Gobi dejó caer el vaso vacío cerca de la gran concha que hacía las veces de cenicero, repleta de colillas y, borracho hasta el punto de no distinguir la noche del día, se desplomó, y posó su cuerpo, los dos brazos y un lado de la cara en la mesa todavía con el puro en la cabeza.
Había bebido como una esponja, una botella tras otra, y había fumado sin parar a lo largo de la narración.
Yo había reservado la misma suerte a la cerveza, que soportaba muy bien, y a los Mecarillos, mientras lo escuchaba con suma atención, sin interrumpirlo ni una sola vez.
En tres ocasiones, impelidos por la imperiosa necesidad natural de aliviar la carga de la vejiga, nos habíamos levantado de común acuerdo y, tras abandonar el bar, habíamos atravesado a grandes pasos el vasto patio atestado de desperdicios de toda clase —filtros y colillas de cigarrillo, envoltorios de caramelos, raspas y cabezas de pescado, bolsitas de plástico, palitos de cerillas, cáscaras de limones exprimidos— hasta llegar a los baños, situados en un rincón del muro de contención, y que desprendían un fuerte olor a amoniaco. De pie uno al lado del otro, con las piernas separadas, cada cual con su botella en la diestra y su aparato en la siniestra, habíamos evacuado el líquido exhalando grandes suspiros de alivio sin que Gobi interrumpiera un solo instante su formidable relato. En una primera ocasión, se había tirado un pedo espectacular, extraordinario tanto por su sonoridad y su duración como por su fetidez.
Yo, no obstante, había conseguido mantener la flema ante la asombrosa emisión gaseosa salida de entre sus posaderas. Pero cuando, con los labios separados por una amplia sonrisa que dejaba al descubierto su dentadura podrida, anunció, abriendo así un paréntesis en la narración, que era perfectamente normal que se oyera el trueno que retumba cuando llueve, me dio un ataque de risa imparable. Las dos veces siguientes, me quedé perplejo cuando Gobi reprodujo con exactitud un retumbo totalmente idéntico al primero, con la misma prolongación, el mismo sonido y el mismo olor, como si estuviera programado.
Ahí no introdujo ningún comentario, de modo que pude mantener la seriedad.
Mientras tanto, una pregunta despuntaba una y otra vez en mi cabeza: ¿quién le habría contado a Gobi aquella historia?
No había sido Diodio ni Golda Meir, desde luego, porque, tal como quedaba patente, él conocía la vida de la infortunada Ramata Kaba mucho mejor que ellas. Y Moro, menos aún.
En vista de que Gobi había quedado fuera de combate a causa del vino, me propuse interrogarlo esa noche o al día siguiente, cuando hubiera recobrado la lucidez. Aunque, en el fondo, tal y como me pregunté, ¿qué sacaría con ello? ¿Acaso cambiaría algo el saberlo? ¿Lo importante no era, tal como había afirmado Gobi al mendigar una copa a cambio de su relato, que se trataba de una historia muy interesante? En eso tenía toda la razón, por supuesto.
¡Qué extraño destino el de Ramata Kaba! Lo tenía todo para ser dichosa, pero no lo era. En su desenfrenada búsqueda de la felicidad, encontró tan sólo locura.
En el transcurso de su larga narración, tuve tiempo de experimentar, de manera consecutiva y simultánea, las más diversas emociones. Lloré, me regocijé, sonreí, me estremecí, exclamé ndeyssane para expresar piedad, me excité, me enternecí, pensé en Dios y en su profeta Mamadou, que la paz esté con él, permanecí circunspecto, aplaudí a rabiar, me planteé interrogantes, temblé, sentí náuseas, reí a carcajadas, se me encogió el corazón, ovacioné, me alegré, me entristecí, me exasperé, pensé en el más allá, en el Infierno, en el Paraíso y en el Juicio Final, grité de indignación, dudé, me invadió el desasosiego, me llené de asombro, se me erizó el vello, me sentí humillado...
No tuve, pues, ni un solo instante libre para aburrirme. Sí pude meditar, en cambio, sobre mí mismo y acerca del sentido que debía dar en adelante a mi existencia: convencido de que nadie puede obtenerlo todo a la vez, me conformaré siempre con lo que tengo.
Me levanté y encendí el último purito que me quedaba. Ningún cliente había venido al Brisa de Mar. Desperté a Moro, que dormitaba detrás de la barra, para pagarle el paquete de Dunhill y las bebidas. Después salí, justo en el momento en que la campana de la iglesia de Sainte-Agnès comenzaba a desgranar el primer toque de las doce del mediodía.
Afuera, las calles estaban desiertas, el viento soplaba racheado y la fina y glacial lluvia, parásita o precoz, semejante a una neblina que envolvía el paisaje con un sucio manto gris, seguía cayendo todavía, pertinaz.
Mar Loodj, 30 de mayo del 2000