SIEMPRE SE MUERE DE UN ATAQUE AL CORAZÓN

Enclaustrado desde hacía dos semanas con Ramata Kaba en la casa situada en la cornisa Este al borde del mar, frente a la isla de Gorea, Ngor Ndong se sentía invadido por una imperiosa necesidad de evasión. Todavía no lograba comprender la actitud de aquella mujer; pese a todas sus explicaciones, su comportamiento, desde luego, le parecía algo más que extraño.

La primera noche, en el Chez Vous, apenas se cerró la puerta de la habitación 5, había empezado a desvestirse febrilmente, con un intenso brillo en la mirada. Ya desnuda, se había acercado a él y tras arrancarle casi la ropa, lo había llevado a la cama y le había suplicado que la poseyera como lo había hecho la noche anterior. Se había puesto a gritar tan fuerte, diciendo tamañas barbaridades, que, por temor a que el gerente acudiera para averiguar si estaban matando a alguien, le había tapado la boca. Entonces ella se había callado y, de repente, se había quedado inerte. El se había levantado de la cama y se había vuelto a vestir. La observó y durante un breve instante creyó que había fallecido, porque se había quedado absolutamente inmóvil, con los ojos en blanco, pero pronto los regulares movimientos del pecho le indicaron que aún respiraba.

Al cabo de un cuarto de hora, aproximadamente, cuando comenzaba a preocuparse, se había movido y había emitido un hondo gemido, como si se recuperara de un desmayo, con la mirada extraviada en el vacío. Todavía se preguntaba si había perdido realmente el conocimiento cuando vio que se levantaba y se acercaba vacilante para arrojarse a sus brazos.

—¡Ah, gracias, un millón de gracias, amor mío! —había murmurado.

Luego lo había abrazado con fuerza, con el cuerpo agitado por un temblor nervioso y con la cabeza pegada a su pecho. Cuando por fin se había calmado, lo había observado un momento con una mezcla de agradecimiento y ternura, y después le había acariciado con la punta de los dedos la mejilla, que tenía adornada por una venda sujeta con esparadrapo.

—¡Perdóname por esto! ¿Te curaron bien?

Él asintió con la cabeza.

Ella se separó de él y volvió a empezar a desvestirlo.

—Te llevo buscando desde hace mucho tiempo sin conocerte. ¡Ahora que te he encontrado, no te voy a soltar!

—¿Cómo que me has buscado mucho tiempo sin conocerme? —preguntó, sin poder contener su asombro.

—¡Ah, pero si hablas, amor mío! ¡Hablas! —exclamó ella con los ojos desorbitados por la sorpresa, antes de acabar de desnudarlo—. Te oigo hablar por primera vez. Creía que eras mudo. Verás, ningún hombre había podido hacerme sentir como una auténtica mujer, excepto tú, sólo tú. Por eso, inconscientemente, te buscaba desde siempre, y ahora que te he encontrado por fin, no pienso soltarte más. ¡Poséeme otra vez, poséeme, te lo suplico!

En el mismo estado de febril agitación de antes, se había puesto a gritar con estridencia profiriendo palabras sin sentido, para después abandonarse a un profundo silencio y a una total inmovilidad. Cuando le pellizcó con fuerza un pezón, no había sentido nada. Viendo que seguía con los ojos en blanco, comprendió que estaba desmayada.

Cuando volvieron a salir, dos horas después, al patio del Chez Vous, se había puesto a llover, detalle que ella consideró como un buen augurio.

—¡Cuando la primera lluvia del año le sorprende a uno y lo moja, es una señal anunciadora de inmensa dicha! —había afirmado con alegría—. Seremos muy felices, vas a ver, muy felices. No hay por qué apresurarse, amor mío.

Le había cogido la mano y había caminado con paso lento.

Era la primera lluvia del año, pero era intensa.

Llegaron empapados al Jaguar parado en el aparcamiento.

Una vez en Dakar, lo llevó a la casa donde se encontraban ahora. Jamás en su vida había puesto los pies en una mansión tan bonita, tan grande, con flores por todas partes, hasta en el dormitorio. Ella lo había conducido hasta la cama, donde se habían amado, una y otra vez, hasta que se fue, pero prometiendo regresar al día siguiente.

Cuando se quedó solo, trató de comprender el embrollo en el que se hallaba, pero cuanto más reflexionaba, menos comprendía aquella situación. Al final, ya entrada la noche, cansado de pensar, acabó por dormirse.

Al despertar por la mañana temprano, tomó la decisión de irse antes de que ella volviera. Entonces constató que había cerrado por fuera la puerta principal y se había llevado la llave. Viendo que sin el material apropiado le sería imposible forzar aquella complicada cerradura, se dedicó a recorrer las otras habitaciones, el salón, el dormitorio de los huéspedes, la cocina, el cuarto de baño, la despensa, el comedor... Fue inútil, porque todas tenían ventanas protegidas con recios barrotes. Podía, por consiguiente, vagar a su antojo por la residencia, pero no podía salir. Entonces se arrellanó en un sillón del salón y esperó su llegada.

Debían de ser poco después de las dos cuando apareció por fin. Tras dejar la maleta en la moqueta, había ido a arrodillarse a sus pies, con la cabeza posada en sus rodillas y la mano en la bragueta del pantalón.

—¡He estado pensando en ti toda la noche, amor mío! —había declarado mirándolo a los ojos—. ¿Y tú, has pensado en mí?

Él sacudió la cabeza.

—¡Quiero que me hables, amor mío! —protestó ella—. Necesito oír tu voz. Respóndeme, ¿has pensado en mí durante la noche?

—He pensado en ti durante la noche.

—¿Es verdad? ¿Durante toda la noche?

—Es verdad.

—¡Ay, qué feliz soy! Quiero que pienses en mí siempre, igual que yo pienso en ti todo el tiempo. Vamos a conocernos mejor. Tenemos dos semanas sólo para nosotros. Le he dicho a mi marido que me iba a Saraya. Me ha acompañado a la estación y me he ido en el expreso hasta Thiaroye. Allí me he bajado y he cogido un taxi, y aquí me tienes, exclusivamente para ti, durante dos semanas. ¿Conoces a mi marido? Seguro que habrás oído hablar de él porque sale a menudo en la tele y en la radio. Se llama Matar Samb; es el ministro de Justicia. Yo me llamo Ramata Kaba.

Sin saber por qué, se había levantado del sillón y, tras hundir la mano en el bolsillo trasero del pantalón, había sacado la joya que le había robado tres noches atrás y se la había tendido. Era una cadena de oro entorchado, gruesa como un meñique, casi de un metro y medio de longitud.

—La cadena es tuya ahora —le dijo ella, poniéndose en pie—. Te la regalo de todo corazón. ¿Temes que mi marido te mande a la cárcel porque es ministro de Justicia?

Le cogió la cadena de las manos y al advertir que el cierre estaba fuera de rosca, lo reparó con los dientes. Después la enrolló con doble vuelta y se la colgó del cuello.

—No tengas miedo —prosiguió—. Matar es una buena persona. No lo digo porque sea mi marido, sino porque realmente lo es. Además, nunca sabrá lo que hay entre nosotros. Nunca lo sabrá nadie. Será nuestro secreto particular. Pero ¿por qué hiciste eso? El taxi que conducías la otra noche no era tuyo. ¿Por qué haces eso?

Él le había sostenido la mirada, sin responder.

—¿Por qué haces eso? —insistió—. No está bien robar. Te arriesgas a ir a parar a la cárcel, ¿lo sabes?

Él le confesó que ya había estado en dos ocasiones en los Cien Metros Cuadrados.

—¿Qué te impulsó a ir por ese mal camino, amor mío? ¿Estás obligado porque tienes personas que mantener? ¿Estás casado, con hijos y sin trabajo? ¿Tus padres no te pueden ayudar?

—Mis padres murieron hace tiempo.

—¿Tienes mujer e hijos? ¿Tienes trabajo, un oficio?

—No, nada.

—¿Con quién vives en Sangalcam? ¿Tienes un tío, una tía, una hermana o algún pariente que te pueda ayudar?

—Nadie.

—¿Con quién vives en Sangalcam? ¿Tienes casa?

—No. Además, he decidido irme del pueblo.

—¿Para ir adónde?

—No lo sé todavía.

—¿Y no tienes ningún sitio dónde vivir?

—No, ninguno.

Estaba tan conmovida por su precaria situación que los ojos se le arrasaron de lágrimas. ¡De modo que su hombre era un desvalido sin techo! De ninguna manera podía aceptarlo, se dijo, resuelta a remediarlo en el acto.

—¡Todo eso ha acabado, mi pobre amor mío! —anunció—. Nunca más te va a faltar de nada. Yo te lo daré todo, absolutamente todo. No tendrás necesidad de trabajar, ni mucho menos de robar los bienes ajenos para vivir. Mientras tanto, te doy esta casa para que vivas aquí. Espero que te guste. Si no, te haré construir otra. Es muy bonita y me pertenece. Matar no sabe siquiera que la poseo. Me la dio Erika, cuando volvió a su país el año pasado. Nos encontrábamos aquí tres veces por semana. Estaba muy enamorada de mí. Te la regalo. ¡Ya verás, te va a encantar!

Se quedó estupefacto. Había oído decir que algunas señoras ricas, a menudo insatisfechas, mantenían a sus chulos, pero nunca había imaginado que aquello pudiera resultar tan rentable.

Ella había abierto la maleta llena de ropa, había extraído una bolsa negra de nailon y se la había entregado.

—Hay cinco millones dentro. Son para ti, para que los gastes como quieras. Cuando se acaben, no dudes en pedirme más. Soy muy rica. Ya no te va a faltar de nada.

Se sintió totalmente abrumado.

—Tampoco volverás a estar solo nunca más, amor mío —añadió—. Yo lo seré todo para ti, un padre, una madre, una hermana, un hermano. Seré toda tu familia a la vez. Seré sobre todo tu mujer, tu amante adorada.

Le había pedido que la desnudara mientras ella le desataba el cinturón y le bajaba la cremallera de los pantalones. La sesión se inició en la moqueta del salón, para continuar luego en el dormitorio. Duró hasta el anochecer.

—¿No tienes hambre? —le había preguntado ella después de recobrarse, acostada a su lado en la cama—. Yo sí.

Él había reconocido que no había probado nada desde el almuerzo del día anterior y que estaba hambriento, a lo cual ella respondió que el congelador y la nevera estaban provistos de toda clase de vituallas y que iba a ocuparse de todo. A continuación se había levantado, vestía un salto de cama negro que le llegaba a un palmo de las rodillas, y se fue a la cocina. Al cabo de un momento lo llamó. Después de ponerse los vaqueros, fue a su encuentro. Estaba asando un pollo que había sacado de la nevera.

—Ven a hacerme compañía. Ponte aquí, cerca de mí.

Pronto había olvidado vigilar la olla del fuego. El humo y el olor a quemado habían inundado la habitación cuando concluyeron sus retozos encima de la mesa de la cocina, que ella había despejado tirando del hule que la cubría, sin preocuparse de los platos que se rompieron al caer. De todos modos, confesó que con lo mala cocinera que era, tampoco le hubiera salido mucho mejor el guiso. Luego encontró un paquete de patatas fritas y pan conservado en bolsas de plástico en el congelador, que puso un momento a tostar en el horno, antes de volver a poner la mesa.

—¿Tomas vino? —le preguntó cuando, sentado frente a ella, había empezado a comer—. Hay dos o tres cajas aquí. A mí no me gusta el alcohol, al contrario que a Matar. Hace mucho, en los primeros tiempos de casada, lo probé dos o tres veces, pero no soporto ni el gusto ni el olor. ¿Quieres?

No obstante, quiso imitarlo, pese a su aversión declarada. A la cuarta copa de Royal Kébir, estaba tan borracha que había abatido la cabeza en la mesa. El se vio obligado a llevarla en brazos hasta el cuarto de baño, donde la había lavado un poco, antes de trasladarla al dormitorio mientras gritaba a voz en cuello que todo daba vueltas, que se sentía ligera como si planeara. En la cama, había estado más exigente aún; se había desmayado varias veces; al alba, antes de dormirse por fin, le había murmurado que el vino había acentuado sus sensaciones.

La cama después de la mesa, la mesa después de la cama, ése había sido el ritmo imperturbable de su vida durante catorce días.

La noche del viernes, Ngor Ndong estaba malhumorado y deprimido. El ambiente había acabado por hacérsele insoportable. No sólo porque aquella intensa actividad lo había saturado hasta el punto de que se sentía tan débil como si acabara de sufrir una gripe de las malas, sino porque tenía el sentimiento de ser un simple objeto, una marioneta que ella accionaba con unos hilos, obligándolo a moverse en una situación que no controlaba, en la que lo único que hacía era cumplir demandas sin tomar iniciativa alguna, reducido a una lamentable esclavitud sexual, cuando mal que bien, él siempre había tenido entre sus manos las riendas de su destino. Tenía la impresión de ser como una de esas fieras enjauladas, bien alimentadas y cuidadas, que dan vueltas en su habitáculo en busca de una abertura por donde escapar.

Tras levantarse de la cama, se puso el pantalón que estaba tirado en la moqueta al tiempo que dedicaba a Ramata, inconsciente, la torva y fatigada mirada del toro que acaba de aparearse con todas las vacas del rebaño. Con gesto mecánico, se rascó la mejilla, que le picaba. La noche anterior, delante del espejo del cuarto de baño, se quitó la venda. La herida estaba curada; la cicatriz que le habían dejado los dientes formaba un marcado círculo rosado. Encendió un cigarrillo y, con paso lánguido, fue a acodarse al borde de la ventana que daba a la ensenada Bernard. La brisa nocturna le refrescó la cara y el torso empapados de sudor. En la noche sin luna, reflejadas en las tranquilas aguas, la miríada de estrellas que constelaban el firmamento transformaban el mar en un inmenso depósito de metal negro irisado de plata. Al frente, en la lejanía, las luces de la isla de Gorea, sombría masa semejante a una gigantesca ballena varada, interrumpían la oscuridad.

Ngor Ndong oyó que Ramata Kaba se levantaba y acudía a su lado, pero no se volvió. Se pegó a él y con la cabeza posada en su espalda cruzó los brazos alrededor de su cintura. El se puso rígido, con todos los músculos contraídos, como si le repeliera su contacto.

—¿Qué ocurre, amor mío? —le preguntó ella al cabo de un momento.

Aspiró una honda calada; después, con un papirotazo, lanzó el cigarrillo apenas consumido por la ventana. Se zafó con un movimiento brusco de espalda antes de volverse de cara a ella.

—¡Quiero salir de aquí!

Le asustó la aspereza de su voz. Permaneció confusa un instante, sin saber qué pensar.

—Pero..., pero ¿por qué? —balbució—. ¿Te..., te falta algo? Dime...

—No me falta nada, no necesito nada, aparte de salir de aquí.

—Sabes bien que no podemos, amor mío —contestó, tranquilizadora—. No sería prudente. Podrían vernos juntos y decírselo a mi marido. No se sabe nunca. Para él, yo me fui a Saraya...

—Tú te quedas y yo me voy.

—Pero ¿adónde? ¿Adónde quieres ir y por qué?

No estaba acostumbrada a que la contrariasen, así que la irritación que comenzaba a invadirla se hizo patente en su voz.

—Me asfixio aquí —espetó él—. Quiero ir a respirar el aire al Copacabana.

