CUANDO FLORECEN LOS CEIBOS

Al tercer día de la muerte de Matar Samb, DS, Armando hijo, su esposa Dieynaba y la tía Dianké, a quien Ramata había dejado sola, durmiendo todavía en el colchón instalado encima de la moqueta del dormitorio del tercer piso donde pasaban juntas la noche, para bajar al patio, se despertaron de manera repentina de madrugada, alarmados por sus estridentes gritos. Bajaron en tropel al jardín, que estaba empapado por el fuerte aguacero del día anterior, y la encontraron desnuda, tal como su madre la trajo al mundo, con los ojos tan desorbitados y fijos que parecían de vidrio, y con una espuma blanca en la comisura de los labios, llamando con voz monocorde a Ngor Ndong. Quería salir de la propiedad y el guardián, estupefacto, la retenía por el brazo para impedírselo.

Ante aquel mórbido espectáculo, Dieynaba, que estaba ya terriblemente afectada por la muerte de su padre, cayó desmayada sobre el césped húmedo. Dianké se desprendió del pareo que llevaba bajo la túnica para preservar la dignidad de Ramata. DS ocultó la cara entre las manos susurrando con patetismo: «¡Dios Todopoderoso! ¡Dios Todopoderoso!». Armando se agachó para recoger a su mujer y después de trasladarla al sofá del salón llamó por teléfono a su padre.

El profesor Armando Gomis tardó poco en llegar.

Fue a ver a Ramata, a quien habían llevado ya a su habitación. La encontró sentada en la cama, agitada, llamando todavía a Ngor Ndong, mientras Dianké y DS la sujetaban por los hombros.

Al ver entrar al médico, la cuñada la soltó y se acercó a él.

—¡Dios Todopoderoso! ¿Qué nos está pasando? Armando, ¿quién es este Ngor Ndong cuyo nombre no para de pronunciar? ¿Tiene alguna relación con la muerte de mi hermano? ¿Quién es? ¿Lo conoces?

El profesor Armando Gomis desvió la mirada despavorida que tenía posada en Ramata Kaba para centrarla, sacudiendo despacio la cabeza, en DS.

—No, es imposible. ¡Es totalmente imposible! —exclamó por fin con un hilo de voz.

—¿Qué? ¿Qué es eso que es totalmente imposible, Armando? ¿Conoces a ese Ngor Ndong y la relación que pueda tener con la muerte de mi hermano?

—Conocí a Ngor Ndong, pero ignoro si tiene algo que ver con el sui…, la muerte de Matar. ¡Seguro que no!

DS lanzó una mirada fulminante al médico. Este bajó la cabeza, diciéndose que en el futuro debería evitar de una vez por todas esa clase de lapsus y esforzarse por expulsar definitivamente de la memoria la dolorosa y persistente verdad, que Matar se había ahorcado, y adoptar la mentira a la vez reconfortante e insoportable que decía que su amigo había muerto de un ataque cardiaco, tal como había jurado a su hermana y como creía todo el mundo.

—¿Quién es ese Ngor Ndong? —lo interrogó ella, mirándolo con insistencia—. Si no tiene nada que ver con la muerte por ataque cardiaco de mi hermano, ¿qué relación mantenían, entonces? ¿Por qué Ramata lo llama sin cesar? ¿Lo conocía ella?

El profesor Armando Gomis contó hasta el último detalle que hacía mucho tiempo un portero de la Maternidad del hospital Le Dantec, llamado Ngor Ndong, había perdido la vida a manos de los policías; explicó cuál había sido el grado de responsabilidad de Ramata y cómo había logrado sofocar Matar Samb el asunto con la ayuda de Jackson. Aquello sucedió veinte años atrás. Desde entonces nadie le había prestado ninguna atención. Todo había quedado en el olvido.

¿Era posible que el espectro de Ngor Ndong hubiera regresado, después de tan largo periodo, para vengarse de la pareja, para sumir al marido en una congoja tan honda que lo impulsó a poner fin a su vida de una manera tan repentina, sin explicar unos motivos que sin duda consideraba irracionales, y para aquejar a la esposa de una demencia súbita, con su nombre prendido a la boca, tres días después? ¿Cómo había que interpretar, si no, aquellos perturbadores hechos? Aunque era imposible, totalmente descabellado, en el albor del tercer milenio, pensar en historias de fantasmas y creencias que habían quedado superadas desde hacía mucho, incluso en el medio rural, y más teniendo en cuenta que él, Armando Gomis, de formación cartesiana, al igual que DS, nunca había dado crédito a tales cosas. No obstante, por más que reflexionaran, no conseguían encontrar otra explicación para aquellos misteriosos y dolorosos acontecimientos. En definitiva, debían reconocer que la desgracia que se abatía sobre el infortunado matrimonio era tan nebulosa como el asesinato del político Babacar Sèye.

Ese mismo día, llevaron a Ramata Kaba al hospital psiquiátrico, en contra de la opinión de la tía Dianké, que afirmaba que su enfermedad, al igual que el sorprendente fallecimiento de su marido, estaba provocada por las maléficas acciones de numerosos envidiosos que, con su mal de ojo y sus malas mañas, habían logrado acabar con aquella rutilante pareja que tantos celos suscitaba, porque Matar y Ramata nunca habían querido aceptar la eficaz protección de los grigris. Según ella, había que llevarla al pueblo, donde un buen curandero lograría hacerle recobrar la cabeza o, si no, hacer venir uno a la casa. Los psiquiatras hablaron de conmoción afectiva generada por un trabajo de duelo mal abordado, sin aportar explicación al hecho de que el nombre de Ngor Ndong no parara de brotar de sus labios.

Durante una semana, Ramata Kaba rechazó toda clase de alimento y tuvieron que introducírselo por vía intravenosa. Llamaba, sin tregua, a su amante, salvo cuando se dormía por el efecto de los tranquilizantes y de los somníferos que le administraban. Siete días después de que se hubiera manifestado su trastorno, calló por fin. Indiferente a todo, parapetada en un silencio que nada alcanzaba a perturbar, con el rostro petrificado e inexpresivo, la mirada vacía, las mandíbulas y los labios comprimidos, permanecía al margen del mundo real, ajena a toda noción de espacio y de tiempo, incapaz de reconocer ni de manifestar el menor interés por nadie.

Un mes más tarde, Ramata abandonó el centro psiquiátrico, lugar lúgubre e insano, para ingresar en la ultramoderna clínica que llevaba por nombre «Dieynaba», y que era propiedad de la Holding Samb.

Una buena mañana, al cabo de un año de hospitalización en un estado estacionario que no alteraron las diferentes medicaciones, Ramata se escapó. Se fue a pie, guiada por un misterioso instinto, hasta Diamniadio, adónde llegó entrada la noche.

La gran sala del Copacabana estaba cerrada y los clientes se habían instalado en las barracas o habían regresado a sus casas. Se dirigió pues a la vivienda de Golda Meir, situada al fondo del recinto. En la entrada, se desprendió de la ropa y entró en la habitación, llamando a Ngor Ndong.

Diodio, que se disponía a cerrar la puerta, retrocedió de manera precipitada, presa del pánico.

—¡Huy! —chilló—. Madre, una diablesa.

Chocó con la pequeña mesa a cuadros negros y blancos y a punto estuvo de caer hacia atrás.

El grito de Golda Meir, que ya estaba acostada, resonó a continuación.

—¡Una diablesa! —repitió, levantándose.

Desnuda de pies a cabeza, Ramata Kaba se mantenía en el centro de la habitación con las dos manos posadas en la cabeza de larga cabellera desgreñada, sin parar de pronunciar el nombre de Ngor Ndong.

—¡Ya te había dicho que estaba enferma! —apuntó Diodio, una vez hubo salido de su estupor—. ¿No la reconoces, madre?

—Ahora sí —dijo Golda Meir, todavía impresionada—. Es la Guapa Señora. Tenías razón, Diodio, está completamente loca. Cuando una persona se desnuda así, no le queda nada, es que ha perdido del todo la cabeza.

Diodio buscó un pareo en el armario y tras cubrir con él a Ramata, la tomó por el brazo y la hizo sentarse en una de las camas. Sin salir de su asombro, Golda Meir la observaba con la mano apoyada en la barbilla.

—¡Date cuenta de que es una enormidad lo que quiere ésta a Ngor Ndong! —exclamó.

—¡Ngor Ndong! ¡Ngor Ndong! ¡Ngor Ndong! —seguía repitiendo sin cesar Ramata Kaba.

—¿Y ahora qué hacemos, madre? —planteó Diodio.

—No sé. Yo iba a preguntarte lo mismo. Quizá mañana sus parientes anuncien su desaparición en la radio. Ya preguntaremos a los clientes…

—¡No! —la interrumpió Diodio—. Si la encuentran aquí, tendremos complicaciones con lo que nos dio el año pasado. Seguro que sus parientes nos harán preguntas al respecto.

—Si nos preguntan, lo negaremos. Como está loca, afirmaremos que nunca la habíamos visto.

—Más vale no tener que negar nada, madre. El asunto podría ir a parar a la Policía o al cuartel, y esa gente, los policías y los gendarmes, tiene un olfato endemoniado, lo sabes muy bien. Una vez que han puesto la nariz en un caso, siempre acaban encontrando lo que buscan. No siempre basta con negar para desprenderse de sus garras. Ellos poseen métodos eficaces capaces de hacer confesar un delito hasta al que no lo ha cometido.

—¡Tienes razón! Entonces echémosla lejos de aquí.

—Ay, si la echamos, volverá. ¿Por qué crees que ha venido aquí? Para encontrar a Ngor Ndong. Sólo le interesa él. Yo creo que su enfermedad empeoró desde la última vez que la vimos, hace un año, y que se ha escapado del sitio donde estaba encerrada. Lo que es seguro es que ha venido por Ngor Ndong y que mientras no lo haya encontrado, no se moverá de aquí. Si la obligamos a irse, va a volver. En cualquier caso, no debe de haber venido de muy lejos…

—¿Por qué dices eso?

—Porque si hubiera venido de lejos, así desnuda, habría llamado la atención de la gente y alguien la habría vestido con un pareo o una túnica.

—¿Quién, a ver? La gente ya no se fija en nada hoy en día. Están preocupados con los problemas para sobrevivir cada día; tienen el corazón reseco, están distraídos y nada los afecta. Aunque te mueras en plena calle, a duras penas se van a fijar en ti, o sea, que aún menos se fijarán en una loca que se pasea desnuda, porque eso es algo corriente. Los únicos que la habrán mirado son los viciosos.

—Es posible. Ahora, madre, lo que urge es encontrar una solución.

—Estoy de acuerdo contigo. Pero ¿cómo encontrar una solución? Te confieso que estoy desorientada y ya no sé qué pensar.

—He reflexionado un poco, madre. En primer lugar, de ninguna manera hay que preguntar por ella a los clientes. Por suerte, cuando ha llegado, el bar estaba cerrado y los residentes se habían acostado. Nadie la ha visto entrar, pues, y nadie tiene por qué saber que está aquí. Ya no podemos echarnos atrás en este asunto. Puesto que no quiere irse mientras no haya visto a Ngor Ndong, eso creo, lo va a esperar aquí. Si sus parientes transmiten una orden de búsqueda por la radio, haremos como que no nos hemos enterado.

—Para empezar, es necesario que se calle, porque si no, la gente sabrá que está aquí. A mí, la manera en la que llama a Ngor Ndong me produce escalofríos. ¿Cómo hacer para que se calle, Diodio? Espera, voy a probar.

Golda Meir fue a instalarse en la cama, al lado de Ramata, que estaba cubierta con el pareo que Diodio le había atado a la altura de las axilas y, rodeándole los hombros con su elefantiásico brazo, comenzó a hablarle con el tono de voz grave e infantil que se suele emplear para hacer entrar en razón a los dementes.

—¡Guapa Señora, Guapa Señora! Ngor Ndong va a venir, te ha estado esperando aquí desde hace una semana con la esperanza de que tú llegaras. Diodio va a ir a llamarlo a la barraca donde se encuentra. ¡Ahora, cállate!

Dirigió una señal a su hija, que se encaminó a la puerta.

—Me voy a buscarlo y ahora mismo vuelvo —anunció con seriedad antes de salir.

—¡Guapa Señora, Guapa Señora! —prosiguió Golda Meir con el mismo tono—. Calla y escúchame, ¿eh, Guapa Señora? Ngor Ndong está aquí. Diodio ha ido a buscarlo y va a volver con él. ¡Ahora calla un poco, Guapa Señora, que Ngor Ndong está a punto de llegar!

Al cabo de un momento, Diodio regresó con la camisola, el pareo y el pañuelo de tocado que Ramata Kaba había dejado afuera y los dejó en la cama.

—Debe de ser su ropa —señaló—. Seguramente se la ha quitado antes de entrar en la habitación.

Tras dedicar un somero vistazo a la vestimenta, Golda Meir volvió a centrar la atención en Ramata.

—¡Cállate un poco, Guapa Señora! Ngor Ndong va a venir. Diodio lo ha llamado ya. Calla un poco, por favor, Guapa Señora.

—No te oye, o si te oye, no te entiende. Es Ngor Ndong lo que quiere, él y nada más.

—Pero yo a Ngor Ndong no lo he visto desde el año pasado. Desde que se fue con Tiguis y Hobou Nguer, no he tenido ninguna noticia de ellos y no sé cuándo van a volver.

—¿Y si la amordazáramos? —propuso Diodio.

Golda Meir se levantó de la cama, tomando una repentina decisión.

—Se me ocurre algo mejor. La voy a dejar fuera de juego con…

—¡Madre! —exclamó, espantada, la hija—. No vas a…

Golda Meir emitió una risita.

No te preocupes, sólo la voy a dormir con una fuerte dosis de alcohol. Pásame una botella de ginebra de la caja de debajo de la cama y después, del aparador, la caja de Riqlès y un vaso grande.

Diodio dejó en la mesa a cuadros lo que le había pedido Golda Meir. Entonces ésta vertió dos frascos de alcohol de menta en el vaso y acabó de llenarlo de ginebra hasta el borde.

—¡Bebe, Guapa Señora! —la animó—. Está muy rico. Bebe un poco, Guapa Señora.

Ramata Kaba siguió impasible como una estatua, una estatua cuya voz resonaba sin cesar en la habitación. Golda Meir volvió a sentarse a su lado para ofrecerle el brebaje.

—¡Guapa Señora, bebe, es muy bueno!

En cuanto el vaso le rozó los labios, Ramata Kaba cerró herméticamente la boca, con las mandíbulas tan comprimidas que hasta le rechinaron los dientes.

De improviso, en la estancia se hizo el silencio. Por primera vez desde su llegada, se había callado. Un grillo cantaba en un rincón. Afuera, no brotaba ningún ruido de las barracas y, a lo lejos, iba menguando el gruñido del tren de las Industrias Químicas de Senegal que pasaba, cargado de mineral, por la cercana vía férrea.

—¡Ven a ayudarme, Diodio! Hazle como a los niños cuando los obligan a tomar un medicamento.

Con una mano, Diodio agarró la larga cabellera de Ramata y la inmovilizó tirando hacia atrás, mientras con la otra le tapaba la nariz. Ramata resistió tanto como le fue posible, reteniendo la respiración hasta el límite, pero, con los pulmones a punto de estallar, se vio obligada a abrir la boca para respirar. Golda Meir aprovechó para pegarle el pulgar y los cuatro dedos juntos a las mejillas y, acto seguido, le introdujo en la boca la mezcla de ginebra y de Ricqlès. Ramata forcejeó con todas sus fuerzas, hasta el punto de hacer caer el pareo que la cubría. Golda Meir se sentó encima de sus muslos, neutralizándole las piernas; sin dejar de paralizarle la cabeza, Diodio le destapó la nariz para sujetarle las dos muñecas con una sola mano.

La mitad del líquido la expulsó escupiendo y tosiendo, pero la otra mitad logró abrirse paso hacia su garganta. Después de la cuarta tentativa, habían dado cuenta de toda botella de ginebra y de seis frascos de Riqlès. Como Diodio consideró que era suficiente, la soltaron.

Ramata siguió resoplando un breve instante antes de reanudar sus quejidos: «¡Ngor Ndong! ¡Ngor Ndong!». La letanía no duró mucho. Con lengua torpe y pastosa, comenzó a hacer vacilar la cabeza a uno y otro lado, hasta que de repente la dejó caer hacia delante, y se habría caído al suelo si Diodio no la hubiera sostenido en el último momento.

Estaba roncando.

La madre y la hija la acostaron en la cama y la taparon con el pareo.

No bien se descubrió la fuga de Ramata de la clínica Dieynaba, como no existía ninguna agencia de detectives privados en todo el país, Armando hijo y su esposa recorrieron durante un día entero todos los servicios de Urgencias y los depósitos de cadáveres de los grandes hospitales de la capital. Una vez descartada la posibilidad de que le hubiera sobrevenido un accidente o la muerte en la vía pública, decidieron recurrir a la Policía y a los medios de comunicación, la única vía disponible en caso de desaparición.

Durante más de un mes, cumpliendo órdenes de la más alta jerarquía, los policías de las comisarías de Dakar y de los alrededores detuvieron para efectuar controles a todos los enfermos mentales que deambulaban por las calles. En los periódicos, en la televisión y en la radio se publicaron anuncios de búsqueda, con la promesa de una cuantiosa recompensa para quien aportara información útil para encontrarla. El tío Toumani Kaba y la tía Dianké, por su parte, consultaron a numerosos marabúes y videntes.

Ninguna investigación dio, sin embargo, resultado.

Y es que la aguja perdida se hallaba escondida debajo del pie de Golda Meir: aunque la buscara el mundo entero, nadie la iba a encontrar. La familia de Ramata jamás lo logró.

El profesor Armando Gomis guardaba cama en el dormitorio de su mansión de Fann Residence. No se encontraba nada bien. Los terribles acontecimientos de la semana, que se habían sucedido con la lúgubre inmediatez de un entierro después de un fallecimiento, lo habían dejado postrado. Su tensión arterial, que aun siendo alta controlaba bien con un tratamiento, había subido de manera vertiginosa y no conseguía hacerla bajar, sobre todo desde la repentina enfermedad mental que había aquejado a Ramata dos días antes. Unos persistentes vértigos le impedían mantenerse en pie; oía un zumbido de moscas que revoloteaban delante de sus ojos. Y los medicamentos, que normalmente le procuraban un rápido alivio, no parecían surtir efecto esa vez.

Lo curioso era que sufría espantosas pesadillas, que habían acabado por despertarlo, pese a que había tomado un fuerte tranquilizante. Con la vejiga llena, la cabeza pesada, el vértigo acentuado, el bordoneo más intenso que nunca y empapado de un pegajoso sudor, se decía que aquello no era normal, que en el sueño inducido de forma artificial mediante un producto hipnótico, no debería soñar.

No obstante, había padecido varias pesadillas, la última de las cuales le había causado un profundo desasosiego. En ella lo había perseguido durante un día entero, del amanecer a la puesta de sol, un toro negro que tenía la cara dé Ngor Ndong, a través de una sabana llena de espinas que se le clavaban en la planta de los pies. Al anochecer, había logrado despistar al animal y había llegado, agotado, a una gran plaza iluminada por un proyector rojo, dominada por un baobab gigante con la forma precisamente de Ngor Ndong, de cuyas ramas colgaban unos panes de mono[32] con la cara de Mbagnick Ndong y de los que resbalaban lágrimas de sangre. Al pie del árbol había concentradas cincuenta personas, veinticinco hombres que formaban un semicírculo a la derecha y veinticinco mujeres a la izquierda, con cara de gato, vestidas completamente de rojo, en torno a Ramata, Matar, el comisario Diallo y Jackson, que, con caras de ratón y desnudos, permanecían sentados en el centro del círculo. Un miembro del grupo de hombres gato, el jefe sin duda, el más alto, cuya vestimenta era de un rojo más intenso que el de los demás, se había adelantado y lo había cogido por la muñeca para conducirlo junto a los cuatro compañeros ratones instalados en el suelo. Al entrar en contacto con el hombre gato, su ropa había desaparecido y él se había metamorfoseado en hombre ratón desnudo. Entonces los «Mbagnick Ndong-panes de mono» anunciaron con cavernosa voz que aquel a quien esperaban, Armando Pierre Marie Gomis, había llegado por fin y que podía dar comienzo el juicio. En el curso de un proceso sumario, los cuatro hombres y la mujer ratones fueron declarados culpables de un infamante crimen cuya naturaleza no se especificó: se les condenó a ser devorados por los hombres gato. Cuando clamaban su inocencia, el baobab-Ngor Ndong y su hermano múltiple personificado por los panes de mono los habían instado a callarse, en vista de que todos habían ratificado su culpabilidad.

En el momento en que diez hombres gato, provistos ahora de unas patas de aceradas garras en lugar de brazos, se abalanzaban sobre ellos, se había despertado con un sobresalto y con el ritmo del corazón desbocado.

