DESTINO

Un tórrido día de septiembre, el pequeño Ngor Ndong y sus amigos se bañaban en la charca situada más arriba del Jardín Chino de Sangalcam. Se divertían con gran bullicio cuando, de pronto, el pie de Ngor Ndong chocó contra un cuerpo que yacía al fondo del agua.

—¡Eh, hay alguien acostado en el río! —gritó.

Despavoridos, sus camaradas se fueron en desbandada dejándolo solo en la balsa. También él tenía miedo, pero la curiosidad infantil lo incitaba a averiguar quién era capaz de permanecer acostado en el agua y quedarse allí sin respirar. Se sumergió y, con el corazón palpitante, agarró una pierna y arrastró el cuerpo hasta la orilla.

Era Tiguidanke Barry, una niña del pueblo. La cara salió del agua con la boca abierta, al igual que los ojos, vidriosos y dotados de una extraña fijeza.

—¡Está muerta! —exclamó uno de los niños que miraban desde la orilla.

Enseguida se dispersaron con grandes gritos, como una bandada de gorriones. Amedrentado, Ngor Ndong soltó la pierna de Tiguidanke y, tras salir del agua, recogió la camisa y corrió en pos de sus camaradas. A medio camino, los niños encontraron a todo el pueblo alertado por sus alaridos.

Ngor Ndong acababa de cumplir seis años. La muerte de la pequeña Tiguidanke Barry, una epiléptica que se había ahogado como consecuencia de una ataque durante el que nadie la había asistido porque había ido a bañarse sola, había sido una gran relevación para él. La muerte lo intrigaba sobremanera a pesar de su corta edad. Vivía delante de la mezquita y cada vez que veía que tenía lugar una plegaria funeraria en el patio del edificio, los interrogantes se agolpaban en su cabeza. Se preguntaba cómo se producía la muerte, y siempre imaginaba que un ángel bajaba del Cielo armado con un cuchillo y degollaba al difunto tal como a los corderos durante la fiesta de la Tabaski. Ahora descubría que uno podía morirse sin que le cortaran el cuello, ahogándose, por ejemplo, como Tiguidanke. «¡A mí nunca me va a pasar eso —se dijo—, porque yo sé nadar!».

La segunda revelación que tuvo Ngor Ndong le llegó a los doce años. Todo el mundo le habría echado quince, sin embargo. Parecía una de esas plantas solitarias que crecen por generación espontánea y se desarrollan con extraordinaria vitalidad encima de un montón de inmundicias. Alumno de último año de primaria, preparaba el examen para el certificado de estudios primarios y para el ingreso en bachillerato. En la documentación que había que entregar se encontraba, entre otros papeles, la partida de nacimiento que su madre, Seynabou Tine, que había ido a buscar la semana anterior a Fafaho, el pueblo donde había nacido y que había abandonado a hombros de su madre cuando todavía era casi un recién nacido. Al leerlo, se llevó una sorpresa mayúscula: ¡su padre se llamaba Ngor Ndong, igual que él! ¿Cómo era posible? Su padre, el marido de su madre, era Mbagnick Ndong. Así era, aunque ello no constituyera un gran motivo de orgullo. Mbagnick Ndong era un borrachín de baja estofa, el hazmerreír de todo Sangalcam, un auténtico desecho que desvariaba delante de todos bajo los efectos del alcohol y que a menudo se caía por ahí, tan ebrio que se hacía sus necesidades encima. No cumplía ninguno de sus deberes como cabeza de familia y, además, pegaba a su madre a la más mínima ocasión. Sí, tenía que reconocer que se avergonzaba de Mbagnick Ndong, su padre. Si hubiera podido maldecirlo, lo habría hecho, pero no se puede maldecir a quien le ha dado a uno la vida, porque tal como afirma el dicho: «Aunque todos conozcan a alguien que es mejor que su padre, todos prefieren a su padre». Confuso, con la partida de nacimiento en la mano, fue en busca de su madre.

Seynabou Tine estaba preparando la comida en la cocina, una caseta acondicionada entre las dos chozas que servían de habitación.

Cuando Ngor Ndong la interrogó sobre el tema, permaneció sin decir nada un buen rato antes de responder con voz mesurada.

—Tú no eres el hijo de Mbagnick, en realidad. Él es sólo tu padre adoptivo. Tu verdadero padre se llamaba Ngor y era el hermano mayor de Mbagnick. Murió en el hospital Le Dantec, una semana antes de que nacieras; por eso llevas su nombre. Mbagnick me heredó de él.

Durante un instante, Seynabou Tine rememoró la lejana noche en que, después de la violenta tormenta que hubo durante el día, Mbagnick había llegado trayendo la aciaga noticia de la muerte de su hermano. Ngor había fallecido en el mismo hospital donde trabajaba, a consecuencia de una breve enfermedad, y lo habían enterrado en Dakar. Eso era todo lo que le habían dicho. No estaba segura de si había llegado a fin de cuentas o si el parto fue provocado por la conmoción. Lo cierto fue que en cuanto se enteró empezaron las contracturas; poco después trajo al mundo sin tardanza ni dolor alguno a un varón. Ocho días más tarde, con ocasión del bautizo del recién nacido, a quien habían puesto lógicamente el nombre de su difunto padre, se casó, como era natural también, con el hermano del marido que aún lloraba. Seynabou Tine volvió la cara y con la punta del pareo se secó los ojos empañados de lágrimas y la cara empapada de sudor. Ngor Ndong se preguntó si su madre lloraba o si las lágrimas eran producto del humo que desprendía el fuego de leña que ardía bajo la olla.

—¿Qué edad tienes ahora? —preguntó, todavía turbada por la pena que se había despertado en su interior.

—Doce años —contestó Ngor Ndong—. Dime, madre, ¿mi verdadero padre, Ngor Ndong, era como..., como mi... padre Mbagnick?

Seynabou Tine no respondió. En sus labios se dibujó una fugaz sonrisa triste. Después se inclinó para abrir la olla con el gancho de la espumadera, con lo que dejó escapar un ardiente chorro de vapor; puso la tapa al revés encima de la gran piedra que había al lado del fuego. A continuación hundió el otro extremo de la espumadera en el arroz que hervía adentro.

Ngor Ndong repitió la pregunta.

—Por supuesto que tu padre se parecía a Mbagnick —respondió por fin, todavía inclinada—, ¡como pueden parecerse dos hermanos nacidos del mismo padre y la misma madre!

—Madre, no me refiero a esa clase de parecido —precisó Ngor Ndong—. Lo que quiero decir es si mi verdadero padre, Ngor Ndong, se comportaba como... mi padre... Mbagnick Ndong. ¿Mi verdadero padre era una borracho como mi... padre Mbagnick?

—No, en eso Ngor y Mbagnick no se parecían para nada —declaró—. Al contrario que Mbagnick, que es una persona insustancial, sin personalidad, tu padre era un hombre de mucho carácter. Pese a que aún era joven, Ngor se había ganado el respeto de todos, niños y mayores, por su seriedad y su empeño en el trabajo. Nunca lo vieron cometer ninguno de esos actos licenciosos en que suelen incurrir los jóvenes. No bebía nunca y era muy piadoso. Y ahora, para de agobiarme con esas preguntas, porque si no, no tendré la comida a punto. ¡Ve a estudiar!

Ngor Ndong regresó a su choza sereno y afligido a la vez. Pese a que la deplorable conducta de Mbagnick Ndong lo había mortificado y acomplejado siempre, nunca había osado juzgar al hombre que consideraba su padre. Saber que no lo era le procuraba un gran alivio, como si le hubieran quitado una espina clavada en la planta del pie. Al mismo tiempo, su alegría estaba entremezclada de una profunda tristeza ante la idea de que nunca conocería a su verdadero padre.

Tres días después, Ngor propinó una paliza memorable a Mbagnick Ndong. Como de costumbre, éste quería sacarle dinero a su madre para ir a la cabaña de Étienne. Seynabou Tine le había respondido que no tenía más que trabajar si quería tener con qué pagar el vino de palma, que el dinero que ella tenía era para las necesidades de la casa. Furioso porque consideraba que ella lo había tratado con desprecio, y lo había insultado y lo había tachado de perezoso y borracho, Mbagnick Ndong había comenzado a pegarla.

Ngor Ndong estaba lavándose en la ducha que tenían al aire libre, en un espacio cercado detrás de las cabañas. Alertado por los coléricos «¿Me estás insultando a mí?» de Mbagnick Ndong, el ruido de golpes y los desgarradores gritos de Seynabou Tine, se puso precipitadamente el calzoncillo, salió enjabonado de pies a cabeza y ese día enjugó las lágrimas de su madre. Se abalanzó contra Mbagnick Ndong, sorprendido como una gallina encima de un saltamontes, lo agarró por la cintura, lo levantó por encima de su cabeza y tras arrojarlo al suelo con una violencia inaudita, se sentó encima de su pecho. Mbagnick daba alaridos como si le estuvieran arrancando la piel; Ngor Ndong lo hizo callar apretándole la garganta con una mano al tiempo que con la otra le metía un puñado de arena en la boca. Mientras escupía medio asfixiado, le estuvo aporreando de manera metódica la cara a puñetazos, hasta hacerle brotar sangre.

Seynabou Tine, la única testigo, ni intervino ni pidió socorro. Atraídos por los prolongados chillidos de Mbagnick Ndong, los vecinos acudieron a separarlos y pusieron fin a la tunda.

A partir de ese día, Seynabou Tine disfrutó de una paz absoluta en la casa. Mbagnick Ndong había comprendido a la fuerza la lección: tenía los dos incisivos superiores rotos; la cara entera, incluidos los ojos, la nariz, los pómulos y los labios, le quedó tumefacta durante más de tres semanas. Nunca más volvió a pedirle ni un céntimo a Seynabou Tine, ni aún menos se le ocurrió volver a ponerle la mano encima.

Desconfiaba de Ngor Ndong y lo evitaba como a un leproso. Dejó de comer en el plato común y prefería tomar la comida solo en su choza.

Llegó el periodo de exámenes. Ngor Ndong, que era un alumno brillante, aprobó el paso a bachillerato y el certificado de estudios. Para el curso siguiente lo matricularon en el instituto Abdoulaye Sadji de Rufisque.

Lo frecuentó sólo durante tres años.

Dos días antes de concluir las vacaciones de Navidad, una mañana de domingo en que se había aislado bajo un árbol, con el bolígrafo en la mano y el cuaderno en el regazo, detrás de la vivienda, para hacer unos deberes que debía entregar cuando se reanudaran las clases, vio que su madre entraba, con el cesto bajo el brazo, en el huerto de Tangara, un rico comerciante de Dakar. Al cabo de unos minutos, vio salir de la granja al criado, Kindy, que se dirigió al pueblo. Ngor Ndong se dijo que su madre debía de ir a comprar fruta para revenderla por la tarde en el mercado de la estación o al día siguiente en Rufisque. Ella no lo había visto. Iba a darle una sorpresa y a ayudarla a cargar el cesto.

Se levantó y, guardando el cuaderno y el bolígrafo en el bolsillo del pantalón, penetró a su vez en el huerto, cuya puerta permanecía abierta. Por más que miró, no vio a su madre. Su cesto estaba en la entrada del edificio donde Tangara descansaba cuando acudía los fines de semana. Su madre debía de estar, pues, en la habitación, discutiendo el precio con él. La puerta estaba cerrada. Intrigado sin saber por qué, se planteó llamar, pero cambió de idea. Rodeó la caseta y localizó una ventana abierta. Se acercó sin hacer ruido, levantó con cuidado una punta de la cortina y al mirar al interior, quedó petrificado. Las sandalias, el pareo de su madre, el bombacho de Tangara y sus sandalias estaban tirados por el suelo. Ella yacía de espaldas en la cama y Tangara estaba acostado encima, vestido sólo con la camisa. Sus voluminosas nalgas desnudas, separadas por una gran hendidura, subían y bajaban, subían y bajaban. Ngor Ndong se deslizó despacio hasta el suelo y, como las piernas no lo sostenían, se desplazó a rastras con la garganta atenazada por una dolorosa bola.

Mucho más tarde, cuando su madre salió de la caseta, Ngor Ndong permanecía agazapado bajo un árbol de la huerta. Comenzó a recoger pomelos y mandarinas y a ponerlos en el cesto. Cuando éste estuvo lleno de la fruta del pecado, llamó a Tangara. El hombre salió a reunirse con ella. Ngor Ndong los vio hablar, pero no comprendió lo que decían. Se echaron a reír, se besaron y cogiendo a un tiempo los bordes del cesto, lo levantaron hasta la altura del hombro. Su madre dobló las rodillas hasta tenerlo encima de la cabeza y luego se enderezó mientras Tangara soltaba el borde. Volvieron a hablar y a reír a carcajadas. Ella se volvió, él le dio una palmada en las nalgas y de nuevo estallaron en risas.

Seynabou Tine se fue con el cesto en la cabeza. Tangara subió el escalón de la caseta. Después sacó del bolsillo del bombacho un paquete de Marlboro, encendió un cigarrillo, volvió a guardar el paquete y se desperezó parsimoniosamente, cruzando los brazos por encima de la cabeza. En el momento en que los bajaba, se desplomó de golpe, sin un grito, como fulminado.

Al igual que la mayoría de los niños de su edad en los pueblos de la zona rural, Ngor Ndong llevaba colgado del cuello un tirachinas con el que cazaba pájaros y pequeños roedores y guardaba en los bolsillos los proyectiles, unos pequeños guijarros de laterita, duros como el hierro. Había apuntado a la cabeza de Tangara, tensando al máximo la goma de la honda. La bala de laterita había dado en el blanco.

Tangara aún no había tocado el suelo cuando Ngor Ndong huía ya, con el tirachinas colgado de nuevo en el cuello.

Una hora después, de regreso a la granja, Kindy se quedó muy sorprendido al ver de lejos a Tangara acostado delante de la puerta. Apuró el paso, cada vez más alarmado por la inmovilidad del patrón, y al llegar a su lado, lanzó un grito de estupor.

Tendido de espaldas, rígido y con los ojos vidriosos, Tangara llevaba muerto un buen rato. El fino hilillo de sangre que había brotado de una pequeña herida en la sien izquierda se había coagulado encima del cigarrillo apagado y había formado una oscura mancha oscura en el suelo. Tras fracturar el hueso temporal, el guijarro había penetrado en el cerebro.

Jamás se descubrió quién había matado a Tangara ni por qué.

Ngor Ndong llevaba tanto tiempo corriendo que tenía la impresión de que iban a salírsele los pulmones a pedazos por la boca. Una punzada, similar a un puñal clavado en pleno tórax, lo obligaba a doblar el cuerpo. Se dejó caer en la arena, al pie de una higuera silvestre, incapaz de proseguir la carrera. Al cabo de un rato, se arrastró con la lengua seca, jadeante, hasta el tronco de un árbol; allí, apoyado de espaldas, comenzó a recuperarse. Debía de estar lejos de Sangalcam, porque no divisaba siquiera la copa de las palmeras que rodeaban el pueblo por el oeste. Los rayos de sol que se filtraban a través del denso follaje de la higuera dibujaban fantasmagóricas imágenes sobre sus párpados cerrados.

Unas enormes bolas de color amarillo fluorescente desfilan a toda velocidad en la oscuridad y entran en violenta colisión, estallando en mil pedazos. Una nube dorada, aún más fosforescente que las bolas, se extiende hasta invadir todo el espacio. La luz se enciende hasta límites de crudeza. La escena queda sustituida por una amplia cama en la que, transformados en gigantes, Seynabou Tine y Tangara retozan con frenesí. Después, como la llama de una vela que se acaba de consumir, la cruda luz declina, vacila y se apaga. La oscuridad vuelve a reinar y, de nuevo, las gigantescas bolas comienzan a desfilar...

Ngor Ndong abrió los ojos gimiendo, con el mismo opresivo nudo en la garganta. Al palparse los bolsillos, comprobó que había perdido el cuaderno y el bolígrafo y se hizo el propósito de buscarlos al volver. En ese mismo momento, sintió una terrible quemazón, como si le hubieran aplastado la punta de un cigarrillo en la nuca. Aplastó con presteza el insecto que le picaba y otra vez sintió el vivo escozor de una picadura, esta vez bajo la correa de cuero del tirachinas. Apartando con cuido la honda, trasladó la mano a la nuca y atrapó una gran hormiga, de brillante color pardo y enormes mandíbulas abiertas. Se disponía a hacerle correr la misma suerte que a la anterior cuando un silbido, como de un neumático perforado, le hizo levantar la cabeza. La sangre se le heló en las venas mientras dejaba caer la hormiga.