Sintió como si la hubieran insultado. ¡Que se asfixiaba allí! De modo que todos sus esfuerzos habían sido en vano. ¡Se había puesto a su entera disposición, se había avenido a satisfacer todos sus deseos y lo único que se le ocurría decir era que se asfixiaba allí y que quería ir a respirar el aire a no sabía adónde! No estaba dispuesta a dejarse ofender sin reaccionar.

—¿Así que te asfixias aquí? —inquirió con causticidad, frunciendo el entrecejo—. Y dime, ¿en la cárcel no te asfixiabas?

No supo si la flecha había dado en el blanco o no, pues él permaneció impasible. Enseguida lamentó su malévola alusión, y así iba a decírselo cuando él le respondió por fin, mirándola a los ojos.

—Sí, en la cárcel me asfixiaba también. Pero allí comprendía por qué. Había cometido una falta y por eso me habían encerrado y no podía salir.

Se arrojó a sus brazos y se apretó contra él.

—Perdóname por haberte recordado la cárcel, amor mío —se disculpó, molesta consigo misma—. Nunca más lo volveré a hacer. ¿Adónde quieres ir, dime?

—Al Copacabana.

—¿Al Copacabana? ¡No sabía que hubiera un local con ese nombre en Dakar! Debe de ser nuevo. ¿Sabes?, he ido varias veces a Brasil y conozco bien la verdadera Copacabana. Un día te llevaré. ¿En qué parte de Dakar está el Copacabana?

—No está en Dakar, sino en Diamniadio.

De improviso, decidió acompañarlo. En Diamniadio no conocía a nadie. El riesgo de que la reconocieran era mínimo, sobre todo en la penumbra de un bar. En cualquier caso, estaba dispuesta a correr todos los riesgos, pues no estaba segura de que volviera si lo dejaba irse solo, pese a todo lo que le había ofrecido y a todos los esfuerzos que hacía por retenerlo.

—Vamos juntos y volvemos juntos —decretó.

Ramata Kaba se preparó como si fuera a un baile de gala. Una vez duchada, peinada y maquillada, se puso un magnífico vestido de seda blanca, que combinó con zapatos de salón y bolso de piel de cocodrilo negros, y el aderezo de joyas. En el momento de salir, deslizó en la mano de Ngor Ndong un grueso fajo de billetes.

Después de recorrer cogidos de la mano la cornisa Este hasta la altura del hotel Terranga, subieron por la escalera de madera que da a la plaza de la Independencia. En el aparcamiento del cine Paris encontraron un taxi que tardó un poco más de tres cuartos de hora en llegar al cruce de Diamniadio.

La entrada del Copacabana estaba abarrotada de vehículos, en especial camiones. En la gran sala la animación era aún mayor de noche que durante el día. Impresionada, Ramata Kaba estuvo a punto de retroceder cuando puso el pie en el umbral de aquel bar repleto de gente, mal iluminado por las lámparas de petróleo, donde reinaba un ensordecedor bullicio y un calor opresivo y donde el aire era asfixiante, cargado de olor a alcohol e irritante humo proveniente de los cigarrillos y de los fogones donde las prostitutas asaban carne y pescado. Se aferró instintivamente al brazo de Ngor Ndong, tratando en vano de contener los nerviosos temblores que se adueñaban de ella. En todas las mesas, los clientes hablaban y discutían de forma acalorada, forzando la voz para hacerse oír. En el centro, un corro de gente daba excitados gritos y palmadas en torno a un músico de tama[30] vestido con bombacho y camiseta blancos y a una muchacha muy alta que, con un conjunto de pareo anudado muy por debajo de las caderas, bailaba la danza del perro, la más perversa de cuantas se han puesto de moda en los últimos treinta años. Era peor aún que el ndaga, que según confesó el ex presiente-poeta Senghor, lo hizo morir de vergüenza cuando se interpretó delante de sus invitados de alcurnia, en el teatro nacional Daniel Sorano. El clip de la canción (ya que el perro es a la vez canción y danza) estuvo a punto de ser prohibido por el consejo de marabúes,[31] tal como había ocurrido por ejemplo con la serie televisiva Cuatro viejos en el viento, acusada de ser contraria a las costumbres del país y de mofarse de los imanes, la religión y las mezquitas. El perro se había salvado por poco de la censura gracias a la intervención del gran imán. Picado por alguna misteriosa mosca satánica, en el sermón de la oración del final del Ramadán, olvidándose del Dios Todopoderoso, de su santo Corán, de la suna del profeta Toumani (que disfrute de paz y salud), había recomendado con insistencia a los desconcertados fieles que meditasen profundamente sobre el sentido de esa canción cuyo autor, al ser tan joven, no tenía conciencia de la hondura y sabiduría que la impregnaban:

Una palabra es una palabra.

¡La palabra del prójimo no es una palabra!

Un agujero es un agujero.

¡El agujero del prójimo no es un agujero!

La muchacha tenía la voz cascada y desafinaba a más no poder, pero hacía rodar las generosas caderas como un ventilador, en tanto que su acompañante golpeaba el tamtan con desenfrenado ritmo, y cada vez que decía «agujero», señalándose el pubis con el índice, levantaba una pierna y con el pareo abierto hasta el nacimiento de los muslos, doblaba la rodilla y daba bruscos movimientos de caderas para imitar al perro que levanta la pata, lo que provocaba un delirio de histeria en la sala. Los chillidos y los aplausos llegaban a su paroxismo. Algunos se desgañitaban gritando: «¡Rojo! ¡Rojo!», otros: «¡Azul! ¡Azul!», en referencia al color de las bragas de la chica, en tanto que otros clamaban que no era verdad, que ellos no habían visto nada, que parecía que no llevaba nada debajo del pareo. Con objeto de averiguar quién tenía razón, cada bando reclamaba: «¡Bis! ¡Bis!», para poder observar mejor...

Golda Meir, a quien nunca se le escapaba nada en su territorio, reparó en la cadena que llevaba colgada del cuello Ngor Ndong no bien hubo entrado en el local. Después de que se fuera dos semanas atrás en compañía de los dos gendarmes, no había tenido ninguna noticia e ignoraba qué había sido de él. No obstante, aún le llamó más la atención la guapísima mujer que lo acompañaba. Jamás en la vida había visto una pareja tan dispar. ¡Un asno con una yegua pura sangre! La mujer, que era mayor que Ngor Ndong, estaba perdida, desorientada. Se veía en la manera en que se agarraba de su brazo, como un niño temeroso que busca el amparo de su padre. Su altivo porte, las joyas, el impecable peinado y la inmaculada blancura de su vestido indicaban que no pertenecía a ese medio. No tenía nada que ver con las prostitutas que frecuentaban su establecimiento para sobrevivir; debía de ser una de esas mujeres que llevan una vida de lujo, como las que emplean en los grandes hoteles para amenizar las noches de las grandes personalidades en visita oficial y de los turistas. De todas maneras, concluyó Golda Meir, se encontraba al otro lado de la montaña, donde la vida era bella, el dinero corría en abundancia y se gastaba a menudo en futilidades, sin tener el desagradable y frustrante sentimiento de malgastarlo, y donde las contingencias cotidianas quedaban lejos de las duras preocupaciones de la existencia de la gente humilde.

Presintiendo que allí había un buen filón, Golda Meir salió de detrás de la barra para ir a su encuentro.

—¡Ngor Ndong, hijo mío! —exclamó con afectación, precedida de su mejor sonrisa—. He estado haciendo muchas cábalas a cuenta tuya. Me tenías muy preocupada.

—¡Hola, mamá Golda! —contestó Ngor Ndong con un tono festivo que Ramata Kaba no le conocía—. ¿Cómo marcha el negocio? ¿A todo trapo?

—¡Como siempre, gracias a Dios! ¿Has estado de viaje?

—Estaba por ahí, mamá Golda.

—¿Sólo por ahí y desde hace tantos días nadie te ha visto? ¿Debías de estar muy acaparado?

—Tienes razón, estaba muy acaparado.

Golda Meir emitió una carcajada gutural antes de volverse, con la mano tendida, hacia la acompañante de Ngor Ndong.

—¿Cómo estás, Guapa Señora? —la saludó—. Y si digo que eres tú la que acaparaba a mi hijo Ngor, ¿diría la verdad?

Ramata Kaba se quedó desconcertada ante tanta familiaridad. Sin saber cómo reaccionar, miró a Ngor Ndong, buscando en sus ojos una indicación de cómo debía actuar; al no encontrarla, se decidió a estrechar por fin, con un escalofrío, la regordeta y húmeda mano de Golda Meir.

—¿Te acompaña la paz, Guapa Señora? —prosiguió.

—¡Solamente la paz! —replicó Ramata Kaba.

—¿Sabes qué vamos a hacer, Ngor, hijo mío? Os voy a llevar a mi habitación. Allí se está más tranquilo. Sólo la ocupan dos parientes míos y una chica. Aquí hay demasiado ruido.

Confiando la caja a Diodio, los llevó afuera.

Golda Meir vivía al fondo del recinto. Acompañó a la pareja en medio de la oscuridad del patio. El olor a amoniaco que desprendían los urinarios al aire libre era tan intenso que cualquiera hubiera podido pensar que se encontraba en Sonacos el día de la explosión de la cisterna manipulada que causó ciento cincuenta muertos. Del interior de las barracas surgían retazos de animadas conversaciones, carcajadas, estertores y exagerados suspiros de hombres y mujeres en estado de embriaguez. En el momento en que pasaban cerca de la última barraca, próxima a la de Golda Meir, la noche se pobló de repente de estridentes gritos.

—¡Huuy! Me voy a correr, me voy a correr, me voy a correr. ¡Huuy, que me corro, me corro! ¡Aaay! Ya... me he... corrido, me... he... corrido, me... he... corrido.

En cuanto comenzaron los gritos, en todas las barracas se hizo un silencio total. Todo el mundo escuchaba como si hubieran acordado una señal. Y cuando la trémula voz anunció la culminación, se produjo un unánime estallido de risas.

Golda Meir explicó que el que gritaba, un viejo jubilado de Thiès que venía cada trimestre a pagar la pensión a Binette, una joven laobe de Bambey, estaba aquejado de la maldición del gato, una aflicción que se remontaba al Diluvio Universal. El profeta Noé había prohibido todo acto sexual en el arca durante la travesía, a todas las parejas de animales y a los cuarenta y un hombres y cuarenta y una mujeres que habían ido con él. Entonces el perro sorprendió al gato, su tradicional enemigo, y a la gata en flagrante delito de copulación y se fue a contarlo a Noé. «¡Desgraciados! —les dijo el profeta—. Hasta el fin de los tiempos, cada vez que os acopléis, todos cuantos os rodean se enterarán.» En el mismo momento, un hombre y una mujer que estaban fornicando se vieron afectados, ellos también, por la misma maldición.

—¡Y así se cumple hasta hoy en día! —sentenció Golda Meir—. Por eso, en el periodo de celo, con sus intempestivos maullidos, los gatos anuncian a todo el mundo que se están acoplando. Ese jubilado que grita que se va a caer es un descendiente directo del hombre del arca, y existen también mujeres como él, que descienden de su compañera.

Ngor Ndong emitió una estrepitosa carcajada y sintió que Ramata Kaba le pellizcaba el brazo.

La habitación de Golda Meir, aislada al fondo del patio, era mayor que las otras barracas y estaba amueblada con dos camas de madera, separadas por un viejo aparador en el que había expuestos en perfecto orden copas, tazas, tazones y soperas esmaltadas o de aluminio provistas de cubiertos. La estancia estaba iluminada por una lámpara de petróleo dispuesta en una mesa baja de cuadros blancos y negros, junto a una concha en la que ardía un cono de incienso. En una de las camas, una pareja se besuqueaba sin prestar atención al individuo que permanecía tumbado en la otra, fumando, con la mirada fija en el techo.

—¡Ah, hermano menor Ngor Ndong, qué pequeño es el mundo! —exclamó el hombre, que se puso en pie al ver entrar a Golda Meir y sus nuevos huéspedes—. ¿Cómo estás, hermano?

—¡Tiguis, amigo, tú por aquí, qué increíble! —respondió al reconocerlo Ngor Ndong, con el mismo entusiasmo—. ¡Menuda sorpresa!

Se fundieron en un abrazo, dándose afectuosas palmadas en la espalda. Eran compañeros de desdichas. Se habían conocido en el Châteu de Rebeuss, donde habían compartido celda junto con otros veinte presos. Ngor Ndong había conocido a Tiguis cuando le faltaban dieciocho meses de los siete años a que lo habían condenado por haber abatido uno de los pocos elefantes que vivían aún en el parque nacional de Niokolokoba.

Tiguis, un tipo altísimo de casi dos metros, tan delgado que llamaba la atención, era un hombre multidimensional. Poseía tres nombres, tres nacionalidades y tres profesiones declaradas. Mamadou Lamine Diop, chófer en Senegal; Malamine Diop, comerciante en Gambia; y Malang Traoré, pescador en Guinea-Bissau. Poseía tarjeta de identidad justificativa en cada uno de los tres países. Aparte, se dedicaba a actividades ilícitas como el tráfico de armas y mercancías y la caza furtiva.

Cuando por fin dejaron de congratularse, Tiguis y Ngor Ndong se miraron en silencio sujetándose por los hombros y luego se echaron a reír a la vez.

—¿Cuándo te soltaron, hermano?

—Hace un poco más de dos meses. Me beneficié del indulto presidencial de la fiesta de la Independencia. ¿Qué tal te va, amigo Tiguis?

—Bastante bien, hermano, bastante bien. Aunque si el buen Dios abriera un poco más la mano, tomaría con placer lo que me diera —reconoció Tiguis, que se separó de Ngor Ndong para volverse hacia Ramata Kaba y estrecharle la mano—. Perdona, hermana, aún no te he saludado. ¿Te acompaña la paz?

—¡Solamente la paz! —respondió ella, intimidada.

—De modo que Tiguis y Ngor Ndong ya se conocían —constató Golda Meir—. Sobran pues las presentaciones. Así es mejor.

—Ah, sí, nos conocemos desde hace mucho —corroboró Tiguis—. ¡Ngor es un buen chico!

—Dices bien, Ngor Ndong es muy buen chico —acordó Golda Meir.

Tiguis se inclinó sobre la cama donde la pareja seguía besuqueándose y tiró de la pierna del hombre. Este se incorporó y dirigió una mirada sorprendida e inquisitiva a Ngor Ndong y a Ramata Kaba.

Tiguis los fue señalando con el pulgar y, tras señalarse a sí mismo, cruzó los dedos índices de ambas manos.

—Es mi primo, Hobou Nguer —explicó—. Es sordomudo y no oye ni el ruido de los truenos. Me ha preguntado quiénes sois y le he dicho que erais amigos.

Hobou Nguer movió la cabeza indicando que comprendía mientras se expresaba con gemidos, como hacen todos los sordomudos. Luego se levantó con una gran sonrisa en la cara y tras estrechar calurosamente la mano de Ngor y de Ramata, volvió a instalarse en la cama. Su compañera se levantó y se sentó a su lado.

—Hola, Ngor, ¿qué tal? —dijo.

—Más o menos, Lat Déguène —repuso éste—. ¿Y tú?

—Esta noche no va mal. Y tú, mujer, ¿lo pasas bien? —preguntó a Ramata Kaba, que no respondió—. Chico —agregó, dirigiéndose a Ngor Ndong—, tenemos que vernos esta noche. Te he reservado una cosa muy agradable.

—¿Tan agradable es?

—¡Ya lo sabes bien, porque lo has probado! ¿Verdad, mamá Golda?

Golda Meir soltó una gran carcajada y tomó a Tiguis por testigo.

—¡Diles a esos dos que no me den el papel de juez! Cuando estaban encerrados en la habitación, yo no estaba presente.