En realidad, por más que se negara a reconocerlo, estaba asustado. El suyo no era la clase de miedo lógico e instantáneo, por ejemplo el que te asalta cuando en plena noche se te atraviesa un agresor armado con una pistola o un cuchillo y reclama: «¡La bolsa o la vida!». No, el suyo era un pavor profundo, insidioso, destilado gota a gota como un suero intravenoso, provocado por el recuerdo, reprimido una y otra vez de forma racional y que, sin embargo, regresaba sin cesar con la misma fuerza del oleaje contra un acantilado, el recuerdo del trágico incidente acaecido mucho tiempo atrás en el curso del cual el portero de la Maternidad había perdido la vida. Siempre iba asociado a la idea de que, aunque se hubiera producido de forma tardía, todo aquello guardaba un extraño parecido con una venganza divina o mística, con el inexplicable suicidio de Matar y la súbita demencia de Ramata, quien a pesar de no haber retenido nunca el nombre del portero, se había puesto a repetirlo un buen día sin parar.

¿Y si se tratara de una venganza divina o mística, por más que se negara a admitirlo? En el fondo, ese tipo de cosas podían existir. En ese caso, corría el riesgo de acabar mal si continuaba tratándose con el método occidental por medio de pastillas, gotas y comprimidos, tal como les había ocurrido a todos los protagonistas que habían intervenido en ese turbio asunto. ¿Cómo había que interpretarlo? ¿Como una señal premonitoria que lo había visitado en sueños cuando estaba bajo la influencia del asombro que le había causado escuchar a Ramata pronunciando sin parar el nombre de Ngor Ndong? Jackson, hacía mucho, había sido el primer afectado. Él había sido testigo de sus últimos años de vida, un largo y doloroso calvario en la pendiente de la decadencia humana. Mientras el gigante todavía ocupaba una cama en el hospital, se había enterado de que el comisario Diallo había muerto en un accidente de tráfico, en la curva situada en la salida del pueblo Ndiass, en la carretera de Mbour, cuando regresaba de Kédougou, adonde lo habían trasladado, para ir a ver a su familia en Dakar. Dos décadas más tarde, la pareja de amigos se había desintegrado de una manera espeluznante, horrorosa. Sólo quedaba él. ¿Saldría de aquélla? ¿Qué maléfico destino tenía reservado?

Lo que necesitaba eran las oraciones y el safara, esa agua con la que se habían lavado los versículos del Corán escritos en un papel blanco sin rayas o en una tablilla de madera, de un buen marabú, así como los grigris y los encantamientos de un hechicero serio. Suzanne se encargaría de ello cuando llegara.

Suzanne era su prima hermana, que, después de la muerte de su querida esposa Philomène, se había convertido en su compañera oficial. Era viuda como él y nunca había tenido hijos. No vivían juntos de común acuerdo y se veían cuando así lo deseaban. El intenso fuego que antaño le devoraba el bajo vientre se había apaciguado con la edad, aunque sin apagarse del todo. De vez en cuando el viento soplaba, descubriendo las brasas ardientes que se mantenían bajo las cenizas. Suzanne era una amante perfecta, una mujer madura de formas rotundas, con una estrecha cavidad de muchacha debido a la ausencia de partos, con quien se entendía de maravilla. Anoche le había preguntado si quería que pasase la noche con él, ya que se encontraba mal. Como él había declinado la oferta, había regresado a su casa, en la Patte d’Oie, con la promesa de que volvería al día siguiente para desayunar con él. En cuanto llegara, le pediría que se ocupara de aquello.

Aun siendo católica practicante asidua a la misa de los domingos, profesora de Filosofía en la Universidad de Cheikh Anta Diop y nada ingenua, Suzanne creía en esas prácticas oscuras y frecuentaba esos medios de los que él no sabía gran cosa. Conocía muchos marabúes y hechiceros, en especial a uno de sus compatriotas, un tal Cumpridou, mandiago como ellos, de quien le había hablado a menudo, que era a la vez curandero, vidente e intérprete de sueños; un hombre de gran prestigio.

El profesor Gomis se sintió un poco idiota por albergar ideas tan atrasadas, pero se dijo que si algo no podía tomarse a la ligera era su salud. Aquellas cosas podían existir realmente. África estaba repleta de misterios insondables, impenetrables para el entendimiento y el racionamiento científico. Aunque, bien mirado, ésa era la característica esencial de todo misterio. Tampoco podía rechazarlos haciendo honor a la objetividad en tanto en cuanto no llegara a encontrar una explicación aceptable. En más de una ocasión se había visto confrontado a hechos irracionales que no por ello dejaban de ser reales. Un ejemplo era el caso de la ex mujer de ese mismo Ngor Ndong, puesto que había vuelto al primer plano de la actualidad. Aquella mujer había dado a luz de forma consecutiva a dos bebés muertos, pese a las visitas y los tratamientos constantes de que había gozado en la Maternidad. De regreso a su pueblo, gracias a los fetiches, había dado vida a un niño sano. Ella misma se lo había enseñado, lo recordaba muy bien, cuando la había vuelto a ver un año después, un domingo por la tarde en que regresaba de Kayar en compañía de Philo y de su hijo, que por entonces tenía seis años, y se había parado en el mercado del fin de semana de la estación de Sangalcam para hacer provisiones de fruta y verdura. Sentada en un banco frente a una mesa cargada de pomelos y mandarinas, Seynabou Tine lo había reconocido en cuanto había bajado del coche. Había oído con sorpresa que lo saludaba con un caluroso: «¡Buen señor profesor Gomis!», que acompañó de una amplia sonrisa cuando todavía no lograba identificar su cara y la confundía con una de sus antiguas pacientes. Ella le recordó quién era, le presentó al robusto bebé que tenía en los brazos, le contó las peripecias de su existencia desde la muerte de su primer marido, Ngor Ndong, el parto que se había producido la misma noche en que se enteró de que había muerto a consecuencia de una breve enfermedad en el hospital Le Dantec, el niño al que habían puesto el nombre de su padre, y su boda con su hermano Mbagnick Ndong, para acabar negándose a que Philomène le pagara las frutas que había cogido de su mesa.

—¡No, señora, es regalo para ti y niño! Profesor Gomis siempre muy bueno conmigo y el mi marido, cuando nosotros vivir los dos en Maternidad del hospital Le Dantec —dijo.

Sufrió un escalofrío involuntario al pensar que la pobre Seynabou Tine ignoraba por completo las trágicas circunstancias de la muerte de su primer esposo.

Sí, no había que descartar nada. Encargaría a Suzanne que llevara a Cumpridou a la casa y le buscara también un buen marabú. No había nada de ridículo en eso. Ella estaría de acuerdo, porque siempre argumentaba, cuando se mofaba de ella, extrañado de su forma de actuar, que las dos medicaciones podían ir a la par, que una no era incompatible con la otra.

La vejiga del profesor Gomis, excesivamente llena, le presentó una exigencia que debía satisfacer de inmediato. Era la reacción al medicamento diurético que había tomado. Se había levantado en tres ocasiones, en las que había llegado a duras penas al cuatro de baño, adormilado y medio impedido por el vértigo. Esa vez había postergado lo más posible el desplazamiento, pero ahora debía levantarse e incluso apresurarse si no quería mojar el pantalón del pijama. Levantó el brazo hacia atrás y, tras localizar a tientas el interruptor, encendió la lámpara. Se sentó pensando que debería proveerse de un orinal, utensilio muy práctico cuando uno guarda cama. Lanzó una ojeada al despertador y logró distinguir, con la impresión de mirar a través de un velo, las agujas de la esfera, que indicaban las cinco y media. Tenía la sensación de que los simples movimientos efectuados para encender la luz, levantarse, sentarse y poner los pies en el suelo, le habían supuesto titánicos esfuerzos, hasta el punto de dejarlo sin resuello, gimiendo con la boca abierta. Levantó la cabeza. Tras evaluar la corta distancia que lo separaba del baño, se levantó con precipitación, incapaz de contenerse por más tiempo y se dijo, con la presión de la orina en el esfínter, que tampoco estaba tan mal como para no poder llegar. Lo cierto fue que no logró dar un solo paso. La habitación y los muebles daban vueltas como peonzas, el suelo se movía bajo sus pies, las moscas que veía y oía eran más numerosas y más activas, y la cabeza le estalló con el ruido de un neumático pinchado. Las piernas dejaron de sostenerlo. La última idea de la que fue consciente era que había mojado el pantalón; después perdió el conocimiento y se desplomó en la moqueta.

Al llegar a las siete, Suzanne lo encontró acurrucado en el suelo, con la mitad del cuerpo sacudida por breves temblores espasmódicos, los puños crispados, una extraña respiración cavernosa que le hacía hinchar las mejillas a cada inspiración y desinflarlas al espirar, la boca cerrada y los labios encogidos, como un viejo que fumara una pipa sujeta entre los dientes.

Llamó a su hijo Armando, que no tardó en acudir.

—¡Es un accidente vascular cerebral! —diagnosticó enseguida.

—¿Qué es un accidente vascular? ¿Es grave? —preguntó con inquietud Suzanne.

—Una hemorragia cerebral —explicó—. Hay vasos sanguíneos que se han roto en su cerebro. Es bastante grave. Hay que hospitalizarlo enseguida.

Media hora después, el profesor Gomis ingresaba con admisión prioritaria, mientras otros pacientes aquejados de la misma dolencia esperaban en los pasillos acostados en las baldosas, en la sala de reanimación del centro de neuropsiquiatría donde se encontraba Ramata desde hacía cuarenta y ocho horas. La misma noche, el avión de DS lo trasladó urgentemente a la Pitié-Salpêtrière, un gran hospital de París, acompañado de su hijo y Suzanne. Nadie puede sustraerse a su destino, sin embargo, nada ni nadie pueden alargar el límite de la vida cuando llega la hora fatídica que nadie puede prever con exactitud cuándo ni dónde se producirá. El profesor Gomis tenía cita con la muerte, allá en las riberas del Sena. Pese a los cuidados intensivos prodigados por los mejores especialistas de Francia, murió al cabo de un mes, sin haber recuperado el conocimiento. El Boeing de DS volvió a despegar al día siguiente para llevar su cadáver a Dakar. Lo enterraron tres días después en presencia de una numerosa multitud, no en el nuevo cementerio Saint-Lazare de Betania, situado cerca de la vía rápida del norte, que acababan de acondicionar con un alumbrado público paralelo a las luces de la pista del aeropuerto L. S. Senghor, lo cual podía inducir a error a los pilotos en la operación de aterrizaje, sino en el de Bel Air, próximo al mar, completo desde hacía años, donde su familia poseía un panteón.

En esta tierra de hombres donde conviven la abundancia y la miseria, la vida y la muerte, nada está oculto del todo, nada queda por saberse de manera indefinida, todo secreto acaba por aflorar a la luz.

Ese dicho, formulado por Bayab Gondia, suscitó una acalorada discusión entre los pescadores instalados en la cabaña situada al borde del mar, que mientras reparaban las redes se dedicaban a conversar sobre las cosas de la vida, el tiempo, las estaciones, el mar, los peces y la condición humana.

—¡Pues yo no estoy de acuerdo! —protestó Maniéna, que siempre llevaba la contraria a los otros—. Yo soy capaz de esconderme y de hacer algo que nadie, digo nadie, fijaos bien, podrá saber nunca, a menos que yo se lo revele.

—¡Ahí salió Maniéna, a ayudarnos! —exclamó Bayab Gondia, decidido a no medirse con él—. Tú siempre pones reparos a lo que decimos sin llegar a dejar nada en claro. Lo que te gusta es alargar la charla.

—¡No, no! —insistió Maniéna—. Tú afirmas que nada permanece secreto, desconocido u oculto. Yo, Maniéna, digo que no es verdad. Mañana me esconderé y haré algo que nadie, ni tú ni otra persona, sabrá jamás. ¡El que consiga decírmelo podrá tratarme como si fuera perro!

—¡Hombre, Maniéna, tampoco hace falta llegar a eso!

—¡Bayab Gondia, he dicho, y lo mantengo, que el que consiga decirme mañana lo que habré hecho cuando me esconda podrá ir a buscar tiras de corteza de baobab para trenzar una cuerda para atármela al cuello y llamarme perrito, perrito, llevarme pegándome con una rama si por azar me volviera remiso a seguirlo hasta su casa o su campo, donde una vez enseñado, me convertiría en su fiel perro guardián!

—Hablas demasiado, Maniéna. Eres incapaz de hacer algo que no podamos averiguar.

—Sí, Bayab Gondia. Mañana lo haré y te desafiaré a que me lo digas.

—De acuerdo, mañana se verá.

Al día siguiente al amanecer, al regresar de la pesca, solo a bordo de su piragua individual, después de pasar la noche en el mar, Maniéna paró de remar de repente, a más de un kilómetro; tras mirar en derredor y no ver ninguna embarcación en los alrededores, se desnudó y se sumergió en la tibia agua de la mañana. Con una maliciosa sonrisa se introdujo el dedo índice en el ano; de nuevo en la superficie, volvió a subirse en la piragua en el momento en que el sol asomaba por levante y se fue a su casa.

Cuando se encontraron después de la comida, a la hora en que la sombra de la cabaña se agrandaba ya hacia el este, Maniéna volvió a sacar a colación la cuestión.

—Eh, Bayab Gondia, a ti te hablo, yo, Maniéna. ¿No habrás olvidado lo que hablamos?

Por más que trató de hacer memoria, Bayab Gondia no recordó haber mantenido una conversación en especial con Maniéna.

—¿De qué hablamos? —preguntó por fin.

—¡Ja, ja! Finges haberlo olvidado, Bayab Gondia, pero no te has olvidado de nada. Es imposible que te olvidaras de lo que dijimos ayer, algo que tú mismo provocaste.

—¡Ay, Maniéna! Eso fue ayer, como bien dices. En este mundo hay que avanzar. Dejemos las palabras de ayer en el ayer y ocupémonos de las de hoy. Es mejor así.

—¡Ah no, eso sí que no! ¡Me niego! No vas a plantear algo y escabullirte después. No se puede dejar las palabras de ayer en el ayer para ocuparnos de las de hoy. Las palabras de ayer no están muertas y enterradas, y las de hoy no han nacido todavía. Te pregunto, pues, qué he hecho de especial esta mañana, cuando estaba escondido. ¿Qué he hecho? Te pregunto a ti, Bayab Gondia. Te lo pregunto delante de todo el mundo. ¡Respóndeme!

—Mira que te gusta discutir, ¿eh, Maniéna? De acuerdo. Pero antes querría que me des la garantía de que tendrás la buena fe de reconocer que he revelado exactamente lo que has hecho de especial esta mañana, cuando estabas escondido.

—¡Huuy! Y ahora pone en duda mi buena fe. Desde luego, Bayab Gondia, vaya manera de insultarme —protestó, indignado, Maniéna—. A ti te lo puedo consentir, sin embargo, porque cuando éramos pequeños nos sentamos en el mismo mortero[33] y compartíamos la misma choza. Si dices la verdad, aunque estoy convencido de que no dirás la verdad, seré el primero en reconocerlo, y si no, beberé el agua sucia en la que se han lavado las manos todos los varones y hembras de mi familia.

—Vosotros sois testigos, ¿sí o no? —preguntó Bayab Gondia a los presentes.

—¡Sí, sí —confirmaron a coro—, todos somos testigos!

Todos aguzaban el oído en medio de un silencio absoluto que permitía distinguir el monótono choque de las olas desparramadas en la playa. Bayab Gondia estaba considerado como uno de los hombres más serios del pueblo. Nadie le había oído decir nunca lo que no sabía o lo que no existía, ni siquiera de broma, y todos reconocían que uno podía fiarse de su palabra en cualquier circunstancia.

—Maniéna, voy a decirte cuál es el gesto infantil que has efectuado esta mañana cuando creías estar bien escondido y que nadie te veía. Maniéna, al volver del mar, donde has pasado la noche colocando, vigilando y levantando las cañas de pescar, al amanecer, poco antes de llegar al sitio donde las olas comienzan a romperse cerca de la costa, te has detenido con la piragua. Después de mirar a tu alrededor para asegurarte de que nadie te veía, te has desnudado, te has zambullido en el agua, que has encontrado tibia, y sonriendo, convencido de que nadie te veía, te has metido bien hondo. Mira bien con tus dos ojos mi segundo dedo, el dedo índice de mi mano derecha. ¿Lo has visto, sí? Pues el tuyo, Maniéna, el dedo índice de tu mano derecha, es el que te has metido, afirmo, en el culo. Luego te has subido a la piragua en el momento en que salía el sol y has vuelto a casa.

—¡Mientes, no es verdad! ¡Tú, Bayab Gondia, sabes mentir! —exclamó Maniéna con manifiesta mala fe, boquiabierto de todas formas por la asombrosa precisión de las revelaciones de Bayab Gondia—. ¡Huuy! ¿Quién se ha metido bien hondo el dedo índice de la mano derecha en el culo? Pues deja que te diga una cosa, el que hayamos frecuentado juntos la misma choza no te da derecho a echarme encima todos los maliciosos pensamientos que se te ocurran. No me gusta nada, ni hoy ni mañana. ¿Quién ha hecho ese gesto infantil tan de mañana?

—Tú, Maniéna. ¡Reconoce al menos que es un gesto infantil!

—¡No es verdad! ¡Mientes! —insistió Maniéna—. No me has visto, era imposible que me vieras. ¿Acaso estabas allí para verme?

—Se puede ver sin estar presente.

—¿Cómo? ¿Cómo se va a poder ver si uno no está ahí?

—Si te lo digo, vas a llevarme la contraria, como haces siempre con todo lo que se dice.

—¡No es verdad! ¡Mientes! ¡No me has visto, mentiroso!

—Sí, te he visto tal como te veo ahora y te oigo ahora, Maniéna.

Era en tiempos muy antiguos. El islam y el cristianismo no se habían implantado todavía en el país. Entonces había muchas personas depositarías de conocimientos paranormales, a menudo desconocidos, y no era raro asistir en cualquier reunión, bajo el árbol de las palabras, en el campo o en la ciudad, a hechos asombrosos, incluso cercanos al milagro.

Bayab Gondia era una de aquellas personas. A partir de ese día se reveló como un gran vidente, como no había existido otro igual, como no volverá a existir nunca, y lo seguirá siendo hasta que le llegue la muerte en la vejez. La gente contaba que de niño había cogido la secreción del ojo de un perro y se la había puesto en sus ojos. Desde entonces, gozaba de la misma vista aguzada del animal, tanto de noche como de día, y percibía las cosas y los seres visibles e invisibles.

Se quitó un ojo de la cuenca y lo mostró en la palma de la mano.

—¡Ha sido el ojo, que he enviado, y que te ha seguido por todas partes, el que te ha visto, Maniéna! —declaró ante la sorpresa general, antes volverse a colocar el órgano en su sitio.

Todo acaba pues por saberse, tal como aseguraba Bayab Gondia.

La edición de El Ojo del Testigo, publicada quince días después del fallecimiento de Matar Samb, tuvo el mismo efecto que una bomba, una de las tantas que la revista tenía por costumbre hacer estallar. Era un artículo de unas cuantas líneas que aparecía en el primero de los conocidos recuadros de la segunda página, titulado: «¿Ataque cardiaco u horca?».

Contrariamente a lo que se había anunciado, todo apunta a que el difunto ministro Matar Samb no murió de paro cardiaco, sino colgado de una cuerda. La tragedia tuvo por escenario el dormitorio situado en el tercer piso de la nueva residencia del ministro, en Ranrhar. En nuestro número de la semana próxima expondremos con más detalle los pormenores de lo que desde ahora se puede denominar ya como el caso Matar Samb, a fin de dilucidar los graves y turbios motivos que pudieron impulsar al eminente político a acabar con su vida de una manera tan repentina. Continuará…

Entre las numerosas publicaciones mensuales, bimensuales, semanales, quincenales y periódicos de la mañana y de la tarde que por fortuna han ido surgiendo durante los últimos quince años, El Ojo del Testigo, que salía los viernes por la tarde, era el que batía el récord de comparecencias judiciales, de condenas a penas de cárcel por el momento condicionales y de imposición de multas. Los procesos les llovían igual que los aguaceros en una generosa estación de lluvias, de tal forma que muchos se preguntaban, y no sin razón, pues la astucia del pueblo es cosa reconocida, si el jefe de redacción no lo hacía ex profeso con la intención de provocar el escándalo en torno a su persona para así hacer subir las ventas de su periódico, expuesto a una reñida competencia con sus competidores.

Un buen exponente de ello era el caso del puesto de aduanas de Séléty, situado en Fogny, en la región de la Media Casamance. Una noche, unos elementos armados atacaron el puesto, mataron al jefe y a uno de sus ayudantes e hirieron de gravedad a otro. Oficialmente, fueron los rebeldes del MFDC los responsables. El mismo día, por medio de su portavoz y representante en Europa radicado en Francia, el movimiento independentista desmintió formalmente toda implicación. No se sabía pues quién tenía razón y quién mentía.

Para El Ojo, siempre fiel a sí mismo, aquello no pasaba de ser una historia de faldas, pese a su sangriento y trágico desenlace. Acto seguido pasaba a explicar que el jefe del puesto se acostaba con la segunda mujer del comisario de Policía de la capital gambiana, Banjul, a quien alguien había avisado por medio de una carta anónima. El delator añadía que si no lo creía, no tenía más que desplazarse, tal noche, en torno a las doce, al puesto de aduanas de Séléty; allí descubriría a su esposa in fraganti.