A dos palmos de su cara se columpiaba despacio, de derecha a izquierda y de izquierda a derecha, como la vara de un limpiaparabrisas, una serpiente negra que prendida de la cola, mostraba el plateado vientre gris y una boca abierta de par en par, que formaba un ángulo recto entre los dos maxilares. Ngor Ndong vio con todo detalle los ojos sin párpados, fijos e inexpresivos, las fauces rosadas precedidas por unos minúsculos dientes inclinados hacia el interior, presididos por los dos acerados colmillos, inoculadores del veneno mortal. Se dijo que al menor movimiento, estaba perdido. Sabía que una mordedura de mamba negra no perdonaba. Le mordería en la cara, el veneno le alcanzaría enseguida el cerebro y moriría rápidamente.

Él no quería morir, sin embargo.

Con el tirachinas en la mano, permaneció rígido como una estatua, sin osar respirar siquiera. Por un espacio de unos treinta segundos como máximo, que le parecieron treinta días, la serpiente prosiguió con su indolente danza y luego, tranquilizada sin duda por la ausencia de movimiento por parte de Ngor Ndong, se desplomó en el suelo, como la cuerda de un arco que se distiende, con el cuerpo enroscado, la cabeza posada sobre los anillos y la bifurcada lengua, semejante a una raspa de anguila, asomando de manera intermitente y curiosa de la boca cerrada. Ngor Ndong pensó que si no encontraba deprisa la forma de reaccionar, iba a morir. Debía de haber efectuado un imperceptible gesto involuntario; debía de haber levantado sin duda el pecho cuando, al límite de la resistencia, había inspirado, o tal vez había movido un párpado, porque la serpiente se irguió como una flecha, silbando. Poco faltó para que el corazón se le saliera del pecho con aquellos alocados latidos que percibía tan claramente, como si fueran golpes. Corría el peligro de que también los oyera la serpiente, que ya estaba lista para atacar.

Entonces, enfurecido, se puso a sermonear al corazón: «¡Mira que eres cobarde! ¿No te da vergüenza hacer tanto ruido? De todos los corazones del mundo, eres el más horroroso. Cállate, cállate de una vez, gallina. Si no te callas, la serpiente, que ya está nerviosa, te oirá, y si te oye, me morderá en la cara, y si me muerde en la cara, moriré, y si yo muero, tú también morirás y morirás antes que yo. ¿Quieres morir? No, claro. ¡Entonces para de latir como un tamtan, cobarde más que cobarde!».

Ngor Ndong tuvo la curiosa sensación de que su cuerpo era sensible a sus exhortaciones, porque los latidos se hicieron imperceptibles.

De nuevo tranquilizada, la serpiente volvió a posarse en el suelo.

Con la velocidad del rayo, Ngor Ndong estiró el brazo al tiempo que de su pecho brotaba un apagado grito de alivio y triunfo a la vez. La horca del tirachinas que aún asía apresó el cuello del reptil contra el suelo. Este levantó la cabeza y con las fauces abiertas, giró con frenesí la cola, levantando nubes de polvo del suelo. Ngor Ndong aumentó la presión de la mano, del tal modo que las puntas de la honda se hundieron hasta la raíz arrastrando la cabeza de la serpiente, que desapareció en la arena. Acercó la mano libre a la otra con la que sostenía el tirachinas y agarró con fuerza el cuello del reptil, que enroscó el resto de cuerpo a la manera de una cuerda en torno a su antebrazo. Entonces se puso en pie y miró en torno a sí en busca de una piedra para aplastar la cabeza del animal contra el tronco del árbol. No vio ninguna, pero, a unos pasos de distancia, cerca de un arbusto de kinkeliba, advirtió un palo recio como su muñeca, más o menos de un metro y medio de largo. Sin perder de vista al reptil que, con la boca llena de arena, trataba en vano de morderlo, se desplazó hasta el palo, se inclinó y lo cogió. Cuando se iba a levantar, se le ocurrió una maléfica idea. Tras soltar el bastón, volvió a sentarse, arrancó una rama de kinkeliba y con ayuda de los dientes, se puso a desprender la parda corteza. Después cogió el bastón, lo afianzó entre las rodillas, posó la cabeza de la serpiente en uno de los extremos y la sujetó hasta el cuello con las tiras de corteza. Por fin tenía las manos libres y podía maniobrar con más facilidad. Tras desenroscar el cuerpo de su antebrazo, lo dispuso contra el palo y a continuación lo ató por el centro y luego la cola, que sobresalía más de diez centímetros de la otra punta. La operación fue larga y minuciosa, como la de un artificiero que desactiva una mina antipersona. Cuando acabó, nadaba en sudor a pesar del frío de la mañana y tenía la camisa tan empapada como si le hubiera sorprendido un aguacero. Volvió a apoyarse contra el tronco de la higuera y, con la mirada fija en la serpiente neutralizada contra el bastón, se dispuso a esperar.

El tiempo transcurrió lentamente, hasta que el día concluyó por fin. Ngor Ndong aguardó todavía un rato. Cuando la tierra se hubo enfriado, regresó a Sangalcam con su peligrosa presa, todo el pueblo dormía y no encontró ni un alma en su camino. La noche era negra, sin luna ni estrellas. En medio de la densa niebla, un perro ladró a lo lejos y luego otro y otro más, de tal suerte que llegó a la casa precedido de un concierto de ladridos.

La puerta de la choza de Mbagnick Ndong y Seynabou Tine no tenía cerradura, pero estaba provista de un pestillo. Sin ruido, con la facilidad que da la costumbre, logró descorrerlo y entrar. Había desprendido la serpiente del palo y la llevaba cogida por el cuello. Oyó la respiración regular de su madre y los ronquidos de Mbagnick Ndong; ambos dormían en su cama y permaneció inmóvil en medio de la habitación hasta que, una vez se hubo habituado a la penumbra, pudo distinguirlos bien, acostados de espaldas uno contra el otro. Entonces se acercó y, con infinita precaución, liberó al reptil inerte, pero vivo, entre los dos. Salió de espaldas y después de cerrar la puerta, volvió a correr el pestillo. A continuación entró en su choza situada al lado y se acostó sin desvestirse. Tenía hambre y sed y estaba cansado, pero el sueño enseguida lo venció.

A la mañana siguiente, cuando el sol estaba ya alto en el cielo, lo despertó una vecina, Kogna Dieng. Había ido a llamar a la puerta de su madre y al no obtener respuesta pese a sus golpes cada vez más insistentes, fue a llamar a la suya. Se levantó y fue a abrir. Ella le preguntó por Seynabou Tine y explicó que habían acordado ir juntas al amanecer a Rufisque con el primer autobús, para vender fruta y verdura. No la había visto en la estación; luego, al volver de Rufisque, no la había encontrado en el mercado de Sangalcam.

—¡Tiene la puerta cerrada todavía! —constató con asombro—. ¿Dónde está? ¿Aún no se ha despertado? ¿Y Mbagnick tampoco?

—No sé —respondió Ngor Ndong, que sabía muy bien a qué atribuir aquello—. Eres tú la que me ha despertado.

—¡Me sorprende viniendo de Seynabou Tine! —continuó la mujer—. Siempre ha sido muy madrugadora y nunca falta al mercado si no va de viaje o está enferma y siempre avisa, además. ¿Ha ido de viaje? ¿Está enferma? Y Mbagnick, ¿por qué no se ha levantado todavía?

—¡No sé! —reiteró Ngor Ndong.

Kogna Dieng volvió a aporrear la puerta. Nadie contestó. Con creciente inquietud, salió del recinto y volvió al poco tiempo, acompañada de su marido y de otro hombre. En cuanto abrieron la puerta, vieron a la serpiente que bajaba de la cama y a la pareja inmóvil encima. Entre todos mataron al reptil.

Durante el entierro de Seynabou Tine y de Mbagnick Ndong, que se celebró esa tarde, se produjo un suceso curioso, bastante chusco en realidad, que añadido a las dramáticas y brutales circunstancias de su fallecimiento, en las que jamás nadie sospechó la intervención de Ngor Ndong, alimentó durante días y días todas las conversaciones en Sangalcam y los pueblos de los alrededores. Una vez tapada la tumba de la esposa, se disponía a depositar el cuerpo del marido en su hoyo ya cavado cuando, de improviso, un enjambre de abejas se abatió sobre los congregados. Los tres hombres, que ya habían levantado a peso el ataúd con el cadáver amortajado y se disponían a pasárselo a otros tres que, con la pierna derecha en la tumba, tendían las manos para recibirlo, lo soltaron y lo dejaron caer sin miramientos al suelo. La fórmula «No hay más Dios que Alá y Mahoma es su profeta. ¡Paz y salud a él!» salmodiada por la asistencia se transformó en gritos y alaridos. Todo el mundo huyó con indescriptible precipitación. Mientras duró la claridad diurna, las abejas impidieron el acceso al cementerio, pues atacaban a todo aquel que se aproximaba a menos de cincuenta metros. Al caer la noche, desaparecieron como habían llegado. Algunos hombres de la etnia de Mbagnick Ndong, serere, pudieron ir entonces a dar sepultura al cadáver, que empezaba a descomponerse.

Al final de las vacaciones de Navidad, Ngor Ndong volvió al instituto. Había cambiado. Él, normalmente tan estudioso, tan alegre y expansivo, se había replegado sobre sí, se había vuelto taciturno y ya no se interesaba por las clases. El triple asesinato lo había colocado en un mundo aparte, encerrado en una especie de campana traslúcida donde reinaba un gran silencio y desde donde, invisible, percibía el mundo real como a través de un prisma deformante. Cuando pensaba en Tangara, en Mbagnick Ndong y en su madre, no sentía la menor culpa. No experimentaba mayor remordimiento que el verdugo después de haber ejecutado la sentencia capital. Encontraba normal que estuvieran todos muertos, Seynabou Tine igual que los otros. Según su manera de ver no merecían vivir, a causa de su existencia licenciosa y disoluta.

La señora Samake, su profesora de matemáticas, fue la primera en advertir la profunda transformación de Ngor Ndong y en sufrir sus terribles consecuencias. Él era su alumno preferido en razón a sus brillantes resultados, muy superiores a los del resto de sus compañeros. Una mañana en que devolvía unas pruebas en las que él había sacado un cero, cuando, según sus previsiones, habría debido obtener un diez o, por lo menos, un nueve, al llegar a su lado, dejó la hoja en la mesa y se llevó el índice a la frente.

—¡Desde la vuelta de vacaciones parece que andas en las nubes, muchacho! —lo reprendió—. ¿Qué te pasa por la cabeza?

Ngor Ndong se levantó y con un potente puñetazo en el ojo, derribó a la profesora. En la clase se armó un gran revuelo. Algunas niñas se pusieron a chillar mientras otras salían del aula. Los niños provocaron un ruido comparable aporreando las mesas. En torno a la señora Samake, inconsciente en el suelo, se formó un corro donde corrían los comentarios. Unos preguntaban por qué Ngor Ndong había pegado a la profesora, si estaba loco o qué. Otros explicaban que se había vuelto raro porque había quedado traumatizado por la muerte de sus padres, mordidos por una serpiente mientras dormían, tres días antes de acabar las vacaciones. El tumulto acabó por atraer la atención del director y de otros profesores, que acudieron a averiguar el motivo de aquel escándalo.

Ngor Ndong estaba sentado. Con los codos apoyados en la mesa, permanecía impasible mirando al frente. Al entrar el director y los profesores, se dispersó el grupo concentrado alrededor de la señora Samake. Al verla en el suelo, se precipitaron hacia ella preguntando qué había pasado. Algunos alumnos los informaron, señalando al chico con la mano, que Ngor Ndong le había dado un puñetazo. La señora Samake, todavía desmayada, fue trasladada a la enfermería del centro por sus colegas. El director llamó al servicio de Urgencias y pronto llegó una ambulancia para llevársela. La mujer regresó al cabo de una hora con el ojo cubierto con una venda, oculto tras los cristales oscuros de unas Ray-Ban que le prestó uno de los profesores que la habían acompañado al dispensario, provista de una baja médica de veinticinco días de reposo, salvo complicaciones, y de una receta. Sin embargo, pese a la insistencia del director no quiso presentar una denuncia. Se convocó un consejo de disciplina y, sin dilación, expulsaron del instituto a Ngor Ndong, que ya había regresado a Sangalcam.

Al quedarse huérfano, Ngor Ndong fue recogido por Kogna Dieng, la amiga de su madre que había acudido a llamar a la puerta el día fatídico. Unas semanas después de su expulsión del instituto, consiguió colocarlo, tal como deseaba, con Boy Ciss, un chófer de taxi-equipaje de marca Nissan, muy popular en la línea Bayah-Rufisque. Durante cinco años, permaneció con Boy Ciss sin que éste tuviera motivo de queja de él ni una sola vez. Le gustaba su oficio y aprendía bien, y su jefe lo tenía en gran estima. Nunca sustraía ni una moneda de la caja, no pedía nunca nada, no aceptaba más que lo que se le ofrecía y sabía conducir desde había mucho. A los diecisiete años, se consideraba en condiciones de sacar el permiso y volar con sus propias alas, más que nada porque con su gran estatura y su incipiente barba y bigote se sentía un poco ridículo en el papel de aprendiz. Por otra parte, algunas clientas desabridas, vendedoras de pescado sobre todo, le hacían a menudo un comentario en esa línea y le decían que había superado la edad de aprender. Un día se sinceró con su jefe. Boy Ciss aceptó que se fuera. Había, no obstante, un problema. Para poder obtener el permiso de conducir, había que poseer el carné de identidad y, para tener el carné, había que ser obligatoriamente mayor de edad, y él no lo era.

Ngor Ndong entró en contacto, una hermosa mañana, con el responsable del registro civil, en su despacho del centro secundario de Sangalcam. Era un cuarentón vestido siempre de punta en blanco, al que la gente del pueblo apodaba «el Señor Alcalde».

—¿Tienes ya una partida de nacimiento? ¿De dónde? —preguntó, tras indicarle que tomara asiento.

Ngor Ndong se instaló antes de responder.

—Una partida de nacimiento de la subprefectura de Fimela, Señor Alcalde.

—¡Ah, sí! Fimela, lo conozco —dijo el funcionario, sacudiendo la cabeza—. Queda en la región de Thiès, por el lado de Khombole.

—Está en la región de Fatick, Señor Alcalde, antes de Ndangane-Sambu.

—¡Ah sí, sí! Antes de Ndangane-Sambu, en la región de Fatick, es verdad, me había equivocado. Bueno, puedo hacer lo que me pides. Quiero ayudarte, porque yo estaba presente cuando le ocurrió esa desgracia a tus padres. Te compadezco, los tiempos son difíciles. Tienes razón, hay que tener un trabajo, así que voy a ayudarte, pero esto tiene que quedar entre nosotros, no debe salir de aquí, porque no quiero complicaciones.

—¡En nombre de Dios, Señor Alcalde, juro sobre la tumba de mi padre y de mi madre que lo que hagamos entre los dos quedará entre los dos y nadie se enterará nunca!

—¡Ya! Es lo que decís todos, pero en cuanto tenéis lo que queríais, sois los primeros en ensuciar nuestra reputación pregonando por todas partes que os habéis visto obligados a rascaros el bolsillo para obtener lo que queríais. Pues yo, te lo digo de entrada, no quiero problemas, ni que me pase como a esos empleados de Rufisque. Ya debes de estar al corriente. Hace seis meses en el centro principal del ayuntamiento, mandaron a la cárcel a una red completa de doce hombres y siete mujeres. Todavía no los han juzgado. Yo lo que quiero es ayudarte, simplemente, porque de verdad me compadezco de ti, pero problemas no quiero ninguno.

—En nombre de Dios, nunca diré nada a nadie, Señor Alcalde. ¡Que Dios me dé muerte de manera instantánea, en el momento en que mi lengua esté a punto de contar lo que ha pasado entre nosotros!