—Tienes razón, Golda —abundó Tiguis, contagiado por su risa—. Puesto que no estabas presente, no te debes pronunciar.

—¿Qué hacemos ahora? —preguntó de pronto Ngor Ndong a los presentes—. ¿Habéis pedido ya?

—Yo estoy ya muy bien entonado —contestó Tiguis—. Me he tomado un litro y medio de vino y tres cervezas desde el comienzo de la noche. ¿Sabes? Hobou Nguer y yo estamos aquí desde anteayer.

—¿Desde anteayer? Si lo hubiera sabido, habría venido antes...

—No hay que hablar a lo tonto, hermano —se burló Tiguis—. Habrías sido un idiota si hubieras dejado un solo instante a la que te acompaña. Pero sentémonos.

—Pero ¡Tiguis, tú estás mal! —exclamó con aire festivo Ngor Ndong, tomando asiento en la cama libre al mismo tiempo que el traficante-cazador furtivo—. Estés entonado o no, vamos a celebrar nuestro reencuentro.

Del bolsillo trasero del pantalón sacó el fajo que le había dado Ramata Kaba al salir de la mansión de la cornisa Este y, seleccionando unos seis billetes, lo tendió a Golda Meir.

—¿A cuánto sube, mamá Golda?

La mujer se inclinó sobre la mesa de cuadros y, tras colocar los billetes delante de la luz de la lámpara de petróleo, los contó uno por uno.

—¡Cincuenta mil francos! ¡En billetes nuevecitos y crujientes! —anunció con fingido tono de sorpresa.

—Bueno, con eso pagas todo lo que Hobou Nguer y Tiguis han tomado desde que están aquí y después nos traes bebida a discreción. Si lo que te he dado no alcanza, me pides más.

—¡Será suficiente, Ngor, y aún va a sobrar! —dictaminó Golda Meir—. Guapa Señora, siéntate, siéntate en la cama.

—Sí, es verdad, ven a sentarte —la invitó Tiguis, que se apartó un poco para dejarle sitio.

Todavía dubitativa, Ramata Kaba acabó por instalarse entre él y Ngor Ndong.

Golda Meir se retiró prometiendo volver enseguida.

Tiguis y Ngor Ndong so enzarzaron en una alocada discusión trufada de anécdotas y risas en la que rememoraron su estancia en la cárcel. En la cama de enfrente, Hobou Nguer y Lat Déguène reanudaron sus retozos. Ramata Kaba, absorta en una profunda meditación, guardaba silencio.

Golda Meir regresó instantes después, seguida de su hija Diodio cargada con una palangana de plástico llena de botellas.

—¡Ayúdame, madre, que pesa demasiado!

Golda Meir cogió una de las asas y juntas depositaron la palangana en el suelo.

—Hay de todo —anunció la madre, trasladando las botellas a la mesa de cuadros—. Cerveza, vino, whisky, ginebra y Riqlès. Por desgracia, con este calor, el hielo se ha fundido.

—No hay problema —aseguró Ngor Ndong.

—A mí el hielo me provoca catarro —comentó Tiguis.

—Entonces, todo está perfecto —se felicitó Golda Meir—. ¿Y no tenéis hambre? Hay alas de pavo, muslos de pollo, pinchos de hígado y carne, asados o fritos, y también hay arenques. ¿Qué vais a tomar?

Todos, salvo Ramata Kaba, optaron por los pinchos.

—Diodio os lo trae enseguida —prometió Golda Meir antes de salir de la habitación en pos de su hija.

Tiguis y Ngor Ndong se pusieron a beber directamente cada uno de una botella de vino. Hobou Nguer y Lat Déguène se dedicaron a beber ginebra seca en unos vasos que sacaron del aparador. La conversación prosiguió hasta la llegada de Diodio, que dejó la bandeja con los pinchos en la mesa, junto a las botellas, y se marchó.

Ramata Kaba no quiso tomar nada. Pese a la insistencia de Tiguis, aseguró que no tenía hambre ni sed. En realidad, se sentía humillada. Desde su llegada, Ngor Ndong no se había preocupado de ella, ni la había mirado ni le había dirigido la palabra una sola vez. ¡Y para colmo, aquel adefesio de mujer de piel destrozada por la despigmentación artificial que tenía sentada delante de ella no paraba de desafiarla con la mirada en lugar de ocuparse del sordomudo! La muy descarada no había tenido suficiente con dirigirse a ella de manera tan insolente, encima tenía la desvergüenza de hacerle proposiciones indecentes a su hombre. La habían asaltado unas ganas enormes de darle un par de bofetadas, para poner en su sitio a esa viciosa que en nada podía rivalizar con ella. Pese a que hasta le escocían las manos, en el último momento había optado por reprimirse, porque esas mujeres de mala vida eran unas verdaderas salvajes, que a veces llevaban escondida una cuchilla de afeitar en un pliegue del pareo o en el sujetador y la usaban con destreza, dejándolo a uno desfigurado por cualquier menudencia. Además, estaba de incógnito y no le convenía provocar un escándalo allí. ¡Por otro lado, no merecía la pena molestarse con esa mala pécora! No era de su clase y nunca le llegaría ni a la suela del zapato. Aunque en el fondo, ella, Ramata Kaba, ¿lograría conseguir a Ngor Ndong? No estaba del todo segura. Los separaban demasiadas cosas, por no decir todo. Se había acabado de convencer de ello desde que había llegado al Copacabana. Pese a sus esfuerzos, no podía comprender y dudaba que llegara a comprender algún día. ¡Qué idea más estrafalaria había tenido él de abandonar la intimidad en la que se hallaban los dos para ir allí, simplemente para emborracharse! ¿Por qué la había dejado de lado por una conversación inconexa e insípida, en la que sólo se hablaba del mundo de la cárcel? ¡Y pensar que ella se había preguntado al principio si era mudo! ¡Era un verdadero sacamuelas! ¡Y la risa burlona con que había salido cuando Golda Meir había explicado esa historia del arca! Seguro que lo había hecho para mofarse de ella, porque personalmente no le había encontrado la menor gracia. Y sin embargo, pensó con aflicción, durante aquellas dos semanas que habían pasado juntos, no había reído ni una sola vez, había abierto la boca en raras ocasiones y sólo cuando ella lo interrogaba, para responder de la manera más breve posible. Allí parloteaba sin cesar y estallaba en carcajadas constantemente. ¿Por qué no hablaba con ella? ¿Por qué no reía con ella? ¿Por qué no había querido quedarse con ella en la lujosa casa que le había regalado, donde el vino era mejor, al igual que el marco, que no era ni remotamente comparable con aquella chabola que apestaba a miseria a pesar del olor a incienso?

Se juró que conseguiría domarlo. Era un joven semental salvaje, que aún no se había habituado al bocado y la silla. No sería fácil, desde luego, pero lo iba a conseguir. Se sometería a todas sus órdenes, sin una queja, satisfaría todos sus deseos y caprichos, hasta que acabara por acostumbrarse a ella. Mientras tanto, tendría que volver a casa al día siguiente. Sólo de pensarlo, sintió que se le encogía el corazón. La idea de separarse de Ngor Ndong le resultaba dolorosa, insoportable. Iría a tomar el tren en la estación de Thiaroye, para reunirse con su marido que la esperaría en la estación de Dakar. Después, encontraría la ocasión de ir a ver a Ngor Ndong todos los días. ¿Y si lo llevaba a la casa y le decía a Matar que lo había contratado para el servicio doméstico? Así todo estaría arreglado y lo tendría siempre a su alcance. No sería prudente, de todas formas, porque no podría dominarse y acabaría por delatarse. Pese a que su marido era algo distraído, podría abrir los ojos y advertir sus relaciones. Además, no soportaría verlo efectuar el trabajo de los criados. Ya idearía la solución más adecuada, aunque no en ese antro donde se sentía tan a disgusto. Podría reflexionar mejor cuando volvieran a la casa de la cornisa Este.

Acercó la cara a la de Ngor Ndong y le apretó el brazo.

—¡Volvamos! —le susurró al oído.

—¿Ya? —contestó éste, extrañado, sin mirarla—. Si acabo de llegar casi...

—Me siento incómoda aquí.

—Eso es al principio. Bebe, come y participa en la conversación. ¡Espera!

Ngor Ndong se levantó y llenó hasta el borde un vaso de ginebra, que tendió a Ramata Kaba.

—Toma y bébelo con los ojos cerrados, que después te daré otro. ¡Luego comes unos cuantos pinchos y verás como se te pasa el malestar!

Ella titubeó.

Él insistió.

Acabó por tomar la copa y, efectivamente, cuando hubo dado cuenta de la segunda y el alcohol se desparramó en su cabeza con la contundencia de una ola, se sintió relajada. Él le pasó un pincho, que encontró delicioso, de manera que comió varios.

A la segunda botella, Hobou Nguer y Lat Déguène habían abandonado los vasos en la mesa y habían parado de comer. Entonces la chica se había desanudado el pareo y su compañero se había bajado el pantalón hasta los tobillos...

—¡Eh! ¿Qué haces, Hobou Nguer? —exclamó Tiguis, como si el sordomudo pudiera oírlo—. ¡No tiene ningún pudor! ¡Es un verdadero fresco!

A Ramata Kaba comenzó a hervirle la sangre ante el impúdico juego que se desarrollaba ante sus ojos, en la cama de enfrente. Todo su cuerpo se estremecía, como el agua de una olla a punto de hervir. De improviso se quitó los zapatos, se puso en pie levantándose el vestido y se desprendió de las bragas, que tiró al suelo. Entonces se acostó en la cama, cogió a Ngor Ndong del brazo y lo atrajo hacia sí.

Tiguis comprendió que estaba de más allí.

—Tengo la vejiga llena, voy afuera —anunció.

Al salir de la habitación, cerró la puerta.

Las dos parejas estaban tan enfebrecidas que no oyeron, y Hobou Nguer aún menos, los gritos, los ladridos y las carreras que resonaban en el patio del Copacabana.

La puerta se abrió con violencia y los gendarmes irrumpieron en el interior de la cabaña.

De pie en el umbral de la entrada del cuartel, con los brazos cruzados en la espalda y semblante inexpresivo, el ayudante jefe Ibnou Faye esperaba después de haber llamado por teléfono.

Las calles comenzaban a animarse. En la avenida Maurice Guèye, donde ya se habían apagado las farolas, circulaban algunos coches con los faros encendidos en medio de la indecisa luz del amanecer.

Seguro que el ministro no sospechaba la clase de mujer que tenía, pensaba Ibnou Faye. ¡La habían detenido en estado de embriaguez avanzada, en una guarida de borrachos y prostitutas, y para colmo, con un delincuente de la talla de Ngor Ndong encima de ella, en una posición inequívoca! Aquello superaba su capacidad de entendimiento. Sin acabar de admitir aquella verdad, todavía se preguntaba cómo y por qué encadenamiento de hechos había podido producirse aquello.

Una vez concluida la plegaria matinal, pasaba las cuentas del rosario sentado encima de la alfombra, cuando uno de los agentes de guardia de noche había llegado para avisarlo.

—Charlie Bravo, hay una mujer muy guapa entre las prostitutas detenidas en la redada en Diamniadio, que monta un escándalo increíble. Anoche, cuando la trajeron, borracha como una cuba, ni siquiera sabía qué le había pasado ni dónde estaba y enseguida se durmió. Pero desde que se ha despertado, hace diez minutos, y tiene la cabeza un poco más clara, no para de insultarnos y amenazarnos.

—Aisladla en el sótano y encended el grupo electrógeno durante media hora. Cuando se haya calmado, se dará cuenta de que nosotros podemos hacer más ruido que ella. En cuanto a las amenazas y los insultos, y más viniendo de una mujer, no hay que hacer caso. Ya estamos acostumbrados. ¿Está fichada?

—No, Charlie Bravo. Lo que pasa es que esa mujer tan guapa no parece para nada una ramera. Además, ha dicho que lo conocía a usted y reclama que vaya.

—¿Qué me conoce? ¿Y cómo se llama?

—No sé. Seguro que es una mitómana. Afirma ser la esposa del ministro de Justicia.

—¿Cómo es?

Levantando el pulgar, el gendarme había expresado su positiva apreciación.

—De unos treinta y cinco años, cuarenta como mucho. Bien plantada, muy bien plantada, Charlie Bravo. En toda mi vida no había visto una mujer tan guapa. ¡Es tan guapa que parece que no la haya traído al mundo un ser humano sino un genio!

—¡Ya entiendo! No es mitómana, si se trata de la mujer que creo que es. ¿No la has reconocido? ¿Te acuerdas que, hace dos semanas, batimos todo el sector para encontrar a ese gamberro de Ngor Ndong?

—Yo tenía unos días libres, pero me lo contaron cuando volví.

—Pues bien, es esta mujer la que provocó todo ese barullo. Buscaba a Ngor Ndong para darle las gracias, según decía, por haberle salvado de una agresión la noche anterior. Es, en efecto, la esposa del ministro. ¿Y dónde dices que la detuvieron?

—En el Copacabana. ¿Y quiere saber en qué condiciones, Charlie Bravo?

—¿En qué condiciones?

—La encontramos en una barraca, completamente borracha, en compañía de un sordomudo con una mujer, concentrados en plena actividad en las camas, y con el mismo Ngor Ndong que acaba de mencionar acostado encima de ella, dándole un buen meneo.

—¡Dios santo, no es posible!

—Sí, es verdad, Charlie Bravo, exactamente tal como le digo.

Después de sustituir la túnica por el uniforme, Ibnou Faye se había dirigido con premura al recinto del cuartel siguiendo los pasos de su compañero. Había encontrado a Ramata Kaba gritando como una posesa, mientras trataba de sacudir los barrotes de la puerta de la celda donde estaba encerrada junto con unas veinte prostitutas.

—Sacadme de aquí, salvajes, brutos, os van a expulsar del cuerpo, a todos los del cuartel. Os digo que soy la esposa del ministro de Justicia. ¡Ya veréis, os vais a quedar sin empleo, os lo digo, si no me sacáis de aquí! Mire, señor gendarme Faye... —increpó con viveza al ver al ayudante jefe Ibnou Faye.

—¡Cállese!

Ramata Kaba había parado en seco, sorprendida por el tajante tono del jefe de brigada. Soltando los barrotes, había querido retroceder hasta el fondo de la celda, pero las prostitutas la habían empujado sin miramientos hacia delante. Entonces se había llevado las manos al cuello y se había quedado inmóvil, asustada.

Ibnou Faye había dirigido una señal a uno de sus hombres, que sostenía un manojo de llaves.

—¡Abra! —Una vez abierta la celda, señaló con el índice a Ramata Kaba—. Usted, salga.

Las prostitutas se habían puesto a protestar.

—¿Y por qué ella y nosotras no? ¡Eso es discriminación! ¡Por más esposa de ministro que sea, la detuvieron en la misma redada que a nosotras!

Sin prestarles atención, Ibnou Faye había conducido a Ramata Kaba a su despacho, donde le había ofrecido la misma silla que había ocupado durante su anterior visita.

—¿Qué significa toda esta historia, señora? —inquirió mientras tomaba asiento en su sillón.

—¡No es asunto de su incumbencia!

—Sí, lo es, y también lo es de su marido. Me veo en la obligación de avisarlo. Deme su número de teléfono.

—Ni lo sueñe...

