Estamos a uno de febrero. El paisaje de los parajes de Vermont ha estado meses enteros sometido al hechizo invernal, con las montañas blancas y el valle silencioso bajo la nieve.
Hace tres días, un viento cálido y un sol intenso fundieron las nieves de las laderas y caminos. Ya sé que es un deshielo ficticio y que el invierno volverá por sus fueros todavía. Aquí las más intensas nevadas se producen en marzo e incluso en abril. A veces hay que aplazar la recolección de la caña, por helarse los conductos que llevan la cosecha al ingenio.
Hoy el valle está sumido en bruma y las montañas han desaparecido. No se ve más allá de la verja. Verja que hizo instalar mi padre porque mi madre, educada en Boston, no podía soportar la vista de las enormes extensiones que desde las ventanas se dominaban.
—Necesito una cerca —dijo a mi padre—. Si no, ¿cómo sé cuál es mi propiedad?
Y mi padre alzó un vallado incluyendo buena extensión del césped y una arboleda de álamos blancos.
Mi madre, mujer muy agradable y animada, sobrevivió varios años a mi padre. Era muy rígida de mente y de cuerpo. Necesitaba cercas y verjas, y rara vez salía de su recinto. Cuando le dije que deseaba casarme con Gerard McLeod, no se sintió muy complacida. A pesar de que amaba a mi padre, el matrimonio no la había satisfecho y no quería que yo me casase.
Alegó:
—En el matrimonio hay muchas cosas insoportables para una mujer decente.
Tal fue su respuesta cuando le pregunté por qué se oponía a mi matrimonio.
—Eso no obstante —añadió—, McLeod es de buena familia.
Por un momento medité la conveniencia de decirle que Gerard era, por ascendencia, medio chino. Desde luego puede pasar por un ario moreno. Tiene los ojos ligeramente almendrados, pero grandes y con las cejas bien cortadas. Como hombre es mucho más guapo que yo como mujer. Porque soy bajita y rubia y tengo los ojos grises más bien que azules. Nunca he estado segura de ser bonita. Ni siquiera me lo ha llamado Gerard.
Me dedicaba elogios como éstos:
—Tienes un cutis exquisito.
—Tu boca es preciosa.
Empleaba, pues, expresiones que definían algunos de mis supuestos atributos, pero no se referían a mi belleza total. En cambio yo le declaro guapo y lo hago con todo mi corazón. No sé qué clase de magia hay en eso de las mezclas de sangre. Tampoco puede saberse de qué lado proviene el encanto. Por lo visto, es la fórmula en sí la que procura el acierto.
En todo caso, si pensé ocultar la ascendencia de Gerard, sólo lo hice un momento. Mi madre era muy despejada y capaz de adivinar lo que no sabía.
Dije, pues, con naturalidad:
—El padre de Gerard vive en Pekín. Es americano, pero se casó con una mujer china, de manera que Gerard es chino en parte.
Mi madre abrió la boca —muy pequeña— y me miró con horror.
—¡No, Isabel, no!
Únicamente mi madre me ha llamado Isabel, nombre que me aplicaron pensando en mi abuela, Isabel Duane. Gerard me llama siempre Eva. Tal es su apelativo amoroso. El resto de la gente me designa con todas las variantes posibles de mi nombre.
El día que nos prometimos, dijo Gerard:
—Eva, eres mi primer amor.
Le pregunté retozona:
—¿Y si te llamo Adán?
Pareció tornarse medio risueño y medio cínico.
—Dudo que los cristianos den semejante nombre a un chino.
—Insistes en que eres chino, pero no lo eres —protesté—. Y te ruego que cuando hables a mi madre lo hagas con la parte americana que tienes.
Y callé. Me preocupaba lo que dijera.