—¡De acuerdo, de acuerdo, me fío de ti! Te voy a ayudar porque eres serio y sabes mantenerte callado, lo sé. Sé reconocer y seleccionar a las personas sin equivocarme, a los deshonestos de un lado y a los honrados de otro. Contigo puedo tratar porque eres honrado. Lo he sentido en cuanto me has expuesto con toda franqueza tu caso, así que yo también te voy a ser franco. Te voy a decir enseguida que te va a costar caro, porque ya tienes una partida de nacimiento en Fimela que hay que eliminar de los registros de esa subprefectura para sustituirla por tu nueva partida inscrita en nuestros registros, que, además, debe estar firmada por el juez en persona. Por eso te va a costar caro.

—¿Cuánto, señor alcalde?

—Ocho mil francos. No es a mí a quien van a pagar, te advierto, sino al propio juez, hasta el último céntimo. Si faltara uno, te juro que se negaría a firmar. Si llevas encima esa suma, ahora mismo me voy a Rufisque y antes de mediodía tendrás en regla tu partida de nacimiento.

—No tengo esa cantidad, Señor Alcalde, pero Dios mediante, mañana por la mañana, se la traeré. Me las arreglaré para conseguirla.

—¡De acuerdo! Ahora tengo trabajo —lo despachó con sequedad el funcionario.

Ngor Ndong se levantó, desconcertado por el repentino cambio de tono el hombre.

—¡Adiós, Señor Alcalde, hasta mañana! —se despidió.

Sin decir nada, el Señor Alcalde se mordió el labio inferior, cogió el bolígrafo, hundió la nariz en el registro que tenía abierto delante y fingió que escribía algo.

Al salir del despacho, Ngor Ndong no sabía cómo ni dónde obtener los ocho mil francos. ¿Y si se los pedía a Boy Ciss? Descartó enseguida tal posibilidad; su jefe ya no le debía nada, él le había enseñado un oficio y su obligación ahora era recompensarlo en lugar de pedirle prestado. Se las arreglaría de otra manera. Pero ¿cómo? Pasó el día devanándose los sesos. ¿Ir a la selva a cortar leña para venderla? No. No tenía hacha ni machete. ¿Trabajar de descargador en el mercado de Rufisque, como los jóvenes mandingas venidos de Gambia? Él era fuerte. Lo malo era que andaba mal de tiempo, porque en un solo día era imposible ganar ocho mil francos descargando de los camiones sacos de arroz, bidones de aceite de cacahuete, cajones de tomates y cajas de jabón y de azúcar. ¿Vender entonces fruta o verdura en el mercado? Para eso se necesita tener una cantidad inicial, dinero para poder comprar a los agricultores. ¿Pedir la suma a su tutora Kogna Dieng? Eso jamás. Ya había sido bastante peso para ella... Aunque lo de vender verdura no era mala idea. A falta de una cantidad inicial, podría...

Al caer la noche, Ngor Ndong dio una vuelta por una huerta. Al amanecer, se encontraba ya en el mercado Syndicat de Pikine y, poco antes de la salida del sol, ya estaba de vuelta en Sangalcam después de haber vendido un saco de guindillas por veinticinco mil francos. Al llegar a su oficina, el señor alcalde lo encontró esperándolo en la entrada.

Su nueva partida de nacimiento le atribuía veintiún años. Efectuó la solicitud para un carné de identidad y efectuó las gestiones para los otros documentos necesarios para el permiso de conducir, como certificados médicos, de nacionalidad, de residencia y sellos, y los presentó en el Servicio de las Minas de Hann.

Dos semanas después, lo convocaron para la primera prueba, correspondiente a la teórica. Para él era algo muy fácil: en cinco años, había aprendido el código Rousseau. Como lo conocía al dedillo, había respondido bien a todas las preguntas que le habían planteado. Se llevó por ello una sorpresa y una gran decepción cuando se enteró de que lo habían suspendido. Entonces oyó comentar a alguien que en ese país sumido en la decadencia, las cosas siempre iban así, que el mérito no contaba y que sólo conseguían aprobar la teórica los que saludaban a la senegalesa. Ngor Ndong regresó a Sangalcam diciéndose que la próxima vez no lo eliminarían.

Dos días antes de la segunda convocatoria, en plena noche, Ngor Ndong se adentró en otro huerto. El primer taxi de equipaje, conducido por Ibra Guèye, de Gorom, lo encontró en la estación de Sangalcam, esta vez con tres sacos. En el momento en que ayudaba al aprendiz, Sulla Gaye, a subir el tercer saco al techo del vehículo, llegó Djimby Kâ, un peul[25] de Nguenduf, aldea situada a dos kilómetros de Sangalcam, y preguntó si el saco que estaban cargando y los otros dos contenían guindillas; si ése era el caso, de quién eran. Ibra Guèye, que vigilaba la operación apoyado en la puerta de delante respondió que sí y señaló a Ngor Ndong como propietario. Sin mayor preámbulo, Djimby Kâ le descargó un golpe con el machete que llevaba oculto en la túnica. Si Ngor Ndong no hubiera tenido a tiempo el reflejo de soltar el saco que sostenía con las dos manos para agacharse, lo habría decapitado. La hoja le pasó rozando el cabello para ir a clavarse en el tronco de una de las margosas que crecían al borde de la carretera. Sulla Gaye, que estaba inclinado hacia delante y ya había cogido un extremo del saco para subirlo, perdió el equilibrio cuando Ngor Ndong lo soltó sin avisarlo. Cayó del techo al tiempo que el saco y se levantó con un brazo roto. Antes de que Djimby Kâ lograra arrancar el machete incrustado en el tronco del árbol, Ibra Guèye le inmovilizó el brazo por la espalda al tiempo que uno de los pasajeros que había bajado del taxi neutralizaba a Ngor Ndong, que quería escapar.

—¡Suéltame, que le voy a cortar la cabeza a ese ladrón hijo de mala madre! —vociferaba Djimby Kâ forcejeando como un poseso—. Es un ladrón que me ha robado todas las guindillas. Suéltame, que lo mato. Es él el ladrón. He seguido el rastro que ha dejado con los zapatos de plástico desde mi campo a su casa y de su casa a la estación. ¡Es él el ladrón, y lo voy a matar!

Su ira estaba fundada. De todos es sabido que el peul aborrece toda forma de trabajo agrícola y las herramientas empleadas para ello, como azadas, hachuelas, arados e incluso tractores. Su afición, el centro de su vida, es el rebaño de bovinos, complementado con la compañía del machete y la porra. Cuando se encorva para cultivar la tierra, es porque tiene obstruidas todas las salidas y no le queda más remedio. Entonces se siente completamente postrado y desvalorizado hasta el punto de querer poner fin a su vida. Y ahora el fruto de sus penalidades y contrariedades, que apreciaba con el mismo ardor con que detestaba su trabajo, se había esfumado. Su huerto había quedado devastado. Nunca saldría adelante, no podría pagar el abono y los fungicidas que había adquirido a crédito en el Departamento de Agricultura. En cuanto a la posibilidad de comprar una o dos vacas a fin de recomponer su rebaño diezmado por la sequía, no se atrevía ni a pensar en ello. En la oscuridad, incapaz de distinguir si la hortaliza está madura o no, el malhechor recoge todo a su paso y, en ocasiones, para ir deprisa, hasta arranca la planta de cuajo. De vuelta en su habitación, a la luz de una lámpara de petróleo o una vela, efectúa la selección. Por cada medio saco de guindilla buena, destruye dos o tres y a veces incluso cuatro.

Djimby Kâ llevó el caso ante la Justicia. Los gendarmes llegaron para llevarse a Ngor Ndong, que permanecía retenido en casa del jefe del pueblo. Después de dos meses de detención preventiva en los Cien Metros Cuadrados,[26] salió con dos años y medio de libertad condicional y volvió a Sangalcam.

Tres meses más tarde, con ocasión de la fiesta de Tamkharite, celebración del Año Nuevo musulmán, se escapó el toro que iban a inmolar en la plaza de la mezquita. Enloquecido por los gritos de los niños o presintiendo tal vez su muerte, el animal rompió las cuerdas a base de embestidas y cabriolas. Los numerosos asistentes se dispersaron. Mbouldy, el carnicero, fue el primero en correr a refugiarse en el techo de la mezquita, seguido de muchos otros.

Ngor Ndong, que acababa de despertarse y se estaba vistiendo, salió del recinto de la casa al oír el clamor. En la calle desierta, se topó de frente con el bovino. De manera instintiva, lo agarró por los cuernos. El toro detuvo en seco la carrera para sacudir con tremendo vigor la cabeza. Proyectado por los aires, Ngor Ndong aterrizó de espaldas, unos diez metros más allá, cerca de la valla de tallos de mijo protegida por alambre de púas. Con una voltereta, se puso en pie. El animal raspó el suelo con una de las patas delanteras y luego con la otra, levantando una pequeña nube de arena y polvo, y luego emitió un largo y colérico mugido.

—¡Huye, Ngor Ndong! —le gritó Mbouldy desde lo alto de la mezquita—. Salta y agárrate a esa rama gruesa del árbol de la derecha.

Otras voces se sumaron a la de Mbouldy, provocando un coro de gritos.

—¡Escápate, Ngor Ndong! Corre, que te va a matar el toro.

Pero Ngor Ndong no quería huir. Había concebido una descabellada idea que consistía en aturdir a la bestia, cansarla y, por qué no, capturarla. Como sabía que a los toros los enloquece el rojo, se quitó su camiseta Lacoste, que era de ese color, y se puso a agitarla con el brazo ante sí, brincando, con el torso desnudo. Así, provocando al toro, tenía cierto parecido con el Cordobés en plena faena en la plaza.

El animal volvió a rascar el suelo. De improviso reinó el silencio. La gente, refugiada en las casas, en los árboles o en el techo de la mezquita, había dejado de gritar. Todos contenían la respiración en previsión de un inminente drama. El toro mugió de nuevo, retrocedió unos pasos y se detuvo un instante antes de pasar a la carga con asombrosa velocidad. Poco faltó para que embistiera al torero que, en el último minuto giró sobre sí. No fue lo bastante rápido, no obstante, para evitar que uno de los cuernos le rozara el costado. Llevado por un fantástico impulso, el toro se hundió en la cerca hasta el lomo, la arrancó y cayó de rodillas sobre las patas delanteras. Ngor Ndong le agarró entonces la cola con las dos manos y la retorció con todas sus fuerzas. El animal efectuó denodadas tentativas para desprenderse de la valla prendida en el medio del cuerpo y sólo logró enredarse aún más con los alambres de púas. Ngor Ndong porfió sin soltarlo, hasta que la bestia acabó desplomándose con las patas al aire, mientras exhalaba un prolongado mugido. Por todas partes brotaron gritos de alivio y de admiración. Fue en ese momento, y no antes, cuando Mbouldy acudió a ayudarlo acompañado de otros hombres. Por fin capturaron al toro.

La hazaña borró el incidente de las guindillas. Al anochecer, delante de su cuenco de cuscús con carne mezclada con leche fresca, todo el mundo pensó con gratitud en Ngor Ndong. Los días posteriores, en las sesiones de tamtan, las muchachas inventaron pasos de danza y compusieron canciones en las que exaltaban la valentía que demostró mientras todos los hombres de Sangalcam huían. Las chicas lo agasajaban, lo invitaban por turnos, le preparaban sabrosos platos y lo iban a visitar, de tal manera que su casa pasó a ser la más animada del pueblo. De la mañana a la noche, la tetera se calentaba en el fuego para proveer a las visitas de los tres tés reglamentarios, acompañadas de carne asada. Se había convertido en un personaje importante y considerado. Además, desde hacía un tiempo, a menudo se vestía con ropa nueva, había equipado su choza con una cama y un armario de tres puertas de fórmica y tenía un radiocasete y numerosas cintas. Siempre llevaba dinero encima y era generoso y pródigo. Las mujeres casadas también se sumaron a los halagos; algunas tuvieron serios problemas, como Dalanda, cuyo marido, Amadou Oury, apareció de improviso, prevenido no se sabía de qué forma, en el momento en que ella salía de la choza de Ngor Ndong anudándose el pareo. Después de arrastrar a la esposa por la calle, el hombre arrancó una rama de margosa con la que la golpeó con violencia y a continuación le abrió las piernas y le metió en la vagina un pimiento que llevaba en el bolsillo.

En el pueblo comenzaron a circular preguntas al respecto de Ngor Ndong. ¿De dónde sacaba ese dinero que gastaba con tanta prodigalidad? Nadie le conocía ningún trabajo, ninguna fuente de ingresos, ninguna herencia, ni se había oído contar que le hubiera tocado la lotería.

El brutal comportamiento de Amadou Oury volvió a hacer aflorar en las memorias los sacos de guindillas de Djimby Kâ. Las cábalas se multiplicaban. A tales conjeturas, algunos, asiduos de la casa de Ngor Ndong, respondían con indignación, atribuyéndolas a los celos, a la envidia o al afán de calumniar. «La gente es mala —decían—. No quieren admitir el éxito o la suerte de los demás. Por eso nunca están en paz y siempre se quedan atrás, porque a Dios corresponde atribuir la suerte y el éxito. Él los otorga a quien quiere, sin avisar a nadie, y el que no está conforme tiene siempre el corazón invadido por la amargura».

Sangalcam se dividió así en dos facciones dispuestas a llegar a las manos: por un lado, estaban los partidarios de Ngor Ndong, los jóvenes y mujeres sobre todo, que lo ponían por las nubes; por el otro, los que lo abominaban, hombres en su mayoría, algunos de los cuales llegaban incluso a reclamar su expulsión del pueblo, o cuando menos, el embargo de sus bienes.

Una buena mañana se produjo un relámpago en medio de un sereno cielo: los gendarmes fueron a buscar a Ngor Ndong recién levantado de la cama. En el curso de la investigación, los agentes de la ley habían encontrado en Wayambame una bomba de agua sustraída en una huerta de Noflaye. En el cuartel, había media docena de denuncias presentadas por robos de ese tipo. Los gendarmes, que sospechaban de la existencia de una banda, preguntaron a Ngor Ndong el nombre de sus cómplices. Él declaró que no los tenía y sólo confesó ser autor del robo de una única bomba, la de Noflaye. Aquello fue suficiente para que volviera a los Cien Metros Cuadrados. A la prisión condicional de tres años, que aún no se había agotado, el juez agregó otros tres más, que sumaron seis en total. Cumplió en la cárcel la mitad de la condena tan sólo, ya que se benefició de una amnistía concedida con ocasión de la fiesta nacional.

De regreso a Sangalcam, Ngor Ndong se enteró de que durante su estancia en la cárcel, el sobrino del jefe del pueblo había vendido la casa que había heredado de Seynabou Tine y de Magnick Ndong a un hombre de negocios, que ya había construido un gran edificio en el solar, y de que Kogna Dieng, su tutora, había fallecido. Como no poseía el título de propiedad de la casa, no pudo reclamarla. Se había quedado sin domicilio. Nadie quiso alojarlo, ni siquiera por unos días, salvo Mbouldy, que le había tomado aprecio a partir del día de la corrida.

Un mes y medio después de su liberación, instalado en una estera en la cabaña del carnicero, Ngor Ndong tomaba el té con él. Aquejado de un mortal aburrimiento, encendió un cigarrillo y con el bolígrafo de Mbouldy se puso a garabatear maquinalmente en el dorso de la caja de cerillas, mientras reflexionaba...

Esa misma noche se fue a Dakar. A la salida del Yang-Yang, un bar situado en la avenida Blaise Diagne, delante del Departamento de Higiene, robó un taxi. A la altura del cine El Malic, lo pararon dos mujeres que atendían a una tercera. La mujer estaba de parto y había que trasladarla al hospital Aristide-Le Dantec.

«¡El esplendor de su frente disipa las tinieblas de la noche igual que la antorcha que enciende el piadoso anacoreta en su ermita!»

Este verso en el que un gran poeta árabe ensalzaba a su amada parece haber sido escrito para Ramata Kaba. Ella era uno de esos raros seres con los que el buen Dios parecía haber puesto un especial esmero a la hora de esculpir su físico, para hacer de él una obra perfecta en todos los sentidos. No era ni alta ni baja, ni delgada ni gorda; no tenía la tez ni clara ni oscura y la visión de su cara resultaba tan agradable y apaciguadora como la contemplación de un claro de luna en plena selva, un amanecer en la montaña o la puesta de sol en un tranquilo mar, una inmensa laguna o una gran extensión de verde hierba.