—¡Ah no, señora! Preste mucha atención y escúcheme. Me va a dar ahora mismo ese número. Si no, la devuelvo a la celda. No olvide que la han detenido en un burdel, sin tarjeta sanitaria, como a una vulgar prostituta, lo cual es un delito. Le voy a explicar el reglamento. Vamos a tomarle las huellas digitales de los diez dedos, huellas que se enviarán a Dakar para la identificación judicial y esperaremos dos o tres días, o incluso más, antes de que llegue la respuesta. Después se hará un atestado, se la fichará y a continuación se la transferirá a las autoridades judiciales. Aparecerá en todas las portadas y en todas las emisiones de radio, y su marido, no lo dude, se va a enterar. No es eso lo que le conviene, ¿verdad?

Se había levantado de la silla y, rodeando la mesa, se había acercado a él. A pesar de los ojos enrojecidos, los rasgos hinchados, marchitos a causa del cansancio, la falta de sueño y el abuso de alcohol, Ibnou Faye pensó que de todas formas seguía siendo una mujer espléndida y muy atractiva. Inclinándose, había aproximado la cara a la suya al tiempo que le posaba con familiaridad el brazo en el hombro.

—Deje que me vaya, Faye, y no lo lamentará. Sabré recompensarle —había prometido con voz melosa.

Insensible a su maniobra de seducción, la había cogido con firmeza por la muñeca y, tras desprenderse de su brazo al levantarse, la había conducido sin brutalidad hasta su silla antes de soltarla.

—¿El número, señora? —había insistido, inclinado hacia ella, con las manos apoyadas en la mesa.

De repente se había puesto a sollozar y había hundido la cara entre las manos, abatida y desarmada.

—¿El número, señora? —había repetido él, inflexible.

—836 11 66... Es... el... de su móvil.

El ayudante jefe Ibnou Faye había llamado entonces al ministro. Después había dejado a Ramata Kaba sola en su oficina y aguardaba de pie en la puerta. Consideraba que le había tocado hacer el papel de macarra, cosa que le disgustaba sobremanera. Tendría que hablar con franqueza al ministro, por más embarazoso que fuera, para que vigilara mejor a su esposa. Se arrogaba ese derecho porque el propio ministro en persona lo había implicado en aquel turbio embrollo enviándolo a buscar a Ngor Ndong para ponerlo en contacto con su mujer. Puesto que había estado implicado en aquel asunto desde el principio, pensaba concluir, como de costumbre, el trabajo que había empezado.

El hilo de los pensamientos de Ibnou Faye se interrumpió cuando vio el Montero de matrícula oficial que, procedente de la carretera de Dakar, rodeaba la rotonda para venir a pararse cerca del mástil en el que flotaba la bandera de color verde, rojo y oro con la estrella verde. Debía de ser el ministro, dedujo tras consultar el reloj. Habían transcurrido casi cuarenta y cinco minutos desde que lo había llamado. Pensó que se había equivocado de persona cuando vio bajar del coche a un individuo vestido con una vieja túnica índigo, con el cabello gris en desorden y unas sandalias de plástico en los pies. Aunque no, era él, sin margen de duda. Lo reconocía porque lo había visto a menudo en la televisión, y la última vez fue el día anterior, precisamente.

Matar Samb subió con paso lento los cinco escalones hasta llegar al umbral.

Ibnou Faye se cuadró ante él.

—¡Ayudante jefe Ibnou Faye a su servicio, señor ministro!

—¡Descanse, ayudante! —contestó Matar Samb, que le tendió la mano.

Después de saludarse, Ibnou Faye pidió al ministro que lo siguiera. Tras recorrer el pasillo, atravesaron la sala de permanencia, ocupada por los agentes que habían efectuado la redada, y llegaron a la oficina. En cuanto hubo franqueado la puerta detrás del gendarme, Matar Samb se quedó pasmado al ver a Ramata Kaba, sentada en la silla, de espaldas. Al volverse, Ibnou Faye observó impresionado el rostro crispado del ministro. Sus ojos desorbitados, los brazos colgantes y la boca abierta expresaban a la vez un asombro y un sobrecogimiento absolutos.

Al cabo de un momento largo, presidido por un tenso silencio que permitía distinguir hasta el ruido de las aspas del ventilador, Ibnou Faye se decidió a intervenir.

—Tengo que hablar con usted de hombre a hombre, si me lo permite, señor ministro.

Matar Samb se repuso y, despegando la vista de Ramata Kaba, posó en el gendarme una mirada que había recuperado la normalidad.

—Adelante, ayudante —lo animó con voz calmada.

—Verá, señor ministro —comenzó Ibnou Faye, hablando con rapidez—, la señora, su esposa, nos pone en una situación que nos impide hacer correctamente nuestro trabajo. ¿Comprende usted? Según las normas, en vista del lugar y las condiciones en las que la detuvimos, deberíamos transferirla a las autoridades judiciales. No podemos hacerlo porque usted es su marido y ella, por consiguiente, esposa de un miembro del Gobierno. Por ello, me permito aconsejarle que la vigile bien. El Copacabana, donde se encontraba en estado de embriaguez, es un bar de Diamniadio que en ningún caso debería frecuentar, y la compañía de un individuo tan indeseable como Ngor Ndong es inadmisible para una dama de su categoría. A las mujeres hay que atarlas en corto. Vigile a la suya, señor ministro. Lamento tener que decirle esto y le ruego que me disculpe, una vez más.

—Tiene usted toda la razón, ayudante —concedió Matar Samb con la misma calma en la voz—. La voy a vigilar. Le doy las gracias por todo.

—No hay por qué darlas, señor ministro. ¡Y créame, lo lamento muchísimo!

—No tiene por qué, ayudante. Ha actuado como debía y le estoy muy agradecido.

—A su servicio, señor ministro.

Matar Samb se acercó a Ramata Kaba y le posó suavemente la mano en el hombro.

—Levántate. Volvemos a casa —declaró con la misma tranquilidad.

Ramata Kaba se puso en pie y, sin dedicar una mirada ni a su marido ni a Ibnou Faye, se encaminó a la salida. El ministro se despidió del gendarme y fue tras ella.

Afuera, en el momento en que subía al asiento del coche, advirtió, en el colmo de la confusión, que iba descalza.

—¡Ahora te has metido en un buen lío, esta vez va en serio! —anunció Ibnou Faye—. ¿Conoces bien a la mujer que arrastraste hasta el Copacabana? Su marido, si es que no te mata, te va a meter en chirona para rato. Te está buscando, de hecho...

Sentado frente a Ibnou Faye, en su oficina, Ngor Ndong se mantenía cabizbajo, rascándose con gesto maquinal la cicatriz de la mejilla.

—Yo no arrastré a nadie hasta el Copacabana, por Dios —protestó en voz baja—. Se lo juro, jefe Faye.

Después de soltar a la esposa del ministro, por un prurito de equidad, el ayudante jefe había concedido el mismo favor a cuantos habían sido detenidos en Diamniadio, en total una cincuentena de hombres y mujeres. Había retenido a Ngor Ndong por simple curiosidad. En ningún momento había dado crédito a la versión de la mujer del ministro y quería saber qué era lo que de verdad había ocurrido entre ella y Ngor Ndong. No obstante, sabía que si lo interrogaba directamente sobre la cuestión, se resistiría a responder. Con tal objeto, sacó del cajón un buen fajo de billetes y los colocó delante de Ngor Ndong.

—Te encontraron mucho dinero encima. ¡Doscientos cincuenta mil francos es una suma importante!

—¿Cómo, no tengo derecho a llevar dinero? —replicó con indignación Ngor Ndong, todavía con la cabeza gacha.

—Sí, como todo el mundo. Pero debes ganarlo de manera lícita, no robando. Tú tienes un historial. Hace justo un mes y medio que has salido de la cárcel y ya te paseas con doscientos cincuenta mil francos en el bolsillo cuando ni siquiera trabajas. ¿De dónde los has sacado?

—Fue la mujer la que me los dio, igual que la cadena que llevo colgada, lo juro por Dios, jefe Faye. Puedes preguntarle.

Ibnou Faye emitió una tenue carcajada de decepción.

—Te creo —afirmó con tono menos profesional—. Puedes coger el dinero. Acepto tu palabra.

Ngor Ndong cogió los billetes de la mesa y los guardó en el bolsillo de los vaqueros.

—¿Puedo irme, jefe Faye? —preguntó, sin levantar la cabeza.

—Sí, Ngor, puedes irte, pero antes querría que me dijeras..., sin engañarme... Dime la verdad, Ngor...

—¿Qué, jefe Faye? ¿Qué verdad?

—Quiero que me expliques cómo hiciste para..., para ligarte a esa mujer. Explícame exactamente cómo lo hiciste.

Por primera vez, Ngor Ndong levantó la cabeza y miró al gendarme con una maliciosa sonrisa en los labios.

—Ella lo contó, ¿no? La salvé de una agresión de la que salí con esto —afirmó, señalándose la cicatriz de la mejilla.

—No, Ngor, esa versión no es la buena, quiero la verdad. Dime cómo empezó vuestra relación. ¿Quién dio el primer paso, ella o tú?

—En nombre de Dios, jefe Faye, le aseguro que sucedió como ella dijo. Yo la salvé de una agresión y ella quiso darme las gracias —sostuvo Ngor Ndong, que se levantó de la silla—. Puedo irme, ¿jefe Faye?

—Sí, Ngor, puedes irte —concedió Ibnou Faye, convencido de que no le iba a sacar nada más.

Para entonces miraba a Ngor Ndong con cierta consideración. Lo había dejado de ver como a un pequeño delincuente, y con un extraño asomo de envidia y celos se lo imaginaba en los brazos de la espléndida esposa del ministro. Poniéndose de pie a su vez, le estrechó la mano por encima de la mesa.

—Buena suerte, Ngor. Eres un buen chico y no eres tonto. Si quieres, volverás a ir por el buen camino.

—Gracias, jefe Faye.

A la salida del cuartel, Ngor Ndong se topó con la pequeña aglomeración formada por los recién liberados clientes del Copacabana, que en diferentes corros, se contaban en voz alta sus desventuras y las aderezaban con grandes carcajadas. Entonces vio a Tiguis que le hacía señas, en compañía de Hobou Nguer, Lat Déguène y otra chica y, apretando el paso, se fue hacia ellos.

Matar Samb y Ramata Kaba no se dirigieron la palabra ni una sola vez en todo el trayecto desde el cuartel de Rufisque a la mansión de Ranrhar, donde no quedaba ni un solo miembro del personal doméstico, con excepción del agente del Servicio de Seguridad de Senegal, que montaba guardia en la puerta.

No bien llegaron al dormitorio, él la interrogó con actitud sosegada, con la misma calma que parecía dominarlo desde que se había rehecho de la violenta conmoción causada por la visión de su esposa sentada en la oficina del ayudante jefe Ibnou Faye.

—¿Y bien?

Con los brazos cruzados sobre el pecho, ella miraba por la ventana abierta el encrespado mar que rompía contra las rocas y que provocaba inmensos surtidores de espuma.

—¿Y bien qué?

—Exijo una explicación, por lo menos. ¿Dónde has estado estas dos semanas y qué hacías en el Copacabana con Ngor Ndong?

Ella se negó a responder.

Él reiteró las preguntas, sin alterar el tono.

Ella persistió en su mutismo.

Interpretando su silencio como un desprecio, una rabia tremenda lo sumergió de improviso con el ímpetu de un torrente. Entonces la agarró del brazo, la obligó a volverse con brusquedad y le propinó una sonora bofetada. Por primera vez en un cuarto de siglo de matrimonio, le había puesto la mano encima. Por otra parte, consideraba que lo merecía, que merecía eso y mucho más. Sus dedos dejaron una evidente marca de la violencia del golpe.

Ella permaneció impasible, sin esbozar el menor gesto para esquivarlo ni para defenderse, mientras, con el brazo levantado, él se disponía a descargar otro revés.

—Adelante, Matar, pégame, mátame incluso si quieres. Lo merezco —declaró con tono afligido—. Tú siempre has sido bueno conmigo en todos los sentidos. Me he comportado muy mal contigo, y por eso te pido el divorcio.

Él bajó el brazo y la miró con el entrecejo fruncido, pensando que no era Ramata, sino otra mujer la que tenía delante. Una mujer con una cara y una voz diferentes, una mujer que no había visto nunca.

—¡Lo de pedir el divorcio es otra cuestión! —espetó él—. Mientras tanto, explícame, porque no lo entiendo. Que no fuiste a Saraya está muy claro. ¿Dónde estuviste entonces estas dos semanas? ¿Qué hacías en el Copacabana en compañía de Ngor Ndong?

—Te voy a hacer aún más daño, Matar, y no quiero. Concédeme el divorcio, te lo suplico, que toda la culpa recaiga en mí, por supuesto. Es mejor para ti y para mí. ¡Devuélveme la palabra dada, por favor, Matar!

Trató de enlazarle el cuello con las manos, pero él la rechazó con aspereza.

—¡No será antes de que me expliques lo que te pido! —gritó fuera de control—. Espero tus explicaciones, ¿me oyes? Mi paciencia tiene un límite y ya lo has sobrepasado. Habla.

—¿Te empeñas en que te lo explique? De acuerdo —aceptó con un encogimiento de hombros—. Te lo explicaré y así lo sabrás todo. Te advierto, sin embargo, que lo que voy a decir no te gustará. Escúchame bien, porque, por una vez, voy a ser sincera contigo. Cuando nos conocimos, las cosas fueron demasiado deprisa. No tuve tiempo de reflexionar para saber si te quería hasta el punto de atar para siempre mi existencia a la tuya. Pronto me di cuenta de que no te amaba. Nunca te he amado, Matar, nunca. Es así, no puedo evitarlo. Lo he intentado, pero ha sido en vano. Siempre quise decírtelo, pero no podía, de tan deslumbrada que estaba con tus artificios, tu fortuna, tu categoría, tu posición y los regalos con que siempre me cubrías. Aparte, hay que reconocer que eres un hombre estupendo, una buena persona de gran corazón, y por eso me repugnaba hacerte daño. Sin Ngor Ndong nunca habría reunido la fuerza para confesarte la verdad. Tú me lo has dado todo, Matar, todo lo que podías: respeto, consideración, comodidades, seguridad, tu amor, que sé que no tiene doblez. Desde que estamos juntos no he tenido motivos de queja de ti, siempre has sido bueno conmigo, pero, por desgracia, no me basta con eso. Quizá tú sí eras feliz conmigo, Matar. Yo, yo mentía si te decía que lo era contigo, porque es imposible que una mujer conozca la dicha con un hombre al que no ama. Y, sobre todo, me faltaba algo, lo único que no has podido darme y que era la causa de que estuviera insatisfecha contigo. No es culpa tuya, lo sé; no puedes, porque si no, me lo habrías dado. Resulta que contigo soy frígida, no me puedes colmar. Como todos los hombres que conocí antes de ti y como todos los que he conocido, pese a todo, a lo largo de nuestro matrimonio, porque te he engañado varias veces. Sólo uno ha llegado a satisfacerme: Ngor Ndong, le mentí con respecto a él, de cabo a rabo. Siempre te he mentido, siempre te he engañado. Ni siquiera sé por qué actuaba así. Soy una auténtica cerda, siempre lo he sido y tú nunca te diste cuenta. Tú eres bueno. Incluso en la cama, te mentía haciéndote creer que me colmabas cuando no era así. Nadie ha sabido colmarme nunca, excepto Ngor Ndong. El nunca acudió a socorrerme tal como te conté. En realidad me traía en un taxi que había robado, de la Maternidad a casa, la noche en que Dieynaba había dado a luz. Por el camino me llevó a un lugar apartado de la carretera y me violó. Aquello fue para mí como una luz cegadora en la oscuridad. No puedes, es imposible que me comprendas nunca. No puedo describirte lo que siento cuando estoy con él. Es algo tan profundo que hasta pierdo la conciencia. Es como si muriera para renacer, una experiencia que no había conocido nunca. Tienes razón, no estaba en Saraya. He estado en Dakar con Ngor Ndong, durante dos semanas, y no me he saciado de él. No lo puedes comprender, Matar. ¡Me he convertido en su esclava!