La noche indicada, el comisario gambiano se dirigió a Séléty en una camioneta Toyota en compañía de seis hombres armados hasta los dientes. No abrigaba ya dudas, porque el mismo día en que recibió la carta, su mujer le había pedido permiso para ir a Serekunda y quedarse tres días para visitar a su anciana tía enferma. Después de derribar la puerta de la habitación, que por lo visto ya conocía, encontró a la indigna esposa y a su amante desnudos en la cama. A él lo abatió a balas y a la mujer la dejó sin conocimiento de un puñetazo. Alterados por el ruido de pasos, las detonaciones y los gritos de la mujer, los otros dos aduaneros salieron imprudentemente de sus dormitorios para ir en busca de sus armas y toparon con los miembros del comando, que mataron a uno y dejaron herido al otro. Considerando que ya había lavado su honor, el comisario gambiano recogió a su esposa inconsciente y regresó a Banjul.

Las familias de los aduaneros pusieron una denuncia contra el periódico.

En el juzgado, el jefe de redacción reconoció que le era imposible aportar la más mínima prueba de lo que había escrito, ya que pese a las garantías que le había dado de venir a aportar su testimonio delante del juez, su informante se había echado atrás en el último momento.

El asunto concluyó con una nueva condena.

El Ojo, tal como lo llamaban los lectores, no se dejaba arredrar, sin embargo. En una programa de radio FM muy popular dedicado al mundo de la prensa, en el que intervino como invitado, su jefe de redacción había declarado sin tapujos que la línea editorial de su diario era el sensacionalismo y que éste consistía en hurgar sin tregua en los fondos de las papeleras, de las altas esferas sobre todo, en búsqueda de sórdidos desperdicios de los que la gente se quiere deshacer y que, expuestos a la luz, causan siempre escándalo.

—Pero ¿por qué esta desenfrenada búsqueda de escándalo? —había preguntado el entrevistador.

—¡Los senegaleses ansían el escándalo! ¡Los vuelve locos! ¡Les encanta, más aún que el arroz con pescado, que es nuestro plato nacional! —había exclamado a modo de respuesta.

Eso provocaba siempre airadas reacciones, por supuesto, bien comprensibles, por otra parte, que podían ir desde la amenaza a la denuncia, pasando raras veces por la agresión directa. ¡Gajes del oficio, qué se le iba a hacer! Había que aceptarlos con el mismo estoicismo que un sacerdote. Lo esencial era informar con precisión y sin faltar a la verdad, tal como se enorgullecía de hacer su periódico, explicó.

Poco tiempo después, El Ojo había revelado, sin suscitar desmentidos ni denuncias de ninguna clase, que la joven esposa del alcalde de una vieja ciudad del norte del país, citados con nombres y apellidos, había pagado cincuenta millones a un marabú con el encargo de trabajar al propio presidente de la república para que, al no estar ya acompañado de su espíritu, nombrase a su viejo marido primer ministro del próximo Gobierno de Nuestra Piragua. Ni más ni menos.

El guapo y apuesto marabú, un hábil charlatán en realidad, se había ganado la total confianza de la esposa del edil. Alojado en una mansión de las Almadies, había sido mimado y cuidado como un príncipe heredero durante un semestre entero, sin que le faltara de nada. En todas las comidas recibía manjares de primera: por la mañana gachas de mijo condimentadas con pasas, mantequilla de vaca de Normandía, dátiles de Medina y cuajada endulzada y perfumada con vainilla y azahar; a mediodía, pollo del país a la brasa, acompañado de todos los ingredientes necesarios, como pimienta, olivas negras de España, cebollas de Holanda y mostaza picante de Dijon, seguido de la sesión normal de tres vasos de té verde de China a la menta; por la tarde, una merienda compuesta de pasteles de Gentina; por la noche, costillas y pierna de cordero asados con fuego de leña y mayonesa Calve, todo ello regado con agua mineral embotellada y cerveza envasada. En su larga estancia gozaba asimismo de la distracción de frecuentes visitas de una rica clientela de féminas —jóvenes o de edad madura— recomendadas por su anfitriona, muchas de las cuales se habían avenido a retozar con él en posición horizontal y con las piernas al aire. El día antes de la tan esperada reorganización del Gobierno, aprovechando el habitual paseo matinal por la playa, se había esfumado discretamente.

Al ver que no volvía a la hora de la comida, la señora alcaldesa había empezado a inquietarse. No mucho, pero sí un poquito. A la hora de la cena y a la de acostarse, torturada por la duda, no había podido engullir ni un solo bocado ni conciliar el sueño en la cama. Durante una noche interminable, estuvo esforzándose para no creer en una huida y mantener la esperanza de su regreso.

El día siguiente fue largo, muy largo. Lo había pasado sentada en el sofá del salón, con la cabeza apoyada en una mano, muda, absorta en una profunda meditación, roída por la incertidumbre, esperando todavía, sin cambiar de postura. A las ocho de la tarde, cuando después del consabido saludo inicial, la presentadora del telediario había anunciado el nombramiento de Mamadou Lamine Loum como primer ministro en sustitución de Habib Thiam, la señora alcaldesa se había levantado bruscamente como si le hubieran clavado una aguja. Después, llevándose las manos a la cabeza, gritó con estridencia: «¡Me ha engañado!», antes de caer desmayada en la moqueta.

Había pasado un mes gravemente enferma de decepción y había perdido un tercio de su peso. En la clínica de las Almadies, donde la habían hospitalizado, pese a todos los análisis, exámenes, radiografías y escáneres a que la sometieron, los médicos no lograron llegar a un diagnóstico preciso, por lo que dedujeron que su trastorno era de origen psicosomático.

Los efectos personales abandonados por el granuja no eran gran cosa: dos túnicas de bombasí azul y blanco, dos chilabas de rayas negras, colgadas en el armario, dos pares de babuchas marroquíes amarillas y blancas, colocadas cerca del colchón de muelles dispuesto directamente encima de la moqueta de la habitación, que ella había pagado con su propio dinero, y una gran maleta con diarios viejos, tres botellas llenas de safara, dos rosarios largos, un retal de percal, una cabeza y una pata de perro momificadas y dos cuernos de koba y de carnero. No había ningún papel. Se había ido sin dejar dirección alguna.

Apenas repuesta, resignada a no ver cumplido el sueño de ocupar la residencia del primer ministro, se había consagrado de manera frenética a investigar, hasta que por fin encontró al causante de su desengaño en la Unidad 18 de las Parcelas Saneadas, cerca de la iglesia, en el último piso de un edificio de cinco plantas de construcción reciente, contratado por un socialista que había perdido su puesto de diputado a manos de un opositor liberal en las elecciones legislativas de ese mismo año y que aspiraba a un cargo de edil de distrito en las municipales del año próximo, a quien había estafado igual que a tantos otros. Lo único que deseaba ella era compensar los gastos, nada más. Prefería dialogar con él que denunciarlo a la Policía, porque entonces se habría hecho público el asunto, cosa que había que evitar a toda costa.

En el número anterior al que evocaba la muerte de Matar Samb, El Ojo había denunciado con contundencia al propietario de una discoteca, culpable de haber organizado una velada senegalesa en el curso de la cual se había celebrado, con gran éxito, un original concurso. Varias mujeres habían desfilado desnudas delante de un jurado compuesto de tres miembros que debía determinar cuál poseía el monte de Venus, afeitado o hirsuto, más imponente y abombado, así como la vagina más aseada. La feliz ganadora, una joven de veinticinco años, de asombrosas curvas, con formas de mujer adulta envuelta en un cuerpo de niña, se había llevado el saco de arroz de cincuenta kilos que había en juego. Aquel satánico concurso recompensado con tan módico premio, según denunciaba con indignación el redactor en su artículo, representaba un verdadero insulto para todas las mujeres del país, sus valientes abuelas, madres, hermanas y tías; era un certero exponente de la decadencia moral de nuestra sociedad, socavada en lo que constituía su mayor riqueza, su juventud, a la que se ha querido calificar de malsana pese a no serlo más que en otras partes. Ese concurso era una demostración más de que la extrema pobreza, cuya existencia se tiende a negar, pese al elevado e intolerable umbral publicado recientemente por las Naciones Unidas, y la lúgubre y espantosa escolta que siempre la acompaña, el hambre, golpeaban con dureza en plena cara a una gran parte de la población en general y a la de origen rural en particular. Era hora ya de que replantearan esas veladas senegalesas o de que se prohibieran incluso, concluía el artículo. Lejos de atentar contra la libertad de expresión garantizada por la Constitución, con aquella medida se pondría coto a una nueva forma de depravación de las costumbres, a situaciones como la que se había dado menos de un mes antes, cuando en el curso de una de esas famosas veladas organizadas en Monaco Plage, los gendarmes de Hann habían sorprendido a quince parejas de homosexuales en pleno desenfreno carnal en la arena de la costa y los habían llevado al cuartel.

A través de todas las emisoras de radio, las numerosas asociaciones musulmanas habían lanzado una manifestación unánime de repulsa contra el gerente del local, un impío que merecía ser flagelado en público. Una ONG islámica había puesto una denuncia, esa vez no contra El Ojo del Testigo, sino contra el sacrílego, al que vilipendiaba. Al día siguiente de la publicación del artículo, cerraron el local, el Cinq sur Cinq, en M’Boro, pueblecito de la región de Niayes dedicado a la producción hortofrutícola y al turismo, y detuvieron a su propietario.

Mamadou Moustapha Marone, que firmaba sus artículos con el apodo de «Emme Tres», jefe de redacción de El Ojo del Testigo, despertó con el melodioso tintineo de su móvil cuando apenas acababa de dormirse después de haber apagado la lámpara del dormitorio.

Volviéndose despacio en la oscuridad, tendió el brazo y se apresuró a coger el aparato con la intención de evitar que la luz, los movimientos bruscos y el ruido prolongado del teléfono importunaran a su mujer, Salimata Badiane, y a su hija Yaye Ndoumbé, de nueve meses, que dormía también a su lado y no en la cuna. Yaye Ndoumbé estaba enferma desde el día anterior. Ardiente de fiebre y con diarrea pese a la administración de los medicamentos que le había recetado esa mañana el pediatra, se había pasado gritando buena parte de la noche. Muy preocupados, ya que aquella era la primera vez que la veían sufrir así, el padre y la madre se habían turnado para velarla, sosteniéndola en brazos, hasta el amanecer casi, cuando por fin había conciliado el sueño poco antes de que Salimata se durmiera a su vez.

—¿Emme Tres? —oyó que le preguntaba una voz de hombre, suave y cansina.

—El mismo al aparato —respondió con una brusquedad que no se molestó en reprimir, furioso por verse sacado de los brazos de Morfeo, maldiciendo para sí a tan madrugador interlocutor—. ¿Quién me llama?

—Mi nombre no le va a sonar de nada. ¿Está interesado en recibir información relacionada con lo que su diario llama el caso Matar Samb?

—¡Desde luego! —exclamó, sorprendido, Emme Tres—. ¿Dónde y cuándo nos vemos, por favor? Puede fijar hora y lugar según le convenga, por supuesto.

Notó que su mujer se acercaba y se pegaba a él.

—No hables tan alto, que vas a despertar a Yaye —le susurró.

—Ahora mismo, si quiere —respondió la voz suave y cansina—. Estoy aparcado delante de su casa.

—¡No, es increíble! Enseguida salgo.

Emme Tres volvió a dejar el móvil en la mesita, apartó a su mujer y se levantó para encender la lámpara.

—¿Adónde vas a esta hora? —inquirió Salimata después de dedicar una ojeada al despertador de la cómoda—. Son las seis menos cuarto; aún es de noche.

—Me quedaré justo en la entrada de la casa. ¡Un tipo me espera para darme información sobre el caso Matar Samb! —explicó con entusiasmo.

Yaye Ndoumbé se despertó a causa del elevado volumen de su voz y lo hizo saber con grandes alaridos. Salimata se incorporó, la tomó en brazos y sacando el pecho del camisón, le introdujo el pezón en la boca. El llanto cesó de inmediato.

—El médico había dicho que había que dejar de darle de mamar por completo hasta que parase la diarrea —señaló.

—¡Bah, tiene hambre! Tengo que darle el pecho. No le hará ningún daño —opinó mientras acariciaba a la pequeña con la mejilla posada en su pelo.

—¡Bueno, me voy!

—¿Será prudente? —objetó ella—. Igual es una trampa. Hay muchos maleantes en el barrio, aún es de noche, Yaye está muy enferma y yo tengo miedo. No salgas.

Emme Tres no la escuchó hasta el final.

Salió en pijama de la habitación y entró en el salón; tras encender la luz de afuera, atravesó el pequeño patio. Pasó junto al cobertizo sin prestar atención a Reporter, el loro, que parecía dormir en su jaula, y llegó al portal.

Se dijo que una vez más había dado en el blanco; la breve noticia había tenido sin duda el mismo efecto efervescente que una patada descargada contra un hormiguero. Había recibido la información cuando el periódico ya estaba montado y no había vacilado en suprimir otro recuadro donde se relataban las desventuras de un ustaz, un maestro de árabe, a quien había propinado una soberana paliza un enfurecido padre de familia, que había hecho irrupción en su clase armado con una barra de hierro para castigarlo por haber sometido a tocamientos a su hija de ocho años. Su bomba había causado gran conmoción como de costumbre, superando todas sus expectativas, llenando de asombro a más de uno. Todo el mundo se había lanzado a hacer conjeturas.

—Eh, ¿has visto El Ojo de este viernes?

—No, no lo he leído.

—Entonces no estás al corriente. Tienes que leerlo. El ministro Matar Samb no murió de un ataque al corazón. ¡Se suicidó en su dormitorio, en Ranrhar!

De este modo, avisados por el boca a boca, los lectores se habían precipitado sobre el tabloide como las moscas sobre un hueso de mango. Al acabar el día, la edición se había agotado y era imposible encontrar un solo ejemplar en los kioscos de la ciudad. En el próximo número, que se publicaría con tirada doble, iba a exponer en profundidad el asunto, tal como había prometido. Estaba convencido de la fiabilidad de la información que le había hecho llegar su informador, Ngagne Demba Thiongane, al que conocía bien. Habían crecido en el mismo barrio, habían asistido a los mismos centros de secundaria y habían pasado el bachillerato juntos. Sus caminos se habían separado en la universidad, cuando a Ngagne Demba lo habían orientado a la Facultad de Derecho y Ciencias Jurídicas, mientras que él fue el primero de la lista en el examen de ingreso a la escuela de periodismo, la CESTI, de donde salió dos años después provisto del título, de nuevo como primero de su promoción.

La vida no había sido muy pródiga con Ngagne Demba. Tenía una mala suerte proverbial, que lo seguía a todas partes como una sombra. Como no había podido seguir el ritmo infernal del campus y de las aulas, se había enrolado en el ejército, de donde lo habían licenciado al cabo de veinticuatro meses sin haber rebasado, pese a tener el bachillerato, el grado de soldado raso. Después de un largo y difícil periodo de paro, durante el cual había vivido sombríos momentos y había cometido actos que prefería no recordar, gracias a la intervención de su hermano mayor, ingeniero de telecomunicaciones, que, obedeciendo a su insistente demanda, había accedido por fin a hablar con un amigo suyo director de empresa, había conseguido un empleo en la agencia de personal de seguridad y limpieza Senegal Sécurité Service. Ngagne Demba se había puesto en contacto con él tres días atrás, impelido, según decía, por la necesidad de resolver con urgencia un espinoso problema al que se hallaba confrontado, y le había vendido el secreto que había descubierto quince días atrás, la mañana en que estaba de guardia en casa del difunto ministro Matar Samb.

Él, por su parte, le había pedido que recabara otros datos para los que estaba dispuesto a pagar incluso el doble, interrogando al personal doméstico, mujeres de limpieza, cocineros o el mayordomo, para averiguar qué había ocurrido realmente entre la pareja después de su regreso a casa en el todoterreno a primera hora de la mañana, en el breve espacio que había mediado antes de la precipitada salida de la esposa al volante de su Jaguar. Aunque nadie les preste atención, siempre que se producen dramas familiares de esa clase, los criados están enterados de lo que ocurre con todo lujo de detalles. Seguro que Ngagne Demba lograría sonsacarles algo. Ese mismo día tenían cita en el restaurante Ali Baba, a la una.

Y para acabar de arreglar las cosas, he aquí que los dioses de los periodistas se ponían de su parte y acudían en su ayuda: alguien, a quien la lectura de su breve artículo sobre el asunto Matar Samb había impulsado sin duda a descargar la conciencia de un secreto demasiado pesado, se presentaba casi en la puerta de su casa con intención de contarle lo que sabía.

Emme Tres abrió la puerta y en la incipiente luz del alba vio a un hombre vestido de blanco, de pie junto a un gran Mercedes del mismo color que su ropa. De estatura mediana, más bien delgado, debía de ser un fanático del blanco. De su gorro blanco se habían escapado algunos mechones de pelo tan blancos como el tupido bigote enroscado en forma de manillar, o como el conjunto de túnica y bombacho y los zapatos marakis,[34] así como el rosario que sostenía en la mano derecha, cuyas blanquísimas perlas desgranaba entre el índice y el pulgar.

Al ver a Emme Tres, atravesó la calle juntando el rosario entre las dos palmas de las manos. Luego sopló encima, se lo frotó en la cara y lo guardó en el bolsillo de la túnica en el momento en que llegaba a su lado.

—Buenos días, Mamadou Moustapha —lo saludó calurosamente con aquella voz dulce y cansina, un tanto afeminada, que había hecho pensar a Emme Tres que tal vez se trataba de un hombre-mujer—. ¡Marone, Marone! Tiene usted un gran apellido, el nombre de la mejor de las criaturas del Todopoderoso, mil veces más hermoso que el insulso apodo de Emme Tres.

El redactor creyó oír la voz de su difunto padre, que de niño a menudo le repetía más o menos lo mismo. Tendió la mano al hombre de blanco, que se la estrechó con una firmeza y energía muy distintas de la sensación que transmitía su voz. En su breve inspección, le llamó la atención el brillo feroz, incluso cruel, que ardía en sus ojos. Entonces pensó que se había equivocado. Aquel hombre de duras facciones no era un homosexual; era un individuo peligroso, implacable, probablemente capaz de estrangular con sus propias manos al imprudente que lo importunase. No le gustaría nada tener que vérselas con él.

—Buenos días, tío —saludó—. ¿No se decide a decirme su nombre?

El hombre esbozó una sonrisa con la que mostró una dentadura de una centelleante blancura que, en lugar de suavizarle la cara, acentuó la dureza de sus rasgos y la ferocidad de la mirada.

—Le repito que mi nombre no le sonará de nada —contestó—. Pero ¿podemos entrar, Mamadou Moustapha? No en el salón, donde podríamos molestar a su esposa y a su hija enferma, que están acostadas en la habitación de al lado. Sólo en el cobertizo con las sillas y la hamaca verdes que hay en el centro del patio.

—¡Vaya, parece estar muy bien informado en lo que a mí concierne! —comentó con asombro Emme Tres, apartándose para cederle el paso.

El hombre entró en el patio y se encaminó al cobertizo. Después de cerrar la puerta, Emme Tres se reunió con él. Se instalaron en las sillas de plástico verdes dispuestas frente a la hamaca tejida con hilo de nailon del mismo color.

—Lo felicito, Mamadou Moustapha —prosiguió el recién llegado—. Su nueva casa es muy bonita. Todo hombre debe cuidar su propia persona, no por narcisismo, sino por respeto a sí mismo. Vivir en una residencia cómoda, vestirse de manera impecable, consumir una comida sana y suculenta, tener una, o mejor, cuatro buenas esposas, todo esto es la clave de una existencia dichosa durante este nuestro efímero paso en la Tierra. De nuevo, lo felicito. Mamadou Moustapha, ¿puedo tutearle?

—Desde luego, tío —repuso Emme Tres, con la boca muy abierta y la dicción entorpecida por un irreprimible bostezo.

—Gracias, Mamadou Moustapha. Ni qué decir tiene que yo también te autorizo a tratarme de tú. Te he pedido permiso para entrar porque tengo que hablarte largo y tendido, y además soy por naturaleza muy hablador. Lo que otra persona despacha en tres palabras, para mí implica una docena. No quedaría nada bien que permaneciéramos en la calle, incluso estando desierta a esta hora, como si fuéramos gentes recién llegadas a la ciudad. Antes has dicho «parece estar muy bien informado en lo que a mí concierne». En eso te equivocas un poco. Debes saber, Mamadou Moustapha, que yo estoy enterado de todo, de todo, fíjate bien, de todo lo que te concierne, de cerca o de lejos, desde hace dos décadas. Si supieras hasta qué punto te conozco, te asustarías…

Emme Tres se dispuso a hablar, pero vencido de nuevo por las ganas de bostezar, abrió otra vez la boca exhalando una larga y ruidosa espiración.

—Tápate la boca con la palma de la mano, Mamadou Moustapha —le recomendó el hombre de blanco—. Como todos los jóvenes, descuidas las buenas enseñanzas. ¿No sabes que cuando bostezas sin protegerte la boca con la mano, el diablo aprovecha para colarse en tu cuerpo y provoca enfermedades cada vez más difíciles de curar? Así, Mamadou Moustapha, pon siempre la mano delante de la boca cuando bosteces como medida de protección, tal como haces ahora. ¡Así está mejor!

Emme Tres comenzaba a sentirse exasperado con ese desconocido que no alcanzaba a definir. Quiso negarse a seguir su consejo, como desafío y porque además no creía para nada en esas historias del diablo, pero la mirada del hombre, fija en él, lo disuadió. Muy a su pesar, siguió la recomendación como si estuviera obligado a obedecer una orden que no le agradaba, recordando a su difunto padre que siempre le hacía la misma observación cuando bostezaba en su presencia.

