Hacia fines de los años 1820, los escritores franceses admiran a Walter Scott y la novela histórica está de moda. Vigny tiene éxito con Cinc-Mars, una obra de la que se hicieron catorce ediciones en vida del autor. Hugo piensa en Nuestra Señora de París. Balzac publica una novela farragosa sobre los chuanes: no logra más que trescientos lectores, y los críticos le abruman, tachándole de confuso, pretencioso, complicado y carente de estilo. Balzac insiste. En 1831, tras Piel de zapa, aborda de nuevo su novela histórica, la corrige, la completa, y sobre la marcha anuncia las Escenas de la vida militar, entre las cuales menciona La batalla. Aparenta trabajar en esta última obra en Aix, pero la marquesa de Castries, de la que se ha prendado, le ocupa demasiado. Sin embargo, no abandona su proyecto. En diciembre de 1834 todavía habla de él con seguridad. Promete un cuadro de París a comienzos del siglo XV, una historia del tiempo de Luis XIII y, una vez más, esta famosa Batalla cuya época precisa al añadir Vista del Imperio, 1809.

¿De qué batalla se trata?

¿Wagram? No. Essling. El año anterior había desvelado su secreto en una carta dirigida a la señora Hanska:

Ahí trato de iniciaros en todos los horrores, todas las bellezas de un campo de batalla. Mi batalla es la de Essling. Essling, con todas sus consecuencias. Es preciso que, en su sillón, un hombre frío vea el campo, los accidentes del terreno, las masas de hombres, los acontecimientos estratégicos, el Danubio, los puentes, que admire los detalles y el conjunto de esa lucha, oiga a la artillería, se interese por las jugadas sobre el damero, lo vea todo, sienta, en cada articulación de ese gran cuerpo, a Napoleón, a quien no mostraré, o que dejaré ver por la noche, cruzando el Danubio en una barca. Ni una sola cabeza de mujer, cañones, caballos, dos ejércitos, uniformes. En la primera página, el cañón ruge, y en la última se calla. Leeréis a través de la humareda y, una vez cerrado el libro, deberéis haberlo visto todo intuitivamente y acordaros de la batalla como si hubierais participado en ella.

En 1835, Balzac se encuentra en Viena. Acaba de enviar a la señora Hanska el manuscrito de Séraphîta. Aprovecha la ocasión para alquilar un coche y visitar Essling, la llanura de Marchfeld, la meseta de Wagram, la isla Lobau. El príncipe Schwarzenberg le acompaña en su visita al campo de batalla. El escritor toma notas. Luego vuelve a casa y se pone a escribir El lirio en el valle. Zarandeado por mil personajes y mil temas, Balzac no nos dará jamás su Batalla.

¿Por qué había elegido Balzac esta batalla ignorada? Tal vez porque, en Essling, cambia la naturaleza de la guerra. El historiador del Imperio Louis Madelin lo subraya: «Esta batalla inauguraba la era de las grandes hecatombes que, en lo sucesivo, marcarían las campañas del emperador». Más de cuarenta mil muertos en treinta horas, veintisiete mil austríacos y dieciséis mil franceses, lo cual equivale a un muerto cada tres segundos, sin olvidar más de once mil mutilados en el Gran Ejército. Y además, por primera vez, Napoleón sufre un fracaso militar personal, que perjudica su prestigio y estimula a sus enemigos. Después de Essling, los nacionalismos se desarrollan en toda Europa.

En primer lugar, consulté a los historiadores para situar la batalla y sus envites. En seguida comprobé que los especialistas carecen de objetividad. Con respecto a Napoleón, pocos de ellos se mantienen fríos: Jean Savant le odia, Elle Faure le venera, Madelin le ensalza, Bainville le aprecia, Taine le combate, etc. Así pues, he buscado a los testigos. Balzac los tenía al alcance de la mano, puesto que la mayoría aún vivían y podían contarle lo ocurrido. Felizmente han dejado memorias y recuerdos escritos. También ellos presentan unos sentimientos muy marcados, favorables o no, pero nos proporcionan una multitud de detalles que no me habría atrevido a inventar. Tras ellos, los historiadores aficionados a las anécdotas me han facilitado el material ideal. Así, Lucas-Dubreton cuenta el caso de ese abanderado cuya cabeza arranca una bala de cañón: sus ahorros, monedas de oro ocultas en la corbata, caen al suelo como una lluvia. Del mismo modo, el caldo de carne de caballo sazonado con pólvora de cañón se lo debo a los recuerdos de Constant, el ayuda de cámara del emperador. Los uniformes son auténticos, como también las canciones y los decorados, la topografía, la meteorología, los retratos de los principales personajes, sus talentos y sus defectos. Me he esforzado por no juzgar a los soldados, a Dorsenne, por ejemplo. Si doy crédito a las Memorias de Thiébault, era un perfecto imbécil, pero Thiébault no estuvo en Essling y los ejemplos que facilita están fuera de lugar, porque exagera y eso es algo que se nota.

Una novela histórica es la puesta en escena de hechos reales. Para ello, al lado de los mariscales y del emperador, he tenido que situar personajes imaginarios, los cuales participan del ritmo y ayudan a la reconstrucción. He inventado lo menos posible, pero a menudo era preciso partir de una indicación o de una frase para desarrollar toda una escena.

Alejandro Dumas decía que un historiador defiende su punto de vista y elige a los héroes que sirven para su demostración. Añadió que sólo el novelista es imparcial, pues no juzga sino que muestra.

A continuación presento, clasificados por temas, la lista de los libros que me han servido para resucitar la batalla de Essling con la mayor exactitud posible. Con respecto a los consultados en el Servicio Histórico de los Ejércitos, en el fuerte de Vincennes, indico la signatura bajo la que están disponibles, precedida de la letra V de Vincennes.

1. Sobre la campaña de 1809 y su desarrollo

2. Sobre el ejército

3. Sobre la época y sobre Viena

4. Sobre la medicina de guerra

5. Sobre Napoleón

6. Sobre Stendhal