Setiembre es el mes, 1950 el año y veinticinco el día. ¿Y el lugar? El lugar es ese valle de montes de Vermont donde nací y pasé mi niñez. Luego crucé los mares y el amor a mi país vino a convertirse casi en el amor a mi misma persona. Sobrevino la guerra, me sentí en ella al margen de todo, a pesar de mis inclinaciones, y entonces volví al antiguo valle.

Hace media hora descendí por el camino campesino, bajo la bóveda, roja y encarnada, de las ramas de los arces, en busca del cartero rural, que sólo viene tres veces por semana a este lugar apartado, perdido entre las montañas de Vermont. Por ello, yo me despertaba, en plena inquietud y desasosiego, tres días de cada semana. Siempre existía la posibilidad de que llegase carta de Pekín, carta de Gerard…

Transcurrieron meses sin que nada llegase. Pero esta vez había una carta. El cartero la separó de entre las otras y me la tendió.

—Ahí está lo que esperaba usted —dijo.

No rasgué el sobre hasta que el hombre se hubo separado. Entonces, a solas en la campestre calleja, bajo los encendidos tonos de las hojas de los arces, abrí la carta.

Mientras leía sabía de antemano lo que iba a decir aquella misiva tan esperada. Nada de lo que hace Gerard me sorprende nunca, ni me impresiona, ni me hiere. Le he querido mucho. Y le quiero todavía y siempre le querré.

Mi querida esposa:

Antes de que te diga lo que he de decirte, deseo que sepas que te quiero como siempre. Pase lo que pase, recuerda que sólo te quiero a ti. Si no vuelves a recibir carta mía, piensa que mi corazón está escribiéndote a diario.

Aquéllas eran las frases iniciales de la misiva. No necesitaba más para saber lo que venía luego. Pero leí el texto hasta el fin. La voz de Gerard parecía resonar en mis oídos.

Después de que Rennie sale para la escuela, la casa se queda siempre muy sola. Y a mí no me desagrada esa soledad.

Estoy en mi cuarto, ante mi mesa, escribiendo. He guardado la carta. Procuraré olvidarla. Olvidarla al menos por algún tiempo, hasta que no sienta tan pesado el corazón. Mi único consuelo radica en escribir todo lo que siento, ya que no tengo nade con quien hablar.

Y el caso es que esta mañana empezó como tantas otras. Ahora me levanto pronto. El granjero vecino se levanta a las cuatro y se acuesta al oscurecer. Es su costumbre. En cambio a Gerard le gusta pasar una tranquila vigilia mientras los demás duermen, y por ello, a través de nuestra larga convivencia, me había habituado a acostarme tarde. Las noches pasadas en vela en nuestra casita china eran particularmente dulces. A partir del oscurecer se iban amortiguando los ruidos y los rumores callejeros sonaban muy apagados. Si tocábamos música, lo hacíamos con prudencia, una vez terminadas las ocupaciones del día. Flotaba en el aire de nuestros patios el rumor de un violín de dos cuerdas manejado por el señor Hua, nuestro vecino, que trabajaba durante el día como dependiente de un cercano almacén de sedas.

En verano, Gerard y yo nos sentábamos a la sombra de un pino junto a un estanque lleno de peces de colores y permitíamos a nuestro hijo Rennie que pasase la velada a nuestro lado, aunque estuviera con nosotros hasta mucho más tarde de la hora en que sensatamente debe acostarse un niño.

Pero Rennie es nuestro único hijo. Nuestra hija murió repentinamente siendo muy niña. Una mañana se despertó riente y contenta, y por la noche se nos había ido… Ni yo misma sé de qué murió. Aquel disgusto fue parte del precio que pagué por enamorarme de Gerard y acompañarle en su viaje a China.

Durante un tiempo que nos pareció interminable, Dios no nos dio más hijos. Yo estaba disgustadísima, pero algo me confortaba tener que mitigar el mayor disgusto de Gerard. Llegué a creer que nunca dejaría de deplorar la pérdida de nuestra hijita. Pasó meses enteros sin conciliar el sueño y adelgazó tanto que su cuerpo, siempre leve y frágil, acabó pareciendo literalmente esquelético. Y yo tenía que contener mis lágrimas para escuchar sus lamentaciones.