Para cualquier hombre normalmente constituido, ya fuera santo o impío, resultaba imposible verla, tanto por delante como por detrás, sin concebir ideas lúbricas. Era hermosa, muy hermosa, más hermosa incluso que Gina Lollobrigida, y lo sabía.

Había conocido a Matar Samb en el curso de una manifestación organizada por la Unión Democrática de Estudiantes de Dakar para protestar contra la muerte de tres de sus dirigentes, que se contaban entre los siete que habían sido enviados, enrolados por fuerza en el ejército, a la frontera con la Guinea portuguesa, que luchaba por su independencia. La radio había anunciado la triste noticia el día anterior en su programa informativo de mediodía. La UDED había convocado una marcha pacífica de la plaza del Obelisco al palacio presidencial de la República, ante cuya verja su secretario general debía presentar las reivindicaciones de su organización. En una orden, que habían difundido varias veces el día anterior y esa mañana las emisoras de Radio Senegal, el prefecto de Dakar había prohibido toda agrupación en la vía pública. Los estudiantes habían considerado arbitraria tal prohibición, pues consideraban que, como cualquier otra forma de expresión, la marcha era un derecho garantizado por la Constitución; así pues, decidieron no respetar el mandato prefectoral.

Hacia las diez, la plaza del Obelisco estaba negra de gente. Los alumnos de los institutos y numerosos jóvenes desocupados se habían sumado a los estudiantes universitarios.

El secretario general era un joven alto y barbudo apodado el Che, vestido con una guerrera y un vaquero desgastado, arengó a la multitud con su estentórea voz. Primero pidió tres minutos de silencio, en memoria de cada uno de sus camaradas mártires y, una vez concluido el paréntesis de recogimiento, explicó las atroces circunstancias de su muerte, achacable por entero al Gobierno. Según el Che, los estudiantes enrolados a la fuerza habían sido cobardemente sacrificados, pues tras haberlos enviado a explorar el terreno junto con otros dos soldados profesionales, el oficial de la división había ordenado la retirada al primer tiro del enemigo y había huido con el resto de sus hombres, dejándolos solos frente a una tropa de treinta kognaguis, indígenas integrados en el ejército colonial portugués. Uno de los soldados profesionales había podido escapar con vida. Escondido en el espeso ramaje de un árbol, había asistido horrorizado a la captura y la muerte de sus cuatro compañeros. Uno tras otro, los habían desnudado, decapitado, mutilado de brazos y piernas y destripado con machetes. Después, los indígenas habían ejecutado danzas y cantos rituales dando vueltas en torno a sus ensangrentadas víctimas y habían separado ciertos órganos, como el hígado, el sexo y el corazón, que se habían ido llevando junto con sus uniformes, sus cabezas y sus armas. El soldado superviviente, que había esperado mucho rato antes de bajar del árbol, corrió y caminó durante toda la noche. Por la mañana, había llegado al campamento militar de Ziguinchor. Al oír que el oficial que los había abandonado a su suerte le contaba que se habían perdido en la selva, le había replicado con una sarta de insultos entre los que lo trató de cagueta y gallina, y al final le disparó y lo hirió en el hombro. Entre todos lo habían reducido y afirmaban que, traumatizado por la muerte de sus compañeros, se había vuelto loco.

Entre los congregados se elevaron gritos de desaprobación contra el oficial responsable de tamaña ignominia.

El Che culpó al Gobierno de derrochar el dinero público con su escandaloso tren de vida y de haber enviado a una muerte segura a tres de los mejores hijos del país, integrados contra su voluntad en las fuerzas armadas porque no eran hijos de ministros, de diputados ni de altos funcionarios, sino hijos de simples campesinos, pastores, obreros o pescadores. Después de denunciar el nepotismo y la corrupción que gangrenaban todos los niveles del Estado y las instituciones, acabó lamentando el deterioro del sistema educativo y sanitario del país, la carestía de la vida y la miseria del campo. Por fin, agitando el puño izquierdo en medio de una salva de aplausos, el Che dio la señal de salida.

Encabezado por los dirigentes de la UDED y coronado por una multitud de pancartas y banderolas cargadas de eslóganes antigubernamentales, el cortejo se puso en marcha con gritos de «¡Gobierno; asesinos; dimisión!», enfiló la avenida Elhadji Malick Sy, donde se sumaron a él un gran número de curiosos, y desembocó en Soumbedioune, en la Cornisa Este frente al mar. Imposibilitando todo tipo de tráfico rodado, remontó la avenida de la República y, un poco más allá de la sede de Radio Senegal, llegó a la plaza Washington, donde estaba la sede del ministerio del Interior.

Delante del surtidor de la rotonda había desplegado un imponente destacamento de la Agrupación Móvil de Intervención, los famosos GMI, policías de choque, con uniforme de combate, casco, lanzagranadas o porra de goma en mano y con la cara protegida con escudo de plexiglás.

El oficial al frente de los GMI avanzó en dirección a los manifestantes, seguido de otros dos mandos. Todos llevaban un walkie-talkie y él disponía además de un megáfono.

La cabeza del cortejo se encontraba a unos cincuenta metros.

—Esta manifestación es ilegal. Está prohibida, así que estáis violando la ley. ¡Dispersaos! —ordenó de improviso el comandante con su voz de tintes metálicos amplificada por el aparato.

El Che respondió en los mismos términos.

—¡Camaradas! Codo con codo, seguiremos adelante hasta el palacio presidencial. ¡Esta prohibición es inicua!

No hubo una segunda advertencia.

—¡Carguen!

Los gases lacrimógenos estallaron de inmediato, al tiempo que los GMI salían al trote al encuentro del cortejo. Entre los manifestantes se produjo una veloz desbandada.

Desde los primeros disparos, Matar Samb se había soltado de los brazos de los camaradas que lo flanqueaban. Él había acudido a una marcha pacífica y no a un enfrentamiento con los GMI. Como no estaba dispuesto a dejarse aporrear ni a asfixiarse y llorar en medio del humo, giró en redondo y, con el pañuelo pegado a la nariz y a la boca, se alejó a todo correr. Por suerte, el edificio Sorano, donde vivía, se hallaba a escasos metros. Había bajado de su piso cuando, procedente de la cornisa marítima, la manifestación había llegado a la altura de su balcón. En su desbocada carrera, Matar Samb chocó con una joven y poco faltó para que cayeran los dos. En el último momento logró recobrar el equilibrio, la cogió justo a tiempo por el brazo y siguió corriendo llevándola en su huida. Enseguida llegaron al vestíbulo del edificio. El portero estaba a punto de cerrar la puerta de entrada para impedir que la multitud buscara refugio allí cuando Matar Samb le gritó que vivía en el cuarto. Al reconocerlo, lo dejó pasar antes de cerrar la puerta a otros que llegaban detrás. Sin resuello, Matar Samb soltó el brazo de la joven y con las manos apoyadas en las rodillas, respiró hondo. La joven se sentó un momento antes de tenderse directamente en el suelo. Cuando se enderezó, con la respiración normalizada, él la miró con atención por primera vez. Acostada de espaldas, con las piernas separadas, los brazos pegados al cuerpo, jadeante, mantenía los ojos cerrados y la boca entreabierta. En ese preciso instante, subyugado por la belleza de aquella joven vestida con vaqueros y zapatillas deportivas que encontró divina de pies a cabeza, Matar Samb se enamoró locamente de ella y se hizo el propósito de convertirla en su esposa. La observaba con tanta insistencia que ella acabó por abrir los ojos como si se hubiera dado cuenta. Con una sonrisa, él se inclinó y le tendió la mano.

—¡Venga! No puede quedarse aquí —dijo.

Ella le cogió la mano, se levantó y luego la soltó.

—¡Gracias! Me ha salvado de las porras de esos odiosos policías —contestó.

—Olvídese de eso. ¡Venga conmigo!

Afuera se oían aún detonaciones, cada vez menos frecuentes. La acompañó hasta al ascensor y se bajaron en la cuarta planta. Él sacó del bolsillo del pantalón una pequeña llave con la que abrió la puerta de un piso. Después de recorrer un breve pasillo, llegaron a un amplio salón amueblado con lujosos sillones tapizados de terciopelo verde. Otra puerta daba al balcón en cuya barandilla se acodaron, al igual que la mayoría de los ocupantes del edificio, para presenciar el desenlace de los acontecimientos.

Abajo, la manifestación había concluido. El estruendo de los estallidos de bombas lacrimógenas había cesado y el viento dispersaba la acre humareda. Ahora los GMI controlaban la zona y, en las proximidades del surtidor, hacían subir a los camiones sin miramientos, a los numerosos manifestantes detenidos.

Al cabo de poco entraron en el salón.

—Tome asiento —la invitó él señalando el sillón.

—Gracias —dijo ella, que se dispuso a sentarse.

De repente, él cambió de opinión.

—Aunque me parece que sería preferible que se aseara un poco. Tiene los ojos rojos.

Ella aceptó.

Entonces la acompañó al cuarto de baño del dormitorio y la dejó sola. De vuelta en el salón, se sirvió en el minibar una copa de Smirnoff con naranjada y, tras añadir unos cubitos de hielo, se instaló en un sillón. Completamente absorto en la joven, encendió un cigarrillo y comenzó a tomar la bebida. Jamás había visto una mujer tan bonita... ¡No! La palabra «bonita» no bastaba para describir la belleza de sus rasgos. ¡Era espléndida, magnífica, sublime! En cuanto volviera, reuniría el valor para declararse. Siempre había sostenido que el flechazo no era más que una impresión subjetiva, que sólo se podía amar realmente lo que se conocía bien, lo que se comprendía bien, y toda otra serie de absurdas teorías. Ahora resultaba que se había quedado prendado de esa joven de la que ignoraba hasta el nombre. Pese a que la veía por primera vez, estaba convencido de que era la mujer de su vida, la que el buen Dios tenía predestinada para él, la que esperaba y a la que amaría siempre, a ella y a nadie más. Tenía que decírselo, allí mismo, sin demora. «¡La carne del perro, si se enfría, se vuelve insípida!», solía decir Armando Gomis. En ese momento preciso le habría gustado poseer su soltura y su mundo con las chicas. Daba igual, de todas formas. Aplicaría todo su esfuerzo. Si la dejaba marchar sin decirle nada, no la volvería a ver.

Oyó que volvía. Aplastó el cigarrillo en el cenicero, cogió la copa casi vacía que había dejado en el velador contiguo al brazo del sillón, la agitó con un movimiento de muñeca que produjo un tintineo de cubitos y la apuró de un trago. En el momento en que ella apareció, dejó el vaso y se levantó. Abrió la boca varias veces, pero fue incapaz de formular la bella declaración de amor que había preparado. Todas las palabras se habían embrollado en su interior y el valor de que había hecho acopio se había resbalado entre sus dedos como una pastilla de jabón.

Fue ella quien habló.

—¡Ahora le toca a usted! —señaló sonriendo—. Usted también tiene los ojos rojos y debería lavarse un poco.

Con la sonrisa, su belleza le pareció más pasmosa todavía. Hizo un esfuerzo supremo, doloroso casi, por confesarle la llama que lo consumía.

—¡Sí, sí —logró farfullar tan sólo—, tiene razón, claro!

Se fue al cuarto de baño.

Ella se sentó en un sillón, paseando la mirada en derredor. En la habitación todo respiraba lujo, desde la biblioteca, las piezas de decoración, los cuadros de las paredes, las cortinas de seda hasta la tupida moqueta del suelo. Una tenue sonrisa maliciosa asomó fugitivamente a sus labios. Estaba segura de que lo tenía encandilado. Se había dado cuenta desde que había abierto los ojos en el vestíbulo y había sorprendido la admirativa mirada que tenía posada en ella. Pensó que no estaba mal, que en realidad tenía bastante buena presencia. Era alto, atlético, de facciones regulares y joven. ¡Aunque era bien torpe! Antes, cuando había vuelto del cuarto de baño, había querido hablarle y había abierto incluso la boca varias veces, sin duda para decirle algo importante. Estaba, sin embargo, tan azorado que no había podido encontrar las palabras. Era muy tímido.

El joven regresó al salón más deprisa de lo que había previsto. Se sentó en el sofá frente a ella y la miró a hurtadillas, con los brazos plegados sobre el pecho.

—Me parece que afuera ya está todo más calmado —comentó ella después de un prolongado silencio, haciendo ademán de levantarse—. No voy a abusar de su hospitalidad. Me voy. Muchas gracias de nuevo, señor.

Él la agarró por la muñeca para impedírselo.

—¡De ninguna manera, señorita! —protestó—. No se vaya ahora, siéntese. Aún no nos conocemos. Yo me llamo Matar Samb. ¿Y usted? —inquirió, soltándola.

—Ramata Kaba —se presentó.

—Encantado de conocerla, señorita Kaba. ¿En qué facultad está?

—Todavía no voy a la universidad. Quizás el año próximo. Estoy en el último curso en el instituto Kennedy. ¿Y usted, señor Samb, va a la universidad?

—Sí.

—¿Y este piso es suyo?

—Sí, por supuesto que lo es. ¡Tengo incluso otros!

—Entonces, ¡es rico! ¿Cómo es posible, a su edad? No debe de tener más de treinta años.

—Cumpliré veintiocho exactamente dentro de quince días. Ay, pero estoy hablado y hablando sin cumplir las mínimas normas de hospitalidad. ¿Qué va tomar, señorita Kaba, un refresco o una bebida con alcohol? Tengo zumo de limón, de naranja, de mango, vino, vodka, whisky, cerveza...

Regresó del minibar con una bandeja y le sirvió un zumo de naranja, antes de prepararse su combinado habitual.

—Brindo por nuestro encuentro, señorita Kaba —propuso levantando el vaso, y tras un breve titubeo, añadió—: ¡Y por su extraordinaria belleza!

—¡Es usted un zalamero, señor Samb! Yo no poseo una belleza extraordinaria, como dice. Ni siquiera soy guapa —declaró, sonriente—. ¡Por nuestro encuentro y por su amabilidad infinita!

Hicieron chocar los vasos y se los llevaron a los labios.

—Yo no soy de una amabilidad infinita —replicó él, devolviéndole la sonrisa, después de tragar con precipitación un trago de vodka con naranjada.

—¡Ahora intenta vengarse porque le he dicho que no era guapa, y es verdad! Yo me considero más bien fea. Usted, sin embargo, es muy amable. Habría podido dejarme donde estaba y la Policía me habría pillado, me habría pegado y después me habría detenido, pero en lugar de eso, me ha traído con usted y me ha salvado. ¿No es eso ser amable?

—No, no ha sido por amabilidad. Como he chocado con usted porque no he prestado atención, tenía que impedir que cayera e instintivamente la he cogido del brazo y he seguido corriendo sin darme cuenta de que no la había soltado. Para mí, es el destino. En algún sitio está escrito que debíamos conocernos de esta manera. ¿Cree usted en el destino, señorita Kaba?

Abrió una pausa antes de responder.

—Sí, y sin duda tiene razón. Debe de estar escrito en algún sitio que debíamos conocernos así. Pero no ha contestado a mi pregunta, señor Samb.

—¿Cuál, señorita Kaba?

—Me ha dicho que aparte de este piso, tenía otros, a los veintiocho años. ¿Es rico, entonces? ¿Cómo lo ha conseguido?

—No tiene mérito alguno —explicó con genuina modestia—. Mi padre, que murió hace dos años, era muy rico y yo he heredado su fortuna. La Holding Samb, ¿la conoce?

Como todos los habitantes del país, había oído hablar de aquella empresa, sin conocer no obstante el significado de la palabra holding.

—Conozco la Holding Samb —confirmó—. Está escrito en letras gigantes en el frontón del nuevo edificio de veinticinco pisos de la esquina de la calle Parchappe.

—Pues fue papá quien lo montó todo antes de fallecer —la informó él—. Un conjunto de cuarenta sociedades en plena expansión, para mi hermana mayor y para mí. Ella se llama Dieynaba Samb, DS para los íntimos, y es quien dirige los negocios.

—¿Y por qué ha ido a la manifestación? —preguntó con aire sorprendido—. Si es un hijo de papá, adicto al régimen sin duda, un asqueroso pequeño burgués...

Él se echó a reír, interrumpiendo su invectiva.