—¡Te has vuelto loca! —vociferó Matar Samb.

Dio dos pasos hacia Ramata y se detuvo de improviso, aquejado por un fulminante dolor en el pecho. Era como si una mano de acero se le hubiera metido adentro para atenazarle el corazón y tirase de él con intención de arrancárselo. Se ahogaba, le faltaba el aire. Con las manos pegadas al cuello, los ojos desorbitados, la boca abierta y la respiración impedida, lanzó un grito ahogado mientras se desplomaba en la moqueta. Luego se agitó un instante de forma espasmódica antes de inmovilizarse.

Cuando recobró el conocimiento, no tenía noción del tiempo que había durado el desmayo.

Se levantó poco a poco, con sordos gemidos. Primero logró ponerse de rodillas, agarrándose a la cabecera de latón dorado de la cama a fin de recuperar aliento y fuerzas para proseguir. Permaneció largo tiempo sin poder sostenerse en pie, con las piernas temblorosas y un intenso vértigo. Se sentó en la cama, y se llevó las manos al pecho, todavía sometido a la presión de aquella garra de acero, con un gusto amargo en la boca, la saliva espesa y un zumbido en las orejas. A pesar del oscuro velo que le dificultaba la visión, advirtió que Ramata no estaba ya en la habitación.

Con todo, aun siendo terrible, aquel dolor en el tórax no era nada comparado con el otro, que no era físico sino psíquico y que se extendía curiosamente por todo su organismo, atenazándole la garganta, imposibilitándole la respiración y ocasionándole sofocos y temblores convulsivos cada vez que imaginaba a Ramata con ese hombre, juntos durante dos semanas enteras. ¡Él había acabado con ella, la había echado a perder! Pero ¿quién demonios era ese individuo? ¡Ngor Ndong! Ese nombre le resultaba vagamente familiar, no era la primera vez que lo oía. Pero ¿dónde y cuándo había sido? Trató de hacer memoria y por su mente desfiló el recuerdo de cuantos hombres había conocido, y a todos los vio con los rasgos de Ngor Ndong, a quien, sin embargo, no conocía.

Ve a Ngor Ndong con Ramata, desnudos en la cama. Él está encima y ella exhala bufidos de placer. La visión era tan nítida que sentía una comezón en el bajo vientre y su sexo se irguió con ímpetu.

—¡Ngor Ndong, deja a mi mujer, deja a mi mujer! —gritó al tiempo que se levantaba bruscamente de la cama, con los brazos estirados frente a sí, con aire alelado.

Tropezó y volvió a caer al suelo sin dejar de ver a Ngor Ndong y a Ramata absorta en sus abrazos.

Ngor Ndong no quiere dejar a Ramata, y Ramata no quiere que Ngor Ndong la deje. Lo dice, lo pone de manifiesto con ronroneos y suspiros de hembra satisfecha y se agarra a él con manos y pies como un náufrago a una balsa.

De improviso, los recuerdos afluyeron. ¡Ah, ya se acordaba! Ngor Ndong era el portero de la Maternidad del hospital Le Dantec. ¡No, no, no era posible! Ngor Ndong llevaba veinte años muerto.

—¡Ramata me está tomando el pelo! —exclamó con una gran carcajada—. Ngor Ndong no podía ser su amante, porque está muerto y bien muerto.

Cerró los ojos, pero la visión seguía allí, clara y precisa en su mente.

El sol acababa de salir cuando Ramata Kaba aparcó el Jaguar ante la verja de la casa de la cornisa Este. Después de atravesar el pequeño jardín, cogió las llaves de su escondrijo bajo el porche y entró en la casa.

Se sentía mal, muerta de cansancio, embotada por el dolor de cabeza y una horrible resaca. Entró en el cuarto de baño y, tras abrir el grifo de agua caliente de la bañera, se fue a la cocina a buscar la última botella de vino, con la que regresó bebiendo directamente a largos tragos.

Después de dejar en el borde del lavabo la botella medio vacía, se miró al espejo. Se volvió con celeridad, a punto de echarse a gritar. Aquella cara asimétrica de mejilla tumefacta, ojos enrojecidos y ojerosos y mirada extraviada no era la suya. Qué bajo había caído. Se sentía miserable con aquel rostro devastado y el vestido desgarrado, invadido de toda clase de manchas. Comenzó a desvestirse y, una vez desnuda, cerró el grifo y entró en la bañera.

El vino empezaba a subírsele a la cabeza, destilando su efecto de euforia. La resaca se disipaba al tiempo que recobraba el ánimo. Ahora se sentía a gusto.

Al pensar en Ngor Ndong, un agradable prurito recorrió todo su cuerpo. Se dijo a sí misma que Ngor Ndong iba a volver. Tenía la copia de la llave y no iba a tardar en llegar. No vivía en ninguna parte, no tenía ningún sitio adónde ir, de modo que sólo podía regresar allí, a su casa, donde sabía que lo esperaba ella. No era posible que no volviera.

Por entonces se sentía aliviada, ligera, como si se hubiera liberado de un peso inmenso que le oprimía la cabeza. ¡Por fin!

Por fin había tenido el valor de decirle la verdad a Matar. Hacía un cuarto de siglo que lo posponía. Se lo había tomado muy mal, desde luego, hasta el punto de que le había dado un desmayo. El se lo había buscado. Le había advertido de que las explicaciones que exigía lo iban a afligir, pero había insistido demasiado. Bah, tampoco se iba a morir, y si se moría, tanto mejor. Aquello facilitaría mucho las cosas. ¡Por fin sería libre, de una vez por todas!

Salió borracha de la bañera. Con el batín puesto, regresó al dormitorio con paso vacilante y se dejó caer en la cama, que aún conservaba el olor de Ngor Ndong. Iba a llegar de un momento a otro. Seguramente había vuelto al Copacabana a recuperar sus cosas y se habría quedado un rato con su compañero de desgracias y el sordomudo, el tiempo de tomar unas copas. Después iba a volver...

Acabó por dormirse.

Se despertó tres horas después. Ngor Ndong aún no había llegado. Iría a buscarlo al Copacabana. Se levantó y se sentó al borde de la cama, como si tuviera un enjambre en la cabeza.

¿Y el pobre Matar? Iba a llamarlo para preguntarle cómo llevaba la situación. Seguro que se había serenado y se le había pasado el enfado. Él la comprendería, como siempre la había comprendido, incluso cuando le mentía de la manera más descarada. Por una vez que le había confesado la verdad, una verdad dura, por supuesto, hiriente incluso..., pero qué quería, la verdad es la verdad, y era él el que la había exigido. Acabaría por comprenderla. Después se iría a buscar a Ngor Ndong al Copacabana.

Tomó el teléfono de la mesita y marcó el número del móvil de su marido.

—¿Sí, Matar? —dijo cuando se abrió la comunicación.

—¡No soy Matar, sino Armando! ¿Ramata? ¿Dónde estás?

—Hola, Armando. Pásame a Matar.

—Ramata, ven ahora mismo. Ha ocurrido una desgracia espantosa. Ven rápido.

Eran exactamente las once y media cuando el profesor Armando Gomis franqueó la verja de la mansión de Ranrhar al volante de su voluminoso Mercedes negro. Con los años había aumentado de peso y había perdido por completo el cabello. Ahora tenía el cráneo tan liso y brillante como una bola de ágata. Tras detener el vehículo al lado del portero que le había abierto, lo interrogó por la ventanilla.

—¿Están en casa?

—El señor ministro se encuentra dentro. La señora ha vuelto a salir poco después de que volviera de su viaje —le informó el portero.

El profesor Armando Gomis volvió a arrancar y fue a aparcar junto a la casa. En la planta baja, tomó el ascensor para subir a las dependencias del tercer piso.

—¿Estás listo, jurista? —preguntó en voz alta después de llamar a la puerta del dormitorio.

Seguía llamando a Matar Samb con el mismo apelativo que en sus tiempos de juventud, cuando iban juntos a la universidad. Ese día estaban invitados en casa de DS para celebrar en familia el nacimiento del hijo de Dieynaba y Armando hijo, su nieto común. Al despedirse la noche anterior en el Terrou Bi, habían acordado que pasaría por Ranrhar a las once y media. Ramata habría regresado de Saraya y así irían los tres al Point E, donde los esperarían su hijo, su esposa y el pequeño. Dedicó un piadoso pensamiento a su esposa Philomène, que no estaría en la fiesta: había fallecido dos años y medio antes a causa de un cáncer de mama.

—¿Estás listo, jurista? —repitió, entrando en la habitación.

El profesor Armando Gomis se quedó extrañado por el insólito espectáculo que lo aguardaba en el dormitorio: las cortinas de las paredes habían caído al suelo y una cuerda de nailon, la que sujetaba las cortinas a la barra, estaba atada a la cabecera de la cama y atravesaba, muy tensa, toda la habitación hasta desaparecer por la ventana abierta que daba al mar. Atenazado de repente por un funesto presentimiento, se precipitó hacia la ventana y se asomó. Un grito de horror brotó de su garganta al ver el cuerpo de Matar Samb que, vestido con su vieja túnica, se balanceaba en el extremo de la cuerda, pegado a la fachada del edificio, ligeramente sacudido por el viento del océano. Se inclinó más y, tendiendo los brazos, rozó con los dedos, como para constatar por medio del contacto la brutal realidad, el cabello gris de la cabeza torcida hasta tocar el hombro, con las vértebras cervicales desencajadas en el punto en que la cuerda había herido la carne.

Se incorporó, desencajado. En el mismo momento oyó el timbre del teléfono móvil posado en la mesa de trabajo. Al descolgar, reconoció la voz de Ramata. Después de pedirle que volviera lo más deprisa posible a la casa, marcó en el mismo aparato el número de DS.

Ramata Kaba y DS llegaron casi de manera simultánea al dormitorio. La esposa entró justo antes que su cuñada.

—Armando, ¿qué ocurre? ¿Dónde está Matar? —inquirió con inquietud DS al advertir el estado de la habitación, la cuerda y el desesperado semblante del médico, quieto junto a la ventana.

A su lado, Ramata callaba, sosteniéndose a duras penas en pie. DS se dirigió presurosa a la ventana, cada vez más intrigada.

—¿Dónde está Matar? —volvió a preguntar—. ¿Y qué significa esta cuerda?

El profesor Armando Gomis, blanco como el papel, acudió a su encuentro y las cogió por los hombros para impedir que avanzaran.

—¡No hay que mirar, DS, es demasiado horroroso! —dijo—. Ramata, tú tampoco mires. ¡Dios mío, es horrible, horrible!

Con gesto enérgico, DS apartó al médico de su camino y continuó, seguida de Ramata Kaba. Él no efectuó más tentativas para contenerlas. Al llegar juntas a la ventana y mirar, reaccionaron de manera distinta. Ramata lanzó un alarido de espanto, se enderezó al momento y retrocedió hasta chocar contra Armado Gomis, que la sostuvo entre los brazos para impedir que cayera.

DS no se movió ni un paso. En lugar de ello cogió la cuerda con las dos manos y se puso a tirar con todas sus fuerzas.

—¡Dios Todopoderoso! ¿Por qué has hecho esto, pobre hermano mío? —susurró con voz quejosa—. Armando, ¿qué ha pasado? ¿Por qué ha hecho esto mi pobre hermano?

El profesor Armando Gomis dejó a la vacilante Ramata encima de la cama y se aproximó a DS.

—No lo sé —respondió—. Lo he descubierto así cuando he llegado hace menos de media hora.

DS seguía tirando, pero el cuerpo, demasiado pesado para ella, no se movía.

—Ven a ayudarme, Armando —pidió sin resuello, agarrada a la cuerda con el pie afianzado en la pared.

—Déjame a mí —dijo él, que le cogió la cuerda de las manos.

Entonces DS se situó detrás del médico y se puso a tirar al mismo tiempo que él, sin parar de proferir exclamaciones y lamentos.

—¡Dios Todopoderoso! ¿Por qué lo has hecho, mi pobre pequeño?

Lentamente, a base de esfuerzos aunados, lograron hacer remontar el cuerpo; primero aparecieron la cabeza, el hombro y el busto. Siguieron tirando hasta que las piernas llegaron al borde de la ventana. DS soltó la cuerda para coger los tobillos, mientras el profesor Armando Gomis le pasaba el brazo bajo las axilas; después, lo depositaron, jadeantes, encima de la moqueta.

DS se arrodilló, decidida a desatar la cuerda hundida en el cuello. Lo logró con gran dificultad, después de haberse roto las uñas y arañado los dedos. Un líquido rosáceo manaba de la piel lacerada, como de una ampolla agujereada después de una quemadura.

Era horrible ver al muerto. Los ojos, desorbitados, parecían expresar un agudo estupor. Los labios, retorcidos en un horrendo rictus, dejaban al descubierto unos dientes erguidos como la mandíbula de una trampa para ratones, en el nivel del frenillo de la amarillenta lengua, que sobresalía de la boca hasta tocar la punta de la barbilla. Los brazos y las piernas estaban rígidos, al igual que el resto del cuerpo; los dedos crispados contra las palmas de las manos y los dedos de los pies separados en forma de abanico. Los esfínteres habían cedido y sus excrementos se habían secado encima de las piernas desnudas.

DS trató de enderezar el cuello torcido de dislocadas vértebras; el rigor mortis ya instalado tornó inútil su intento. Entonces le cerró los ojos manteniendo un momento la presión de la punta de los dedos sobre los párpados, pero no consiguió moverle las mandíbulas para volver a introducir la lengua en la boca. A continuación le reajustó la túnica hasta los tobillos, antes de sentarse cerca de la cabeza. Tras observar con detenimiento el torturado semblante de su hermano, se inclinó, le besó la frente, apoyó la cabeza en su pecho y se puso a llorar en silencio.

Parado en medio de la habitación, el profesor Armando Gomis se retorcía las manos con impotencia.

—¡Es horroroso! ¡Es horroroso! —repetía una y otra vez.

Ramata, anonadada, no decía nada.

DS levantó la cabeza con las mejillas relucientes de lágrimas y se colocó de rodillas.

—¡Matar debe de haber dejado una carta para explicar su acto de desesperación!

Después de buscar en vano en los bolsillos de la túnica, se puso en pie.

—Seguro que Matar ha dejado una carta. Busquémosla —propuso.

Como si aquello no lo concerniera, Ramata Kaba se tumbó en la cama y fijó la vista en el techo con aire distraído.

Fue el médico quien prestó su ayuda a DS. Buscaron en el dormitorio y en el cuarto de baño, registraron a fondo todos los muebles, el armario, las mesitas, el tocador, miraron debajo de las almohadas y el colchón, levantaron la moqueta, pero no vieron ninguna carta. Luego fueron al escritorio, donde repararon en el cuaderno con el discurso inacabado y en la pluma que, todavía abierta, reposaba encima. Allí tampoco obtuvieron resultado alguno. Volvieron a iniciar la indagación, insistiendo en todos los sitios. Al final tuvieron que resignarse a la evidencia, tan incomprensible como el propio suicidio, de que Matar no había dejado ninguna nota explicativa.