Gerard no hacía más que repetir:

—Debí quedarme en tu país. De vivir en América, no se hubiese muerto nuestra hija. Me he portado muy mal contigo.

Y yo apoyaba mi cabeza contra su pecho.

—Donde tú vayas, iré yo. Con tal de hacerlo renunció a todo lo demás.

Él me miraba con extraña expresión.

—Ésa es la diferencia que hay entre las mujeres americanas y las mujeres chinas. Tú tienes más de esposa que de madre.

Yo decía:

—A tu lado no soy más que tu esposa. Además, sabes que nunca hubieras sido feliz en América.

No, no podía ser feliz. Yo, en Pekín, sentía a veces accesos de añoranza recordando las verdes montañas de Vermont, pero me sentía muy dichosa donde estaba. Porque Pekín era una verdadera joya urbana, ricamente engarzada, con la pátina de la Historia y el tiempo. La gente es alegre y cortés, y los horizontes de mi vida se extendían ante mí bellos y placenteros. Allí, según esperaba, me enterrarían al lado de Gerard cuando los dos muriésemos cargados de años. Tanto él como yo descendemos de gente que ha alcanzado muchos años de vida.

Y he aquí que ahora me encuentro en Raleigh, una aldea de Vermont, en una solitaria casa campesina, en compañía de nuestro hijo Rennie, que ya cuenta diecisiete años. Y, después de recibir carta de Pekín, pienso que no volveré a ver a Gerard.

Ya he dicho que el día empezó como los demás. Me levanté a las seis, ayudé a Matt a ordeñar nuestras cuatro vacas y llevé el cubo de leche al cobertizo, reservando un jarro de peltre, totalmente lleno, para Rennie.

Rennie es como Gerard. Levantarse temprano es una tortura para él, aunque no le importa trabajar hasta muy tarde. De haber estado sola, yo hubiera vuelto a las horas de niñez al encontrarme en la casa que fue de mi abuelo y de mi padre y ahora es mía.

Mi padre fue un inventor modesto, lleno de fe y de esperanza. Abandonaba en parte el trabajo de la finca para buscar «novedades», como él las llamaba. Algunas de ellas tuvieron buen éxito, como, por ejemplo, una máquina para lavar las cáscaras de los huevos. Nuestra vida material dependía de la producción de la finca y en cuanto al dinero en efectivo nos ateníamos a un legado hecho a mi padre por mi abuelo, que no había sido granjero, sino un abogado famoso. Cuando Gerard y yo nos casamos, mi padre había muerto y mi madre vivía sola en nuestras tierras. Murió antes de que Rennie naciera y me dejó la finca. Matt Greene se encargó de administrarla mientras yo estaba en Pekín y aún hoy sigue acudiendo todos los días, como siempre lo ha hecho. Y cuando Gerard y yo comprendimos que teníamos que separarnos, yo volví a este lugar. ¿Adónde, si no?

Rennie bajó, como de costumbre, esta mañana, con las mejillas enrojecidas por el aire que entra por las abiertas ventanas de su dormitorio.

—Buenos días, hijo —le dije.

Mi marido ha insistido siempre en que se cumpla este ritual. Siempre que nos separemos, aunque por corto tiempo, hemos de saludarnos.

Gerard solía aconsejar a su hijo:

—Cuando te apartes de la presencia de tus padres, has de decirles adiós, indicarles adónde vas y presentarte a ellos en cuanto regreses, volviendo a saludarlos. Eso se llama piedad filial.

Rennie preguntó:

—¿Cómo estás, mamá?

—Muy bien.

—Lo celebro.

—Gracias.

—¿Has dormido bien?

—Sí —repuse.

Sonreímos los dos. Rennie recordaba a su padre y yo a mi marido. Rennie es muy parecido a su padre. Para su edad está muy alto. Tiene negros los ojos y el cabello y la piel tan suave como sólo una ascendencia china puede producirla, y posee el color de la nata de Guernesey. Es hermoso su perfil y sus facciones dulces y, sin embargo, fuertes.

—Siéntate, hijo —dije—. Ya tienes preparado el desayuno.

Claro que el desayuno de Rennie equivale a una comida monumental. Empieza con un tazón de avena con azúcar moreno y leche. Gerard ha prohibido entre nosotros el uso del azúcar blanco. Cuando estábamos en Pekín sólo tomábamos el azúcar moreno de China. La leche es americana, como Rennie lo es, ya que la sangre china entra sólo en una cuarta parte de su constitución biológica. Su cuerpo no parece chino.