—¡No tan deprisa, señorita Kaba! De acuerdo, soy un auténtico hijo de papá, he aprovechado la riqueza de mi padre, nunca me ha faltado de nada y no me avergüenza reconocerlo, al contrario. Burgués también lo soy, e incluso lo reivindico, pero no asqueroso y mucho menos pequeño. Mido un metro ochenta y siete y peso ochenta kilos, y lo que gano es proporcional al trabajo del que estoy exonerado. ¡Soy por lo tanto un gran burgués, que se baña tres veces al día, y voy muy limpio por consiguiente! En cuanto a la manifestación, para contestar a su última pregunta, señorita Kaba, he participado porque soy miembro fundador de la UDED, conozco a los tres camaradas fallecidos en la frontera. Estuve incluso en la facultad con uno de ellos, antes de que los obligaran a incorporarse al ejército, lo que considero un grave atentado a la libertad individual.

—Pero eres del régimen y seguro que tu padre también. ¡Todos los ricos de este país son afectos al régimen y, aparte, son todos unos ladrones!

—Eso es usted quien lo afirma, señorita Kaba. Yo no milito en ningún partido, ni en el que está en el poder, único protagonista del panorama político, ni en los muchos otros, constituidos por facciones del ilegal Partido Comunista, que actúan en la clandestinidad. Papá tampoco era del régimen, no tenía carné del partido ni participaba en ninguna de sus actividades. Su fortuna la levantó fuera del país antes de la independencia, con sus propias manos.

Asintiendo con la cabeza, la joven cogió el vaso del velador, apuró el zumo de un solo trago y se puso en pie.

—Ahora me voy, señor Samb —anunció—. Muchas gracias, una vez más.

—¿Ya? —inquirió él, levantándose también.

—Sí. Me parece que los autobuses ya deben de volver a circular.

—No tendrá que coger el autobús, señorita Kaba, yo la acompañaré a su casa. ¿Dónde vive?

—En las viviendas sociales Ouagou Niaye.

Bajaron al aparcamiento del patio interior del edificio y subieron a su Renault 16. Cuando salieron a la avenida de la República, la circulación había recuperado su ritmo normal. Los GMI y los manifestantes habían desaparecido. En poco rato llegaron a Ouagou Niaye, hablando de banalidades que alternaron con largos momentos de silencio. Cerca del cine Liberté, ella le pidió que parase.

—Me bajo aquí —dijo—. Vivo justo detrás del cine. Muchas gracias, ha sido realmente muy amable, señor Samb.

—Me gustaría volver a verla, señorita Kaba —anunció él, después de una profunda inspiración—. ¿Podría ir a visitarla a su casa?

—No, lo siento. Mi tío es muy severo y me prohíbe toda clase de visitas.

—Pero ¡es que yo, yo...! —balbució precipitadamente, con un nervioso pestañeo—. ¡Yo la amo, señorita Kaba!

Ella emitió una risita, abrió la puerta y se bajó sin darle respuesta alguna.

Al día siguiente, sábado, a mediodía, Matar Samb aguardaba delante del instituto Kennedy. Apoyado en la puerta del Renault 16, consumía un cigarrillo tras otro desde hacía casi media hora. Iba muy bien vestido, con traje de mohair verde azulado de impecable corte, camisa de seda blanca con finas rayas azules, corbata roja, pañuelo combinado con las rayas de la camisa y zapatos de cuero trenzado de color rojo burdeos. Al ver a Ramata enzarzada en plena conversación en el centro de un grupo de muchachas que salían del centro, la saludó con la mano. Sorprendida, ella tardó un momento en reconocerlo. Entonces se despidió y acudió a su encuentro. Sus compañeras comentaron en son de burla que esa vez no había pescado morralla ni arenque, sino un mero de buen tamaño. Entonces ella se volvió, les sacó la lengua y les dedicó un palmo de narices. Luego atravesó con paso rápido la calzada para llegar junto a él.

—Va muy elegante, señor Samb —lo halagó con una radiante sonrisa—. ¡Me tiene rendida!

Él tiró el cigarrillo que acababa de encender y lo apagó con la punta del zapato.

—Gracias —dijo con seriedad.

Le abrió la puerta en la que estaba apoyado y cuando hubo subido ella, rodeó el capó para instalarse frente al volante.

—No he oído lo último que has dicho. Repite, por favor. ¿Qué has dicho? —prosiguió alegremente, sin darse cuenta de que la tuteaba.

—¡Me tiene rendida!

—¿Cómo? Explícame qué significa.

—Yo también lo amo, señor Samb.

Dio unos golpes al volante con la palma de la mano antes de contestar con gravedad.

—¿No estará usted...? No, no, es mejor que nos tuteemos, ¿de acuerdo?

—¡Ya me has tuteado, Matar Samb!

—¿Ah, sí? ¡De acuerdo! ¿No te estarás burlando de mí, Ramata Kaba?

—¿No eres tú el que se propasa, Matar Samb? ¿No eres tú, el gran burgués, el que se burla de mí, la pequeña campesina?

—¡Te juro que te amo! ¡Te amo como nunca he amado a otra chica!

—¿Es verdad?

—Es verdad, Ramata Kaba, nunca he querido a ninguna otra como te quiero a ti.

—¿Has conocido muchas chicas?

—A muy pocas. Más que nada aventuras sin futuro. Tú eres la primera a la que amo de verdad.

—No te creo. Apuesto a que eres un donjuán. Estoy segura de que has tenido a todas las chicas que has querido y que después te has desprendido de ellas como si fueran un pañuelo usado. Pero ten cuidado, porque te advierto que conmigo no será así...

—No, te juro que no soy ni remotamente como dices —protestó él.

—Déjame acabar, no me interrumpas.

—Bueno, termina, Ramata Kaba.

—Llámame Ramata sólo, ¿de acuerdo?

—De acuerdo, Ramata, termina.

—Te decía que tuvieras cuidado porque conmigo no será como con un pañuelo desechable. Te digo de entrada que soy muy celosa. A partir de ahora, me tienes que querer sólo a mí. Y si alguna vez miras a otra chica, habremos acabado, de manera definitiva.

—Nunca he querido a otra más que a ti, Ramata. ¡Te quiero sólo a ti y nunca querré a nadie más!

Percibiendo el temblor de sinceridad en su voz, Ramata sintió que no mentía, que cumpliría la promesa que acababa de hacerle, que lo tenía en sus manos. Percibía que no tenía una gran experiencia con las mujeres y que había realizado un esfuerzo titánico para abrirse a ella, cosa que corroboraba el sudor que le perlaba la frente y el labio superior pese al intenso frío que hacía ese día.

—Júramelo.

—¡Sobre la tumba de mi padre, juro que sólo te querré a ti mientras viva!

Ella le tomó la cara entre las manos y le dio un prolongado beso. Por la manera como él reaccionaba y por sus gestos indecisos, confirmó que era un verdadero novato. Por fin se despegó de él y se apoyó en el asiento.

Con la respiración alterada, Matar Samb encendió el motor y puso en marcha el coche. Henchido de felicidad, se adentró en el tupido tráfico del inicio de fin de semana, todavía sorprendido, pero también satisfecho por su audacia y su éxito. Las chicas nunca habían sido su fuerte. En realidad se le daban bastante mal. En su presencia se sentía casi paralizado y todos sus esfuerzos por dominarse y parecer natural no sólo resultaban vanos, sino que acentuaban su inhibición. Hasta entonces la única experiencia que había tenido era con dos chicas, una de las cuales lo había privado de la virginidad un año atrás. Ambas eran «correpasillos», esas chicas de mala vida que frecuentaban la Ciudad Universitaria. Aun así, para trabar relación con ellas, había necesitado la intervención de Armando Gomis: él había matado la cabra, la había despedazado y la había asado. Lo único que había tenido que hacer él era consumirla. Sonrió para sí pensando en su amigo. Seguro que le preguntaría, incrédulo, cómo se las había ingeniado para conquistar a la chica más espléndida que había visto nunca.

Conducía en silencio, despacio, a causa de los atascos. Estaba asombrado por sus propios pensamientos. Había pasado la noche pensando en la reacción que había tenido Ramata después de su declaración. ¿Qué significaba su risita? ¿Estaba de acuerdo para salir con él? ¿Se burlaba? Menos mal que ella le había confesado que estaba enamorada de él. Dios santo, todo había salido bien. Había llevado el asunto de manera admirable. ¡Estupendamente! Debía continuar así.

Cuando hubieron dejado atrás la Casa del Partido, detrás de la rotonda de Colobane, y llegaron a la altura del baobab que delimitaba los barrios de Bopp y Ouagou Niaye, a menos de doscientos metros del lugar donde ella se había bajado el día anterior, tomó una resolución.

—Hoy te acompaño hasta tu casa —declaró sin mirarla.

Ella se volvió rápidamente, con patente inquietud en la mirada.

—Es imposible, Matar. Podremos vernos donde quieras, pero no en la casa. Mi tío me va a regañar y te echará como a un indeseable.

—Le explicaré a tu tío que te quiero de verdad.

—Ni siquiera te va a escuchar. Me ha prohibido tajantemente que lleve a ningún chico, y no es broma. Siempre ha echado sin contemplaciones a todos los que han intentado venir a visitarme. No insistas, Matar, te lo suplico.

—Me escuchará. Lograré convencerlo —insistió—. Además, tú no podrás llevar sola todas tus bolsas. Tendré que ayudarte.

—¿Qué bolsas? —preguntó ella, sin comprender de qué hablaba.

Él separó la mano del volante para señalar con el pulgar el asiento de atrás.

Ramata giró la cabeza y vio las cajas de cartón, grandes y pequeñas, los paquetes y bolsas de plástico que se apilaban hasta tocar el techo del vehículo. Luego se volvió, cada vez más intrigada.

—¿Qué significa? ¿Qué es eso de mis bolsas?

—Los regalos de mi parte. Mi mejor amigo se casa hoy. Se llama Armando Gomis, es médico y...

—¿Regalos para tu mejor amigo que se casa? —interpretó ella.

Habían llegado cerca del cine Liberté. Él aparcó el coche en la acera, frente al cartel donde, con pantalón negro y torso al desnudo, Bruce Lee eliminaba a sus numerosos adversarios con un soberbio mai gueri.

—Espera, te lo explicaré para que lo entiendas —dijo—. Son regalos para ti. Después de la ceremonia en la iglesia, mi amigo organiza un baile en el restaurante de la Ciudad Universitaria. Todos los amigos acuden con sus novias. Yo quiero ir contigo, tú eres mi novia. Por eso te ofrezco estos regalos. Eso es lo que se hace normalmente cuando se sale con una chica, ¿no?

Estaba decidido a proseguir con su propósito. Sentía que nada podía resistírsele ese día, que si el cielo caía, podría sostenerlo sin esfuerzo con el meñique, que si un león hambriento se interponía en su camino, lo reduciría de un manotazo. La intransigencia del tío de Ramata no podía suponer, por lo tanto, un obstáculo.

—Ahora, tanto si quieres como si no, iré contigo —anunció con tono tajante—. Le haré comprender a tu tío que los sentimientos que me inspiras son muy serios y sinceros.

Ramata no se quedó tranquila. Quiso protestar todavía, rehusar, pero la importancia de los regalos y la curiosidad femenina de descubrir qué eran vencieron la aprensión por la posible reacción de su tío. Por ello le dijo de que el coche podía llegar hasta la casa y le indicó el itinerario.

Dianké Cissokho, la esposa del tío, que al oír el ruido de un motor pensó que sería su marido, se llevó una sorpresa al ver entrar en el salón a Ramata con un joven, cargados de paquetes, seguidos de sus tres hijos.

—¡Buenos días, tía Cissokho! —la saludó Ramata con turbación—. Te presento a Matar Samb —dijo, señalando con la cabeza a su acompañante.

Dianké le correspondió al saludo aliviándola de su carga. Una vez hubieron depositado todos los paquetes encima de la mesita baja, del sofá y de la moqueta, invitó a Matar Samb a tomar asiento; mientras éste se instalaba en un sillón, lanzó una severa mirada al mayor de los niños, que observaba sin pestañear al desconocido. Comprendiendo enseguida, el pequeño inició la retirada y se llevó consigo a sus hermanos.

—¿Cómo estás, Samb? ¿Te acompaña la paz? —preguntó con tono afable.

—Solamente la paz, tía. ¡Estoy bien, gracias! —respondió.

En realidad, no se sentía nada cómodo. Poco a poco perdía aplomo, pero ya no podía echarse atrás.

—¡Ramata, fíjate, no le has ofrecido ni de beber a nuestro invitado! Ve a buscar agua —ordenó Dianké.

—Ya voy, tía.

Ramata se fue a la cocina. Allí sacó una botella de agua de la nevera y ya se disponía a regresar cuando vio llegar a Dianké.

—¿Qué representa esto? —le preguntó sin rigor, con un brillo de curiosidad en la mirada—. ¿Quién ese joven?

Ramata lamentaba ya haber llevado a Matar Samb a la casa.

—Yo no quería, tía —explico—. Nos conocemos sólo desde ayer. Había una manifestación en la ciudad y él me ayudó a escapar de la Policía. Hoy, a la salida del instituto, me lo he encontrado esperándome. He intentado disuadirlo de venir, pero no me ha querido escuchar. ..

Calló, incapaz de continuar, y se puso a hipar, a punto de estallar en llanto.

—¿Y los paquetes, qué son? —inquirió la tía.

—Dice que son regalos que me ofrece. Yo no le he pedido nada, tía. A mi no me falta de nada, porque mi tío provee mis necesidades, y ahora me va a regañar.

—Lo que está hecho, hecho está —sentenció Dianké con actitud tranquilizadora—. Tu tío se va a enfadar, eso es seguro, pero no te preocupes, pues yo estaré a tu lado. El coche que oigo pararse ahora es el suyo. Volvamos rápido con tu invitado.

Toumani Kaba era director de Recursos Humanos en el ministerio de Industria y de Minas. Era un hombre de cuarenta y cinco años, bajo y de cara enjuta, que no sonreía jamás. Al bajar de su Peugeot 404, preguntó a sus hijos que acudieron a darle la bienvenida de quién era el coche aparcado a la entrada de la casa.

—¡Es del hombre alto que ha venido con Ramata, papá! —le informó el más pequeño—. Ha traído muchas cosas, bolsas de plástico, paquetes, cajas; muchas cosas, papá. Está en el salón con Ramata y con mamá, en el salón lleno de las cosas que ha traído.

Toumani Kaba atravesó con premura el patio e irrumpió en el salón sin haber llamado a la puerta. Con mirada colérica, observó alternativamente a Dianké, que permanecía cabizbaja sentada en su sillón, a Ramata sentada con igual actitud, y a Matar Samb situado frente a ellas.

—¿Qué demonios pasa aquí? —preguntó por fin a voz en grito.

—Toumani... —comenzó a intervenir la esposa sin mirarlo.

—¡No te hablo a ti, Dianké! —la atajó con sequedad Toumani—. Más tarde me dirás por qué razón me tomas a la ligera. Por ahora me dirijo a Ramata.

—Eh... tío... Yo... Yo no... —balbució Ramata antes de ponerse a llorar.

—Disculpe, tío Toumani —intervino Matar Samb—. Su esposa y su sobrina no tienen la menor culpa. El único responsable soy yo.

Con los párpados contraídos por un tic nervioso, Toumani Kaba se quitó la chaqueta, que mantuvo plegada en el brazo, y después de aflojarse el nudo de la corbata, señaló con la barbilla al intruso.

—Tú, el único responsable como dices, ¿quién eres y qué has venido a buscar en mi casa?

—Me llamo Matar Samb...

—¿Y que más? ¡Eso no explica por qué violas mi domicilio!

—Espere, se lo voy a explicar. Ayer conocí a su sobrina, en una manifestación estudiantil en la ciudad, y me enamoré de ella. Puesto que mis intenciones son serias, he decidido acompañarla hoy, a fin de conocer a su familia. Déjeme precisarle que ella no quería que viniera a su casa. Yo la he obligado, por así decirlo. Le he dicho que le explicaría y que usted comprendería que me animan sentimientos francos y sinceros. Como ve, tío Toumani, tal como he dicho, el único responsable, a quien debe reprochar algo, soy yo.

A medida que Matar Samb hablaba, el semblante de Toumani Kaba se volvía más sombrío y crispado.

—¿Y esto? —preguntó, señalando los paquetes.

—Puesto que, tal como le he dicho, amo con seriedad a su sobrina, me he permitido hacerle unos regalos para...

Después de arrojar bruscamente la chaqueta tras él, Toumani Kaba se acercó y, cogiendo por las solapas a Matar Samb, lo forzó a levantarse.