Él, al oírme, tornose más chino que nunca y pareció poner todo su ahínco en mostrarse cortés, inescrutable y evasivo. Todo ello con muy buen humor. El suficiente para dejarme dudosa de cómo hablaría a mi madre. Deploré que mi padre no viviese, porque hubiera comprendido la situación y hasta hallado cierto encanto en el hecho de que Gerard fuera medio chino. Las ventanas de la mentalidad de mi padre estaban abiertas al mundo. Y, cuando él murió, yo procuré que aquellas ventanas no se cerrasen.
Pero hice mal en desconfiar de Gerard, porque cuando habló con mi madre se mostró como un joven típicamente americano, sin que su ascendencia china se revelase más que en su gracia suave y natural, y acaso en su negro y cuidado cabello. Sus ojos eran despiertos y francos. A veces asumían la enigmática expresión de los chinos, revelando entonces la refrenada y distante persona que vivía dentro del cuerpo de mi adorado.
Mi madre, a su manera, sabía también distanciarse del mundo, y el día a que me refiero se mostró muy fría. Recibió a Gerard en el saloncito. Vestía de seda gris. Tenía a su lado la mesa de caoba y el servicio de plata heredado de su madre, y una colección de tazas y platillos que un antepasado suyo trajo desde la lejana Cantón hacía un centenar de años.
—Mi madre; mi amigo Gerard —presenté.
Mi madre extendió su mano, pálida y diminuta.
—¿Cómo está usted? —preguntó.
Era una mujer insignificante y bajita, pero sabía poner en todo una inmensa dignidad.
Gerard dijo, con voz cálida y placentera:
—Me encuentro muy bien, señora Kirke, y además me siento encantado de conocerla.
—Siéntate, Gerard —mandé.
Procuraba hablar con naturalidad, pero me sentía furiosa contra mi madre. Porque ella sabía ser amable cuando quería. No perdía nunca su empaque, más sabía suavizarlo si se le antojaba. Sonreía rara vez, pero atractivamente. Y a la sazón no había insinuación alguna de sonrisa en su rostro, macilento y delgado.
Gerard miró alrededor.
—Esta casa es muy hermosa. Me agradan mucho las mansiones que casan con el ambiente de las tierras que las rodean y enmarcan.
Mi madre, a su pesar, se sintió complacida.
—Tiene el defecto de ser demasiado grande —opinó mientras servía té.
Gerard opuso:
—¿Acaso es preciso que las casas sean pequeñas? Toda casa ha de ser, como una gema, proporcionada a las características de su engaste.
Mi madre observó:
—Usted preferirá té chino, pero nosotros siempre lo gastamos indio.
—En ese caso, lo prefiero con crema —repuso.
Se manifestaba natural y espontaneo, más yo comprendí que se daba perfecta cuenta de la actitud de mi madre. Bebió té, comió bollos a la inglesa —mi madre era muy tradicional cuando quería, sobre todo si se trataba de demostrar su dignidad— y dijo:
—No había comido bollos así desde que murió mi abuela, que era escocesa.
—¿Era escocesa su abuela? —repitió mi madre.
Gerard aclaró:
—Sí, aunque su familia emigró muy tempranamente a Virginia. Pero cuando yo era pequeño, iba a visitarnos a menudo, y al fin Pekín le gustó tanto que se quedó allí hasta su muerte. La enterramos en el cementerio de los blancos.
Mi madre, mordisqueando su bollo, inquirió:
—¿Pekín?
—Sí, Pekín, la antigua capital de China.
Gerard hablaba con toda naturalidad como si se hubiera referido a Londres, París o Roma.
Comentó en seguida:
—Este té es muy bueno. El té indio es malísimo a veces, cosa que al té chino le sucede con frecuencia también. Pero entiende usted de tés, señora Kirke.
Mi madre dijo:
—Me enseñaron de niña a saber distinguirlos.
Procuraba mostrarse inflexible. Levantó, sin motivo, la bandeja de las pastas y la volvió a dejar en su sitio.
Gerard rió.