Después de reunirse con Ramata, que seguía acostada en la cama en la misma actitud de postración, se pusieron a hacer conjeturas para trata de comprender los motivos que habían podido impeler a su amigo y hermano a llegar a tal extremo. Rememoraron y analizaron los menores detalles y gestos del día anterior.

DS comentó que había visto a su hermano a primera hora de la tarde. Había pasado para saludarla, tal como hacía todos los fines de semana. Tenía muy buena cara y ella misma se lo había dicho. Él había respondido con una alegre sonrisa que estaba en plena forma, pese a que echaba mucho de menos a su esposa, ausente en Saraya. Habían hablado con regocijo del recién nacido, de la fiesta que iba a organizar para ese día, cuando regresara Ramata, y de unas cosas y otras, antes de que él se fuera hacia el aeropuerto para recoger a las personalidades que llegaban de visita al país. En ningún momento había advertido el menor signo de preocupación, de melancolía ni de agitación en su rostro.

Armando y su amigo Matar habían cenado juntos por la noche, en el Terrou Bi, en torno a las ocho y media. Cuando se habían encontrado en el restaurante, le había dicho que había tenido un día muy ocupado. No había manifestado ninguna tensión. Al contrario, estaba alegre y jovial, rebosante de buen humor. Mientras comía con apetito y bebía sin excederse, había hablado de su mujer y había filosofado sobre la felicidad que procuraba ser abuelo, más intensa, según él, que la dicha de ser padre. Inspirado, había evocado con poéticos comentarios la brisa nocturna que hacía tan agradable el tiempo; el mar con su vaivén cargado de melodía de olas, tranquilo en la superficie y provisto en las profundidades de una extraordinaria variedad de vida y actividad; el cielo constelado de un sinfín de estrellas, porque esa noche, según la leyenda, el cuidado del rebaño de Dios recaía sobre la liebre, Leuk, y no sobre Buki, la hiena, con lo cual ni un solo animal iba a perecer devorado. Poco antes de las once se habían despedido y se habían dado cita para el día siguiente, en su casa. Para entonces Ramata habría vuelto ya y se trasladarían los tres a casa de DS. Las últimas palabras que había oído de sus labios eran que iba a acostarse y que se levantaría temprano, para redactar el discurso que iba a pronunciar en la inauguración del coloquio sobre derechos humanos. En su condición de médico, no lo había encontrado ni deprimido ni agitado, ni siquiera había observado anomalía alguna en su comportamiento.

Ramata era la última que había visto vivo a su marido. DS le sacudió con suavidad el brazo para sacarla de su estado de sopor y preguntarle qué sabía. Ramata se incorporó y se sentó en la cama. Ya se había repuesto del espanto inicial y aunque el vino seguía enturbiándole la cabeza, tenía las ideas claras. Con tono cansino y la lengua pastosa, que los demás achacaron a la conmoción emocional, explicó que como el tren había llegado con adelanto esa mañana, había llamado desde la estación a Matar, que había ido a buscarla. No había duda de que estaba muy contento de verla. En cuanto llegaron a casa, se había dado cuenta de que había olvidado en el compartimento del tren uno de las bolsas de viaje que contenía objetos de valor. Matar lamentó no poder acompañarla porque tenía que acabar el discurso. Ella le había dado un beso y le había dicho «hasta luego» mientras él se sentaba delante del escritorio. Había pasado toda la mañana, ayudada por el jefe de estación y dos empleados, buscando en el enorme almacén de objetos perdidos, sin encontrar el bolso. Había llamado otra vez desde la estación, para decirle a Matar que no se preocupara, que iba a seguir buscando un poco, cuando le respondió Armando.

La conclusión unánime fue que Matar Samb gozaba de plenas facultades, no padecía afección alguna, ni siquiera un resfriado, ni tampoco sufría de ningún trastorno familiar.

Por consiguiente, había que indagar por otro lado.

¿Problemas económicos? Matar Samb no tenía ninguno. Sus dos sueldos de profesor universitario y ministro, sumados al sustancioso sobre que lo aguardaba cada mes en la mesa del primer Consejo de Ministros y a otras ventajas derivadas de su posición de miembro del Gobierno, le permitían vivir con suma holgura, sin contar los dividendos generados por las sociedades dirigidas por DS, una gestora sin igual. A pesar o a causa de la devaluación del franco CFA, que con supremo aplomo el propietario del país había jurado que nunca jamás se iba a producir y que había acabado poniendo en serias complicaciones a la mayoría de las empresas, su grupo prosperaba. Propulsados por el sector del turismo y la exportación a Europa, Asia y Estados Unidos de pescado, frutas y verduras, los negocios marchaban viento en popa.

Había que descartar de entrada que Matar estuviera implicado en algún asunto turbio. No tenía nada que temer pues de las voces que reclamaban una reactivación de la ley sobre el enriquecimiento ilícito y la formación de un tribunal encargado de inspeccionar los bienes de todos cuantos asumían o habían asumido, desde la independencia, funciones gubernamentales. Estas se habían alzado como reacción a la declaración de un inepto del partido gobernante, que en la Asamblea Nacional había afirmado poseer pruebas fehacientes de que los antiguos ministros, componentes ahora de la oposición, habían expoliado los recursos del país. Acto seguido los había conminado a callar, ¡pues de lo contrario...! La fortuna personal de Matar lo ponía al abrigo de ciertos deslices como la malversación de dinero público o las gratificaciones ilícitas. De todos modos, en esas latitudes no había costumbre de suicidarse por tales nimiedades. Pese al interés con que observamos a nuestros primos y antiguos amos, los franceses, a quienes sabemos imitar a la perfección, esa manera expeditiva de lavar el honor no había encontrado émulos en este país. De lo contrario, los culpables fehacientes de clamorosas irregularidades, como la venta pública del cargamento del barco griego embargado, la quiebra de las cajas de la Cruz Roja y de la Lotería Nacional, entre otras, no andarían pavoneándose por las calles sin la menor impudicia. Aquí no tenemos personajes como Boulain o Bérégovoy, ni los tendremos nunca. Las creencias religiosas no tienen ninguna repercusión. El caso es que, cuanto mayor era la suma sustraída, mayor era la garantía de impunidad judicial, de manera que el asunto nunca llegaba a juicio. Los periodistas, esos loros de servicio, generalmente informados por los falsos amigos, podían contar lo que quisieran. La consigna era no responder a sus artículos, por más acerados que fueran, para no dar pie a más cábalas. Así el asunto caía pronto en el olvido, sustituido pronto por otro. Al final, sus acusaciones no tenían mayor incidencia que el agua caída encima de las plumas de los patos.

Estaba claro, por lo tanto, que Matar no tenía problemas económicos. No quedaba por examinar más que el aspecto político. En ese sentido tampoco, ninguna sombra planeaba sobre la carrera de Matar Samb. Después de entrar en el Gobierno en condición de tecnócrata, tal como habían subrayado los periódicos de la época, había dejado una buena impresión en todos los cargos que había ocupado, en especial en el ministerio de Educación. Había sido el único ministro que se había atrevido a poner los pies en la Ciudad Universitaria sin escolta y se había sometido a un cara a cara con los estudiantes en un memorable debate que tuvo lugar en el campo de baloncesto y que duró más de cinco horas. Abucheado al principio de su alocución, había logrado imponer silencio y convencer a su público gracias a la hondura de su pensamiento, a la riqueza de su argumentación y a su extraordinaria elocuencia. Al final de su intervención, todos los asistentes se pusieron de pie y lo ovacionaron con una prolongada salva de aplausos. Considerando que tenían un interlocutor válido con quien negociar, los estudiantes anularon el movimiento de huelga que estaban a punto de iniciar. Durante los cuatro años que Matar había ocupado esa cartera, antes de hacerse cargo del ministerio de Justicia, había reinado la calma en la universidad. Por otra parte, nunca se había inmiscuido para nada en las batallas políticas, a menudo feroces y en ocasiones mortales, que se daban entre los clanes y las distintas tendencias del partido gobernante, al que no estaba afiliado. Gozaba de la confianza total del jefe de Estado, el cual lo había reafirmado sin ambigüedad una semana atrás tan sólo, en el salón de honor del aeropuerto, a su regreso de un viaje, en declaraciones a un periodista de RFI que le preguntaba si el señor Matar Samb sería candidato para el puesto de secretario general de la OUA, cuya designación debía producirse dos meses después, tal como deseaban la mayoría de sus colegas, que ya habían enviado emisarios para manifestar su apoyo.

—El señor ministro Matar Samb —había respondido el presidente—, uno de mis colaboradores más brillantes, más eficaces y más fieles, tributa un inmenso servicio al país, y el país lo necesita. Por consiguiente no será candidato al puesto de secretario general de la OUA y seguirá trabajando para su país.

Por más cambiante, oscilante y resbaladizo que fuera el terreno de la política, donde el brillante y fiel colaborador de la mañana es motejado de rencoroso e hipócrita a mediodía, antes de volver a erigirse en hombre providencial a media tarde, Matar se mantenía estable en su puesto. En ese periodo de explosión democrática y mediática, en el que los miembros de los cuarenta partidos políticos existentes se hacían la guerra sin cuartel, dispuestos a desbaratar toda acción del adversario, en el que los periodistas de la decena de periódicos y emisoras privadas de radio se mantenían al acecho, a la caza de naderías para ventilarlas en público, Matar era uno de los raros políticos, por no decir el único, que gozaba del respeto de todos a causa de su competencia y de su probidad. Ni en una sola ocasión había protagonizado un artículo descalificador en la prensa, y en la votación del último presupuesto en la Asamblea Nacional, todos los diputados, sin distinción de bando, lo habían felicitado calurosamente por la transparencia y la equidad con las que gestionaba un ministerio tan complicado. Todos habían solicitado el aumento de su presupuesto, a despecho de la crisis económica, de la globalización y de las draconianas restricciones exigidas por el FMI y por el Banco Mundial. La propuesta había sido votada por unanimidad, cosa que constituía una verdadera proeza.

Una vez concluidos los análisis, la hermana, el amigo y la esposa del muerto acabaron por admitir que ignoraban por completo, y que probablemente seguirían ignorándolos siempre, los motivos que habían llevado a Matar a poner fin a su vida.

DS decidió, en definitiva, que el suicidio de su hermano debía permanecer en secreto. Aparte de ellos tres, nadie conocía la verdad. Para no deshonrar su memoria, evitar toda habladuría y no tener que dar unas explicaciones que, por lo demás, se les escapaban, les pidió que jurasen afirmar que Matar había fallecido de un ataque cardiaco que había sufrido delante de todos ellos.

Según la tradición, las viudas no debían quedarse nunca solas. La tía Dianké se había trasladado por ello a la mansión de Ranrhar, para hacer compañía a Ramata Kaba y dormir con ella durante los cuatro meses y diez días que duraría su periodo de viudedad. DS, Armando hijo y su esposa Dieynaba habían decidido instalarse allí también, pero sólo durante una semana. Los funerales iban a concluir ese mismo día y no habría ceremonias de tercer, octavo y cuadragésimo día. Una vez que se hubieron ido las últimas visitas, estaban los cinco sentados en el salón, absortos en un meditativo silencio, consternados, abatidos y cansados por los dolorosos sucesos del día, cuando Ramata Kaba, vestida con su ropa de duelo, una sencilla camisola, un pareo y un pañuelo para la cabeza de tela de Vichy, se levantó de improviso del sillón.

—Voy a dar una vuelta con el coche, para calmarme los nervios —anunció, ajustándose el pañuelo en la cabeza—. ¡Si no, siento que me va a dar algo!

Por fin podía liberarse.

Desde que las emisoras de radio y la televisión habían anunciado, hacia las dos, el fallecimiento de Matar Samb como consecuencia de un ataque cardiaco, no había parado de afluir gente a la casa de Ranrhar. Media hora antes del anuncio, el presidente de la República, que había sido la primera persona a quien había avisado DS, había acudido en compañía de su esposa. Después de darles el pésame, se había inclinado delante del cadáver expuesto en el salón y se había quedado un momento. En cuanto se había difundido la noticia, la gente había comenzado a llegar en oleadas. Entre ellos, el primer ministro y los otros componentes del Gobierno se habían personado para dar el pésame a la familia. Enseguida los habían sustituido otras personas; el desfile había durado hasta las cuatro, cuando, en honor a la condición de coronel reservista del difunto, seis jóvenes soldados habían acudido para llevarse el ataúd y cargarlo en un jeep del Ejército. Un cortejo de vehículos, de dos kilómetros y medio de longitud, encabezado por DS, Ramata Kaba y los allegados, lo había seguido hasta el Building, sede del Gobierno, en la avenida Léopold Sédar Senghor, donde debía rendirse un homenaje póstumo al ministro.

Los medios de comunicación, que cubrían el acto en directo, comentaban que, desde la muerte del primer presidente de la Asamblea Nacional, no se habían visto funerales tan solemnes, hasta el punto de que cabía preguntarse si no superaban a los de Lamine Guèye.

Asistieron a la ceremonia el jefe de Estado y el Gobierno en pleno, los diputados y senadores, los magistrados, los abogados y profesores universitarios ataviados con sus togas, las autoridades religiosas y los jefes encargados de velar por las costumbres, una delegación de las fuerzas armadas vestida con uniforme de gala, el cuerpo diplomático acreditado en Dakar, los ministros africanos de justicia que se encontraban allí para asistir al coloquio previsto para dos días después y una inmensa multitud de amigos, conocidos y simples curiosos.

A las seis, el jeep se había detenido junto al Building, delante de la gran tribuna ocupada por las personalidades. Los jóvenes soldados habían bajado el ataúd que, cubierto con la bandera verde, roja y oro, desaparecía casi bajo una montaña de flores, y lo habían depositado en un estrado al pie de la tribuna.

Había habido dos responsos fúnebres, uno pronunciado por el profesor Armando Gomis, en nombre de la familia, que había acabado con sollozos y lágrimas, y después el del presidente de la república, que había rendido un sentido homenaje a su difunto colaborador.

Otro cortejo, más imponente aún, había acompañado el féretro hasta la gran mezquita. El imán había provocado una molesta situación al preguntar si alguien había visto, aunque sólo fuera una vez, efectuar la plegaria a Matar Samb. A continuación había declarado que, personalmente, él no lo había visto, que ni siquiera durante las fiestas del Tabaski y del Korité, el ministro había formado parte de la delegación oficial que acompañaba al propietario del país. Si nadie podía testificar en su favor, se vería en la obligación, no sólo de no dirigir la plegaria mortuoria, sino de prohibirla formalmente en aquella casa de Dios de la cual era guardián, ya que en ese caso Matar Samb no podría ser considerado como musulmán. Siguió un embarazoso jaleo de conciliábulos y murmullos no exentos de irritación. El tío Toumani Kaba, que se había convertido en jefe del gabinete de Matar Samb desde su incorporación al Gobierno, había asegurado que varias veces había cumplido con sus devociones al mismo tiempo que él. El imán se había decidido entonces a dirigir la plegaria.

Después de la inhumación en el cementerio de Yoff, poco antes del crepúsculo, se había reanudado el asedio a la casa; la multitud había desfilado hasta después de las diez y media. El profesor Armando Gomis y Toumani Kaba habían sido los últimos en marcharse.

Aquél era el momento que Ramata aguardaba con impaciencia.

—¡Si no salgo un rato en coche para calmarme los nervios, me va a dar algo!

Armando hijo y Dianké la miraron con estupefacción. Su cuñada, que estaba a su lado, se levantó también y, tras rodearla con los brazos, la besó afectuosamente en las mejillas y en los labios.