—¡Me vas a recoger esos supuestos regalos y te vas a largar ahora mismo con ellos, especie de vagabundo! —vociferó.

—¡Tío Toumani, tío Toumani, por favor! —trató de hacerlo razonar Matar Samb—. Tenga la amabilidad de soltarme. Serénese un poco, por favor, y escúcheme.

Entonces Dianké se decidió a hablar.

—¡Toumani, Toumani Kaba, contrólate! —lo conminó, todavía con la cabeza gacha—. La vida no es así. El joven te pide que lo escuches. Escucha al menos lo que te quiere decir.

Envalentonado por el inesperado apoyo de la tía Dianké, Matar Samb permaneció donde estaba.

—Contrólese, tío Toumani, tal como le aconseja su esposa, y escúcheme.

Toumani Kaba se volvió con vivo gesto hacia su esposa.

—¿Te has vuelto loca, Dianké? —gritó, furioso y sorprendido a un tiempo—. Me pides que escuche a un individuo que no conozco ni de Adán ni de Eva, que se presenta en mi casa con no sé qué cosas, para..., para... ¿Sabes lo que digo? Ramata ha venido aquí para instruirse. Su padre, mi primo hermano, y su madre, mi propia hermana mayor, me la han confiado y no voy a permitir que el primer vagabundo que llegue eche a perder sus estudios. Ella prepara el bachillerato este año. Con los jóvenes de ahora, que son muy peligrosos y no respetan nada, una juventud malsana, uno no se puede fiar. ¡Si tuviera algún problema, no podría volver a Saraya durante el resto de mi vida!

—Escúchalo de todas formas, ya que te lo pide —insistió Dianké.

—¡Lo que hay que ver! —exclamó, extrañado por la obstinación de su mujer.

Luego se volvió de cara a Matar Samb y guardó las manos en los bolsillos del pantalón, todavía furioso, pero mucho menos que antes.

—¡Bueno! —lo apremió—. Joven, te escucho, habla. Aunque te aviso de antemano que si esperas obtener la autorización para venir cuando quieras a mi casa, para sembrar la confusión, te digo que no. Ramata estudia y no consentiré que le eches a perder los estudios.

—Verá, tío Toumani —se animó a hablar Matar Samb al tiempo que se ajustaba el nudo de la corbata—. No tienen por qué preocuparse por los estudios de Ramata, ni tampoco se encontrará usted con la imposibilidad de ir a Saraya, pues ella no va a tener problemas. Yo le pido la mano de su sobrina. No me mire con esa cara de incredulidad, que no bromeo. Si usted está de acuerdo, me casaré con Ramata mañana mismo y le doy mi palabra de que ella podría continuar con sus estudios como le plazca, donde quiera y el tiempo que desee, una vez casada. Yo mismo la voy a ayudar. Le ruego que me conteste que sí, tío Toumani, y seré el hombre más feliz de la Tierra. ¡Amo a Ramata y deseo fervientemente que sea mi esposa!

Toumani Kaba sacó las manos de los bolsillos. Aquello lo había cogido desprevenido. Él se esperaba un soporífero circunloquio, destinado a obtener permiso para frecuentar la casa, o proposiciones indecentes incluso. Los jóvenes de entonces carecían de pudor, hablaban con arrogancia y precipitación y, para colmo, se creían más listos que nadie. Para esa juventud malsana, él ya tenía preparada una respuesta invariable: no. Aquella petición de matrimonio le llegó por sorpresa; nunca había meditado sobre aquella cuestión.

—Espera, joven, no te acabo de entender —objetó con tono menos belicoso—. Según dices, conociste a Ramata ayer y hoy ya quieres casarte con ella. Es muy raro, lo nunca visto. Seguro que conoces a Ramata desde hace tiempo, es posible incluso que hayas venido a visitarla a mis espaldas con la complicidad de mi esposa, que por lo que se ve está de tu parte. ¡Es eso, joven, sé sincero y reconócelo!

—Pero ¿qué dices, Toumani Kaba? —intervino Dianké, indignada, levantando por fin la cabeza—. ¿Me acusas de ser la cómplice de Ramata y de acoger sin tu permiso a un chico en la casa? ¿A mí, Dianké Cissokho?

—He dicho «es posible»—puntualizó él—. ¿Y qué, a ver? ¡Con vosotras, las mujeres, todo es posible, nunca se puede estar seguro de nada!

—Tío Toumani, está acusando en falso a su mujer —afirmó Matar Samb—. Le juro que ayer al despertarme ignoraba la existencia de Ramata, y con mayor motivo, pues, la de su esposa. La verdad es lo que le he dicho y repetido. Conocí a Ramata ayer en la manifestación, y ella me contó que iba al instituto Kennedy. Esta mañana la he esperado al final de las clases y la he obligado a traerme a su casa, donde, por supuesto, no había puesto los pies nunca. Ahora, le ruego que dé una respuesta a mi demanda. Espero de todo corazón que sea afirmativa.

Toumani Kaba esbozó una involuntaria sonrisa y Dianké comentó que aquélla era la primera vez, en doce años de casados, que veía un asomo de sonrisa en los labios de su marido.

—¡Ah, sí! —reconoció él—. Con vosotras las mujeres, hay que ser firme siempre. Si uno comete la tontería de enseñar los dientes en toda ocasión, lo toman por un estúpido o un débil y no tardan en subírsele a la cabeza.

—Entonces, ¿responde que sí, tío Toumani? —lo apremió Matar Samb.

—¡Eres un joven bien curioso! —exclamó, divertido—. Ayer conoces a una chica y hoy estás empeñado en casarte con ella. ¡Lo menos que se puede decir es que vas muy rápido!

—No obro por un impulso atolondrado, tío Toumani. Créame que he reflexionado mucho. Amo a Ramata y me casaré lo antes posible con ella, si me concede su permiso.

—En cualquier caso, me gustan tu franqueza y tu desparpajo. ¿Cómo has dicho que te llamabas?

—Matar Samb.

—¿Y a qué te dedicas?

—Soy profesor en la Universidad de Dakar. Doy clases de Ciencias Jurídicas y actualmente preparo el doctorado.

Toumani Kaba le tendió la mano, impresionado.

—¡Siéntese, por favor, señor! —lo invitó calurosamente.

Cuando Matar Samb se hubo instalado en el sillón, todavía le mantenía estrechada la mano.

—Discúlpeme, señor Samb —prosiguió, algo turbado—, por haberle tratado de vagabundo, por haberle tuteado y haberme dejado llevar por el enojo. Es que, con los tiempos que corren, supone una gran responsabilidad ser padre o tutor de una muchacha en Dakar. Es algo que se ha vuelto incluso peligroso. Los jóvenes de hoy en día, tanto las chicas como los chicos, parecen haber perdido el norte. Ya no respetan nada, son agresivos y menosprecian todo valor tradicional con el pretexto de que son modernos. Yo no me fío nada de ellos. ¿Está enterado del drama que se produjo en Liberté 3, que venía explicado en el periódico de anteayer? La víctima era un colega mío; trabajábamos juntos en el mismo ministerio.

Se refería a un drama que había ocupado, en efecto, la portada del único diario del país. Se trataba de un padre de familia que, al acabar un seminario, volvía a casa con su coche más temprano de lo previsto. Al llegar al barrio Liberté 3, vio a sus dos hijas que, con las carpetas bajo el brazo, entraban en una casa en compañía de dos chicos, cuando normalmente a esa hora deberían de haber estado en el colegio privado en el que las había inscrito después de que las expulsaran del instituto. Dejó el coche en la acera y penetró en la casa con la intención de hacer salir a sus hijas. En mala hora llegó. Ante la mirada de sus hijas, que no intervinieron en ningún momento, sus compañeros le propinaron una salvaje paliza. Ya sin conocimiento, lo sacaron de la casa y lo dejaron tirado cerca del coche.

Después volvieron a encerrarse con ellas dentro hasta el anochecer. Mientras tanto, avisados por teléfono de que había un herido en la calle, los bomberos habían acudido para trasladar a su padre al hospital, donde falleció poco tiempo después de su ingreso, tras haber recobrado el conocimiento y haber explicado lo ocurrido. Mucho más tarde, cuando volvieron a casa, las hijas encontraron a todos sumidos en lamentos y a la Policía, que las esperaba para detenerlas por no asistencia a persona en peligro y complicidad en un asesinato, como ya habían hecho con sus compañeros, los asesinos de su padre.

—¡Es un trágico suceso del que estoy al corriente! —convino Matar Samb—. Por mi parte, no tengo nada en común con esa clase de jóvenes. Pero, tío Toumani, todavía no me ha dado la contestación que aguardo con impaciencia.

—Dianké, ¿has oído lo que ha dicho el señor Samb? —preguntó a su mujer—. El señor Samb dice que quiere casarse con Ramata.

La mujer asintió con la cabeza.

—Ya te había dicho que lo escucharas. Sólo con verlo, se nota que es un chico muy formal.

—Tenías razón, lo reconozco. El señor Samb es joven, pero muy formal —admitió Toumani Kaba—. ¿Y Ramata, la principal interesada, qué piensa de todo esto? Ramata, ¿le has dado ya una respuesta al señor Samb?

Ramata irguió la cabeza y mirando a su tío con los ojos empañados de lágrimas, abrió la boca para responder, pero Matar Samb se le adelantó.

—En realidad, tío Toumani, no he tenido tiempo de pedirle que se case conmigo. Pero ahora que ya lo he expuesto todo, me va a dar la respuesta.

—¿Has oído eso, Dianké? —exclamó, estupefacto, Toumani Kaba—. El señor Samb es una persona bien curiosa y que no se anda con rodeos. Decididamente, me gusta este joven. Y bien, Ramata, ¿qué contestas?

Respondió afirmativamente moviendo la cabeza.

—¡No, no! —objetó Toumani Kaba—. Hay que hablar claramente. ¿Quieres ser la esposa del señor Samb, sí o no?

—Sí —confirmó ella tras un breve titubeo.

—¡Bien, muy bien! —se felicitó, con una palmada y gran sonrisa, Toumani Kaba—. Dianké, tú lo has oído y eres testigo. Delante de ti, Ramata ha aceptado ser la esposa del señor Samb. En tal caso, que no se diga que soy yo quien ha puesto trabas a este matrimonio. Yo también respondo sí. ¡Ay! He aquí un joven que sabe lo que quiere y que va directo hacia su objetivo.

—Se lo agradezco de todo corazón, tío Toumani —declaró, loco de alegría, Matar Samb—. Tal como aseguraba, estoy dispuesto a casarme con Ramata hoy mismo, mañana, dentro de una semana o cuando usted quiera.

—Hay un pequeño problema, señor Samb.

—¿Cuál? —inquirió con inquietud Matar Samb.

—Para la boda, habrá que esperar a que Ramata haya pasado su examen. Ramata, ¿cuándo son las pruebas de la Reválida?

—El 12 de julio, dentro de tres semanas y dos días exactamente —informó ésta.

—No es mucho tiempo, ¿verdad, señor Samb?

—¡Oh sí, tío Toumani! A mí me parece muy largo, pero me voy a armar de paciencia. Aunque, tío, llámame Matar en lugar de señor Samb, y deja de tratarme de usted. Me da la impresión de que estoy en clase delante de mis alumnos.

—De acuerdo, señor Samb..., perdón, de acuerdo, Matar —balbució Toumani Kaba—. Estamos conformes, pues, la boda se celebrará después de los exámenes. Mientras tanto, voy a escribir a mi primo para informarle y pedirle su opinión. De todas maneras, incluso si estuviéramos juntos en el pueblo, sería yo el que debería casar a Ramata a quien me ha pedido su mano. Es una simple formalidad, pues. Envíeme, perdón, envíame a tu padre, mañana mismo si puedes, para cerrar el trato. Eso será también una simple formalidad, puesto que yo ya he dado mi consentimiento y no me voy a echar atrás.

—Es que papá está muerto.

—¡Ah, cuánto lo siento! Tu tío entonces.

—No tengo. En todo caso, no en el país. Mi madre era del Congo, donde nacimos mi hermana mayor y yo. Ella ejerce de cabeza de familia.

—Es que ese tipo de cosas no se discuten con una mujer. Las negociaciones de matrimonio son un asunto de hombres, igual que la excisión es una cuestión exclusiva de las mujeres. ¿No tienes un hermano menor, al menos, eso que los toubabs llaman un tío paterno o algo así?

—No, ninguno. Papá era hijo único.

Su padre, cuando él y Dieynaba eran pequeños, les contaba a menudo su historia. Había nacido en Diakène Ouolof, adónde, después de abandonar Gandiol, habían ido a establecerse sus padres, Matar y Seynabou. Huérfano a los dieciséis años, en Karabane se había enrolado en un barco que iba a Dakar. Aquello fue poco después de la Primera Guerra Mundial. Desde allí, había conseguido un puesto en un barco pesquero con el que había viajado a los puertos del mundo entero, como Luanda, ciudad del Cabo, Nueva York, Sidney, Tokio, Atenas, Hamburgo o Marsella. Luego, cierto día, se cansó de la mar. Entonces dejó el barco en Luanda, Angola, y de allí se fue al Congo, donde se instaló en Mbuji-Mayi. Allí había tomado esposa; durante su estancia de tres décadas, nacieron sus hijos. De regreso a Senegal a la muerte de su esposa, poco después de la independencia, fijó su residencia en Dakar hasta su muerte, acaecida dos años antes; nunca se volvió a casar.

—La mía es una familia reducida, cosa que no es muy frecuente. No tengo tíos ni primos ni hermanastros. Sólo somos dos, Dieynaba y yo. Puesto que soy el único hombre de mi familia y que las negociaciones de matrimonio son un asunto de hombres, me voy a ver obligado a tratar con usted.

—¿Por qué no? —admitió Toumani Kaba tras reflexionar un momento—. Dianké, este chico me gusta. Es verdad, no hay que generalizar nunca. Todos los jóvenes no son malos. Como en toda franja de la sociedad, hay de todo. No cabe duda de que Matar es serio, sabe lo que quiere y va directo al grano, sin dobleces. A mí me agradan estas cualidades. Ramata, has elegido bien. Dianké, hay que comprar algo para dar de beber a Matar.

Entonces del bolsillo interior de la chaqueta que había tirado al suelo, sacó un billete de cinco mil francos, que tendió a su esposa.

—¿Qué vas a tomar, Matar? —preguntó—. ¿Limonada La Gazelle, Coca-Cola, Marc Diallo o Spark?

—¡Matar, tendrías que haber venido a esta casa hace tiempo! —se felicitó Dianké, cogiendo el billete—. Nunca había visto a mi marido tan locuaz y alegre.

—¡Dianké, no me tomes el pelo! —contestó él sin enojarse—. Entonces, Matar, ¿qué vas a tomar?

—No tengo preferencias, tío.

—En ese caso, Dianké, compra una botella grande de cada marca. Tú, Ramata, llama a la criada y a los niños para que te ayuden a recoger los regalos y sube a tu habitación.

Dianké y Ramata se levantaron y, cargadas con una buena parte de los paquetes, abandonaron el salón. Poco después, la criada y los niños entraron para llevarse el resto.

Una vez se hubieron quedado entre hombres, Toumani y Matar despacharon rápidamente el asunto. La dote, explicó el tío, según sus tradiciones, se elevaba a veinticinco mil francos: tres para el precio de la cola,[27] diez para el padre, cinco para la madre de Ramata, dos para la mezquita y los cinco mil restantes eran a repartir entre él, Toumani, su hermana mayor, también llamada Ramata, y los otros miembros de la familia.

—¿Sólo eso? —inquirió Matar Samb cuando Toumani Kaba terminó de exponer los términos de la repartición de la dote, sorprendido por su bajo montante—. ¿Veinticinco mil francos solamente?

—Sí, veinticinco mil francos solamente —repitió—. Y así está bien. Antiguamente, en el pueblo, se necesitaban cinco vacas, diez ovejas, diez cabras o su equivalente en plata, o bien que el pretendiente cultivase un campo durante siete años. Así, en caso de que surgieran problemas graves, como ocurre a veces, si la mujer recibía malos tratos o si el marido no la mantenía de forma conveniente, a ella le resultaba difícil, o hasta imposible, romper los lazos del matrimonio, porque se veían incapaces de devolver la dote. Además, a causa de la dureza de la vida actual, los jóvenes tenían que pasar grandes trabajos para reunir el ganado, la suma equivalente o cultivar un campo con el azote cíclico de la sequía. La consecuencia era que cada vez se casaban menos. Por eso, todos los pueblos de la zona decidieron de común acuerdo reducir la dote a veinticinco mil francos, que están al alcance de todos; así, en caso de mala relación, la mujer puede devolverlos si quiere pedir el divorcio.