—No quiero pastas dulces todavía. Mi abuela me enseñó a no probar pastas mientras se come el bollo tostado.
Mi madre sonrió, aunque refrenada y fríamente. Y yo reí. En parte de ella y en parte porque me sentía feliz.
—También tú estás muy bien educado, Gerard —observé.
Mi madre se volvió a mí.
—No entiendo lo que quieres dar a entender, Isabel. Tú has sido educada debidamente, y el señor McLeod es un hombre correcto, y no debes andar con bromas que suenan extemporáneas.
—Perdona, mamá —repuse.
Aquél era mi lema en todo. Me lo había enseñado mi padre en la infancia.
—Liz —solía decir, usando una de las infinitas variantes de mi nombre—, un «perdona» no cuesta nada y evita muchas molestias. Esa expresión es como la moneda de cambio de la vida cotidiana, sobre todo entre personas que se tienen afecto.
Mi madre se volvió y habló a Gerard.
—¿Vivía en Richmond su abuela?
—Sí —repuso Gerard—. En Virginia hay muchas antiguas familias escocesas, y mi abuela insistía en que su tatarabuelo había sido uno de los fundadores de la colonia. Acaso acertase.
—Muy interesante —dijo mi madre.
Tenía la manía de los árboles genealógicos. Comprendí que no necesitaba extenderme sobre el caso. Gerard había ganado el frío corazón de mi progenitora en la medida que cabía conseguirlo.
Y no porque ella no tuviese sus dudas. Más de una vez, los días que Gerard acudía a visitarnos, y después de yo despedirme de él, mi madre me llamaba, ya entrada la noche, a su cuarto y allí acomodada en su butaca windsoriana, envuelta en su bata de franela gris y con el pelo ornado de rizadores, me interpelaba diciendo cosas como ésta:
—Siento, Isabel, el temor de que si tienes un hijo parezca chino. Los niños suelen parecerse a sus abuelos. Tú eres la imagen viviente de la abuela Duane.
Yo protestaba:
—También puede parecerse ese supuesto niño a los McLeod.
Ella replicaba:
—Nada lo garantiza. Me resultaría insoportable tener un nieto chino. No podría explicar la situación en Boston.
Porque mi madre no llegó nunca a ser una auténtica vermontiana, y en lo espiritual y mental se mantuvo siempre ciudadana de Boston.
Aduje:
—No te preocupes, mamá. Gerard y yo pensamos vivir en Pekín.
Ella se sobresaltó.
—¿Es posible que pienses irte a China? —dijo, reprochadora.
—¿Acaso tú no viniste a Vermont?
—Sí, pero China… —insistió mi madre.
Recordando ciertas palabras de mi enamorado, yo redargüí:
—Pekín no está más lejos que Roma, París o Londres.
Mi madre rechazó la idea de tal proximidad alegando:
—No sé de ninguna persona que se haya ido a vivir a Pekín.
Le recordé:
—Lo hizo la abuela McLeod. Y hasta está enterrada allí.
Mi madre declaró agriamente:
—No podía escapar a la muerte, estuviese donde estuviera.
—Pero Gerard dice que deseaba que la enterraran en aquella ciudad.
Mi madre suspiró.
—Buenas noches, hija. No seré yo la que vaya en mi vida a Pekín.
La besé la mejilla. Y dije alegremente, al despedirme:
—Cambiarás de pensamiento.
Movió la cabeza. Pero yo en aquellos días me sentía muy dichosa y no me preocupaba de nada.
Mi madre tenía razón. Nunca fue a Pekín. Un año después de casarnos Gerard y yo, murió de un enfriamiento que degeneró inmediatamente en pulmonía. Recordé entonces lo que solía decir todos los inviernos, mientras se envolvía en su toquilla gris:
—Estos inviernos de Vermont van a terminar conmigo.
Y al final acertó. La mató el invierno, aunque ha de decirse que llevaba un invierno propio dentro de su alma.