—¿Quién es usted, dígame? —se apresuró a inquirir cuando aún no había acabado de espirar el aire, con la mano delante de la boca.

—Ya he declinado dos veces responder a esa pregunta, creo, pero puesto que insistes, te voy a dar mi nombre. Podría decirte Mamadou Ndiaye, el nombre más común de los senegaleses, y entonces no me habrías creído, y no te habría faltado razón. En realidad, me llamo Mamadou Moustapha Marone, como tú. Tenemos el mismo nombre ¿ves?, y las coincidencias van más allá. Mi padre, que Dios le conceda estar en su santo paraíso, que falleció bajo las ruedas de un camión hace veinte años, se llamaba Masamba Marone, igual que tu propio padre, fallecido también en las mismas tristes circunstancias. Mi madre se llama Ndoumbé Fall, como la tuya. Mi primera hija de mi única esposa, Salimata Badiane, del mismo nombre que tu única mujer, se llama como tu hija de nueve meses, Yaye Ndoumbé. Son extraños, muy extraños, estos casos de homonimia. Y eso no es todo, mis dos hermanas mayores se llaman respectivamente Khady y Yama Marone, y mis dos hermanastros, Masamba y Lamine Niang, nacidos del segundo matrimonio de mi madre con el hombre a quien yo llamo padre, Basiru Niang, tienen el mismo nombre que tus hermanas mayores, que tus hermanastros y que tu padre adoptivo. Es realmente extraño, Mamadou Moustapha Marone, tanta homonimia, ¿no?

—¡No, no son casos do homonimia! —exclamó, horrorizado, Emme Tres—. Eso es que te has informado muy bien sobre…

No pudo concluir la frase, compélalo por la necesidad de bostezar.

—No has dormido bien, ya sé —observó el hombre—. Por eso bostezas sin parar. Ponte, tal como te he recomendado, la mano delante de la boca abierta. Salimata tampoco ha dormido bien, porque nuestras amadas esposas, cuando los bebés están enfermos, se angustian mucho más que nosotros, los maridos. Todos los niños del mundo suscitan la inquietud de sus padres cuando se ponen enfermos, sobre todo la primera vez, como le sucede a Yaye Ndoumbé. De todas formas, no tienes por qué preocuparte, tal como te ha asegurado el profesor Macode Thiam, el pediatra de la clínica Dieynaba al que la llevaste ayer por la mañana, junto con su mamá, que la cargaba a la espalda pese a no tener costumbre. El profesor Thiam, apodado el Doctor de los Niños, los conoce muy bien. Una simple salida de dos dientes, una otitis no purulenta del oído interno derecho y una diarrea leve se curan fácilmente con Catalgina en polvo, a razón de un sobre por la mañana, al mediodía y por la noche; para combatir la fiebre y el dolor, Antibio Synalhar, gotas auriculares, dos en el oído afectado, el derecho, ése donde aplica siempre la manita llorando, por la mañana, mediodía y noche, sin obstruir el conducto auditivo con algodón. Y no olvides tampoco, contra la diarrea, el Arabon, polvo de agradable sabor a cacao, tres cucharadas por la mañana, al mediodía y por la noche. Además, hay que parar por completo de darle el pecho y que tome sopa de zanahoria, papilla sin leche, agua mineral y agua de arroz hasta que las heces sean sólidas. Nuestras sufridas esposas nunca respetan esta última indicación, que es igual de importante que la administración de los medicamentos. «Bah —dicen—, el médico no sabe lo que dice. ¡El pecho de la madre no puede hacerle daño a su hijo!» Y se ponen a darle de mamar, tal como ha hecho Salimata, sin duda. Tranquilízate, de todas formas, Yaye Ndoumbé se va a recuperar pronto. Ya fuiste a comprar los tres medicamentos a la Grande Pharmacie de Dakar. Pagaste con un billete de diez mil y uno de cinco mil francos y te devolvieron cuatrocientos veintiocho francos de cambio. Los medicamentos son horriblemente caros, tal como comprobaste, igual que todos los gastos sanitarios, por otra parte. El enfermo que no tenga dinero, sin derecho a consulta ni a tratamiento, se muere bien pronto. A ti, eso de morir por falta de visita médica y medicación no te va a pasar, porque tienes de sobra para pagar. Lo malo es que podrías fallecer de una manera horrible, dolorosa y repentina si…

Salimata apareció en camisón en el rectángulo luminoso de la puerta del salón y se puso a observar a su marido, que conversaba en el cobertizo con un extraño vestido de blanco.

El hombre la advirtió primero y avisó al periodista con un discreto movimiento de la cabeza. Emme Tres se volvió. Al ver a su esposa, le dirigió un ademán tranquilizador con la mano.

—¡Ve a tranquilizar a Salimata, Mamadou Moustapha! —lo instó—. Como he dicho antes, soy muy parlanchín y nuestra conversación se está prolongando. Seguro que se ha empezado a preocupar. ¡Ah, nuestras valientes e indispensables esposas! A la vez buenos colchones y cálidas mantas para unos, campos de fértil o estéril tierra para otros, enseguida se preocupan, a menudo sin necesidad. ¡Ve a tranquilizarla, rápido!

Emme Tres no tenía ganas de levantarse ni de ir a tranquilizar a nadie. En realidad, él mismo no la tenía todas consigo. Quería permanecer sentado, escuchando las sorprendentes y precisas revelaciones de aquel extraño individuo. Se estremeció y sintió, sin saber por qué, cómo ni cuándo que había rozado la muerte de muy cerca y que había salvado la vida por milagro. El pánico se coló en su interior, como una violenta corriente de aire por una puerta abierta. ¿Quién era ese hombre tan particular? ¿Qué quería de él? ¿Tenía buenas o malas intenciones? ¿Cómo demonios había conseguido conocerlo tan bien, hasta saberlo todo, absolutamente todo, sobre él? Hasta las dosis de los medicamentos recetados a su hija, su edad, de qué estaba enferma, el médico que la trataba, la farmacia donde había comprado los medicamentos… Aquel estrafalario adorador de la blancura, que le clavaba con insistencia una mirada semejante a la de una serpiente de cascabel que hipnotiza la liebre antes de atacar, no había venido a verlo a aquella intempestiva hora, cuando la llamada del muecín para la oración de la mañana acababa apenas de resonar en el altavoz del minarete de la mezquita del barrio vecino, cuando las gentes de bien se disponían a cumplir con sus devociones o estaban todavía en la cama, ese adicto a la blancura no había venido tan sólo a hacerle una visita a su domicilio con el objetivo de aportarle información sobre el caso Matar Samb, tal como había afirmado. Venía por otra cosa, pero ¿qué? ¿Qué razones, importantes sin duda, lo habían llevado a su casa tan de mañana, a la hora del canto del gallo?

—Ve a tranquilizarla, rápido —repitió—. Después, contestaré a las preguntas que en este momento rebullen en tu cabeza. Ve.

Asustado, Emme Tres se levantó de la silla y se acercó con paso rápido a Salimata, sospechando si no sería un verdadero brujo capaz de leerle el pensamiento.

—¿Y Yaye? —inquirió, sin despegar la mirada de aquel hombre que lo tenía subyugado.

—Se ha dormido —repuso ella—. La fiebre ha bajado y ya no gime ni se agita. Está calmada. ¿Quién es ese ustaz, vestido de esa forma? ¡Según parece, tiene mucho que contarte!

Emme Tres pensó que su esposa había tenido la misma impresión que él cuando lo había visto al lado de su coche, delante del portal de su casa. Lo había tomado también por una de las tantas personas de costumbres pervertidas que circulan por la calle. No era, sin embargo, maestro de árabe ni tampoco homosexual. Estaba tan seguro de ello que no habría vacilado en apostar que se cortaría una mano de lo contrario.

—Vuelve enseguida con Yaye —dijo.

—¿Quién es? —insistió ella.

—Alguien que tiene revelaciones importantes que hacerme. Vuelve con Yaye; yo me quedo con él.

Emme Tres abandonó a Salimata en el umbral para regresar al cobertizo, donde volvió a sentarse delante del enigmático individuo de blanco.

Salimata se quedó mirándolos un momento antes de desaparecer en el interior.

—Continúa, tío, por favor —lo animó con tono apremiante.

—Bien, Mamadou Moustapha —prosiguió el hombre—. Veo que mis palabras te interesan, que estás bien dispuesto a escucharme con las dos orejas. Ahora te reitero, pues, que podrías fallecer de manera horrible, dolorosa y repentina si no ejecutas al dedillo las órdenes que te voy a dar, Mamadou Moustapha Marone. Deja, de una vez por todas, de mancillar la memoria de aquel que se ha ido con Dios, Matar Samb, a quien el Todopoderoso concede un lugar privilegiado en el séptimo paraíso. No hay ni va a haber ningún caso Matar Samb. Si no, los relámpagos del cielo se abatirán sobre tu familia, sobre tu esposa, sobre tu hija y sobre ti, de tal forma que acabaréis quemados igual que el carbón. Has tenido una suerte inaudita, porque ya no deberías estar vivo después de la aparición del nombre del llorado Matar Samb en un artículo tan difamatorio como ése. La prueba irrefutable de que el agente del Senegal Sécurité Service, Ngagne Demba Thiongane, te ha inducido a error te ha salvado de una muerte segura. Le has pagado ya ciento veinticinco mil francos por una información falsa que te había vendido. Tenías cita en el restaurante Ali Baba a la una para que te pasara otra información que has prometido pagarle a un precio doble. —Mientras hablaba, sacó del bolsillo de la túnica unos billetes que entregó a Emme Tres—. Toma tu dinero. No hay que gastar una suma tan elevada por una mentira tan odiosa, porque lo que el tal Ngagne Demba Thiongane había asegurado ver es una detestable mentira destinada, con una inconfundible finalidad, a mancillar la imagen póstuma de un hombre irreprochable, un gran hombre de incontables méritos. Todavía hay enemigos irreductibles que arremeten contra su memoria igual que los buitres contra el cadáver de un asno y no quieren ni siquiera dejarlo dormir en paz en su tumba con el sueño de los justos. Y tú, manipulado como una marioneta, has sido el instrumento de esas maléficas aves. Por suerte para ti, no tenías conciencia de lo que hacías. Demba Thiongane, en cambio, sí lo sabía. A él lo contrataron esa banda de carroñeros y por eso ha sido castigado, de una manera definitiva. No va a acudir al Ali Baba hoy. Desde esta noche está de camino hacia el Infierno; de hecho, ya debe de haber llegado. Irás a comprobarlo a la playa, cerca del sitio donde antes fusilaban a los condenados a muerte. Así tendrás material para escribir un excelente artículo en tu periódico, con hechos verídicos y constatados, aunque te advierto que su cadáver tiene un aspecto un tanto horripilante. Si quieres tener una idea aproximada de su estado, mira en la jaula de Reporter.

Emme Tres se levantó con presteza, fijando la vista en la jaula colgada del techo. Cuando la descolgó, vio al pájaro muerto, decapitado con una cuchilla de afeitar, la cual reposaba al igual que la cabeza encima de su tórax, un ala arrancada y las vísceras desparramadas fuera del abdomen.

Era un loro magnífico, un espécimen raro de vivos colores amarillo, naranja y azul en el cuello, el pico de un rojo bermellón y la cabeza y el resto del cuerpo verdes, que le había traído de Gabón un colega; le había dicho que con un largo y paciente adiestramiento podría lograr hacerle pronunciar algunas palabras o incluso frases, después de que aprendiera a silbar. Le había puesto el nombre de Reporter en recuerdo del reportaje que había realizado en África Central. El ave se había habituado rápidamente a la casa, cuyos rincones conocía sin excepción, y cuando lo llamaban por su nombre respondía con un grito especial. Le había enseñado a silbar las primeras notas de Set, la famosa canción de Youssu Ndur, que modulaba sin error, aunque todavía no llegaba a pronunciar correctamente el nombre acortado de su periódico, El Ojo, que él le repetía continuamente. Ahora el pobre Reporter yacía inerte, sin vida, víctima inocente de un ajuste de cuentas que ni él ni su amo comprendían.

Invadido por una mezcla de miedo y repugnancia, Emme Tres se puso a temblar con tanta violencia que la jaula se le cayó de las manos. También se le escapó de forma involuntaria un reguero de tibia orina que sintió correr por las trémulas piernas. Volvió a sentarse en la silla, incapaz de mantenerse de pie.

—¿Quién ha matado a Reporter de este modo? —preguntó con voz átona, con la garganta, la boca y los labios resecos.

—El mismo que ha matado a Demba Thiongane y que te matará de forma indefectible a ti, pero que antes matará a Yaye Ndoumbé y a Salimata, tu hija y tu esposa. Hay muchas verdades ligadas a ti que ignoras por completo y que debes aprender para llegar por fin a saber quién eres de verdad, porque no te conoces a ti mismo. También es preciso que comprendas hasta qué punto te has mostrado desagradecido con la familia de aquel que se ha ido con Dios, Matar Samb, que el Señor se apiade de él, a quien tú y tu propia familia le debéis absolutamente todo. Eso empezó hace mucho, hace dos décadas para ser precisos, cuando tú tenías ocho años. Entonces eras un niño. No obstante, a esa edad uno retiene muy bien el recuerdo de los hechos destacados de su existencia, y nada marca más que presenciar la horrible muerte de un padre. Todavía guardas en el recuerdo aquella fría mañana del mes de marzo, cuando conducías a tu viejo padre ciego, guiándolo con el bastón que sostenías con la mano, hacia el puente de Colobane, donde mendigaba de la mañana al anochecer, cerca de vuestro domicilio, una miserable barraca construida con bidones y latas de conserva aplanados y juntados, una de las que aún quedaban del barrio Alminkou. Al atravesar la calle, un camión que salía del puente a toda velocidad atropello a tu padre y le causó la muerte inmediata. Alertado por el chirrido de los frenos y los gritos de los viandantes, tú saltaste y te salvaste así del accidente. El bastón del anciano ciego se quedó en tu mano. Un policía de la cercana comisaría de Bel Air, que montaba guardia en las proximidades, fue uno de los numerosos testigos. El se encargó del atestado. En él se constataba que, puesto que tu padre y tú cruzasteis con el semáforo en rojo, la aseguradora del camión no debía pagar ninguna indemnización a tu familia. Así es la ley, es dura, inhumana, pero es la ley. Sin embargo, el camión, al igual que la compañía de seguros, pertenecía a una empresa de obras públicas y construcción de la familia de aquel que se ha ido con Dios, Matar Samb. Por aquel entonces aún vivía su padre, el venerable Mapate. Era un santo varón, una persona de generosidad ilimitada cuyas numerosas obras benéficas llegaron a todos los confines del país. Al enterarse de la indigencia en la que vivía la familia del anciano ciego fallecido, compuesta por una mujer, tu madre Ndoumbé Fall, tus dos hermanas, Khady y Yama, y tú, el benjamín Mamadou Moustapha Marone, el venerado Mapate Samb se hizo cargo de ella. ¡No hay mal que por bien no venga! Ese dicho describe muy bien lo que os sucedió a ti y a los tuyos.

»La tragedia que sufristeis os abrió al mismo tiempo las puertas del acomodo y de la prosperidad. En primer lugar, la compañía de seguros os indemnizó totalmente sin ayuda de un abogado; así, de la noche a la mañana, dejasteis el tugurio de Alminkou para instalaros en un bonito piso de cinco habitaciones, con salón, cocina, cuarto de baño con bañera, totalmente equipado, en el nuevo barrio de Liberté 5. A partir de entonces no os faltó nunca de nada. Siempre recibisteis más de lo que necesitabais, alimentos, ropa, dinero en efectivo, agua, electricidad e incluso teléfono; todo gratis; recibisteis un rollizo carnero, no sólo para todas las fiestas de Tabaski, sino también para la de Korité y de Tamkharite. Khady y Yama, de quince y trece años respectivamente, que ya trabajaban como criadas, demasiado mayores para ingresar en la escuela, se quedaron en casa a dar órdenes a las dos empleadas de servicio que tu madre había contratado, una para la ropa y la limpieza, y otra para la cocina y los platos. A ti, con un ligero retraso a tus ocho años, te inscribieron en Sainte-Marie de Hann, considerada la mejor escuela de todo el país, tanto del sector público como privado, con los gastos de escolaridad pagados, en primaria y secundaria. Entonces ya habías realizado estudios coránicos; después de dejar a tu padre en la entrada del puente de Colobane, volvías a Alminkou para ir a casa del marabú que tenía la escuela instalada al aire libre, en el patio de la mezquita pequeña construida cerca de las vías, a quien tu padre pagaba escrupulosamente todos los miércoles sin faltar, porque tú no podías, como los otros talibés,[35] ir a mendigar. Tú tenías una mente despierta para memorizar los versículos del santo Corán y también fuiste un excelente alumno, siempre el primero de la clase, desde primaria a la universidad. Todas esas buenas acciones se llevaron a cabo con la mayor discreción, según tenía por costumbre el venerable Mapate. Lo que te revelo ahora, ni tu propia madre Ndoumbé Fall lo sabe. Siempre ha ignorado de dónde le caía ese maná. Lo único que le pidieron fue que nunca tratara de averiguar el origen de la fuente porque, si no, corría el riesgo de que se secara, y que rezara cada mañana al despertarse y cada noche al acostarse por aquel benefactor que quería mantener el anonimato.

»Los años pasaron, y cuando el venerable Mapate fue llamado a presencia de Dios, lo sustituyó su hija Dieynaba, una mujer tan capaz como diez hombres juntos. Ella ha mantenido la obra filantrópica de su padre e incluso la ha perfeccionado y ha aumentado después de la devaluación del franco CFA. Tu madre, que todavía era joven y guapa, se volvió a casar con Basiru Niang, que era mucho más joven que ella, lo que constituye el sueño secreto de todas las mujeres. Con él tuvo dos hijos, Masamba, que lleva el nombre de tu difunto padre y tiene ahora dieciocho años, y Lamine, dos años menor que él. Ha ido más de quince veces de peregrinaje a la Meca, la mitad de ellas en compañía de su joven marido. Hoy en día es una de las personas más notables del barrio, responsable de la política del partido socialista, con la bandera verde y la estrella roja ondeando en la entrada de su casa. Ha llegado lejos, como se dice. A tus dos hermanas, Khady y Yama, también les ha ido bien. Ambas están bien casadas, una con Mor Djigo, un gran empresario, y la otra con Samba Ndir, un rico comerciante, y tiene numerosos hijos, no delincuentes, que van a visitar la Kaba y la tumba del Profeta en Medina y son felices en su matrimonio. Y tú, por fin, Mamadou Moustapha Marone, tú también te has desenvuelto bien. Eres el director de tu propio periódico, jefe de empresa, por lo tanto, con una quincena de empleados, una bonita casa, un BMW serie 500 nuevo, una esposa joven y encantadora, una niña preciosa, una huerta productiva en Diander y otra en la Bicis, así como una cuenta bancaria, el número 11965800094, bien surtida. Gozas de una estupenda situación, desde luego. No obstante, es posible que no puedas seguir disfrutando de todas esas comodidades si sigues arrojando el oprobio sobre la familia del venerable Mapate Samb, que os sacó de la miseria a ti y a tu familia, pese a que nadie lo obligaba, buscando sólo complacer al buen Dios.

»Sería como la víbora que muerde el pecho que la ha calentado. La fábula cuenta que acabó con la cabeza aplastada. Comparada con la tuya y la de tu familia, su suerte te parecerá liviana y hasta deseable si te empecinas en mancillar la memoria de aquel que se ha ido con Dios, Matar Samb. Lamentarás mil veces haber nacido, mil veces llamarás a gritos que no saldrán de tu boca, que estallarán en tus entrañas, imposibilitado de hacerlos brotar, para que por fin llegue la muerte liberadora que tanto tarda en venir. Cuando veas el cadáver de Demba Thiongane, te formarás una idea precisa de lo que podría sucederle a tu hijita, Yaye Ndoumbé, a tu mujer, Salimata Badiane, y, por supuesto, a ti, Mamadou Moustapha Marone en último lugar. Ngagne Demba recibió lo que merecía, ni más ni menos. Era una persona fea e insignificante, Un fracasado que no había ganado un solo sueldo en el curso de su vida, más que gracias a las obras benéficas que son las sociedades y empresas montadas por el venerable padre de aquel cuyos despojos comía al contar en relación con él una historia inventada, que no llegaba siquiera a reunir la suma que le pedían para obtener la mano de la joven con la que se quería casar y que, para llegar a dicho fin, no tuvo otra ocurrencia que vender una lamentable mentira a un joven periodista, brillante desde luego pero tonto e inexperto, demasiado precipitado y lo bastante idiota como para no mirar por dónde pisa, que se arriesga a sufrir una caída mortal. He comunicado tu nombre, Mamadou Moustapha Marone, en deuda perenne en todo, así como el de todos los tuyos, a la familia del gran hombre cuya memoria has pisoteado en tu periódico. La Familia de aquel que se ha ido con Dios, Matar Samb, no va a poner una denuncia contra ti, porque sería honrarte demasiado y, además, supondría añadir palabras sórdidas a las otras palabras sórdidas que ya has suscitado. Ya ha sido suficiente. En el próximo número de tu tabloide, vas a borrar tus barbaridades para que no quede ni huella de ellas. En el centro de la primera página, en letras bien grandes, vas a presentar tus excusas más sinceras a la familia del llorado Matar Samb, reconociendo tu grave error profesional. Ellos consideran que será suficiente como mea culpa. Todo el mundo reconoce que tienes una buena pluma, así que no hay duda de que sabrás encontrar las palabras apropiadas para tu artículo. En eso confío en ti. Como he dicho al principio, yo soy de natural hablador, y es verdad que me he demorado mucho. Espero que no haya sido inútil. Voy a terminar con un dicho muy propio de este país; tal dicho enseña que si supieras lo que te acecha, habrías dejado lo que acechas para ocuparte de lo que te acecha a ti. Tú, Mamadou Moustapha Marone, sabes perfectamente lo que te acecha. A buen entendedor… ¡Salud!