—Tío Toumani, si me hubiera exigido rebaños de vacas, de ovejas y de cabras de más de cien cabezas para concederme la mano de Ramata, los habría pagado sin el menor asomo de duda. Para mí, ella vale mil veces más que eso. Tampoco me hubiera planteado, como no lo hago en este instante preciso en que le hablo, que tuviera que devolverme algo un día. Nunca le daré a Ramata motivo de queja por falta de cuidados ni pie a manifestar el deseo de deshacer los lazos del matrimonio por mal trato. No le va a faltar de nada, absolutamente de nada; tendrá todo lo que desee, proveeré todas sus necesidades y haré reales sus más alocados sueños. ¡En cuanto a ponerle la mano encima, a menos que me volviera loco, loco de atar, no lo haré jamás!

—¡Ay, Matar! Te exaltas y prometes lo imposible —observó Toumani Kaba riendo—. Mira que a nadie se le pide lo imposible. Ningún hombre puede satisfacer todas las necesidades de una mujer, porque sus necesidades son múltiples e ilimitadas. Ya sé que los profesores de universidad tienen un buen sueldo, que está en la franja alta del funcionariado, pero aunque permite vivir sin estrecheces, ni de lejos permite ofrecer todo lo que desea una mujer. Tú eres joven, Matar, y aún no conoces a las mujeres. Siempre sufren de una perpetua insatisfacción. Un día quieren una gran túnica de bombasí, entonces les regalas una de primera calidad, pero al día siguiente, te piden tela bordada. ¡Además, aseguras que nunca le pondrás la mano encima a Ramata! Eres joven, te repito, y aún no conoces a las mujeres. ¿Qué edad tienes, Matar? Sin duda, los treinta y pocos, treinta y cinco a lo sumo.

Matar Samb le precisó su edad exacta.

—No, ¿ni siquiera treinta años? —exclamó, extrañado—. Tenía razón al afirmar que eres joven, muy joven, sin experiencia, pero aprenderás rápido a conocer a las mujeres. Cuando uno les hace la corte, son agradables y obedientes, pero una vez que se te casas con ellas, se vuelven ariscas, desobedientes y respondonas. Por más impasible que uno sea, lo empujan hasta sus últimos baluartes, y en lugar de dejarle en paz allí, ¡pues no! Eligen ese momento para estallar. Y uno se ve obligado, fíjate bien, obligado, a repartir algunos pescozones para estar tranquilo. Ah, sí, Matar, dos o tres pescozones bien administrados están permitidos. Hasta el propio Dios los recomienda cuando ellas desvarían y se exceden.

—Yo pienso cumplir mis promesas —insistió Matar Samb—. Cuando sea mi esposa, Ramata tendrá cuanto desee y nunca le pondré la mano encima.

—Es imposible, te digo, Matar. Para eso hay que ser muy rico. No te digo rico a medias, sino muy rico, como un millonario. Y tener una paciencia de profeta.

—Yo no soy un profeta, tío Toumani. Pero es que maltratar a una mujer es algo contrario a mi forma de ser. No podría hacerlo, por más mal carácter que ella tuviera. Ahora bien, rico sí soy, no a medias, sino muy rico. No lo digo por fanfarronear, pero soy millonario.

—¡Un momento, Matar, un momento! ¿Cómo, millonario? Oye, no me vengas con patrañas, que no soy tan estúpido como los jóvenes de hoy en día. Además, ¿quién me demuestra a mí que eres profesor de universidad?

Sin poder reprimir la risa, Matar Samb extrajo del bolsillo de la americana su carné de identidad y lo entrego a Toumani Kaba.

—Muy fácil de demostrar porque mi profesión consta ahí. Mire y verá que soy profesor adjunto de universidad, y como también verá, soy el hijo de Mapate Samb. ¿No le suena de nada Mapate Samb, tío Toumani?

Toumani Kaba lanzó una rápida ojeada al documento, irguió la cabeza, miró a Matar Samb y se quedó boquiabierto.

—¿Mapate Samb, el millonario? ¿Es su hijo? No. ¿De verdad es usted el hijo de Mapate Samb?

Matar Samb seguía riendo del enorme asombro de Toumani Kaba. El nombre de su padre era famoso en todo el país, hasta el punto de que se decía «rico como Mapate Samb». Su nombre estaba presente en todos los grandes negocios, en la hostelería, transporte, comercio, turismo, obras públicas, industria, pesca o sector inmobiliario. Poseía incluso un avión privado, no un pequeño aparato de turismo, sino un Boeing de cuarenta y cinco plazas, capaz de volar de un continente a otro. Poco tiempo antes de su muerte, se había anunciado en un periódico francés que su fortuna ascendía aproximadamente a seiscientos cincuenta mil millones.

Toumani Kaba le devolvió con mano temblorosa el carné.

—Discúlpeme, señor Samb...

—Matar, tío Toumani.

—¡Ya no sé bien! Estoy demasiado impresionado, señor..., perdón, Matar. Estoy demasiado impresionado; nunca había conocido a un millonario en toda mi vida.

—Pues ahora ya conoce a uno. Y volviendo a nuestras negociaciones, ¿puedo entregar la dote ahora mismo?

—¡Ah sí, la dote! Desde luego, puede..., puedes, si quieres. Son veinticinco mil francos. ¡Ah, ahora entiendo muchas cosas! —exclamó Toumani Kaba, sacudiendo la cabeza—. ¡Ah! Ahora entiendo...

—¿Qué es lo que entiende, tío? —preguntó Matar Samb al tiempo que separaba cinco billetes de cinco mil francos de un fajo que sacó del bolsillo para dárselos a Toumani Kaba.

—¡Muchas cosas, Matar! —explicó—. Tu aplomo, tu vestimenta, todo. Todo en ti desprende un, no sé, una especie de aureola, sí, eso es, una aureola...

—Ah, no, tío, no exagere; yo soy una persona de lo más normal.

Matar Samb contó rápidamente unos cuarenta billetes y los tendió a Toumani Kaba, que se negó a cogerlos.

—No, no los acepto, Matar —declaró con expresión de nuevo severa, sacudiendo la mano—. Ya tengo mi parte en la dote que me has dado y con eso me basta.

Matar Samb insistió.

—Esto no tiene nada que ver con su parte de la dote —adujo, tendiéndole todavía los billetes—. Pronto vamos a ser parientes. Ya no soy el individuo que no conoce de nada. Considere este dinero como el precio de la cola que da el sobrino a su tío.

Tras un momento de vacilación, Toumani Kaba sonrió y acabó cediendo.

—Quiero pedirle un favor, tío —prosiguió Matar Samb—. Ya sé que es un poco forzado, pero me siento obligado a pedirle la autorización de salir con Ramata para poder presentarla a mi hermana Dieynaba e ir a continuación con ella a la fiesta de un amigo que se casa.

—¡Ramata es tu novia ahora, así que ya no tienes que pedirme autorización para salir con ella, Matar!

Dianké, de regreso en el salón, depositó en la mesa del sofá una bandeja. Después les sirvió un vaso y se fue.

Matar Samb tomó de un trago el contenido del suyo, consultó el reloj y se puso en pie.

—Querría irme ahora mismo con Ramata —anunció.

Toumani Kaba trató de retenerlo para la comida, pero él rehusó y, tras estrecharle la mano, subió a la habitación de Ramata. Allí encontró a Dianké, a los niños y a la criada, que estaban acabando de ayudar a deshacer los paquetes. La madre lanzó una mirada a sus hijos antes de salir por la puerta; éstos la siguieron al mismo tiempo que la criada, y dejaron solos a los novios.

Ramata se arrojó al cuello de Matar Samb.

—¡Gracias, Matar, mil gracias! —exclamó, arrebujada en sus brazos.

Al cabo de un momento se separó para mirarlo, sonriente, a los ojos.

—¡Estás loco de remate! —afirmó alegremente—. Durante cinco años por lo menos, no voy a necesitar nada. Es demasiado, realmente demasiado.

—Nada es demasiado para ti, mi reina —repuso él—. Y todavía no has visto nada. Tienes razón, estoy loco, loco por ti. Pero ¿no te estarás divirtiendo, simplemente? ¿Me quieres de verdad, Ramata? Dime que sí y seré el hombre más dichoso del mundo.

—Te quiero, Matar, mucho más de lo que tu me quieres a mí.

—Imposible.

—Sí. Y dime, Matar, ¿cómo has hecho para conocer mis medidas exactas? Todo lo que me he probado me va muy bien, como si un sastre me hubiera tomado las medidas con un metro. Hasta los zapatos son de mi número.

—La hija de mi hermana tiene la misma talla y la misma corpulencia que tú. Ella me ha acompañado a las tiendas esta mañana, y ha sido ella quien ha elegido todo. En cuanto a los zapatos, ayer me fijé que tenías un 38 en las zapatillas que llevabas cuando estabas tendida en el suelo del vestíbulo. Espero que te guste todo.

—Me encanta. Gracias de nuevo, Matar.

Había allí ropa suficiente para llenar un armario de seis puertas. Vestidos, faldas, pañuelos, camisetas, pantalones, blusas, zapatos, trajes, chals, vaqueros, jerséis, perfumes, joyas, camisas, bolsos, cajas de maquillaje... No faltaba de nada. Y no eran prendas como las que venden en los mercados del puerto o de Coloban, sino artículos de marca, lo más selecto que se podía encontrar en las mejores boutiques de las grandes capitales del mundo: YSL, Dior, Givenchy, Lanvin, Cardin, Versace o Chanel.

Entonces el joven sacó del bolsillo una caja envuelta en papel de colores y atada con una cinta de seda roja y se la dio. Tras deshacer el envoltorio, Ramata emitió un grito ahogado al ver el juego de collar, pendientes y pulseras de oro. A continuación, él le entregó otra caja, más pequeña, que contenía un reloj de señora cuadrado, también de oro, con diamantes incrustados. Ramata se quedó sin voz.

Dieynaba Samb vivía en el Point E, el barrio más distinguido de Dakar. Cuando llegaron a su imponente mansión, Matar Samb y Ramata la encontraron comiendo, con su hija al borde de la piscina.

—Buenos días, DS —la saludó él con jovialidad—. ¿Estás en forma, Madou? ¡Hoy es un gran día para mí!

—¡Ah, mira quién llega! —dijo la hermana, dejando el tenedor al lado del plato—. ¿Cómo estás? Apuesto a que muy bien, porque se te ve muy alegre.

Muy elegante con su traje chaqueta de pata de gallo, camisa negra, cabellos cuidadosamente recogidos por detrás con un pasador de plata vieja, debía de tener unos diez años más que Matar, con quien guardaba un enorme parecido.

Matar Samb la besó afectuosamente en las mejillas y luego señaló con la cabeza a su acompañante.

—DS, te presento a Ramata Kaba, mi futura esposa. Ramata, ésta es mi hermana mayor, Dieynaba Samb, DS para la familia. Y ésta es mi sobrina, de quien te he hablado y a quien ya había hablado de ti, Ndèye Madeleine Seck, llamada Madou.

Las tres mujeres se estrecharon la mano y después DS pidió a su hija que avisara para que añadieran dos cubiertos e invitó a tomar asiento a la pareja. Ellos se instalaron uno frente al otro mientras Madou se iba.

—DS, ¿no has oído lo que te he dicho? —inquirió Matar Samb—. Voy a casarme con Ramata en cuanto haya pasado los exámenes de Reválida. Ya he pedido su mano a su tío, que me la ha concedido, he tomado todas las disposiciones y hasta he pagado la dote. Sólo falta fijar la fecha de la boda, después del examen, según convenga más. No he podido avisarte antes, porque todo ha ido muy deprisa. Ramata y yo nos conocimos ayer, y hoy hemos decidido casarnos. Quería enviarte a las negociaciones, pero su tío ha dicho que, según sus tradiciones, este tipo de cosas era asunto de hombres. Me he visto obligado, por consiguiente, a tratar con él, para despachar la cuestión, y todo ha ido muy bien. Por eso te decía que hoy es un gran día para mí. Di, DS, ¿no te parece formidable?

Dieynaba lo escuchaba acodada en la mesa, con las manos cruzadas bajo la barbilla y una enternecida sonrisa en los labios.

—¡Sí, es formidable! —contestó—. Ramata, hija, ven a darme un beso. Seguro que eres una chica estupenda, porque mi hermano, que nunca se ha interesado por los asuntos de mujeres, te ha escogido. Dame un beso y dime cómo te las has ingeniado para impulsarlo a ponerse la cuerda al cuello, porque no entiendo gran cosa de todo lo que me acaba de contar.

Dos horas más tarde, Matar Samb y Ramata Kaba llegaron al piso del edificio Sorano. Él quiso instalarse con ella en el salón, como el día anterior, pero ella lo tomó de la mano y lo llevó hasta el dormitorio. Sin soltarlo, se dejó caer en la cama, lo atrajo hacia sí y le dio un largo y fogoso beso. Cuando notó, por la prominencia nacida al nivel de la bragueta y su respiración cada vez más afanosa, que estaba a punto, se apartó de él.

—¿Quieres hacerme tuya? —musitó.

Incapaz de hablar, tenso a más no poder, logró responder que sí con la cabeza. Entonces ella lo apartó y levantándose de la cama, se desprendió de los zapatos, bajó la cremallera de la falda, la dejó caer a sus pies con un golpe de caderas y empezó a quitarse la blusa sin despegar la mirada de sus ojos, donde lucía una intensa e incitante llama. Él se puso de pie, jadeante, y trató de desvestirse, pero no lo logró a causa del temblor de las manos. Ella acabó de desnudarlo y se dispuso a ayudarlo...

Cuando hubieron acabado de amarse, permanecieron pegados el uno contra el otro.

—Ahora me vas a tomar por una chica fácil —le dijo ella, con la cabeza posada sobre su pecho—. ¡Aunque me da igual, tenía demasiadas ganas de estar contigo!

—Eres la muchacha más formidable del mundo, y yo, el hombre más feliz —contestó él, acariciándole el pelo—. Gracias, mi reina.

No salieron del piso hasta el día siguiente al amanecer. La nevera de la cocina contenía suficientes provisiones para preparar comidas frías. Ni siquiera fueron a la fiesta organizada en la Ciudad Universitaria para celebrar la boda de Armando Gomis. Ya le pediría disculpas a su amigo; le contaría la extraordinaria aventura que vivía y, cuando viera a Ramata, comprendería por qué no había podido asistir.

Se casaron el primer domingo posterior al examen de Ramata.

La suspendieron, pero eso no le causó un gran disgusto. Vivía inmersa en un verdadero cuento de hadas, muchísimo más apasionante, maravilloso y excitante que el éxito en la Reválida. La mezquita del barrio de los Castores, situada cerca del mercado, resultó demasiado pequeña para acoger al gran número de personalidades que acudieron a la ceremonia religiosa. La delegación de Matar Samb estaba presidida por Mamadou Pierre Seck, esposo de Dieynaba, alto representante del país en organismos especializados de la ONU, venido de Ginebra para la ocasión, y la de Ramata por Toumani Kaba. Todo se desarrolló de manera rápida y sencilla: Mamadou Pierre pidió tres veces la mano de Ramata Kaba en nombre de Matar Samb a Toumani, que la concedió otras tantas veces también. El imán de la mezquita inquirió a los asistentes si eran testigos y varias voces respondieron que sí. Entonces el religioso recitó la sura de la Obertura, imploró al buen Dios que grabara, entre todos los matrimonios bendecidos en el mundo, desde el de nuestro abuelo Adán y nuestra abuela Eva, el matrimonio de Matar Samb y de Ramata Kaba. Todo el mundo recitó en voz baja después del imán los versículos coránicos, que concluyeron con un clamoroso: «¡Amín! ¡Amín!». Después de la distribución de diez cestos de cola, la multitud se dispersó.