—¡Pobrecita, eso no puede ser! —declaró—. Si tú te vienes abajo, todos nos vamos a desmoronar. Has sido tan valiente, tan digna y tan fuerte que tu maravilloso comportamiento nos ha impuesto la razón y ha atemperado nuestro dolor. Tras la muerte de papá, sentí exactamente el mismo deseo y recuerdo que me había servido de alivio conducir. Ve, querida, pero actúa con prudencia.

—¡Pues yo pienso que no debe ir! —objetó Armando hijo, volviéndose hacia su mujer en busca de apoyo—. Debe acostarse y descansar, mamá. Salta a la vista que está cansada.

Su esposa no le sirvió de ninguna ayuda. Desde que la habían avisado de la muerte de su padre, Dieynaba no había parado de llorar ni un solo instante. Tenía los párpados tan hinchados que era incapaz de abrir los ojos.

Fue Dianké quien le aportó el respaldo que reclamaba.

—El marido de Dieynaba tiene razón, Ramata —sostuvo—. Estás cansada, no has tenido un momento de descanso en todo el día. Debes subir a acostarte. Vamos.

—Que no, tía Dianké —se resistió Ramata—. No estoy fatigada y tampoco tengo sueño. Si me acuesto ahora, no me dormiré. Me voy a poner a pensar y pensar, cuando lo que necesito es dejar la mente en blanco.

DS le rodeó el hombro con el brazo, la llevó hacia la salida y se detuvo en el umbral de la puerta.

—Ve, querida —dijo, besándola de nuevo—. Pero ten cuidado y no conduzcas demasiado deprisa.

Unos instantes después, Ramata Kaba se alejaba a toda velocidad al volante del jaguar en dirección a la casa de la cornisa Este. No tenía ningunas ganas de calmar los nervios. En realidad sólo tenía un deseo, o más bien una necesidad, volver a ver a Ngor Ndong. Aquella necesidad era tan intensa, tan imperiosa, que le provocaba un malestar general, un doloroso temblor nervioso que le sacudía el cuerpo, como a un drogadicto en pleno síndrome de abstinencia. Durante todo el día, Ngor Ndong había acaparado de continuo su mente. Distanciada de los terribles acontecimientos que vivía, sólo pensaba en él y en el momento en que se volverían a ver. En su rostro no se advertía rastro alguno de aflicción, cosa que había engañado a todo el mundo. La gente lo había interpretado, en efecto, como la manifestación de un gran sentido de la mesura, fuerza de carácter y dominio de sí, absolutamente admirables en tan doloroso trance. Aparte de la sorpresa y del terror que había experimentado al ver el cuerpo de Matar colgado de una cuerda, que por lo demás había superado ya, no la afectaba nada más, como si aquella tragedia no le concerniera. No se formulaba ningún reproche, no sufría ningún remordimiento, ni se sentía en modo alguno responsable de su muerte. En el fondo, Matar no podía haber reaccionado mejor ante aquella situación. El no podía divorciarse, porque aquello estaba fuera de lugar a su edad y con su posición social. Como no era tonto, después de sus revelaciones, había comprendido que estaba decidida a hacer su vida con Ngor Ndong. Puesto que es imposible que dos carneros beban juntos en una misma fuente, no tenía más alternativa que marcharse. Se había ido con elegancia, sin decir nada, sin comprometerla en modo alguno. «Hay que reconocerlo, Matar siempre ha sido bueno conmigo. ¡Lo ha sido hasta el final!», se dijo con fugaz pesadumbre.

—Pero yo no lo quería, nunca lo quise —declaró en voz alta.

Era a Ngor Ndong a quien quería, era a Ngor Ndong a quien había querido siempre. En su fuero interno, pensaba que le debía mucho, muchísimo, y por más que hiciera para compensarlo, siempre quedaría en deuda con él. Sin él, sería siempre una tarada, expuesta a una insulsa existencia, pese a los numerosos artificios que iluminaban su vida. Ahora, gracias a él, vibraba con toda la intensidad de su ser, convertida por fin en una verdadera mujer, jamás podría pagárselo.

De repente se echó a reír reconociendo lo equivocada que estaba al atribuir su frigidez a la excisión. Siempre había guardado rencor por ello a sus padres, a aquella absurda costumbre, a las tres viejas brujas del claro de Saraya y al mundo entero. Estaba en un error, un gran error. El doctor Gasama, a quien la había derivado Armando, le había explicado, sin embargo, que la ablación del clítoris, incluso la total, extremo que no se exigía en las recomendaciones del Profeta, no implicaba en absoluto la ausencia de orgasmo, pues el cuerpo de la mujer poseía diversas zonas erógenas. No lo había creído. Se acordaba como si fuera ayer. Ngor Ndong le había confirmado de manera bien concreta que el ginecólogo tenía toda la razón. La excisión no tenía nada que ver con la frigidez, puesto que con él llegaba al clímax del placer. ¡Oh sí, con él gozaba plenamente, de una forma absoluta, gozaba hasta desmayarse! No sentía vergüenza alguna en reconocerlo; nunca había conocido algo tan agradable, pese a que se bañaba ya en el agua de su quincuagésima temporada de lluvias. Debería pedir perdón a todo el mundo, a la costumbre, que ya no motejaba de estúpida, a las viejas excisadoras y a sus padres, que habían respetado la tradición. Incluso el dolor, cuyo recuerdo conservaba aún, había desaparecido por entero. En el fondo, ¿era tan doloroso? Ya no estaba segura, después de tanto tiempo. Bien mirado, la nueva ley que castigaba la excisión con una severa pena de cárcel y una fuerte multa, que ella había aplaudido con entusiasmo cuando se votó en la Asamblea Nacional, era grotesca y absurda, un grave insulto a los propios valores culturales. La verdad era, tenía que admitirlo, que durante ese periodo iniciático en el claro de Saraya había aprendido mucho, e incluso si no había aplicado todas las lecciones recibidas, opinaba que le habían permitido tener un comportamiento adecuado, admirable incluso entre la alta sociedad y en todas partes.

Pero ¿cómo y por qué Ngor Ndong, y sólo él, conseguía impulsarla hacia el punto culminante, allá donde nadie había logrado transportarla, o dicho de manera concreta, a excitar sus zonas erógenas? ¿Cuáles eran exactamente sus zonas erógenas? ¿Lo que le quedaba del clítoris mutilado, la vulva, los labios internos y externos, el monte de Venus, la vagina, la cara interna de los muslos, las nalgas, la oquedad del ombligo, los pechos, o simplemente la totalidad de su cuerpo en cuanto Ngor Ndong la tocaba? ¿Cuál era su maravilloso secreto? ¡Misterio! Se lo preguntaría cuando lo volviera a ver. Desde que lo había conocido, se había convertido en el único propietario de su tesoro; aparte de él, nadie poseía la llave; nunca dejaría penetrar a nadie más en él, porque no lo soportaría, se sentiría mancillada. ¿Qué podía aportarle, además, otro hombre, aparte de jadeos seguidos de desagradables gruñidos exhalados a su oído? No gracias, aquello era demasiado poco para ella. Ngor Ndong la había rescatado de aquello. Antes se revolcaba en el fango, reducida a un vulgar receptáculo en el que los machos en celo llegaban a verter su exceso de ardor sin que ella experimentase el menor placer. ¿Cómo había podido aceptar aquello? Por la gracia de Ngor Ndong, se había acabado aquella malsana vida, donde siempre lo había dado todo sin recibir nada. A partir de entonces, se consagraría sólo a Ngor Ndong y a nadie más, sólo a él, que la llevaba hasta el séptimo cielo.

Ahora era libre por completo; nada ni nadie podrían impedir que se uniera a él, en las alegrías y en las penas. Ya podían irse al diablo los tontos, los imbéciles que no comprenderían y que se escandalizarían por su matrimonio a causa de su diferencia de edad y de posición social. No les dirigiría más la palabra, así de sencillo, como si no existieran.

Ngor Ndong era su única preocupación. Tenía prisa por volver a verlo. Lo demás no contaba, ni la brutal desaparición de su marido ni la disolución de su hogar...

No advirtió ninguna luz en la casa cuando llegó, un cuarto de hora después. Al irse tras la llamada del profesor Gomis, no había cerrado con llave, por si Ngor Ndong volvía durante su ausencia y se daba cuenta de que había perdido la suya. Se dijo que debía de haber regresado ya, que la esperaría tumbado en la cama del dormitorio, a oscuras. Entró y encendió la lámpara. Ngor Ndong no estaba. Una rápida inspección le indicó que ni siquiera había ido: la bolsa de nailon con los cinco millones seguía encima de la mesita de noche. Si hubiera estado allí, se habría llevado sin duda el dinero. Debía de estar en Diamniadio.

Decepcionada, entró en el cuarto de baño, cogió la botella de vino que había dejado medio vacía en el lavabo por la mañana y la terminó. Luego volvió a la habitación, se sentó en el borde de la cama, aspiró la sábana y la almohada en el lado que él había ocupado y descubrió que se había disipado su olor. Entonces se levantó y, después de coger la bolsa de nailon de la mesita, apagó las luces, salió y cerró la puerta con llave. No había comido nada en todo el día y al dispersarse en su estómago vacío, el alcohol le procuró una tenue sensación de vértigo que pronto se transformó en agradable sentimiento de bienestar. Se dio cuenta de que empezaba a acostumbrarse al vino, a apreciarlo.

Un poco achispada, Ramata Kaba aparcó el Jaguar en la entrada del Copacabana poco después de la medianoche. Con la bolsa de nailon en la mano y paso titubeante, se adentró en la gran sala abarrotada de gente y se encaminó hacia el mostrador.

Golda Meir no estaba. Su hija Diodio ocupaba su puesto.

—¿Te acompaña la paz, mujer? —saludó Ramata.

—¡Solamente la paz! —contestó Diodio.

—Necesito ver a Golda Meir. ¿Está aquí?

Diodio confió la caja a uno de los camareros para conducir a Ramata Kaba junto a su madre. Al entrar en la habitación después de golpear tres veces la puerta, encontraron a Golda Meir gimiendo en la cama, tapada hasta la barbilla, con la cabeza rodeada por una corona de hojas de margosa sujeta con un pañuelo.

—¿Y ahora qué pasa? —preguntó sin dejar de gemir—. ¡Diodio, te he dicho que estoy enferma y no quiero que me molesten!

—Ya sé, madre, perdona —se excusó la hija—. Es que ha venido esta mujer que dice que necesita verte.

—¿Qué mujer?

Ramata Kaba dio un paso hacia delante.

—Soy yo. Me reconoces, ¿no? Busco a Ngor Ndong. ¿Está aquí?

Golda Meir paró de gemir y, tras levantarse provocando crujidos y chirridos en la cama, se sentó en el borde, con los pies en el suelo y las piernas tapadas con la manta.

—¡No te había reconocido, Guapa Señora! —exclamó, y tendió la mano a Ramata—. ¿Cómo estás? ¿Te acompaña la paz? Espero que todo se solucionara bien en el cuartel, la noche pasada, después de esa maldita redada. ¡Si supieras lo mal que me supo, Guapa Señora! ¡Para la primera vez que venías a mi casa! Podrías haberte formado una mala opinión. ¿Te acompaña la paz, Guapa Señora?

Ramata Kaba se sentó delante de Golda Meir, en la otra cama, con la bolsa de nailon en el regazo.

—Solamente la paz —respondió de nuevo con prisa—. ¿Dónde está Ngor Ndong?

Llevándose la palma de la mano a la frente, Golda Meir volvió a reanudar de improviso los quejidos.

—¡Aaay! Se me va a partir la cabeza en dos. Me ha vuelto a subir la tensión. Diodio, esta tensión podría llevarme a la tumba. ¡Aaay! ¡Qué daño!

—Nadie puede hacer nada, ¡y tú no quieres tomar una aspirina para calmar el dolor de cabeza! —la reprendió la hija.

—Ya sabes que no puedo tomar aspirinas porque tengo un estómago... Guapa Señora, ¿cómo estás? ¡Ay, mi cabeza!

«¡Vete al Infierno con tu cabeza, con tu estómago y tu tensión, vieja macarra, y tú también, digna hija suya!», estuvo a punto de ponerse a vociferar Ramata Kaba, exasperada. Sentía que la cólera hervía en su interior, pero logró dominarse.

—¿Dónde está Ngor Ndong, Golda Meir?

—¿Ngor Ndong? ¿Ngor Ndong? —se preguntó a sí misma, como si fuera la primera vez que oía ese nombre.

Fuera de sí, Ramata Kaba se levantó con presteza, dejando caer al suelo la bolsa de nailon.

—¡Ngor Ndong! Ngor Ndong, el joven que estaba conmigo, en esta misma cama donde estás sentada, en esta misma habitación donde nos encontramos, la noche pasada, en compañía del tipo alto y delgado con el que estuvo en la cárcel y de su primo sordomudo y una chica llamada Madjiguène, creo, de cara estropeada. ¿No te acuerdas? ¡Es imposible que te hayas olvidado!

—¡No me he olvidado, Guapa Señora! —reconoció Golda Meir—. Es que intento recordar adónde se fue Ngor Ndong. No sabía bien si me avisó o no. Ahora estoy segura, no me dijo nada antes de irse. ¿Sabes, Guapa Señora? Ngor Ndong desaparece y después vuelve, a veces al cabo de una buena temporada, a veces al cabo de unos días, sin informar nunca a nadie.

—¿Y el otro, Boris? ¿Ngor Ndong no está con él?

—¿Quién, Tiguis? Ngor Ndong no está con él, me consta, Guapa Señora. Tiguis y Hobou Nguer volvieron solos de Rufisque y enseguida se fueron, solos, en su camioneta, delante de mí. A Ngor Ndong no lo he vuelto a ver.

Ramata Kaba se inclinó para recoger la bolsa, que tendió a Golda Meir.

—Te suplico que me localices a Ngor Ndong —dijo—. Necesito verlo, ayúdame. Mientras tanto, quédate con sus cinco millones.

Golda Meir se levantó de un salto dejando caer al suelo la manta que le cubría los muslos y arrancó la bolsa de la mano de Ramata Kaba. La abrió febrilmente y observó con ojos desorbitados los billetes. A continuación extrajo tres fajos y los agitó delante de su cara.

—¡La Guapa Señora dice la verdad! —explicó con incredulidad a su hija, que se había precipitado a su lado.

—¡Cinco millones! —exclamó Diodio, frunciendo el entrecejo.

—Sí, cinco millones de francos —confirmó Ramata Kaba—. Quédatelos. Ayúdame a buscar a Ngor Ndong. Me dijo que ya no vivía en Sangalcam. ¿Dónde puedo encontrarlo?

—Madre, trata de acordarte. ¿De verdad no sabes dónde está?

—Con toda sinceridad, no lo sé, pero me voy a informar. Ahora es tarde. Mañana por la mañana, a primera hora, sabré dónde está y lo traeré aquí —prometió Golda Meir.

—Localízame a Ngor Ndong. Mañana volveré y te daré mucho más si lo encuentro aquí. Cuento contigo, Golda Meir. Si me ayudas a encontrarlo, te volveré a recompensar.

Diodio acompañó hasta la entrada del Copacabana a Ramata.

—Debe volver mañana —le recomendó cuando ya había encendido el motor del coche—. Seguro que madre traerá a Ngor Ndong a primera hora, tal como ha dicho.

—Volveré. ¡Hasta mañana! —se despidió Ramata Kaba.

Diodio regresó al dormitorio; como la puerta estaba cerrada, tuvo que llamar.

—¿Quién es?

—Yo, Diodio. Abre deprisa, madre.