El hombre fanático del blanco se levantó de la silla y se encaminó a la salida sacando el rosario del bolsillo lateral de la túnica.

Paralizado, con el cabello erizado de espanto y el cuerpo sacudido por un violento temblor que hacía mover incluso la silla que ocupaba, Emme Tres lo siguió con la mirada, que mantuvo fija en la puerta hasta mucho tiempo después de que la hubiera cerrado al salir, preguntándose con quién había estado conversando. ¿Con un hombre? ¿Con un diablo? ¿Con un ángel protector o con el ángel de la muerte que había hecho una excepción acudiendo a ponerlo sobre aviso?

El ruido del motor del Mercedes hizo que por fin volviera con lentitud la cabeza. Advirtió con sorpresa la jaula caída a sus pies. Entonces la recogió y, tras posarla en el regazo, abrió la portezuela y con mano trémula sacó el cuerpo mutilado, el ala, la cabeza de Reporter y la cuchilla que la había rebanado. De improviso sintió que lo abandonaban las energías. El más mínimo movimiento le reclamaba un doloroso esfuerzo. Había que ser un monstruoso sádico para efectuar un acto tan brutal. El cadáver del loro estaba frío y rígido, de lo que se deducía que había muerto hacía tiempo. Lo habían matado antes de la madrugada. El mismo había hecho entrar al pájaro en la jaula la noche anterior y, al cerrar la puerta, le había dicho: «¡Hasta mañana, Reporter!»; el loro le había contestado con un estridente silbido. Sabía que eran las doce menos cinco porque había mirado el reloj antes de apagar la luz del patio para ir a reunirse con Salimata y Yaye Ndoumbé en el dormitorio, donde el ordenador portátil de última generación con el que había estado trabajando seguía conectado a Internet. Resolvió sustituir el pájaro asesinado por dos perros lobo idénticos a los de la comisaría.

Con grandes esfuerzos, logró levantarse de la silla y se fue a la cocina con Reporter, al que escondió en una bolsa de basura negra. No quería contarle ni una palabra de aquello a su esposa. La visión del loro torturado, por el que sentía gran apego, la impresionaría y le causaría una honda aflicción. Entró en el dormitorio, donde la lámpara seguía encendida. Salimata y Yaye Ndoumbé, con los labios prendidos del pecho de ésta, dormían con los puños cerrados. Se fue al cuarto de baño y, después de tomar una ducha rápida, salió, se vistió y regresó a la cocina, donde se preparó un café. De nuevo en la habitación, cogió el móvil de la mesita y las llaves del coche del cajón. Luego salió. Su esposa y su hija dormían.

Ahora ya se había levantado el día. Antes de entrar en el garaje, encontró a la criada, Yvonne, que acababa de llegar con el pan para el desayuno, que había comprado en el puesto de la esquina, y que respondió a su saludo con un murmullo incomprensible. Media hora después, atravesó la pista del circuito deportivo y detuvo el BMW azul en la explanada del antiguo campo de tiro. Sosteniendo la bolsa de plástico negra que contenía los restos de Reporter, se bajó y cerró las puertas. Con el corazón rebosante de pena, la arrojó entre las altas hierbas después de titubear varias veces, como se suele hacer cuando hay que abandonar el cementerio donde acaban de enterrar a un ser querido. Luego bajó por la escarpada pendiente que conducía a la playa y advirtió a unos cuantos hombres, corredores vestidos con ropa de deporte, que gritaban y gesticulaban alrededor de una persona tendida a sus pies. Apuró el paso y enseguida llegó a su lado.

Acostado boca arriba, con los ojos desorbitados y expresión de terror, Ngagne Demba tenía la camisa color verde hierba del uniforme atravesada por varios agujeros de precisos bordes ensangrentados, provocados por las múltiples puñaladas recibidas. Las mejillas estaban hendidas en ambos lados de los pabellones de las orejas, cercenadas las comisuras de los labios, que le habían recortado para dejarle los dientes al desnudo, lo cual confería la impresión de que estaban crispados en una diabólica sonrisa. Habían colocado la lengua sesgada en la palma de la mano derecha, bajo los dedos cerrados, las dos orejas en la izquierda, abierta, y los labios superiores e inferiores encima del pecho, junto a la insignia donde constaba su nombre. El cinturón del pantalón verde oliva estaba desabrochado y bajado, al igual que el calzoncillo negro, hasta las rodillas. El pene y los testículos, extirpados de raíz, se hallaban hundidos en la boca, donde componían una horrible forma que, curiosamente, presentaba una extraña y vaga semejanza con un aparato genital femenino.

Aquejado por el vértigo y por las náuseas, Emme Tres cayó de rodillas y se puso a vomitar.

Media hora después, cuando el sol había salido ya, a su regreso a casa encontró a Yaye Ndoumbé, sonriente en brazos de Salimata, que desayunaba en el cobertizo en compañía de Yvonne. Después de saludarlas un instante, se dirigió al interior, entró en el dormitorio y se acostó en la cama, sin fuerzas para quitarse los zapatos.

Poco después, Salimata, con la niña en brazos, se sentó a su lado.

—¡Yaye está mejor! —le anunció mientras lo ayudaba a descalzarse.

—¿Eh? Sí…, sí, está mejor —murmuró.

—Pero ¿qué te pasa? Te encuentro raro.

—Estoy enfermo.

—¡Ah sí, se te ve bien claro en la cara y en los ojos! ¿Qué tienes? ¿Dónde te duele?

—No sé.

—Entonces vayamos a la clínica Dieynaba.

—No hace falta.

—¿Cómo que no? Si dices que estás enfermo…

—¡Oh, Saly, déjalo ya, por favor!

—De acuerdo, de acuerdo, Tapha. Dime, ¿has visto a Reporter?

—No.

—Entonces ese gato negro que ronda tanto por aquí se lo habrá comido, tal como cree Yvonne. Al barrer, ha visto en el suelo de la jaula algunas plumas manchadas de sangre. Ese maldito gato se lo ha merendado. ¡Pobre Reporter!

—Pobre Reporter —repitió Emme Tres apenas sin voz.

DS dejó el ejemplar del Ojo del Testigo encima de la amplia mesa, irguió la cabeza y se quitó las gafas, tratando de contener la oleada de lágrimas que afloraba a sus ojos. La lectura del primer recuadro del periódico, que desmentía el fallecimiento a consecuencia de un ataque cardiaco y revelaba el suicidio por horca de Matar Samb, la había sorprendido y afectado de pleno, como una ráfaga de metralleta.

Muy afligida ya por la terrible muerte de su querido hermano y aún más conmocionada por la demencia de su cuñada, que se manifestó tres días después, había estado al borde de la depresión, pero gracias a su fuerte carácter, había logrado recobrarse. Tenía que ocuparse de los negocios, sin soltar las riendas. Era tan necesaria para la buena marcha de sus empresas y sociedades como el carburante para el funcionamiento de un motor. No podía permitirse una semana de descanso, tal como le ordenaba su médico personal, en aquellos tiempos difíciles impregnados de una atmósfera de fin de reinado, en los que el estancamiento y la desidia neutralizaban todo esfuerzo. Absorta en el trabajo día y noche, había logrado superar la enorme pena y comenzaba a olvidar.

Y ahora ese odioso artículo venía a cuestionarlo todo otra vez.

Del bolso Chanel extrajo un pañuelo de un blanco inmaculado y, tras guardar las gafas en su estuche, se secó las lágrimas, se sonó tres veces. Se levantó y volvió á guardar el pañuelo en el bolso, se reajustó el pañuelo Hermes encima de los delgados hombros, cruzó los brazos sobre el pecho y después dejó vagar, triste y abatida, la mirada velada de lágrimas por el lado del gran ventanal de recios cristales ahumados, enmarcados por unas lujosas y pesadas cortinas de terciopelo dorado, que ocupaba toda la fachada oriental de su inmenso despacho situado en el piso veinticinco, el último, del edificio que albergaba la sede de la Holding Samb.

Mientras se preguntaba con insistencia quién habría sido el individuo que había podido informar al periodista y de qué manera se había enterado de la verdad, se puso a contemplar las maniobras de los minúsculos barcos que, semejantes a juguetes, entraban y salían de las aguas turquesa del puerto, apenas más grande que una bañera, y que rozaban las numerosas piraguas de los pescadores que Flotaban en la calmada superficie del mar cual briznas de paja, ancladas alrededor de aquella isla cargada de historias, donde todavía resonaban los hondos gemidos, los desgarradores gritos y los agudos alaridos de los infortunados esclavos encadenados que, a base de azotes, cargaban en los barcos, hacinados en peores condiciones que el ganado en las oscuras bodegas de las carabelas cuyas velas hinchaban los vientos de alta mar. Muchos de ellos morían durante la travesía, sometidos a la vigilancia de inhumanos e implacables negreros. Gorea era la isla que se parecía a un cetáceo surgido de las profundidades del rutilante océano de color esmeralda bajo los potentes rayos del sol de la estación de lluvias, bordeada por una delgada cinta blanca formada por la burbujeante espuma de las olas que incansables acuden a desparramarse en la arena de la orilla, con sus pueblecitos tradicionalmente dependientes de la pesca, instalados a lo largo de la costa a partir de la bahía de Hann, amenazada por una peligrosa contaminación causada por el vertido de residuos sólidos y líquidos de los habitantes y por las industrias cercanas, con la llama del tedero de la refinería de petróleo de Mbao, visible en pleno día, que ardía día y noche, con sol, viento o con lluvia, la inmensa y negra columna de humo de la central eléctrica de la Sénélec, emplazada en el cabo de las Ciervas, en Diokoul, seguida un poco más allá por las otras, más enormes, escupidas por las fauces de los cuatro gigantescos hornos de la cementera situada entre Rufisque y Bargny, en Lendeng, cerca de Gouye Mouride, que ascendían inclinadas bajo el soplo de la brisa para ir a mezclarse con las grises nubes del cielo azul hasta los lejanos acantilados rojos de Toubab Dialaw. Allí se detenía la vista, al final de la larga cadena montañosa, tan parecida a una interminable boa acostada entre la bruma, la punta más elevada del país después de las dos colinas gemelas de los pechos, en la cima de una de las cuales se hallaba el faro móvil de Ouakam por poniente, habitado por los lebus, conocedores del mar, y los imponentes contrafuertes de los macizos del Fouta Dialon por levante, en territorio de los basaris adeptos a la poliandria, que dominaban como un atento centinela el otro cabo, más grande, el cabo de las Cabras, donde comenzaba la zona de los sereres y separaban como frontera natural la región de Thiès de la península de Cabo Verde por el este.

DS despegó la mirada del ventanal, rumiando todavía, cuando de improviso se golpeó la frente con la palma de la mano. «¡Ya lo tengo!», exclamó con fuerza para sus adentros.

No había tenido que cavilar mucho para concluir que no podía ser muy difícil averiguar el nombre de la persona que había hecho llegar el soplo al periódico. Ese día, en la mansión de Ranrhar no estaba ninguno de los criados, que se encontraban de vacaciones desde hacía dos semanas a causa de la ausencia de la señora de la casa.

Los únicos testigos oculares de la tragedia habían sido Armando Gomis, Ramata y ella misma. El profesor Gomis, que había sido trasladado a un hospital de París a finales de la semana anterior, y Ramata, aquejada de locura dos días antes, no habían filtrado nada. En ese sentido, no cabía el menor margen de duda, y en lo que a ella concernía, menos aún. Sólo quedaba el vigilante de la casa. Había sido él quien había proporcionado la información al periodista de El Ojo del Testigo. Él sabía que el dormitorio estaba en el tercer piso. Aquél era un detalle que el periodista no podía saber y tampoco lo había inventado. Fue el portero quien se lo proporcionó.

—¡Ndiaye Diop! —llamó en voz baja, mientras se instalaba de nuevo en el sillón.

La cortina situada detrás de DS se corrió al instante. Un hombre de unos cincuenta años, de estatura mediana, bigote blanco y con la vestimenta, con gorro y zapatos incluidos, del mismo color, entró en el despacho y, tras rodear la inmensa mesa que abarcaba de un extremo a otro de la habitación, se detuvo delante de ella con una leve inclinación.

—¡Samb! Samb, señora directora —saludó respetuosamente con su voz suave y cansina, casi afeminada, tras quitarse el gorro y dejar al descubierto el cabello completamente blanco.

—¡Seck! ¡Seck! —le contestó ella—. ¿Cómo están sus mujeres y sus hijos?

El hombre tomó asiento en uno de los sillones indicado por la patrona y posó el gorro en las rodillas.

—Los acompaña la paz, señora directora —respondió, cruzando las manos sobre el vientre.

—¿Ha visto El Ojo del Testigo de este viernes, Ndiaye Diop?

—Sí, señora, lo he leído y estoy mortificado por esa odiosa mentira. ¡Ese periodista, con todo lo que su familia ha hecho por él y por los suyos, tanto en vida de su venerable padre como después, se merece un severo castigo, señora directora!

—Se merece un castigo, tiene razón, pero no severo. El periodista ha cometido una falta, desde luego, pero ha sido sólo de índole profesional. Lo único que se le puede reprochar es no haber investigado a fondo para comprobar la veracidad de la información antes de ventilarla en público. Lo único que ha hecho es aplicar mal su oficio, que consiste en informar. Además, como tantos otros, ignora por completo que él y su familia son beneficiarios de nuestra obra social. Ponle al corriente. Es hora de que sepa quién es. Asústalo bien, oblígalo a presentar excusas en su próximo número. Que aduzca haber sido víctima del engaño de un informador y que reconozca haber cometido un error profesional. Eso será suficiente castigo.

—¡Es demasiado buena, señora directora!

—No, Ndiaye Diop. No se trata de bondad, sino de equidad. Además, aunque él lo ignore, ese periodista forma un poco parte de la familia y es una persona inteligente. Repito que se ha limitado a hacer su trabajo. Lo ha hecho mal, de acuerdo. ¡Sin embargo, el que me ha causado una pena enorme y que merece un terrible castigo es el portero!

—¿Qué portero, señora directora?

—El que estaba de vigilancia en la puerta de la casa el día en que falleció mi hermano. Es él el que ha mentido al periodista. A él sí que hay que castigarlo con dureza.

—De acuerdo, señora. Recibirá un duro castigo, esta misma noche. La agencia Senegal Sécurité Service para la que trabaja es una filial nuestra. Tengo cita para comer con su director después de la plegaria del viernes. Enseguida sabré cuál era el agente que estaba de guardia en la casa de Ranrhar ese día.

—Tráemelo a mi oficina a las siete. Quiero interrogarlo yo misma y que me confiese la verdad.

—Muy bien, señora directora. Tendrá al portero a las siete.

Ndiaye Diop Seck, el hombre sin nombre pero con tres apellidos, ejercía a la vez las funciones de consejero y ejecutor de trabajos sucios de DS. Lo había contratado de muy joven el viejo Mapate, que lo llamaba «hijo mío», y siempre había trabajado a su lado, sin despegarse de él, fiel como su sombra, incluso en sus viajes al extranjero. Él lo había recomendado a DS cuando le transmitió las riendas de la Holding Samb poco tiempo antes de su muerte. Le había dicho que podía, si así lo deseaba, desprenderse de todos sus antiguos colaboradores, salvo de Ndiaye Diop Seck, que debería mantener siempre a su lado; no lo iba a lamentar.

Nunca lo había lamentado, en efecto.

Discreto, cultivado, piadoso, el depositario de tres apellidos había demostrado rápidamente su valía y se había convertido en alguien indispensable. Siempre había llevado a cabo de manera absolutamente satisfactoria e impecable todas las misiones, peligrosas o tranquilas, que había tenido que encomendarle. Con una total discreción, le daba siempre consejos interesantes, y aunque era un desconocido en los medios de la alta sociedad de la capital, estaba informado de todo lo que se cocía en ellos, así como en los miserables bajos fondos y en los barrios modestos. Las pocas personas que lo conocían murmuraban que si su patrona se lo pidiera, Ndiaye Diop Seck no dudaría en introducirse en plena noche en un cementerio para desenterrar un cadáver inhumado ese mismo día y llevarle los ojos, la nariz y los labios.

Ndiaye Diop se levantó calándose el gorro con las dos manos. Después de inclinarse de nuevo ante DS, regresó a su despacho contiguo, que quedaba oculto detrás de las cortinas.

Instalado desde hacía un cuarto de hora detrás de los cristales de su cabina de vigilancia del último piso del edificio de la Holding Samb, Ngagne Demba Thiongane no lograba hallar respuesta a las numerosas preguntas que se agitaban en su cabeza.

Al llegar a la dirección de la agencia Senegal Sécurité Service de la avenida Cheikh Anta Diop, situada frente a la universidad del mismo nombre, diez minutos antes de las seis, su jefe de servicio le había anunciado sin explicación que debía subir a la sede de la Holding sita en la calle Parchappe y no a la embajada de los Estados Unidos, tal como estaba previsto en la planificación semanal colgada en el panel de su oficina. ¿A qué se debería ese cambio de última hora? ¿Guardaría alguna relación con la información que había vendido a Emme Tres? ¿Lo habrían descubierto ya? Durante todo el trayecto en el autobús de la agencia que los llevaba a sus puestos de guardia, no había parado de devanarse los sesos. Cuando había hecho ademán de interrogar a su jefe, la dura expresión de éste lo había disuadido. De todas maneras, pensaba para tranquilizarse, sólo los mejores agentes tenían la suerte y el privilegio de que los destinaran a la sede de la Holding Samb. Esos elegidos ya no estaban sometidos a la rotación de un lugar a otro y recibían importantes gratificaciones. ¿Habría pasado a ese envidiable estado? ¿Y por qué, si tal fuera el caso, el jefe no le había informado y felicitado tal como se solía hacer? Ngagne Demba palpó los ciento veinticinco mil francos que guardaba en el bolsillo trasero del pantalón. La presencia de los billetes lo confortó un momento. No tenía por qué sentirse mal, y menos por un traslado a un puesto muy codiciado que, en rigor, merecía una celebración. Nadie podía estar enterado de su papel de informador; todo el mundo sabía que los periodistas se tomaban muy en serio el compromiso de no revelar la fuente de sus informaciones, de modo que en ese sentido podía estar tranquilo. Lo que le convenía ahora era idear una historia creíble para contársela a Emme Tres cuando se vieran al día siguiente en el Ali Baba, para que le pagase, no el doble como había convenido, sino veinticinco mil francos tan sólo. Así quedaría definitivamente solventado su problema. Podría hacer frente a la suma que exigían de él y que había buscado con el ímpetu de un niño, para poder casarse con Rokhoya Sarr, la muchacha a la que amaba.

Tenía que actuar sin demora porque había otro pretendiente que cumplía los requisitos. De lo contrario, perdería a Rokhoya. La señora Diouma Dial, su madre, había sido tajante: si quería obtener la mano de su hija, tenía que llevar el dinero en cuestión de una semana, y el plazo concluía al cabo de dos días. Hacía un año que había pedido su mano, solicitando al mismo tiempo que le concediera un tiempo para prepararse. Lo cierto era que la cortejaba desde hacía cinco años, lo cual era un periodo muy largo, tenía que reconocerlo. Así pues, debía aportar un dormitorio completo, moderno, en madera de palo sangre, compuesto de cama, armario de seis puertas y cómoda, además, por descontado, del colchón —de muelles y no de espuma—, acompañado de un par de sábanas acolchadas con sus respectivas almohadas a juego y, aparte, una suma de ciento cincuenta mil francos. Si realmente no podía, le había advertido la mujer, debería dejar de frecuentar su casa y ceder el puesto a otro que supiera, al menos, abrocharse los pantalones. El plazo que había pedido y obtenido había durado bastante y se acababa ya. Ella, Diouma Dial, le había dado su palabra y la iba a respetar, pero si él, Ngagne Demba, no obraba con seriedad, estaba decidida a dejarlo de lado y llegar a un trato con el joven de túnica azul con el que se había entrevistado la noche anterior en el salón, un enérgico emigrante que había llegado hacía tres días de Nueva York y que a la mañana siguiente había visto a Rokhoya cuando volvía del mercado; la había acompañado con su coche, había entrado en la casa y había conversado con su madre, asegurándole que estaba dispuesto a casarse con su hija y que sólo esperaba una señal de su parte para pagar diez veces más de lo que ella le pedía. Al marcharse dejó, como muestra visible de una inmensa generosidad, dos billetes de cien dólares —ciento cuarenta mil francos—, únicamente por el precio de la cola de saludo. ¡Quien quiere a una persona debe hacer mucho por ella! En eso se reconoce al hombre capaz, que merece que le confíen a una mujer. El que no puede y no abandona es responsable de todo lo que se echa a perder. Ella, Diouma Dial, mujer negra y fea pero de mucho carácter, no pensaba consentir que le estropearan nada.