Tiene los huesos recios, las manos y los pies grandes y bien formados y, en conjunto, no ofrece ninguna de las elegantes características físicas de su padre.

Se dirigió a mí.

—Ponme tres huevos.

Hablaba como tenía por costumbre.

Pensé que era buena cosa disponer de gallinas. Mi modesto legado no alcanza para servir huevos, jamón y carne en la cantidad que necesita Rennie. El mismo tocino entreverado es ya un lujo para nosotros, pero a mí me complace hacer un sacrificio en favor de mi hijo. No tengo por qué decir mío cuando es de mi marido también. Sí: Rennie es hijo de Gerard. No incurramos en olvidos.

Y entretanto no sé hasta qué punto la carta de Pekín va a cambiar mi vida.

La ventana del comedor da al campo y, a través de la cristalera, Rennie puede divisar el autobús del colegio, cuando se acerca. Porque mi hijo ocupa el asiento principal, que, al principio, el debido respeto al padre y esposo nos hacía dejar vacío mes tras mes.

En efecto, cuando nos despedimos de Gerard en el muelle de Shanghai, él dijo que probablemente volvería con nosotros antes de tres meses. Pero pasado ese tiempo, dejo de hablar de su regreso y sus cartas empezaron a espaciarse, llegando a mediar semanas enteras entre una y otra. Y entonces, y para dominar con la vista el camino, Rennie opinó que lo mejor sería que ocupase el asiento de su padre.

Ni dije «sí» ni acerté a decir «no». Acaso adivinará íntimamente que la carta estaba ya en ruta.

Rennie exclamó:

—¡Ahí viene el autobús!

Había terminado el tocino y los huevos, así como tres rebanadas de pan moreno con manteca. Apuró un segundo vaso de leche y echó mano a la gorra y a la bufanda.

—¡Adiós, mama!

—Adiós, hijo.

Gerard no había permitido jamás una alteración de mi nombre. Cuando estábamos en Shanghai y todos decían «ma» o «mami», él se opuso.

—Bien dicho está, mamá —aseguraba con gravedad—. No corrompamos las cosas.

Hablaba en chino, como siempre que deseaba instruir a su hijo. Y Rennie obedeció.

Me quedé sola. La casa, silenciosa, me rodeaba. Entrégueme a mi trabajo cotidiano. Fregué platos y subí al otro piso para hacer las camas. Mi alcoba, que es la que tuvieron mis padres, da a la fachada de la casa. El aposento tiene cinco ventanas y domina un paisaje que cambia con cada día y cada hora que transcurren.

Hoy, por la mañana, cuando me levanté, la dorada luna, grande y redonda, se hundía tras las montañas cubiertas de bosque. No obstante sus rayos era aún lo suficientemente fuertes para proyectar recias sombras desde los negros cedros hasta las grises rocas coronadas de árboles.

Mucho amaba yo la belleza tranquila de nuestra residencia de Pekín, pero no tanto como este lugar de mi infancia. De no ser por Gerard, hubiera preferido siempre vivir en mi país. Pero con él cualquier tierra es buena y todas deliciosas.

Como está orientado al mediodía, mi cuarto, los días despejados, queda bañado de sol. Hice la cama —grande, endoselada— y quité el polvo de armarios, cómodas y chimenea. Aquí el aire lleva poco polvo y el suelo apenas necesita más que un ligero repaso. A veces me maravilla trabajar con tan poco esfuerzo en esta casa, cuando en la de China necesitábamos cinco sirvientes, o eso al menos me parecía a mí.

Claro que en parte la culpa era de Gerard, a quien no le gustaba verme trabajar y estropearme las manos. Verdaderamente, las tengo bonitas. Eso fue lo primero que dijo al conocerme.

—Tienes las manos muy lindas.

Las alcé para mirarlas.

—¿Sí? —dije estúpidamente.

O no estúpidamente, porque deseaba que él me lo repitiera.

Él continuó:

—Las mujeres americanas no suelen tener las manos bonitas. Y puedo garantizarlo. Mi madre, que era china, tenía unas manos admirables.

Pregunté:

—¿Y todas las mujeres chinas tienen admirables manos?

