Ayer, a la hora del crepúsculo, el cielo se oscureció súbitamente, oprimido por una nube negra y huracanada que coronaba los montes que rodean nuestra finca. Una extraña inquietud se posesionó de personas y bestias, e incluso de mí, que he visto huracanes muy a menudo. Por ejemplo, las intensas tormentas de polvo que suelen abatirse sobre Pekín.

Pero la nube de ayer no anunciaba arena ni lluvia. Cayeron cuatro gotas y luego el viento alejó el nublado.

Eliminada la oscuridad, hoy brilla el valle bajo un sol espléndido que ha disipado las brumas y vuelve a fundir las nieves.

Temo, este año, que llegue la primavera. Procuro no mirar el reloj. Y es inútil esperar al cartero. No volveré a tener carta de Gerard. Me repito lo mismo todos los días. Cuando Matt trajo el correo esta mañana, ni siquiera volví la cabeza.

—Ponga las cartas en la mesa del despacho —dije.

No obstante, fui a examinarlas, aunque sabía de antemano que no habría carta de él.

Estoy muy ocupada, porque tenemos que hacer la recolección en el huerto antes de empezar la zafra. Logramos buenas manzanas, grandes y jugosas. Tenemos la despensa abarrotada de ellas, aunque he regalado no sé cuántas durante todo el invierno. Mis favoritas son las reinetas grandes, cada una de las cuales pesa una libra o cerca. Todas tienen la piel tersa y un delicioso sabor agridulce.

Cada vez que mordisqueo una, recuerdo que a Gerard no le gustan las manzanas. Desde luego las manzanas chinas son farináceas e insípidas, pero a él ni siquiera le tientan nuestras buenas manzanas americanas. A veces nos ayudaba a recolectarlas, mas nunca le vi comer ni una sola. En cambio, le encantan las peras. O así lo decía, porque, en realidad, un día que le presenté una fuente llena de peras Bartletts no terminó ni siquiera una.

—Demasiado blandas —comentó—. Las peras de Pekín son muy lisas por fuera y llenas de jugo cuando se les hinca el diente.

Bromeé:

—¡Vaya peras!

—Aguarda y verás —repuso.

Por entonces habíamos llegado al acuerdo de casarnos en cuanto él obtuviera el grado de doctor. Y a la larga comí peras chinas, muy diferentes, en efecto, a las americanas, tanto por su apariencia como por su sabor, pero deliciosas.

Al principio yo pensaba que se recogían antes de que madurasen, porque es costumbre china recolectar algunas frutas cuando aún no están en sazón, prefiriendo un leve toque de acidez a la melosa suavidad de lo maduro. Mas no así las peras, que estaban perfectamente maduradas y se conservaban enteras durante todo el invierno.