Ngagne Demba había prometido pagar la dote exigida en la fecha indicada, pero las cosas no habían sido fáciles. Corría detrás del diablo para poder tirarle de la cola y no tenía ningún ahorro. Había removido cielo y tierra durante cuatro días sin llegar a ninguna parte. Comprendió que si seguía así de apocado, sin partirse el pecho, iba a perder a Rokhoya Sari a su amada Daba, como la llamaba él—, sorbido hasta la médula, hasta la última gota de sangre, por ese hombre llegado de América. Su madre tenía razón, Daba valía el precio que ella le pedía. Cada cual tenía sus problemas, por más que a él el suyo le pareciera irresoluble. Aunque no, los problemas irresolubles no existían. Había que buscar, buscar y buscar, sin tregua, hasta que al final surgía la solución, a menudo de manera imprevista.

Había ido a ver a su hermano mayor del mismo padre y madre, un hombre de muy buena posición que vivía en la zona de Mermoz y le había expuesto sus cuitas. Él lo había escuchado hasta el final, pero como de costumbre, no le había aportado ninguna idea. En lugar de ello lo había abrumado con sermones inútiles haciendo hincapié en las dificultades de fundar un hogar sin dinero, para acabar aconsejándole que renunciara a esa idea de matrimonio, puesto que no podía costeárselo. Ngagne Demba le había replicado que era un malvado y había añadido otras duras palabras que ya no recordaba. Su hermano, por su parte, lo había calificado de maleducado y de parásito, y lo había echado de su casa. Como él se negaba a marcharse, habían estado a punto de llegar a las manos. Al oír sus desabridas voces, su esposa había salido del dormitorio con el bebé en los brazos y le había suplicado que se calmara al tiempo que lo llamaba «maridito». Se había ido, comido por la rabia y la decepción, después de espetarle a su hermano que no le iba a dirigir nunca más la palabra. A continuación, Ngagne Demba se había puesto en contacto con su jefe para solicitar un préstamo, pero el muy mezquino se lo había negado con el pretexto de que aún no había devuelto por entero los adelantos de las fiestas de Korité y de Tabaski. Después había visitado a otros parientes, tíos y primos, que lo habían recibido bien y que habían asegurado que era hora de que tomara una esposa. Por desgracia, las dificultades de la vida actual les impedían hacer nada por él.

Guiado por un compañero a quien había confiado su preocupación, había acabado yendo a hacer la hiena con uno de los individuos que rondaban cerca de la tienda de un libanés situada delante del Servicio de Higiene, que vendía mobiliario a plazos. Empeñando su sueldo de tres años y medio, había adquirido por fin un dormitorio completo. Sólo quedaba reunir los ciento cincuenta mil francos. Tras larga reflexión, se había acordado de su amigo de infancia, Emme Tres, a quien le había explicado su problema y a quien le había revelado, a cambio de dinero contante y sonante, lo que había visto la mañana en que estuvo de guardia en la mansión de Ranrhar. El periodista le había prometido doblar la cantidad si le aportaba más información.

Por desgracia, el mayordomo y los otros empleados domésticos, a quienes había visitado en sus respectivos domicilios, ya que se encontraban en el paro después de lo ocurrido, habían asegurado que no sabían nada, porque no habían trabajado ni ese día ni los anteriores, a causa del viaje de la señora del ministro, que debía volver ese mismo día a la casa, un día antes que ellos.

Cuando volviera a ver a Emme Tres en el Ali Baba, habría inventado alguna historia verosímil, que habría bordado con inteligencia, no hasta el punto de valer el doble que la anterior, que era bien cierta, pero sí al menos cincuenta o veinticinco mil francos, cantidad mínima que exigiría antes de abrir la boca.

El timbre de uno de los teléfonos colocados en la mesita de enfrente lo sacó de sus profundas meditaciones. Cogió el auricular y lo acercó al oído apretando el botón rojo encendido que indicaba que se trataba de una llamada interior.

—Ngagne Demba Thiongane, lo llaman al despacho de la señora directora, que se encuentra delante de usted —le anunciaron.

Por un breve instante, mientras sostenía aún el auricular con mano temblorosa, sus dudas se transformaron en certezas y obtuvo de una vez respuesta a todos los interrogantes que lo agobiaban. «¡Ya está! Me han descubierto, voy a perder el empleo», pensó con la frente sudorosa, invadido por una repentina oleada de calor.

Tras salir de la cabina murmurando unos versículos coránicos destinados a protegerlo ante cualquier revés, atravesó el vestíbulo tapizado con una gruesa moqueta. Al llegar a la puerta de la directora, escupió unas partículas de saliva en las palmas de las manos y, una vez hubo comprobado que no lo miraba nadie, se recorrió con ellas la cara. Luego apoyó el dedo en el botón verde del timbre, empujó la pesada puerta y entró.

La oficina impresionaba por sus gigantescas dimensiones, el refinado mobiliario de diseño, la luz tamizada y el silencio que en ella reinaba.

Con rostro impenetrable, muy erguida en su sillón detrás de la inmensa mesa, DS le señaló el asiento que había ocupado Ndiaye Diop Seck por la mañana.

—¡Siéntese, Ngagne! —lo invitó con un tono amable, casi maternal, que lo sorprendió.

Se instaló con la cabeza gacha, haciendo caso omiso de la inquisitiva mirada de la señora directora, que aun sin verla, sentía clavada en él. El silencio se intensificó hasta tal punto que se hizo audible el agudo silbido del aire que salía con precipitado ritmo de su nariz. Se sentía encajonado, oprimido, agobiado de calor en aquella vasta habitación refrigerada con aire acondicionado. Estaba a punto de levantarse de un brinco, de huir a la carrera del despacho, del edificio, de la ciudad, de la región, del país incluso, para refugiarse en Mali, en Cambia o en cualquier otro lugar, con tal de que estuviera bien lejos de ese sitio, cuando oyó la voz afable y bondadosa de la señora directora.

—Levanta la cabeza y mírame a los ojos, Ngagne —le ordenó.

Obedeció, tratando de actuar con la mayor naturalidad posible. Aquello quedaba, empero, fuera de su alcance. Estaba demasiado tenso, demasiado preocupado por la posibilidad de que lo despidieran y por las terribles consecuencias que eso iba a conllevar, la más inmediata de las cuales sería la pérdida de Daba. Por otra parte, estaba tan abrumado por la culpa que no pudo soportar ni un segundo la ardiente mirada de DS, de modo que volvió a abatir la cabeza.

—¡Vamos, confiesa! ¡Fuiste tú quien informó al periodista de El Ojo del Testigo!

—¡Sí, señora! —confirmó sin vacilar, sorprendido por el enorme alivio que de inmediato experimentó, como una persona con los pies plagados de juanetes y de callos que después de soportar unos zapatos apretados, se los quita y se calza unas pantuflas.

—¿Cómo es posible que estuvieras al corriente de lo que pasó?

—Esa mañana, intrigado por tantas idas y venidas —explicó Ngagne Demba sin rodeos—, abandoné la puerta donde estaba de vigilancia y subí con el ascensor. Al llegar al tercer piso, como la puerta del dormitorio estaba abierta, oí voces y llantos. Me acerqué por curiosidad, sin hacer ruido, y levanté una punta de la cortina. Lancé una ojeada adentro… y…, y… vi…

Calló para tragar saliva y movió los labios sin pronunciar palabra alguna, como si los hechos se hubieran borrado de improviso de su recuerdo y estuviera tratando de hacer memoria.

—¿Qué viste, joven? ¡Continúa! —lo animó DS.

—Juro por Dios que no quería mirar, señora. Fue la curiosidad…

—¡Ya lo sé, Ngagne! Vamos, ¿qué viste?

—Eh… vi a la señora esposa del señor ministro, acostada en la cama, al señor amigo, el médico, muy azorado en medio de la habitación, y a usted, señora directora, que estaba cerca de la ventana, llorando de rodillas, tratando de quitar la cuerda que le rodeaba el cuello a su hermano, el señor ministro, que estaba tendido encima de la moqueta, vestido con una túnica de color índigo. Entonces me entró miedo y volví a mi puesto, al lado de la puerta.

—¡Bien, joven! ¿Ya quién le contaste lo que viste?

—A nadie, lo juro por Dios, por la cabeza de mi padre y de mi madre, que no se lo conté a nadie, por…

—¡Excepto a un periodista, en todo caso, Ngagne!

—Sí…, al periodista…, al periodista Emme Tres.

—Pero ¿por qué a él, precisamente?

—Habíamos ido juntos al colegio Sainte-Marie y habíamos pasado juntos las pruebas de bachillerato.

—¿Y por qué motivo?

Ngagne Demba Thiongane contó, sin omitir nada, cómo había llegado a ese extremo. DS lo escuchó sin interrumpirlo, sacudiendo de vez en cuando la cabeza con comprensivo ademán que lo animó a seguir.

—Además, el dinero que me pagó lo llevo todavía en el bolsillo, señora —añadió cuando hubo acabado, como para demostrarle que decía la verdad—. Estoy dispuesto a devolvérselo cuando lo vea en el Ali Baba, donde nos hemos citado para mañana a la una. ¡Señora directora, se lo suplico, no me despida! Si me quedo sin trabajo, nunca podré casarme…

—¿Quedarte sin trabajo? —exclamó ella—. ¡Oh no, joven! Tú eres un buen chico y a mí me ha enternecido sinceramente tu historia de amor, así que te voy a ayudar a resolver de manera definitiva tu problema. Deseo establecer fuertes lazos de amistad contigo. Para empezar, ya no vestirás más el uniforme de vigilante. Trabajarás aquí, con traje y corbata, cerca de mí. Ya te encontraremos algo interesante, puesto que tienes el bachillerato. Después, te ayudaré a completar la dote. —De un cajón del escritorio sacó un voluminoso sobre de color caqui sin matasellos del que asomaban algunos billetes nuevos y se lo tendió a Ngagne Demba, que se apresuró a cogerlo—. Toma estos quinientos mil francos, que te servirán para poner en orden algunos asuntos. Te servirán, ¿verdad, Ngagne Demba?

—¡Oh sí, señora directora! —dijo el hombre, loco de contento.

Luego se levantó del sillón y rodeó corriendo la gran mesa. Al llegar al lado de DS, se arrodilló en la moqueta y le besó los pies.

—¡Mil gracias, un millón, mil millones de gracias, señora directora! —exclamó mientras se enderezaba con la cara iluminada y los ojos chispeantes de alegría.

—No hay de qué, joven —respondió ella—. ¿Y ahora sabes qué vas a hacer? Vas a rellenar ahora mismo una petición de permiso de una semana, que entregarás al jefe de seguridad, y después vuelves enseguida a tu casa y comienzas a ocuparte de los preparativos de la boda. No olvides comunicarme la fecha elegida cuando vuelvas a presentarte aquí dentro de ocho días, porque querría tener contigo otro pequeño gesto como éste. Te doy un consejo, toma un taxi para ir a tu casa. Cuando uno lleva los bolsillos llenos corre riesgos yendo por la calle. ¿En qué barrio vives?

—En las Parcelas Saneadas, pero antes pasaré por casa de Rokhoya, mi novia, en el Gran Toff.

—Bueno, pero sé prudente y coge un taxi. ¡Adiós, joven, hasta la semana próxima! Recibe por adelantado mis mejores deseos de felicidad en tu matrimonio.

—¡Juro por Dios que al primer hijo que tenga, aunque sea un niño, le pondré su nombre, señora!

Cuando, un cuarto de hora después, Ngagne Demba salió lleno de alborozo del edificio, había anochecido ya. Se sentía a punto, en forma, igual que un luchador bien entrenado, y hasta rebullía de impaciencia por enfrentarse al hombre llegado del país del Tío Sam, ese jactancioso. Era como la mayoría de los emigrantes, que después de haber estado barriendo calles, vendimiando, vendiendo chucherías o incluso droga, en Europa o en Estados Unidos, trabajando como esclavos, para desquitarse de las largas frustraciones acumuladas en las tierras del Norte, volvían aquí a fanfarronear, a lucirse delante de la gente honesta y a tratar de quitarles la novia a base de dólares, marcos, francos franceses, libras y otras monedas extranjeras. ¡Pues él, Ngagne Demba Thiongane, no se arredraba ante nadie!

Justo en el momento en que bajaba el último escalón de la planta baja, un taxi amarillo y negro se paró delante. El cliente se bajó y se adentró presuroso en el edificio, con un maletín en la mano.

Ngagne Demba ocupó su puesto.

—¡Al Gran Yoff, deprisa! —indicó al conductor.

El taxi arrancó, giró a la derecha y dejó atrás la calle Parchappe. Enfiló la calle El Hadji Amadou Assane Ndoye, donde al cabo de unos doscientos o trescientos metros volvió a girar a la izquierda. Entonces bajó la corta pendiente de la calle Car. Al poco de haber desembocado en la avenida Albert Sarrault, rodeó la plaza de la Independencia y tomó la avenida del Presidente Pompidou. Luego llegó a la avenida Blaise Diagne, atravesó el mercado Sandaga, donde a esa hora quedaba sólo un mar de bolsas de plástico multicolores esparcidas por el suelo. En la gasolinera situada frente a la farmacia del Islam se detuvo delante del surtidor de gasoil y el conductor paró el motor.

—Voy a poner combustible —anunció el taxista.

En ese preciso instante, un gran Mercedes blanco llegó al lado del taxi.

—¡Vaya, si es el gran Ndiaye! —exclamó el chófer al reconocer al propietario del potente vehículo, un hombre de bigote blanco vestido con gorro y túnica blancos—. ¡Hola, amigo!

—Hola, Guèye, ¿cómo estás?

—Bien, amigo. ¿Adónde ibas? ¡Mira que hacía tiempo…!

—Voy al Gran Yoff. Llevo a mis tres chicos conmigo. ¡Es verdad, Guèye, que hacía mucho que no nos veíamos!

Después de llenar el depósito del taxi, el empleado de la gasolinera se volvió hacia el Mercedes.

El taxista intentó arrancar, pero el motor no respondía. Al cabo de varias infructuosas tentativas, acabó por confesar que tenía problemas mecánicos.

—¡Gran Ndiaye! —llamó—. ¿No podría llevar a mi cliente, que va al Gran Yoff, igual que usted? Es que no me funciona el arranque.

—Desde luego. Que venga, hay una plaza atrás. ¡Que venga!

Uno de los pasajeros de atrás, un coloso vestido con un conjunto tejano, abrió la puerta y se bajó.

Después de dar las gracias al taxista, que había rehusado que le pagara, Ngagne Demba se instaló en el Mercedes, al lado del otro pasajero vestido con una gorra y una camiseta roja sin mangas que dejaba al descubierto una prominente musculatura de practicante de halterofilia. Aunque no alcanzaba a ver bien al tercero, sentado junto al conductor, la nuca de toro y los fornidos hombros que desbordaban del reposacabezas y del asiento revelaban que se trataba de un gigante, también. Supuso que el propietario del Mercedes, sin duda un rico comerciante de Sandaga o un banquero, debía de regresar a su casa acompañado de sus tres hijos que le servían de guardaespaldas. El que le había cedido el paso volvió a subir atrás. El empleado de la gasolinera recibió un billete y devolvió el cambio. El Mercedes se fue por la avenida Blaise Diagne. En la rotonda de la Medina, torció a la izquierda para seguir por la avenida El Hadji Malick Sy, donde giró a la derecha para continuar por la cornisa Oeste.

—Pero ¡si por aquí no se va al Gran Yoff! —señaló, extrañado, el vigilante.

—¡Es verdad, Ngagne Demba! —reconoció el propietario del Mercedes—. Te llevamos a un sitio desierto para cortarte la lengua, los labios y el sexo para que sepas, antes de morir, que no hay que entrometerse en lo que no le concierne a uno. Mientras tanto, dame los ciento cincuenta mil francos que el periodista Emme Tres te pagó por tu innoble mentira y el sobre con el medio millón que te ha entregado la señora directora.

Estupefacto, verde de miedo, Ngagne Demba Thiongane obedeció con gestos febriles.

—¡Parad! ¡Parad! ¡Parad!—se puso a chillar de repente a voz en cuello—. ¡Por compasión, dejadme bajar! ¡Ay, aaay, aaay! ¡Dejad…!

El individuo de la camiseta roja le cogió el cuello con una mano y le apretó con tal fuerza la nuez de Adán que se oyó el ruido del cartílago aplastado entre sus dedos. El sobresalto que tuvo fue tan violento que se golpeó la cabeza contra el techo del vehículo. El hombre lo soltó. Estaba a punto de desmayarse del dolor, con los ojos desorbitados y el labio de arriba cubierto de mocos. Con las manos posadas en la atormentada garganta, ni siquiera se dio cuenta de que se había ensuciado los pantalones. El abominable olor invadió enseguida el habitáculo del Mercedes.

—¿Cómo, se ha tirado un pedo? ¡Huele horrible! —exclamó el pasajero de delante, accionando el botón para bajar la ventanilla.

Una bocanada de aire puro atravesó el interior del vehículo sin llegar a disipar, empero, el mal olor.

—¡Peor, se ha cagado encima! —se mofó el agresor.

—Eh, esperad a que hayamos llegado para empezar, chicos. Ese idiota va a ensuciar por vuestra culpa el asiento de mi coche —objetó Ndiaye Diop Seck.

—¡Ha sido para hacerlo callar, me molestaba con sus gritos!

Enloquecido de terror, Ngagne Demba Thiongane quiso chillar otra vez, suplicar a esos hombres que tan bien parecían conocerlo, y a los que veía como en sueños, que lo dejaran bajar, por el amor de Dios. Abrió la boca, sin apartar la mano de la garganta; quiso gritar, pero de su boca no brotó sonido alguno: se había quedado sin voz. Siempre había pensado que ese tipo de cosas sólo pasaban en el cine, en las películas policiacas, donde a menudo aparecía una escena fuerte en la que un grupito de matones se llevaban a un infortunado, muerto de miedo ya, hasta un solitario descampado para degollarlo como a un cerdo. Aquello podía ocurrir también en Dakar. El mismo era un ejemplo de que era posible. Había comprendido que la señora directora lo había atrapado como a un ratón, que lo que había contado al periodista lo había llevado a la perdición y que el emigrante de América le iba a robar a su Daba. Aquellos hombres no bromeaban, lo iban a liquidar.

—¡De acuerdo, chicos! —aprobó Ndiaye Diop—. Como ahora se ha callado, dejadlo en paz por el momento. ¡Además, ya hemos llegado casi!

Cinco minutos más tarde, esperaba solo en la oscuridad, con el rosario en la mano, al lado del maletero del Mercedes.

Sus tres sicarios, sus chicos como los llamaba él, habían arrastrado al pobre Ngagne Demba, que forcejeaba como un poseso sin emitir grito alguno, hasta abajo, a la playa, para enseñarle de una vez por todas que un hombre debe saber mantener la lengua protegida en la boca detrás de una consistente barrera de treinta y dos dientes, y el exterior por dos tapaderas, los labios, y que la curiosidad mata de verdad. Inclinándose, introdujo la mano por la ventanilla de delante y de la guantera sacó un ambientador con perfume de jazmín, con el cual roció en abundancia el interior del vehículo.

«¡Ahora viene el turno del periodista! —pensó—. Lástima que la señora directora no haya ordenado eliminarlo a él también, sino sólo asustarlo.» Tenía razón, de todos modos. Ella siempre tenía razón, sus decisiones eran sagradas. Iba a cumplir con esmero la tarea que le había encomendado. Le iba a provocar un pánico tal que se acordaría hasta el día de su muerte. Ya estaba en posesión de todo un arsenal de información sobre Emme Tres, que él mismo ignoraba, la cual había completado Yvonne, su criada, con quien se había puesto en contacto uno de sus chicos, que la había recompensado con una bonita suma de dinero. Ella había revelado el nombre de Salimata, el de Yaye Ndoumbé, la enfermedad de ésta, la existencia del loro Reporter, de la caseta y otros datos, además de aportar la receta del médico, que habían fotocopiado antes de devolverla. Gracias a ella, no había sido difícil conocer la farmacia donde habían comprado los medicamentos y, con la factura, conocer el precio, los billetes pagados y el cambio recibido; tampoco había sido complicado consultar al profesor Macodé Thiam, de la clínica Dieynaba, propiedad de la Holding Samb.

Ndiaye Diop Seck pensó que debía enviar a uno de los chicos para que se encargara de Reporter, esa misma noche, mientras dormía en su jaula colgada del techo de la caseta, junto a la hamaca y las sillas de color verde del patio de la nueva casa de Emme Tres, situada en lo alto de la colina, en el Sagrado Corazón 3, antes de sacarlo a él de la cama, rendido de sueño, al amanecer. Con un niño enfermo, nunca se llegaba a dormir suficiente. En tales condiciones, sería más moldeable que una pella de arcilla.

El viernes siguiente, ante la sorpresa general de los numerosos lectores que aguardaban la salida del semanario contando los días, el número de El Ojo del Testigo no volvió a tocar el tema del supuesto caso Matar Samb más que para presentar, en negrita y en primera página, firmadas por Emme Tres, las más sinceras excusas del conjunto del personal del periódico, comenzando por su jefe de redacción, Mamadou Moustapha Marone.