—Sí.

Creo que no volvió a hablar de mis manos jamás, pero nunca olvidé aquellas palabras. Acaso se enamoró de mí porque mis manos le hacían recordar las de su madre. Aunque ¿quién puede saberlo?

Hacía casi tres meses que no recibía carta de Gerard. Hasta hoy. El sobre no llevaba matasellos de Shanghai, sino de Hong-Kong, y la dirección está escrita por mano extraña.

Gerard escribe:

No te disgustes si tardas en recibir carta mía. No puedo explicarte las dificultades que hay para comunicar. Ni siquiera sé cómo va a llegar esta carta. Cuando contestes, no me escribas directamente, sino a las señas que veas en el sobre. Y pueden pasar meses antes de que yo te responda.

Antaño, cuando estábamos separados, nos escribíamos diariamente. Pero en realidad nunca nos separamos hasta que empezó la guerra con el Japón. Después, cuando se temía que las provincias del Norte cayeran en poder del enemigo, Gerard dijo que yo debía llevar a Rennie a Chung-king antes de que quedase cortado el ferrocarril de Han-kao.

Yo protesté:

—¿Voy a marcharme sin ti?

Él repuso:

—Volveré a tu lado en cuanto pueda. No me es dable marcharme hasta que todo el Claustro lo haga.

Era el rector de la Universidad y tenía, por lo tanto, muchas responsabilidades. Comprendí que estaba en lo cierto, y Rennie y yo marchamos a Chung-king.

El viaje no tuvo nada de fácil. El tren estaba lleno de refugiados, que se arracimaban hasta encima de los vagones. El hotel de Han-kao rebosaba de fugitivos ricos, con sus respectivos séquitos. Procuré valerme del ya moribundo prestigio de que gozábamos los blancos y, entre exhortaciones y sobornos, tras hallar en el hotel un reducido cuarto para Rennie y para mí, adquirí sendos pasajes en el pequeño buque que hace, gargantas del Yang-tsé arriba, el peligroso viaje a Chung-king.

Gerard no me mintió. Meses más tarde, acompañado por la corporación universitaria y por los estudiantes, siguió mi camino. Entretanto, Rennie y yo habíamos encontrado una casita en las colinas que rodean la ciudad.

¡Oh, qué alegría volver a encontrarme con mi bienamado! Le vi tan delgado, que parecía incluso haber aumentado de estatura. Pero se le notaba satisfecho. Sus estudiantes y el claustro de la Universidad en pleno se hallaban con él y había logrado llevarlos a lugar seguro. La gente importante de la ciudad cedió varias casas solariegas y todos encontraron alojamiento. Una vez que hubo garantizado albergue y alimentación a su gente, Gerard me acompañó a nuestra casa.

Le ceñí entre mis brazos, le sentí temblar y comprendí lo cansado que se sentía.

—Aquí podrás descansar —le dije.

Contempló la casa que yo había dispuesto. He de confesar que tengo predilección por las estancias amplias. Cuando hallé la casa de ladrillo que arrendé ceca de Chung-king, dije al propietario que sólo la tomaría si se permitía derribar algunos tabiques y convertir tres habitaciones en un solo aposento extenso.

El hombre, haciendo girar sus ojuelos y moviendo la cabeza, preguntó:

—¿Y dónde va usted a dormir?

Era un individuo grueso, mal afeitado y sucio. No se trataba de un terrateniente, sino de un propietario urbano, de los que viven de sus rentas.

Fingí no haberle oído. Me había preguntado algo que no le concernía. Yo había planeado ya usar como dormitorios dos especies de almacenes que había a ambos lados del patio. Y el pabellón de la portería serviría de cocina y despensa. De esta suerte, la estancia que vio Gerard primero que ninguna, era cómoda y vasta. No habíamos llevado nada desde nuestra casa de Pekín, pero yo sé encontrar todo lo necesario en cualquier tienda modesta de una ciudad china. Los artesanos chinos son diestros y les gustan las cosas bellas.

Gerard dijo:

—Eres ama de casa por derecho propio. Naciste siéndolo.

Se acomodó en una butaca de mimbre, cubierta de cojines, y cerró los ojos.

—Me siento como en el cielo —murmuró.

… Y ahora no puedo escribir, porque las lágrimas…