esconder su miedo.

—¿Y qué va a ser de ti? —interrogué, verdaderamente asustada.

—Soy chino a medias —repuso— y procuraré sacar partido de esa circunstancia.

—Pero ¿y ellos? —murmuré.

Habíamos llegado ya a la fase de llamar a los comunistas «ellos».

—Sabré hacerme indispensable —contestó mi esposo.

Yo hubiera deseado de todo corazón que aquella plática se desenvolviera estando los dos solos, en nuestra casa de Pekín, con puertas y ventanas cerradas. Entonces me habría arrojado a su cuello y obligádole a decirme la verdad.

Claro que ¿quién era capaz de sacar a Gerard nada a la fuerza? Tenía una voluntad y una lógica tan propias…

A la sazón estábamos en el muelle y el viento agitaba mi cabellera. No supe más que decir, casi estúpidamente:

—¿Y por qué, Gerard, quieres hacerte indispensable aquí?

—A veces hay que tomar una decisión en un sentido o en otro.

Y no hubo tiempo para más. Esperaba el vaporcito que había de llevarnos al buque. Entre la silenciosa multitud que se hacinaba en la cubierta no hubiera sido prudente explicarse. Recuerdo haber pensado con consternación: «¿Desde cuándo se ha tornado peligroso el hablar?».

¿En qué momento el pueblo, y con él nosotros, había dejado de ser alegre y comunicativo, sin ocultarse nada los unos a los otros? ¿Desde cuándo se había vuelto la gente silenciosa y medrosa?

Imposible precisar la fecha. El cambio fue gradual, pero en un momento dado se convirtió en absoluto. Y pareció culminar en el silencio que medió entre Gerard y yo cuando nos separamos.