El periodista reconocía haber cometido una grave e imperdonable falta profesional al no haber indagado hasta el fondo a fin de comprobar la veracidad de una información que había resultado ser una falaz invención ideada por un malintencionado bromista, mentiroso y mitómano empedernido. Por su parte, lamentaba haber causado un gran perjuicio a la familia Samb y a la imperecedera memoria de aquel que se había ido con Dios, el llorado Matar Samb, que el Dios Todopoderoso le concediera un envidiable lugar en el séptimo paraíso, gran hombre de Estado en vida, reconocido como el más brillante miembro del Gobierno en sus funciones de ministro de Justicia.

En la cuarta página, en la sección de sucesos, el asesinato de Ngagne Demba Thiongane, relatado ya por toda la prensa —radio, televisión y periódicos— al día siguiente de que se descubriera el cadáver, era descrito con una macabra precisión de detalles. Según la Policía, concluía el artículo, las atroces mutilaciones que presentaba el cuerpo del vigilante apuntaban a un ajuste de cuentas en el caso de la lengua, los labios y las orejas cercenados, así como por los cortes en las mejillas, mientras que la extirpación del sexo y los testículos hacían pensar más bien en un crimen pasional.

Una tarde de septiembre en que la totalidad del paisaje estaba inundado por una lluvia diluviana que no había parado de caer desde media mañana, Tiguis llegó al Copacabana poco antes del crepúsculo. En el bar, atendido por Moro, un emigrante gambiano que había contratado Golda Meir un tiempo después de la llegada de Ramata Kaba, había pocas personas. La media docena escasa de clientes se componía de cuatro chicas y dos jóvenes, irreductibles a los que ni la torrencial lluvia podía impedir acudir a su punto de encuentro habitual.

Tiguis se llevó una buena sorpresa al encontrar en la habitación a Ramata en compañía de Golda Meir y de Diodio. Desde el primer instante, advirtió que no estaba en su sano juicio. Ella, por su lado, ni lo reconoció, ni manifestó el menor interés por él, ni siquiera respondió a su saludo. Después de dejar su bolsa al pie del mueble, Tiguis se quitó el impermeable y una vez lo hubo sacudido junto a la puerta, lo colgó de un clavo y fue a instalarse en la cama al lado de Golda Meir.

—¡Veo que tenéis una forastera! —comentó, señalando con la cabeza a Ramata, que estaba sentada delante de él, en la otra cama, con Diodio.

—Ah, ya no es una forastera aquí. Es de la casa desde hace mucho —le informó Golda Meir.

—Desde hace tres años y tres meses exactamente —precisó Diodio—. ¿Qué vas a tomar, tío Tiguis, cerveza o vino?

—Vino, sobrina —respondió—. ¿Desde hace tres años y tres meses? ¿Que vive con vosotras desde hace tanto tiempo?

—¡Como lo oyes, Tiguis! —corroboró Golda Meir—. Tu sobrina tiene razón, hace tres años y tres meses que vive con nosotras. Se presentó aquí una noche, sin nada de ropa encima, completamente loca. Según Diodio, ya estaba loca un año antes, cuando había venido, dos noches seguidas, a buscar a Ngor Ndong después de que os fuerais con Hobou Nguer. Y por cierto, ¿dónde está Ngor Ndong? ¿Están juntos?

Después de destapar la botella de Valpierre con ayuda de los dientes, Diodio llenó el vaso y lo tendió a Tiguis doblando una rodilla.

Tiguis tomó un trago y lo dejó encima de la mesa de cuadros.

—¡Ngor Ndong está muerto, el pobre! —anunció.

—¿Muerto? —preguntaron con asombro la madre y la hija, mirando a Tiguis.

—¿Desde cuándo? —inquirió una.

—¿De qué? —quiso saber la otra.

—Antes de centrarnos en Ngor Ndong, aclaradme un poco lo de la presencia de esta mujer aquí, porque no he entendido bien las explicaciones de Golda —pidió Tiguis.

—¿Cómo que no has entendido bien mis explicaciones? —contestó, indignada, Golda Meir—. Pues mira que he sido bien clara… Escúchame bien ahora. Al día siguiente de la famosa redada, ella vino aquí, a eso de medianoche, a preguntar con insistencia por Ngor Ndong. Tal como habíamos acordado antes de que os marcharais, le dije que no sabía dónde estaba, y por más que insistió, no cedí. Entonces se fue no sin pedirme que removiera cielo y tierra para localizar a Ngor Ndong. A la noche siguiente volvió, sin obtener nada concreto tampoco…

—En ese momento ya estaba enferma —intervino Diodio, que había vuelto a ocupar su sitio en la cama.

—Es verdad que tú ya lo habías dicho. Eres más perspicaz que yo, hija —admitió Golda Meir—. ¿Por dónde iba? ¡Ah, sí! Después de la segunda visita, desapareció durante un año. No supimos nada de ella durante un año entero. Luego, una noche, a principios de la estación de lluvias, se presentó cuando Diodio y yo nos íbamos a acostar. ¡No quieras saber el miedo que pasamos esa noche, porque primero pensamos que era un genio!

—Estaba cerrando la puerta cuando irrumpió en la habitación, después de haberse desnudado en la entrada —contó Diodio.

La oscuridad invadió de repente la habitación. Diodio volvió a levantarse y, con las cerillas que encontró en un cajón, encendió la lámpara de petróleo que había en la mesa de cuadros. Al tiempo que la luz disipaba las sombras de la noche, en las paredes de la barraca se perfilaron las enormes y extrañas formas de sus cuatro siluetas proyectadas.

—¡Yo me llevé tal susto que hasta me mojé el pareo! —exclamó Diodio, que se instaló otra vez al lado de Ramata.

—¡Es que había que verla! —prosiguió Golda Meir—. Desnuda, con las manos encima de la cabeza, los ojos como platos, llamando sin parar a Ngor Ndong como si de ello dependiera su respiración. No había forma de hacerla entrar en razón ni de hacerla callar. Entonces le administré un remedio mío, una potente mezcla de ginebra y de Ricqlès, que le obligué a tragar a la fuerza, con la ayuda de Diodio. El remedio resultó muy eficaz, entonces y más adelante, tanto que se quedó dormida enseguida. Lo malo fue que al despertar por la mañana, se puso a llamar a Ngor Ndong otra vez. Además, se negaba a comer. Le di unas gachas, a la fuerza también, antes de repetir con mi famoso remedio.

—¡Un poco más y se nos muere, sobre todo los primeros días! —opinó Diodio.

—De todas maneras, no la mató —se defendió Golda Meir—. Y además, no había otra solución. Al cabo de una semana, se despertó, muda, ausente y distraída, tal como la ves ahora. No hubo forma de sacarle ni una palabra ni de hacer que se interesara por nada. En los más de tres años que lleva aquí, he acabado por darme cuenta de que es al principio de la estación de las lluvias, cuando florecen los ceibos que hay en la entrada del Copacabana, cuando se agita y llama a Ngor Ndong, entonces no quiere comer ni dormir. Le dura siempre una semana. Después se calla y se vuelve impenetrable, como está ahora, hasta el principio de la próxima época de lluvias. Desde que está aquí, siempre sucede lo mismo. El último ataque lo tuvo hace un poco más de tres meses, al comienzo de las lluvias, durante la última quincena del mes de junio. ¿Ahora te has aclarado, Tiguis?

—¡Esta vez has estado diáfana! —aprobó el hombre.

—Lo más curioso —comentó Diodio— es que, en todo ese tiempo que lleva con nosotras, no hemos visto ni oído que la buscara nadie. Las personas a quienes hemos consultado no la conocen y no nos han dado ninguna información. ¡No sabemos nada de ella, ni dónde vive, ni quién es, ni siquiera cómo se llama!

—¡Yo la llamo Guapa Señora! —declaró Golda Meir—. Hay que reconocer que es un nombre que le pega muy bien, porque incluso estando loca, sigue siendo una mujer muy guapa.

—¡Guapa sí lo es! —convino Diodio—. De no ser por la mirada, cualquiera pensaría que está normal. Aparte de esa semana de excitación, como dice mi madre, no molesta a nadie y siempre va muy limpia. Casi no se nota que está aquí. El problema es que no se le puede hacer hablar ni interesar por nada; todo le resulta indiferente. ¿Y Ngor Ndong, tío Tiguis? ¿Desde cuándo está muerto?

—Sí, Tiguis, ahora cuéntanos lo de Ngor Ndong —reclamó Golda Meir.

El hombre agitó la copa para dar a entender que estaba vacía, y Diodio se la volvió a llenar.

—Yo sí sé cómo se llama. Se llama Ramata Kaba. Ngor Ndong me dijo su nombre poco antes de morir, tres días después de que nos fuéramos de aquí, y me dio un encargo para ella.

¡Daba Camara, dices que se llama! —exclamó Golda Meir—. ¿Y dónde vive esa Daba Camara? Ngor Ndong debió de darte su dirección si te encargó un recado para ella. Por fin vamos a saber algo sobre ella.

—¡Que no ha dicho Daba Camara, sino Ramata Kaba! —la corrigió, riendo, Diodio—. Ramata Kaba, ¿has oído, madre?

—Ramata Kaba, sí, lo he oído. ¿Ngor Ndong te dio su dirección, Tiguis? —preguntó.

—No —repuso éste—. Ngor Ndong sólo me dio su nombre. Ni siquiera estaba seguro, ni yo tampoco, por otra parte, de que fuera a verla un día. Lo único que conozco de ella es su nombre. Probablemente vive en Dakar, ya sabéis que todos lo que tienen dinero viven en la capital, aunque no sean de allí. Y lo que es dinero, sí que debía de tener mucho, porque Ngor Ndong me dijo que le había dado cinco millones de francos, como dinero para gastos, además de una bonita mansión situada en el borde del mar, en Dakar.

—¡Una mansión y cinco millones! —exclamó Golda Meir—. ¡No sé qué le habría dado Ngor Ndong! ¿Y está casada?

—No sé, Ngor Ndong no me lo dijo. Tal como afirmaba antes, lo único que conozco es su nombre, Ramata Kaba. Ese muchacho no tenía suerte. Quería huir de esa mujer, y al salir del cuartel, me había suplicado que lo llevara conmigo para estar lo más lejos posible de ella. No sabía que iba al encuentro de una muerte atroz.

—El mismo día en que nos fuimos de Diamniadio, Hobou Nguer, Ngor Ndong y yo —comenzó a relatar Tiguis—, al día siguiente de la redada, llegamos por la tarde a Médina Gounass pasando por Basset, en Gambia, en el momento de la tercera oración. Después de tomar una abundante cena y descansar un rato, dejamos el coche en el pueblo y nos trasladamos en bicicleta hasta el parque nacional de Niokolokoba, poco antes de que se pusiera el sol. Como tenía cita de madrugada con Kali, un rastreador basari que me había avisado de la presencia de un rebaño de elefantes venido de Guinea Conakry, tuvimos que caminar durante toda la noche. Al amanecer, en lugar de con Kali, nos topamos, no sé cómo, con una patrulla de guardas forestales que parecían estar esperándonos. Tuvimos una escaramuza con ellos. Sin avisar, los forestales, que todavía estaban indignados por el asesinato de dos colegas suyos a manos de unos furtivos, ocurrido dos meses antes, abrieron fuego. Yo les respondí. Tenía un kalashnikov, una buena arma, pero era el único de los tres que iba armado y los guardas era numerosos. Lo peor fue que, ya desde los primeros disparos, a Ngor Ndong le dieron en la rodilla. Al cabo de un cuarto de hora de refriega tuvimos que retirarnos y abandonar las bicicletas. Hobou Nguer cargaba a Ngor Ndong a hombros mientras yo cubría la retaguardia disparando de vez en cuando prolongadas ráfagas. Nos paramos un buen rato después, cuando estuvimos seguros de que los forestales habían dejado de perseguirnos. Hobou Nguer dejó a Ngor Ndong en el suelo. Estaba pálido, con la mandíbula comprimida, pero aun así gemía de dolor. La bala le salió por el hueco poplíteo y cortó una arteria importante. La sangre manaba a chorro de la herida, como del cuello de un carnero degollado. Le rasgué el pantalón y, con una liana, le hice un torniquete por encima de la rodilla. Después nos pusimos en camino otra vez, con Ngor Ndong cargado en la espalda de Hobou Nguer. Definitivamente, aquél era un mal día: nos perdimos en plena selva. Seguramente habíamos pisado una hierba maléfica de esas que desorientan, como las que se encuentran a veces en el campo. Nos pasamos el día dando vueltas en el parque sin encontrar una sola pista que condujera a Gounass. Cuando Ngor Ndong se ponía a gemir con insistencia, nos parábamos. Entonces le quitaba el torniquete; al ver que la hemorragia no se había detenido, se lo volvía a poner. Por la noche, muertos de cansancio, de sed y de hambre, nos quedamos dormidos como troncos al pie de un gran árbol. El torniquete se quedó fijo toda la noche. De madrugada me despertaron los gritos de Ngor Ndong. La pierna hinchadísima, tres veces más gruesa de lo normal, se había puesto negra como el carbón, brillaba como si la hubieran untado con manteca de karité y desprendía un olor característico de putrefacción especialmente nauseabundo. A Hobou Nguer debió de haberlo espabilado la insoportable pestilencia, porque se levantó con una mirada interrogativa, tapándose la nariz con los dedos. Ngor Ndong tenía tan inflada la pierna, de la ingle hasta los dedos de los pies, que la liana había desaparecido y, a partir del muslo, donde todavía la cubría el pantalón, la tela estaba tan tensa que se veía despuntar la piel, reluciente y negra, a través de la trama.

»En tales condiciones resultaba imposible desplazar a Ngor Ndong. Pronto los gemidos se tornaron alaridos. Además, pedía que le diéramos de beber, que le diéramos de beber, sin parar, y para colmo de desgracias, no teníamos nada de agua. En esa época del año, si aquí es el comienzo de la estación de las lluvias, allí, en Niokolokoba, hace tiempo que ha empezado ya a caer agua. Llueve todo el tiempo, día y noche, mañana y tarde, a toda hora, pero ese funesto miércoles, me acuerdo bien que era un miércoles, nada, ni una gota. Tampoco había por los alrededores ni un arroyo entre los matorrales, ni agua en el hueco de un árbol, ni siquiera algún charco fangoso. Y el pobre chico no paraba de gritar que quería beber. «¡Agua, agua, por el amor de Dios!», suplicaba. Cuando Ngor Ndong pronunció el nombre de Dios, me acordé de él, y no sé por qué, seguramente porque se afirma que está allá arriba, levanté la cabeza y miré el cielo donde debe de habitar, como si pudiera verlo sentado en su trono, y le dirigí una ferviente plegaria con todo mi corazón para que hiciera caer la lluvia que yo recogería con las manos a fin de darle de beber al chico. Precisamente, el cielo estaba encapotado con grandes nubarrones y se había levantado un fresco viento que sacudía las ramas de los árboles. Los pájaros se habían callado en los nidos y se notaba incluso un olor a lluvia, pero Él, sí, Él, Dios, cuando uno necesita realmente que le echen una mano, cuando con el corazón contrito le implora su magnanimidad, Él lo nutre de esperanza para acabar negándole lo que le ruega. Durante todo el día, el tiempo siguió bochornoso y el sol no salió ni una sola vez entre las nubes. Sin embargo, Dios cerró las compuertas del cielo. Y a mí, aunque pudiera aguantar el hedor de la pierna de Ngor Ndong, se me hacían insoportables sus gritos. Cada vez que pedía agua, era como si me lacerasen la espalda con un casco de botella.

»Al comenzar la tarde, la pierna estalló por varios sitios —continuó Tiguis, una vez se hubo secado los labios con el dorso de la mano tras engullir un trago de vino y lanzar un escupitajo en el suelo—. Perdonad, es que me dan náuseas cada vez que me acuerdo. Nunca había visto a nadie pudrirse antes de morir. Jamás lo habría imaginado, y aunque me hubieran contado algo así, no lo habría creído si no lo hubiera visto con mis propios ojos. De la pierna deshecha comenzó a manar un líquido purulento y sanguinolento, de color negro amarillento, del que salieron una multitud de gusanos blancos que se pusieron a caminar encima de todo el cuerpo de Ngor Ndong hasta la cara, y se introdujeron en la boca y en la nariz. Horrorizado por los gusanos e incomodado por el olor, Hobou Nguer había huido lejos. Yo me quedé velando solo a Ngor Ndong durante la segunda noche, que fue muy larga. Hasta la madrugada, no paró de pedir agua. Poco después de que saliera el sol, pudo reposar por fin. Cuando volvió, Hobou Nguer me ayudó a enterrarlo allí mismo.

»En ese mismo momento, como si no le hubiera bastado con su anterior negativa, para mofarse, Dios hizo que empezara a llover, pese a que el cielo estaba completamente despejado.

—¡Pobre chico, qué final más horrible! —comentó Golda Meir a modo de oración fúnebre, cuando Tiguis hubo acabado de contar las peripecias de la muerte de Ngor Ndong.

—Que Dios se apiade de su alma —sentenció Diodio.

—Ni a mi peor enemigo le deseo semejante sufrimiento —aseguró Tiguis mientras mascaba ruidosamente el trozo de cola que acababa de pasarle Golda Meir—. Estar descomponiéndose, con gusanos que salen del cuerpo y seguir respirando, por más increíble que parezca, eso existe. ¡Dios no es una persona, puede obrar milagros! Poco antes de morir, Ngor Ndong, que se mantuvo consciente y lúcido hasta el final, me pidió que le quitara la cadena que llevaba en el cuello y que se la entregara, si la veía, a Ramata Kaba. Fue en ese momento cuando me dijo su nombre, sin añadir nada más. Le juré que se la entregaría. Todavía llevo la cadena conmigo.

Tiguis indicó a Diodio que le diera su bolsa de viaje, situada al lado del mueble. Cuando se la llevó, se apartó un poco para depositarla encima de la cama, entre Golda Meir y él. Del interior sacó, metida en una funda provista de un botón, una cajita metálica decorada con una cabeza de tigre con las fauces abiertas.

—¿A ver, Tiguis? —solicitó Golda Meir, no bien hubo extraído la cadena de la caja.

Tiguis se levantó de la cama sacudiendo la cabeza.

—No. Se la voy a entregar a su propietaria tal como le juré a Ngor Ndong. No te la voy a dar a ti —declaró.

—¡Vaya, no sabía que fueras tan virtuoso, Tiguis! —espetó, con una estruendosa carcajada, Golda Meir—. Nunca dejarás de sorprenderme. Cada día trae su novedad.

—Ésa no es la cuestión —objetó—. Lo que pasa es que hay que cumplir con la palabra dada, sobre todo a un moribundo. Y en este caso en concreto, si uno peca de perjuro, durante toda la vida lo persigue un rosario de desgracias.

—¿Por eso has guardado la cadena durante casi cuatro años?

—¡Hasta la muerte la habría guardado, si hubiera sido necesario!

—Nunca dejarás de sorprenderme —repitió Golda Meir—. Dámela, Tiguis. Sólo para mirarla, por simple curiosidad. Después te la devolveré.

Tiguis accedió a pasarle la cadena.

Ella se inclinó hacia la mesa. Una vez hubo observado la joya con la luz de la lámpara, volvió a sentarse junto a Tiguis, que hizo chasquear los dedos tendiendo la mano.

—Reconozco esta cadena —dijo Golda Meir mientras la devolvía a Tiguis—. Me fijé que Ngor Ndong la llevaba colgada del cuello la noche de la redada, desde que entró en el bar acompañado de la Guapa Señora. ¿Tienes idea de cuánto vale, Tiguis?

—Sí, desde luego. Mis cuatro esposas, la de Kaolack, la de Ziguinchor, la de Sérékounda y la de Bissau me han montado escenas terribles a causa de ella. Todas me la pidieron, y como me negué, todas creían que la guardaba para las otras. Todas razonaron igual. Para ellas, llevar esa joya de valor a la casa, enseñársela y ponerles la miel en la boca, y después no regalársela a ellas y sí a otra mujer que se ataba el pareo de lado y con la mano izquierda, igual que ellas, era una burla de mal gusto, un insulto incluso. Un día, en el hotel Adonis, de Banjul, un negociante sarakole se ofreció a comprármela por medio millón, pero le dije que no estaba en venta. Un amigo sueco aseguró que valía tres veces más en francos CFA devaluados. Cada vez que me la he puesto, he causado sensación, sobre todo entre las mujeres, y siempre me han preguntado dónde la había comprado. Acabé por no colgármela del cuello, pero siempre la he tenido a mano en todos mis desplazamientos. Nunca me he separado de ella; ni siquiera la he empeñado cuando estaba pasando apreturas. Para mí es un gran alivio poder cumplir la promesa que le hice a Ngor Ndong.

Tiguis rodeó la mesa de cuadros, se inclinó hacia Ramata Kaba y, tendiéndole la cadena, le explicó cual fue la última voluntad de Ngor Ndong antes de morir.

—¡Toma lo que es tuyo!

Ella siguió impasible.

Entonces le cogió la mano, la abrió y tras depositar la joya en la palma, la cerró y volvió a sentarse en la cama.

—Siempre había pensado que si un día volvía a ver a Ngor Ndong, recobraría el juicio. Ahora que es seguro que no lo va a ver más, creo que nunca recuperará la razón —concluyó Diodio.