Golda Meir abrió y no bien hubo entrado su hija, volvió a cerrar con llave. Ya no llevaba nada en la cabeza. Había tirado al suelo, cerca de la manta, las hojas de margosa y el pañuelo que las envolvía, había vaciado la bolsa y estaba contando los billetes diseminados encima de la cama cuando Diodio llamó.

—Trescientos veinticinco mil —continuó—. ¿Era eso? ¡No! ¡Sí! ¿Trescientos veinte o doscientos veinte mil? Ya me he descontado. Tendré que empezar otra vez. Diez, veinte, treinta...

Diodio estalló en risas.

—¡Sabes muy bien que aunque estuvieses contando un mes entero, no acabarías nunca! Volverías a empezar, con dudas, cada poco.

Golda Meir renunció y se dispuso a guardar los billetes.

—Tienes razón, hija. Es que estoy que no me lo creo. Tú también, ¿no, Diodio?

—Sí, yo también, pero tengo miedo, madre. Igual eso nos acarrea problemas. Esta mujer no sabe lo que hace, está enferma, madre.

—¿Cómo, enferma? Pues yo la veo bien sana.

—¡No está bien, está loca, madre!

—No. No está ni loca ni poseída por los jin. Está borracha, desde luego, aunque no hasta el punto de no saber lo que hace. Ngor Ndong le dio a probar lo que ella desconocía. ¡Por eso se aferra a él!

—¡No me vengas con ésas, madre! ¿Qué le iba a dar a probar un jovenzuelo como Ngor Ndong a una mujer madura como ésa? No, madre. No la has mirado bien, porque si no, te habrías fijado en el brillo extraño que tiene en los ojos. Está loca, madre. Me da miedo que nos vaya a causar problemas...

—¿Qué problemas? Según tú, entonces, ¿habría tenido que rechazar los cinco millones que me ha ofrecido libremente? ¡Yo no le he pedido nada, tú misma eres testigo!

—Yo no he dicho que haya que rechazarlos, sólo que tengo miedo, porque cinco millones representan una fortuna. Si estuviera en su sano juicio, no los habría dado sólo con el objetivo de encontrar a Ngor Ndong. A propósito de Ngor Ndong, ¿de verdad no sabes dónde está, madre?

—Por supuesto que lo sé, aunque no pienso decirle nada a la Guapa Señora. Ngor Ndong se fue con Tiguis y Hobou Nguer a Gambia. De allí, irán a la región de la Alta Casamance. Ngor Ndong me pidió que no le dijera nada a la Guapa Señora, por si acaso lo buscaba.

—¿Y cuándo regresan?

—No tengo ni idea. Cuando Tiguis se despide, nunca dice cuando va a volver. Puede que estén aquí dentro de un mes o dentro de un año.

—¿Qué vamos a hacer, madre? ¿Qué le vamos a decir a esa mujer cuando vuelva? ¡Es mucho lo que nos ha dado!

—De todas maneras, por más que me pueda ofrecer, no le diré nada concreto, nada. Mientras tanto, hay que actuar.

Golda Meir confió a Diodio el dinero que había devuelto a la bolsa y salió con la recomendación de que no se moviera de la habitación. Entonces fue a llamar con gran alboroto a la puerta de las barracas y reunió a toda la clientela en la gran sala. Allí anunció que acababan de informarla del fallecimiento de su hermana mayor, del mismo padre y madre, que vivía en Costa de Marfil. Para respetar el duelo y la terrible tristeza que la asediaba, pedía a todos que se fueran enseguida, porque iba a cerrar inmediatamente y no volvería a abrir hasta al cabo de dos semanas. Cuando todos se hubieron ido, no sin hacer oír sus recriminaciones y protestas, apagó las lámparas, cerró el Copacabana y regresó con Diodio. Con la ayuda de ésta, cavó un agujero de unos tres palmos de profundidad en el urinario situado detrás de la habitación. Después de poner la bolsa de nailon dentro de otras dos de plástico y protegerla a continuación con un estuche metálico, la metió en el orificio. A fin de disimular el escondrijo, colocó encima de la tierra que acababan de remover los ladrillos que se encontraban al lado y acondicionó allí un nuevo urinario.

A la noche siguiente, Ramata Kaba regresó al Copacabana, que estaba inmerso en un silencio y una oscuridad poco normales. Diodio, que permanecía en la entrada, pendiente de su llegada desde hacía casi dos horas, a pesar del bochorno y los relámpagos que presagiaban tormenta, corrió a su encuentro en cuanto hubo detenido el Jaguar. Ramata se bajó y, tras inclinarse hacia el interior del coche, se enderezó sosteniendo una bolsa de nailon que parecía muy pesada, más voluminosa que la otra, y volvió a cerrar la puerta.

—Te ayudaré a llevarla —se ofreció Diodio, cogiendo la bolsa—. Ven, mi madre ha conseguido localizar a Ngor Ndong.

Golda Meir, que aguardaba en el umbral de la barraca, estrechó la mano de Ramata y, sin soltarla, la hizo entrar en la habitación y la impulsó hacia la cama.

—¿Ya estás aquí, Guapa Señora? —dijo, liberándole la mano—. Eso está bien. ¿Te acompaña la paz? Siéntate. ¿Sabes?, te guardé las cosas que habías dejado aquí la noche de la redada, el bolso, los zapatos y las bragas. Cuando viniste ayer, me olvidé de devolvértelos. Diodio, ¿no has visto las cosas de la Guapa Señora?

—No, madre.

—No sé dónde estarán...

—Puedes quedártelas, te las regalo —la atajó con impaciencia Ramata Kaba—. ¿Dónde está...?

—¿Y de qué me iban a servir a mí, Guapa Señora? —la interrumpió a su vez Golda Meir con una cavernosa carcajada—. Quizás el bolso podría serme de utilidad, y ni siquiera, porque es un bolso para una señora que lleva vestidos, como tú. Yo no llevo. En cuanto a los zapatos y las bragas, con mis pies tan gordos y las nalgas tan enormes, de ninguna manera podría ponérmelos. ¡Qué graciosa eres, Guapa Señora! ¿No te has fijado en mi trasero? ¿Y en mis pies?

—¿Dónde está Ngor Ndong, Golda Meir? ¿Dónde está Ngor Ndong? —estalló Ramata Kaba con voz ronca y respiración afanosa.

—¡No te enfades, Guapa Señora! —trató de calmarla Golda Meir, que se sentó cerca de ella en la cama, sorprendida por su reacción—. He hecho indagaciones. Ngor Ndong se fue a Loul Sessène, a visitar a una tía. He enviado a alguien que, por desgracia, no lo ha visto, porque acababa de marcharse de Loul Sessène en dirección a Mbour, pero su tía ha asegurado a mi correo que en cuanto regrese le dará el recado y ella misma vendrá con Ngor Ndong mañana. Así pues, mañana Ngor Ndong estará aquí sin falta. Si vienes, lo verás. Cuando llegue, le diré que lo buscas y lo mantendré en mi habitación, ¡a la fuerza si hace falta!

—¡Sí, seguro que mañana Ngor Ndong estará aquí! —apoyó Diodio—. Si vienes, lo verás. Mi madre lo retendrá.

Un cegador relámpago iluminó de forma brutal el interior de la barraca, como si fuera pleno día, seguido de un apocalíptico trueno, cuando Diodio aún no había acabado de hablar. La mujer lanzó un chillido de terror buscando refugio cerca de su madre. Golda Meir y Ramata Kaba, asustadas también, se disponían en el mismo instante a levantarse. Como Diodio cayó encima de ellas, se hundieron las tres en la cama, que se desarticuló con un crujido seco, con las cuatro patas y el somier rotos.

Golda Meir, la primera en levantarse, se sentó en el colchón a ras del suelo, con las piernas separadas y las manos apoyadas en la cabeza.

—¡Huuy! Estoy muerta, madre mía —se lamentó—. ¡Nunca había visto nada igual! Diodio, levántate y acompaña a ésta, para que vuelva a su casa. Ngor Ndong no está en mi casa, que se vaya. Además, está lloviendo.

Sobre el tejado caían, en efecto, con gran estrépito unos gruesos goterones.

Diodio, que tenía asfixiada con su peso a Ramata, se puso en pie y, ayudándola a levantarse, la agarró por la muñeca y la llevó afuera, bajo la lluvia. Ella la siguió dócilmente, en silencio, hasta el Jaguar.

Todavía llovía cuando Ramata llegó a Ranrhar. La tía Dianké la esperaba sola en el salón, consumida por la preocupación. Cuando entró, se levantó del sillón exhalando un hondo suspiro de alivio.

—¡Tienes un comportamiento estrambótico, Ramata! —la regañó—. Las viudas no deben salir sin alguien que las acompañe. Te lo hemos dicho y repetido, pero tú no quieres escuchar. Anoche estuviste afuera y esta noche has vuelto a salir. ¿Qué pretendes? ¡Fíjate cómo te has mojado! ¿Dónde estabas? No volverás a salir sola.

Ramata posó una mirada extraviada sobre Dianké; luego, sin pronunciar ni una palabra, encorvada como si soportara sobre sus delgados hombros todas las desgracias del mundo, se introdujo en el ascensor para dirigirse a sus habitaciones.

Tal como se había anunciado, el Copacabana tardó dos semanas en abrir sus puertas, dejando en el desamparo a sus numerosos clientes. Incapaces de soportarlo más, a partir del segundo día de cierre algunos se habían reunido en la gasolinera de Diamniadio, cuyo encargado frecuentaba el local, con el fin de encontrar la manera de hacer que Golda Meir cambiara de parecer. Quince días era mucho, muchísimo tiempo. Y además, ¿por qué tenían que ser precisamente dos semanas? Aquello era lo nunca visto: tres días, una semana o cuarenta días eran los periodos habituales para celebrar las ceremonias de duelo, pero nunca quince días. No se podía cerrar un bar a la ligera durante tantos días. Los habituales también tenían unos derechos que Golda Meir debía respetar. El primero de ellos hacía referencia a ser servidos cuando estaban en condiciones de pagar. Sin embargo, para que los sirvieran, antes era preciso que el bar estuviera abierto. Era obligatorio, pues, que se redujera el tiempo de cierre a una semana, como máximo. Después de largos conciliábulos, habían decidido formar una delegación de siete miembros, cuatro hombres y tres mujeres, para ir a hablar con Golda Meir. El que había sacado a colación la cuestión de los derechos, principal instigador de la reunión, Pape Demba Gaye, fue nombrado portavoz. Era un ex secretario de los archivos del Ministerio Fiscal, beneficiario de una «jubilación voluntaria». Con los bolsillos repletos con los cincuenta y dos meses de sueldo cobrados de una sola vez, había estado pagando rondas todas las noches, rodeado de una nutrida corte de pedigüeños. Así, había dilapidado rápidamente el dinero y ahora vivía de las últimas reservas, ya que, justo el día antes del cierre del Copacabana, había conseguido tras muchas dificultades colocarle a un cliente su descodificador de Canal + Horizon, eso sí, a una tercera parte de su precio normal.

Golda Meir había detenido a la delegación a la entrada de su barraca y la había recibido en el umbral.

—Quedaos donde estáis. No entréis en mi habitación. ¿Qué pasa? ¿Qué queréis?

Intimidado por el tono cáustico y la colérica actitud de Golda Meir, el portavoz había agachado la cabeza, replanteándose el modo de abordar la cuestión. Pronunciaba mal las erres y las eses, lo que confería una extraña particularidad a sus frases.

—Mide, mamá Golda Meid... —comenzó—. Noss envían todoss loss clientess que fdecuentaban el Copacabana, pada dadte nuesstdo máss ssentido péssame, con ocassión ded fadyecimiento de tu hedmana mayod ded missmo padde y madde...

—Os doy las gracias a todos y ruego a Dios que llegue lo más tarde posible la hora en que tengáis que presentarlo por mí. ¿Qué más? —inquirió con sequedad Golda Meir.

—¡Ssí, ssí! ¿Qué máss? Loss cdientess me han encadgado que te diga que deduzcass ed tiempo de ciedde del bad, nuesstdo bad, ed Copacabana, a una ssemana. Doss ssemanass es mucho, la veddad. Loss clientess también tienen dedechoss que tú esstáss obdigada a resspetad...

Golda Meir se quitó el pañuelo de la cabeza, se lo ciñó en torno a las caderas e interrumpió con una palmada la perorata del portavoz.

—Si se hubieran muerto tu padre y tu madre, Pape Demba, ¿habrías dicho que dos semanas de duelo eran demasiado? La misma pregunta les hago a todos los que te han enviado y los que te acompañan. ¿Sabéis qué os digo? Que el Copacabana es mío y lo abro y lo cierro cuando me viene en gana. Esos derechos vuestros de los que hablas, Pape Demba, con esa lengua tuya de estropajo que se te arrastra por toda la boca y te impide hablar como todo el mundo, salpicando de saliva a cuantos tienes alrededor como una muchacha en su primer embarazo, lo que tú llamas «nuesstdos dedechos», ya podéis metéroslos por donde os quepan, tú y los que te han mandado, y marchaos ahora mismo de mi casa.

—No, no, mamá Golda, no tiene que tomad miss palabdass como... —había intentado parlamentar el portavoz.

—¡Esperadme, que voy a ir a cortarle el pene a los padres de todos vosotros! —espetó con cajas destempladas Golda Meir, que les dio la espalda.

Luego se había precipitado al interior de la barraca; cuando salió al cabo de unos instantes, armada con una pequeña hacha de mango metálico y afilada hoja, la delegación se esfumó.

En realidad, la madre y la hija estaban que no vivían. La segunda bolsa que había traído Ramata contenía la misma suma, además de cinco lingotes de oro, un cofrecillo lleno de joyas y una bolsita de cuero con una treintena de piedras preciosas multicolores, rojas, azules, verdes y opalinas, de incalculable valor. Pronto aquel botín fue a parar al mismo escondite que el segundo.

Desde entonces sufrían la continua aprensión de que llegaran para detenerlas, o de que la Guapa Mujer pensara mejor las cosas y acudiera a reclamar sus bienes. Por otra parte, si de verdad estaba loca, tal como aseguraba Diodio, sus parientes se percatarían de la desaparición del dinero y de las joyas y ella los conduciría hasta allí. Tanto en un caso como en otro, tendrían serios problemas. No obstante, estaban decididas a afrontarlos, pues la fortuna que tenían en sus manos compensaba todos los problemas del mundo. Estaban dispuestas a pasar una larga temporada en la cárcel, pero nunca confesarían haberla visto antes, ni haber recibido absolutamente nada de ella, y en cuanto al lugar donde estaba escondido el tesoro, ¡nadie les arrancaría el secreto!

Sin embargo, pasaron los días y nada de eso se produjo. Poco a poco, la angustia que las atenazaba desde la mañana y las acompañaba el resto del día, sin abandonarlas a la hora de dormir, atormentándolas en sueños, había comenzado a disiparse, sin llegar a desaparecer del todo. Por más que habían aguzado el oído, no habían oído ninguna noticia alarmante. El único tema que habían abordado los clientes con que se cruzó una de ellas al salir era la reapertura del Copacabana, que todos aguardaban con impaciencia.

Ésta se produjo por fin en la fecha prevista, con gran satisfacción general.

Los días, las semanas y los meses se fueron sucediendo, con excesiva lentitud para el gusto de Golda Meir y de Diodio. Todas las mañanas al despertarse, no podían evitar pensar que ese día intervendrían la Policía o los gendarmes.

Así transcurrió un año.

Era el comienzo de la época de lluvias, la medianoche había quedado atrás hacía rato y el bar estaba cerrado. La madre y la hija estaban a punto de acostarse cuando, de improviso, reapareció Ramata Kaba.