—Incluso si lo hubiera vuelto a ver, habría seguido estando loca —opinó Golda Meir—. Además, nada demuestra que su locura le viniera provocada por Ngor Ndong…

—¿Cómo se explica entonces que siga llamándolo, a él y sólo a él, cuando le da el ataque cada año?

—Yo no tengo ninguna explicación y los marabúes a los que he consultado tampoco me han aclarado nada en ese sentido. Siempre han afirmado que estaba loca y que así seguiría hasta el fin de sus días, porque hacía mucho, mucho tiempo, había avasallado hasta pisotearla a una persona que tenía la cabeza mucho más grande que la suya. Muchos años después, cuando ya no guardaba ni el menor recuerdo del incidente, el espíritu del hombre al que había ofendido antaño decidió vengarse trastornándole el entendimiento para siempre. He visto a tres marabúes diferentes, no a unos charlatanes, sino a los que conocen las cosas y ven con profundidad. Pues bien, los tres me hicieron las mismas revelaciones, y también añadieron que la tendré a mi cargo hasta que muera, porque por más que hagan, sus parientes no la encontrarán nunca y yo nunca sabré nada concreto sobre ella. Por eso me digo que la Guapa Señora es para mí un fardo que me ha puesto encima el buen Dios con el fin de ponerme a prueba. Con ese peso debo cargar durante toda mi vida.

—Si es una carga de Dios, como crees —observó Tiguis—, la sobrellevarás sin esfuerzo. Y ahora, pasemos a otro asunto. ¿Cómo van los negocios por aquí? Ni siquiera he tenido tiempo de preguntar cómo estabais.

—Sin novedad, tío Tiguis —contestó Diodio—. La única ha sido tu llegada esta noche después de tan larga ausencia.

—¡Sí, es verdad! —convino Golda Meir—. ¿Dónde estuviste, Tiguis, durante todo ese tiempo?

Tiguis pidió a Diodio que le volviera a llenar la copa antes de responder.

—Aquí y allá. Me quedé una buena temporada en Sierra Leona, durante la guerra, para hacer negocios. Después me fui a Sudáfrica, de donde me marché poco después de que comenzaran los problemas en Guinea Bissau. Todas las propiedades que tenía allí han quedado arrasadas, así que tendré que volver a empezar desde cero. Desde el cese de las hostilidades, he viajado sobre todo entre Bissau, Ziguinchor y Banjul, pero estos últimos meses he venido a menudo por esta zona.

—¿Y no te has pasado a saludarnos hasta hoy, Mamadou Lamine? —le recriminó Golda Meir, usando el verdadero nombre senegalés del hombre—. Eso no está nada bien, entre parientes. ¿Has olvidado que llevamos la misma sangre, que mi bisabuelo paterno, Samba Dieye, tenía dos hermanas de padre y madre únicas, Coumba y Farri Dieye, que son bisabuelas tuyas y de Hobou Nguer? El parentesco es como una planta; hay que regarlo y cuidarlo, porque si no, se marchita y muere.

—¡Ya sé, tienes razón, Ndiaba! —se justificó Tiguis, que la llamó también por su auténtico nombre—. No es que me haya olvidado de nuestros lazos de parentesco; es que cada vez que he venido, ha sido siempre en plena noche, a una hora inadecuada para visitar a nadie, ni siquiera a un pariente.

—¿Y qué te impide venir por la mañana o durante el día? —insistió Golda Meir.

—Porque me vuelvo a marchar enseguida después de desembarcar la mercancía que traigo en piragua desde Banjul. Tengo dos que cubren el trayecto entre Senegal y Gambia. Por otra parte, tampoco me quedaré mucho esta noche. Me voy a ir después de la cena.

—¿Y adónde vas a ir con esta lluvia?

—Una de mis piraguas, que viene de Banjul con Hobou Nguer a bordo, debe llegar cuando la tierra se haya enfriado. Yo tenía que solucionar algunos asuntos en Kaolack, y por eso he venido por carretera. Si no, estaríamos juntos. Ahora me iré por mar con él, esta misma noche. Espero que con la lluvia, que ha durado todo el día y que aún continúa, los aduaneros no estén por los alrededores de Yene, donde va a desembarcar la piragua.

Tiguis se despidió hacia las ocho, tras prometer pasar a verlas más a menudo. Con la cabeza protegida de la lluvia bajo una gran calabaza, Golda Meir lo acompañó hasta la entrada del Copacabana y, de regreso, aprovechó para inspeccionar el bar.

La clientela, que bebía en solitario, apenas había aumentado a causa del mal tiempo. Tras comprobar que incluso las barracas de afuera estaban vacías, regresó a su habitación con su hija.

—¡Diodio, no sabía que eras una persona tan cabal! —la elogió mientras tomaba asiento en la cama libre.

—¿Qué quieres decir, madre?

—Ni una sola vez te has ido de la lengua, como me temía. Sabes callar cuando toca. De esta manera, Tiguis ha quedado al corriente de todo sobre la presencia de la Guapa Señora en nuestra casa sin que se haya desvelado nuestro secreto.

—¡Vaya, madre, si eres tú la que me has educado! —replicó Diodio con una sonrisa—. También yo me temía que le revelaras al tío Tiguis lo que nos había dado.

—¿Revelarle yo algo a Tiguis? Puedes quedarte tranquila, hija. Si hasta me había olvidado de que la Guapa Señora nos había dado alguna cosa.

A la mañana siguiente, cuando se levantaron, Golda Meir y Diodio se quedaron estupefactas al ver a Ramata Kaba.

Estaba irreconocible. En una noche se había transformado por completo. Había envejecido, la cara se le había cubierto de arrugas y se le habían aflojado las facciones. La larga cabellera, al igual que las pestañas y las cejas, se le había vuelto blanca como el percal.

Por la noche se había acostado con la cadena metida en el puño y, al despertarse, la llevaba colgada del cuello.

La madre y la hija no le quitaron la joya.

Una semana después de la visita de Tiguis, Golda Meir llegó a la conclusión de que si los parientes de Ramata Kaba, a quien continuaba llamando Guapa Señora, habían llevado a cabo indagaciones con el fin de encontrarla, a aquellas alturas debían de haber renunciado, desanimados por el largo periodo de tiempo que había transcurrido desde su desaparición.

Una noche habló de ello con Diodio, que le dio la razón.

Nada había venido a perturbar su existencia en el Copacabana durante los tres años y tres meses que Ramata llevaba allí. Siempre permanecía en la habitación, bajo la vigilancia constante de la madre o de la hija, que no la dejaban sola ni un instante. Pocas eran las personas, una o dos, a lo sumo, que estaban al corriente de su presencia en casa de Golda Meir. A éstas les había explicado que era una pariente cercana de Bundu. Contaba que unos ladrones de ganado venidos de Mali o de Mauritania habían asesinado al marido y a los tres hijos de la mujer. A consecuencia de ello, había perdido el juicio y se negaba a hablar. «¡Lástima da, la pobre!», decían entonces.

Golda Meir y Diodio no habían alterado en nada sus costumbres ni su modo de vida, con excepción de lo que la madre llamaba «la pesada carga que Dios le había encomendado»: ocuparse de Ramata. Lo hicieron de manera admirable. Por lo demás, ella no daba excesivo trabajo, pues aparte de la semana durante la que se descontrolaba, rechazaba todo alimento y tenía tendencia a desnudarse, a irse y a llamar a Ngor Ndong, y en el curso de la cual la obligaban a engullir las gachas y el famoso remedio, siempre eficaz, se pasaba el día entero sentada en la cama, impasible, indiferente a todo, y no salía de la habitación más que para ir a hacer sus necesidades.

El Copacabana seguía igual que antes. No obstante, el urinario donde estaba escondido el tesoro había sido sustituido al día siguiente mismo por una caseta construida con los ladrillos que había encima, provista de un techo de fibrocemento y de una puerta dotada con una cerradura de seguridad. Esa noche, mucho después del cierre del bar, desenterraron el estuche metálico…

Para empezar, Golda Meir concluyó el edilicio que estaba construyendo en Diamniadio, por el lado de la carretera de Mbour, y luego compró dos casas pareadas en la nueva zona de Dalifor, que puso en alquiler después de transformarlas en residencias de lujo. Por la misma época oyó decir que habían puesto en venta el Brisa de Mar, un bar de Rufisque. Su propietario, François Beaujan, había decidido volver a Francia para proporcionar mejores cuidados médicos a su esposa. Ellos eran los últimos toubabs que quedaban de la época colonial, durante la cual el embarcadero, las fábricas de aceites y jabones y las industrias pesqueras funcionaban a pleno rendimiento al tiempo que florecía el comercio. El matrimonio de ancianos nonagenarios, sin hijos, vivía todavía en la decrépita zona vieja. La esposa, Huguette, se había roto el cuello del fémur al caer en el cuarto de baño. El viejo Beaujan liquidaba sus negocios, ruinosos desde hacía mucho: el bar con un amplio patio, situado en la planta baja de la casa, un gran edificio con apartamentos en el piso de arriba, construido al borde del mar.

Aconsejada por Diodio, se puso en contacto con François Beaujan y cerró el trato pagando al contado. A continuación vendió el Copacabana y se trasladó a Rufisque con su hija y Ramata Kaba. Rápidamente, el Brisa de Mar, reformado por entero, aunque con el mismo nombre de antaño, se convirtió en el bar más frecuentado del casco antiguo.

Al año siguiente, después de dejar las riendas a Diodio, Golda Meir efectuó el peregrinaje a la Meca. A su regreso, gravemente enferma, la trasladaron en estado de coma directamente del avión al hospital de Fann, donde murió al cabo de tres días sin haber recobrado el conocimiento.

Con el mes de octubre, concluyó la última estación de lluvias del siglo. Jamás se había visto otra tan lluviosa, tan larga ni tan catastrófica. Se había iniciado ya en la primera quincena de mayo, al contrario de otros años, en que empezaba a finales del mes de junio, o incluso a primeros de julio. Las lluvias habían sido especialmente abundantes y desde el temprano comienzo, no había pasado ni una sola semana sin que se produjeran tres o cuatro copiosas precipitaciones que inundaban cielo y tierra en la totalidad del país.

Todos los pueblos del valle del Senegal situados más arriba de la presa de Diama, de Donaye —en Fouta— a Gandiol —cerca de la desembocadura—, habían quedado anegados y su población había tenido que ser evacuada en su mayoría. La misma suerte habían corrido varias grandes ciudades de diferentes regiones, como Kaolack, Pikine, Guédiawaye, Mbour, Thiès, Ziguinchor y, sobre todo, Saint Louis, donde, a pesar del dique de protección construido, que costó tres mil quinientos millones y acabó arrastrado por las tumultuosas aguas del río, toda la isla, del barrio Sur al barrio Norte, quedó invadida, hasta el punto de que se temió por la persistencia del puente Faidherbe, que es tan emblemático para la ciudad antigua como lo es la torre Eiffel para París. Y por si eso fuera poco, el ciclón Cindy había devastado Joal y la zona circundante, haciendo desaparecer en el mar, junto con sus barcas, a casi doscientos pescadores.

El único motivo de consuelo era que la próxima cosecha se anunciaba muy prometedora…

Por desgracia, el precio del cacahuete, principal fuente de ingresos del mundo rural después del desmoronamiento del algodón, atacado el año anterior por la mosca blanca, se vio sujeto a un fuerte descenso decidido sin consultar a los campesinos que, no habiendo vendido aún sus reservas, se frotaban ya las manos. Esa impopular medida, adoptada un trimestre antes de las elecciones presidenciales, y que había provocado una cólera sorda y un profundo descontento entre el campesinado, fue el último de los disparates que cometió el régimen socialista después de casi medio siglo de hegemonía en el poder, ya que los sufridos aldeanos habían sido siempre el fecundo y constante vivero del que se alimentaba el partido en cada elección, y siempre le habían garantizado la victoria, incluso en la difícil época que Senghor denominó del «malestar campesino», en la que, para obligarlos a pagar las deudas contraídas con la adquisición de simientes, bueyes de labranza, fertilizantes o pesticidas, los jefes de distrito no tenían reparos en exponerlos en público con el torso desnudo, bajo el ardiente sol, embadurnados de pies a cabeza de abono y de insecticida. Y desamparados, desalentados, sin saber ya a qué santo encomendarse, se preguntaban: ¿cuándo se va a acabar por fin la independencia?

El año 2000, tantas veces evocado desde la era de Sédar Senghor como el año de la prosperidad y la abundancia para todos, por fin llegó.

La llegada del nuevo siglo, que cayó en pleno mes de Ramadán, apenas tuvo repercusión. Ni hubo grandes fiestas, ni desfiles con antorchas, ni bailes populares. Ni siquiera se produjo el temido colapso informático que tanto había dado que hablar.

De todas maneras, hacía mucho que la alegría había abandonado los corazones de la gente. Nuestra piragua bogaba en un agitado mar de parálisis y de dificultades que afectaba a todas las capas sociales, en especial a las más desfavorecidas, y de inmundicias de toda clase que invadían pueblos y ciudades. Todo el mundo, enfermo de malvivir, tenía un desagradable gusto a ceniza en la boca, y Dakar distaba mucho de ser tan bonita como París. Tal vez en el año 3000…

No obstante, las elecciones presidenciales que debían celebrarse a finales del mes siguiente, el 25 de febrero concretamente, se preparaban por doquier con una efervescencia y un frenesí extraordinarios.

Había ocho candidatos en liza.

Al candidato presidente lo aconsejaba un reputado brujo blanco traído de Francia que contaba en su haber trece milagros efectuados en distintos lugares del mundo y que había prometido obrar el catorce aquí. Entorpecido con el tema del cambio, un bien ajeno que adoptó como eslogan de campaña, destilando a su paso montañas de promesas a cual más maravillosa, paradójicamente perjudicado por un espléndido cartel que lo representaba de pie en medio de un vasto campo anunciando, con una angélica sonrisa en los labios, que los frutos maduran, mientras sostenía con ambas manos una gran berenjena, verdura puramente ornamental del plato nacional, el ceebu jën, que nadie come y que acaba en la basura junto con las raspas del pescado, no logró convencer a sus votantes habituales y quedó pendiente de una segunda vuelta.

Se organizó, pues, una segunda votación para tres semanas después, el domingo 19 de marzo. Aquello constituyó de por sí un acontecimiento histórico, ya que la victoria se había definido siempre en la primera vuelta, lo cual conllevaba graves y sangrientos contenciosos postelectorales, que a veces se iniciaban incluso antes de conocer los resultados.

Tras un cuarto de siglo de porfiada lucha, jalonada con diversos procesos y estancias en la cárcel, una huelga de hambre y cuatro tentativas fracasadas, Abdoulaye Wade, el apóstol del sopi, el verdadero cambio, ganó las elecciones.

Tras asegurar que si lograba la victoria nombraría primer ministro a Moustapha Niasse, candidato que había alcanzado la tercera posición detrás de él, Abdoulaye Wade fue elegido con un margen triunfal. Suscitó una inmensa esperanza, en especial entre los jóvenes, gravemente afectados por el paro y que habían votado de forma masiva por él.

Ante la sorpresa general y el asombro planetario, las dos vueltas, desarrolladas con impecable organización y regularidad, se llevaron a cabo con absoluta calma, transparencia y serenidad. Pese a los agoreros gritos que se habían dejado oír por todas partes, en los que se predecían bombas, granadas, sangre, fuego, llamas y ceniza, ni siquiera la más diminuta hormiga padeció ese día la menor violencia. El ministerio de Asuntos Exteriores francés y el departamento de Estado de Estados Unidos, por ejemplo, habían recomendado a sus ciudadanos residentes en el país que hicieran acopio de comida, agua potable embotellada, grupos electrógenos, carburante y que se parapetasen bien en sus casas el día de la votación, con el equipaje listo por si debían ser evacuados en caso de disturbios.

Definitivamente, ignoraban el poder de los genios protectores de los lebus. Para conjurar la mala suerte, a fin de que no se viera perturbada la paz, sobre todo en Dakar, que se encontraba en su territorio y pese a todo les pertenecía, habían organizado una gran ceremonia propiciatoria en la costa, en la que se inmoló un toro de siete años, de pelaje negro y blanco; además se vertió en el mar, a modo de ofrenda, gachas de mijo y leche cuajada.

Cuando aún no se había acabado la ceremonia, mientras las mujeres bailaban el ndeupeu[36] al son del tamtan, surgió del agua una enorme barracuda, pez de alta mar que nunca se acerca a las costas, y con un prodigioso salto fue a parar cerca del animal sacrificado, donde se quedó sacudido por vigorosos temblores, encima de la sangre que había brotado de su garganta y que se deslizaba ya hacia las olas desplegadas en la playa.

Interpretando tan asombroso suceso como un magnífico augurio, el gran sacerdote de los hechiceros que oficiaban el ritual había anunciado que Ndogal, Leuk Daur Mbaye, Ndiare, Coumba Castel y Mame Coumba Lamp, los genios tutelares de la península del Cabo Verde, habían atendido sus ruegos.

Como buen perdedor, el candidato vencido llamó por teléfono esa misma noche al ganador, cuando los resultados del escrutinio aún no se habían anunciado de forma oficial y algunos de sus colaboradores más cercanos se disponía a perpetrar, a sus espaldas, un golpe de Estado con la finalidad de mantenerse en el poder. Ignorante de tales maniobras, reconoció su derrota y brindó su más sincera y entusiasta felicitación a su viejo adversario, a quien tantas veces había vencido. En el marco africano, aquél fue un gesto extraordinario y muy elogiado en todo el mundo, y en particular en ese desheredado continente, donde, las más de las veces, por no decir todas, la alternancia se producía de manera brutal y sangrienta, de madrugada, en forma de una pura y simple confiscación del poder por parte de la soldadesca armada.

En la soleada tarde del 1 de abril, en el abarrotado estadio Léopold Sédar Senghor, ante cien mil personas rebosantes de alegría, el nuevo propietario del país juró con toda solemnidad el cargo. Unos instantes después, la cesión de funciones en la cúpula del Estado se llevó a cabo de manera cordial y civilizada. Después, Abdou Diouf, que había asumido la presidencia de la república durante diecinueve años, abandonó el palacio. Lo hizo de forma admirable, con expresión seria y con la cabeza bien alta, rodeado tan sólo de su familia, de su fiel esposa, de sus hijos y de sus nietos. Acompañado por Abdoulaye Wade, nuevo ocupante de la residencia, atravesó a pie el amplio patio sombreado de árboles por cuyas avenidas bordeadas de flores se paseaban, antaño, las grullas reales que tanto gustaban al presidente poeta de quien se proclamaba heredero; aquél decía que cuando sobrevolaban el palacio presidencial, eran tan hermosas y tan majestuosas, como el Concorde cuando alzaba el vuelo para subir al cielo. No bien llegó al poder, él las había mandado al Parque Nacional de Aves, con lo que dio a entender claramente las diametrales diferencias existentes entre el maestro y aquel que se reconocía discípulo suyo. Cuando franqueó la verja, la nutrida multitud concentrada en las inmediaciones de la avenida Léopold Sédar Senghor lo gratificó con una salva de aplausos. Con patente emoción, él levantó ambos brazos para saludar por última vez y después, sin pronunciar ni una sola palabra, se subió dignamente a un anodino Mercedes azul en el que, seguido por sus allegados, partió al encuentro de otro destino.

Ramata Kaba vivió todavía quince años más tras la muerte de Golda Meir, inmersa en su larga noche, desvinculada por completo del mundo real. Y cada año, cuando, como si lo hicieran para dar la bienvenida a las primeras lluvias, en todos los demás árboles despuntan los nuevos brotes, y sólo los ceibos se ornan con sus flores púrpura en armonioso contraste con el renovado verdor del entorno, ella experimentaba una fase de excitación aguda durante ocho días, tras la cual se sumía en una depresión próxima al letargo hasta la siguiente estación de lluvias…

En los últimos tiempos, desde hacía unos seis meses, se había producido un cambio notable en su comportamiento, sin que hubiera mediado ningún motivo aparente ni la influencia de ningún acontecimiento, ni importante ni banal: cuando habían cerrado el bar y los clientes se habían marchado a sus casas, a veces abandonaba su habitación del piso de arriba para bajar al patio del Brisa de Mar.

Entonces se acodaba en el reborde del muro de contención, protegido del oleaje del océano por grandes neumáticos y rocas sujetas con redes metálicas. Allí dejaba vagar la mirada hacia la lejanía, en dirección al faro del cabo Manuel, que con su potente haz de luz roja barría de forma intermitente la oscura superficie del mar.

Allá se encontraba la casa en la que, durante dos semanas, había conocido una felicidad inefable en compañía de Ngor Ndong.

¿Pensaría acaso en su amante perdido? ¿Se hallaba siquiera en condiciones de pensar?

Allí permanecía inmóvil, parapetada en su mutismo que nada ni nadie podía perturbar, durante horas y horas, antes de volver a subir a acostarse, de madrugada.

A veces, sin embargo, no regresaba a su habitación. Se dormía tumbada al pie de la pared y pasaba el resto de la noche a la intemperie.

Así ocurrió esa víspera de la fiesta nacional en que, en medio de una ola de frío que se había abatido sobre el país, tan rigurosa como nadie recordaba otra igual, al levantarse, Diodio la encontró muerta.