La noche de la boda, hubo una suntuosa recepción en torno a la piscina de la casa de Dieynaba, en el Point E, animada por el Conjunto Instrumental y el Super Star, a la que asistió la flor y nata de Dakar. Una vez agotado todo su repertorio con magistrales interpretaciones, el grupo de música se retiró bajo una salva de aplausos, gratificado con los billetes de banco prendidos a las túnicas de los artistas. La orquesta los sustituyó enseguida, dando inicio al baile, que abrieron tres parejas: Toumani Kaba, Mamadou Pierre Seck y Matar Samb con sus respectivas esposas. En la segunda pieza, los invitados invadieron la pista. Los camareros uniformados con librea ofrecían salchichas, pinchos de pollo o de ternera, canapés de caviar y de foie-gras y toda clase de bebidas. Hacia la medianoche, cuando estaban bailando una animada versión de El manisero, de repente se fue la luz. Un inmenso clamor de protesta sustituyó al endiablado ritmo tropical. Todos criticaban a la Sociedad Nacional de Electricidad y sus intempestivos e inoportunos cortes, hasta que se dieron cuenta de que únicamente había quedado a oscuras la mansión donde se celebraba la fiesta. En el momento en que comenzaban a preguntarse cuál sería el motivo, volvió la luz y por doquier brotaron gritos de alegría. Entonces el griot El Hadji Mor Mar Mboup, maestro de ceremonias de todos los eventos familiares de la alta sociedad, subió al estrado, tomó el micro y reclamó silencio. Acto seguido anunció que, por medio de su voz, los recién casados daban las gracias de todo corazón a quienes los habían honrado con su asistencia a la ceremonia y pedían sentidas disculpas por tener que dejarlos. La fiesta proseguía, sin embargo, sin decaer. ¡Que nadie se marchara! Antes de reanudar el baile, proponía recuperar fuerzas con ayuda de un mechui de cordero preparado por Baye Mbarick. A continuación se mofó de los Mbaye, sus primos de broma,[28] que se habían llenado ya la barriga de insignificantes aperitivos, y terminó su intervención pidiendo a todos los asistentes que no volvieran a casa antes de que saliera el sol, porque al amanecer debían servir el desayuno, que constituía una sorpresa.

Después de esfumarse de la mansión del Point E sumida en la oscuridad, Ramata Kaba y Matar Samb se fueron en el nuevo Mercedes Cabriolet rojo, regalo ofrecido por Dieynaba a su cuñada, pese a que ésta aún no sabía conducir. Después recorrieron a toda velocidad la carretera del canal de la Gueule Tapée, giraron a la derecha para continuar por la Cornisa Oeste y, un poco más allá del IFAN, se detuvieron frente a una gran casa blanca de dos pisos. El portero, pendiente de su llegada, les abrió la verja. El Mercedes entró en el vasto patio ajardinado, iluminado con lámparas de neón, para terminar el recorrido delante de la escalera principal de la residencia. Matar Samb bajó el primero y rodeó el coche para abrir la puerta a Ramata. Después le tendió la mano, la ayudó a bajar y la tomó en brazos antes de emprender con firme paso el ascenso de las escaleras.

Las nubes que mucho más adelante darían lugar a un cataclismo que iba a arrasar todo a su paso comenzaron a acumularse esa misma noche en el sereno cielo del joven matrimonio.

No se había producido ninguna discusión entre ellos, todo había transcurrido bien. Reposaban entre las sabanas, cansados, recuperándose después de su primer paseo como recién casados, cuando él la oyó sollozar en la oscuridad.

—¿Qué ocurre? —preguntó él, intrigado.

—Nada —repuso ella sin parar de llorar.

—¿Cómo que nada? ¿Por qué lloras?

No hubo respuesta, sólo sollozos.

Entonces él encendió la lamparilla, que inundó de una tenue luz la habitación, y se inclinó sobre su cara, apoyado en un codo.

—¡Dime qué pasa, mi reina! Venga, dile qué te ocurre a tu marido.

Ella hipó varias veces antes de responder con tono desesperado.

—¡Me da vergüenza! ¡Me da mucha vergüenza!

Él retiró la sábana y, sentándose en la cama, la tiró del brazo. Ella se sentó también. Él la abrazó, le acarició el pelo, hablándole con voz dulce y apaciguadora, como se tranquiliza a un niño que despierta por la noche asustado por una pesadilla.

—Cálmate, pequeña, no llores, no llores. ¿Por qué? ¿De qué tienes vergüenza? Confíate a tu marido. No debe existir ningún muro entre nosotros, nunca. Si hay un muro, por más alto y grueso que sea, dímelo y puedes estar segura de que lo derribaré, igual que barren las olas los castillos de arena construidos al borde del mar.

Hay, empero, una clase de muros indestructibles, imposibles de designar porque son intangibles, y Ramata Kaba pensaba que el muro que la separaba de su marido pertenecía a esa categoría.

Ramata Kaba tenía doce años y todavía no había alcanzado la pubertad. Aún no sabía nada de la vida, aparte de que ésta transcurría plácidamente en Saraya, su pueblo natal. Una tarde del mes de octubre, mientras ayudaba a su madre a preparar la cena, Naa, la coesposa, la llamó.

—Ve a decirle a tu tía Ramata que me preste su calabaza grande —le ordenó la coesposa—. Mañana tengo que ir muy temprano a buscar leche al rebaño. Repítele exactamente lo que te he dicho: que me preste la calabaza grande para ir a buscar leche al rebaño, mañana a primera hora. ¡Y no vuelvas sin la calabaza!

Se fue a casa de la hermana mayor de su padre a cumplir el encargo. La encontró cerca del pozo, triturando mijo en un mortero.

—La calabaza grande se la presté a tu abuela Sokona —respondió la tía, dejando la maja en el suelo—. Después irás a buscarla a su casa. Ahora ven conmigo.

La tía Ramata condujo a la niña a su habitación y cerró la puerta tras ella. Luego le ordenó que se quitara el pareo y se acostara en la cama. Ramata obedeció, un poco asustada. Entonces su tía se sentó a su lado y le hizo plegar las piernas, sin levantar los pies del colchón.

—¡No te muevas, que no te haré daño! —aseguró mientras trataba de introducir en el sexo de la pequeña un huevo de pintada que había cogido previamente de una pequeña vasija llena de arena que había debajo de la cama.

El huevo moteado no pudo pasar. Era virgen.

La tía le indicó que se levantara, se pusiera el pareo y fuera enseguida a buscar la calabaza grande a casa de la abuela. Extrañada al principio por lo que le había hecho la tía, Ramata pronto se olvidó, concentrada en la calabaza que debía llevar a su casa.

La abuela Sokona la mandó a la vivienda de otra de sus tías, hermana de su madre, que a su vez, la envió a ver a otra...

Al caer la noche, la última a quien visitó, después de ir una decena de veces de un lado a otro, le anunció que ella misma acababa de llevar la calabaza a la coesposa de su madre y que ya podía volver a su casa.

Después de la cena, Ramata Kaba se acostó y se durmió sin comprender que, con su búsqueda de la calabaza, había prevenido a todas las mujeres del clan familiar y que al día siguiente tendría lugar su iniciación.

Muy de mañana, se llevó una sorpresa cuando la abuela Sokona la sacó de la cama. Todavía era de noche cuando la siguió hasta el patio. La naturaleza entera parecía adormecida; todo estaba en calma, tranquilo; se oía el agudo rechinar de las mandíbulas de la infinidad de grillos que, con incansable afán, devoraban la abundante hierba propiciada por la estación de lluvias. El cielo estaba repleto de estrellas y, a lo lejos, por el oeste, el gran disco amarillento de la luna, medio escondido por la cumbre de la montaña, se preparaba para ocultarse del todo. Detrás de las cabañas, Naa y su tía Ramata acababan de calentar agua en una vasija. La abuela la llevó a la ducha al aire libre, donde la lavaron meticulosamente, insistiendo en cada parte de su cuerpo. Después tomó un consistente desayuno compuesto de gachas de mijo endulzadas con miel salvaje, siguiendo las recomendaciones de Naa, que le dijo que comiera bien porque lo iba a necesitar ese día. Después, mientras todos los demás dormían en la casa, la abuela la tomó de la mano, cargada con un hatillo en la cabeza. Caminaron un buen rato por un camino que se adentraba en la selva antes de que los primeros rayos del sol comenzaran a disipar las sombras de la noche, hasta que, por fin, dejando atrás los grandes árboles de tupido follaje, llegaron a un amplio claro donde aguardaban ya media docena de abuelas acompañadas de sus nietas.

Por el sur, el oeste y el norte, el claro estaba rodeado de gigantescos árboles cubiertos de una maraña de lianas y de densos arbustos. En sendos costados se abrían los caminos que conducían a los pueblos circundantes, por los cuales surgieron aún más viejas y niñas. El lado este estaba limitado por el río de tranquilas y límpidas aguas que corría al pie de la abrupta montaña. En la orilla había construidas dos cabañas, una mucho mayor que la otra.

Hacia media mañana, cuarenta y cinco atemorizadas niñas, cada una con su abuela, permanecían concentradas, en fila india delante de las cabañas.

Ramata Kaba fue la tercera en pasar. Su abuela la llevó hasta el umbral de la cabaña pequeña y, tras aconsejarle que no tuviera miedo, la empujó al interior y la dejó sola. En el centro de la estancia iluminada por la luz del día que entraba por un gran ventanal encarado al río, había tres ancianas, la veterana y dos supervisoras, más viejas todas que su abuela. En el suelo de tierra batida reposaba una estera manchada de sangre fresca. La veterana le indicó el agujero cavado en la esquina, cerca de una gran vasija.

—¡Ve a orinar!

Ramata se dirigió al orificio. Un momento antes de entrar, había hecho sus necesidades. No tenía por lo tanto ningunas ganas ya, pero no se atrevía a decirlo. Pese a la recomendación de su abuela o a causa de ello precisamente, tenía miedo, mucho miedo. Desde que la habían despertado, estaba intrigada por el misterio que la envolvía, con todo ese ceremonial que no comprendía y que no le habían explicado. Ahora estaba asustada por la visión de la sangre de la estera, por la ausencia de las dos niñas que habían entrado antes que ella y que no habían vuelto a salir por la única puerta, que, sin embargo, no veía y, sobre todo, por la presencia de las tres viejas de ojos enrojecidos y cara de bruja. Con el pareo levantado por encima de las rodillas, se agachó delante del agujero y emitió un forzado gemido sin evacuar la menor gota de orina. Permaneció mucho tiempo en esa posición, hasta que la sarcástica voz de una de las supervisoras le produjo un sobresalto.

—¡Eh, tú! —le gritó a sus espaldas—. ¿Vas a estar orinando hasta que se ponga el sol? ¡Levántate, rápido!

Ramata Kaba se incorporó dejando caer el pareo.

La veterana le ordenó que se quitara la ropa y que fuera a sentarse encima de la gran vasija donde maceraban unas tiras de corteza rojas. Aunque el agua le produjo un ligero picor en las partes íntimas, después ya no sintió nada.

—¡Ahora ven aquí!

En cuanto se levantó de la vasija, las tres viejas la cogieron y la tendieron sin miramientos encima de la estera. No tuvo tiempo ni de gritar ni de oponer resistencia. Una de las supervisoras se le sentó encima del pecho y le tapó la boca con la mano; la otra, instalada sobre su vientre, de espaldas a su compañera, le mantuvo las piernas separadas. No veía a la tercera, la veterana, la que debía efectuar la operación. Experimentó un dolor agudo pero fugaz, tras lo cual se vio liberada del asfixiante peso de las supervisoras.

—¡Ya está! —anunció la veterana blandiendo el cuchillo ensangrentado—. Levántate de la estera y ponte de rodillas en el suelo.

Ramata obedeció. Entonces se dio cuenta de que sangraba. No era un flujo abundante. La tierra engullía enseguida la sangre que manaba gota a gota de su sexo. Apenas sentía dolor, sólo una comezón entre las piernas.

La veterana le indicó que volviera a instalarse sobre la vasija con la corteza roja. Cuando salió al cabo de unos diez minutos, la sangre había cesado, al igual que el picor. La veterana deshizo el hatillo que había traído su abuela y sacó un pareo y una camisa de cotonada que le hizo poner, con el cuerpo todavía mojado. Una de las supervisoras abrió una puerta que había disimulada al fondo y, haciéndola pasar por detrás, la condujo a la cabaña grande, que servía de dormitorio y donde se encontraban acostadas en esteras las dos niñas que habían entrado antes que ella.

En el momento en que el sol emprendía la segunda mitad de su recorrido, se llevó a cabo la excisión de la última niña. Luego las tres viejas salieron de la cabaña y entonaron a coro el Canto de las iniciadas:

¡Las madres de las excisadas están preocupadas!

¡También están preocupadas las madrastras de las excisadas!

En el claro, las abuelas respondieron con la misma melopeya, acompasada con rítmicas palmadas. Estuvieron cantando y bailando hasta que se puso el sol. Llegó la noche. En el despejado cielo constelado de estrellas, el enorme y reluciente globo plateado de la luna permitía ver como en pleno día. Fatigadas, las abuelas regresaron por fin a sus pueblos, y dejaron a las nietas a cargo de la veterana y de las dos supervisoras.

La hoguera encendida en el centro del dormitorio despedía más humo que claridad. Al cuidado de las tres viejas, las niñas pasaron la noche atormentadas por el hambre, ya que desde el desayuno que habían tomado en casa de madrugada, no habían comido absolutamente nada.

Al día siguiente las despertaron muy temprano y las condujeron, una tras otra, a la cabaña pequeña. Sujetas por las supervisoras, con las piernas separadas y dobladas encima de la estera, todas gritaron de dolor cuando la veterana les aplicó en las heridas la espesa sabia de un helecho recogido al borde del río, de un color blanco amarillento, parecida a la nata, que escocía tanto como el alcohol. Después de las primeras curas, regresaron al dormitorio, donde cada una recibió una pequeña calabaza llena de insípidas gachas de mijo, sin sal, ni leche, ni azúcar. Una vez concluida esta comida, se sentaron en las esteras y escucharon con suma atención a las tres viejas, que les inculcaron las reglas que en adelante debían regir su puesto en la sociedad, la sumisión que deberían mantener ante su futuro marido y el importante papel que tendrían que desempeñar en su condición de esposas y madres, pilares de la familia y guardianes del hogar. Hacia mediodía, hubo una pausa en la que les sirvieron otra ración de insulsas gachas; después, el adiestramiento prosiguió hasta el anochecer. Entonces recibieron una ración más de gachas antes de acostarse.

Los días transcurrieron, idénticos, con la sucesión de curas, clases, gachas, clases, gachas...

Así pasó una semana.

La sabia del helecho era eficaz y las heridas habían cicatrizado ya. La veterana les anunció que había concluido el tiempo de reposo. A partir de entonces deberían ocuparse ellas mismas del aseo del dormitorio, de la cocina, de acarrear el agua y la leña y de fregar los platos, para lo cual las distribuyeron en pequeños grupos.

Un día, Ramata Kaba estaba atareada preparando el desayuno cuando advirtió a su madre, con la calabaza en equilibrio encima de la cabeza, en el linde del bosque. Loca de contento, dejó en la olla la cuchara de madera con la que removía las gachas y corrió hacia ella.

¡Cuál no fue su decepción ante la actitud de su madre cuando se encontraron en el centro del claro! En el momento en que se disponía a arrojarse a sus brazos, ésta la apartó bruscamente con la mano y después, sin mirarla siquiera, sin hablarle, como si no la conociera, prosiguió camino hacia las cabañas, dejándola plantada allí, humillada y atónita. Su madre se fue al encuentro de las tres ancianas, hincó una rodilla en el suelo para saludarlas, depositó la calabaza llena de mijo que llevaba, se levantó y dio media vuelta. Volvió a pasar a su lado sin concederle la menor atención. Durante un fugaz instante la asaltaron las dudas. ¿No se habría equivocado confundiéndola con otra? ¡No! Aquello era imposible; habría reconocido a su madre entre otras mil mujeres, incluso en la oscuridad. Era ella. Pero ¿por qué se comportaba de ese modo? Con el corazón encogido, Ramata observó inmóvil cómo se alejaba su madre, con la esperanza de que se volviera para decirle que era una broma. Su madre no se volvió, sin embargo, y pronto desapareció entre los árboles.

En el momento en que se disponía a volver a atender la olla, la veterana la llamó para que entrara en la cabaña.

—¿Por qué te has ido corriendo con tu madre? —le preguntó, con las manos ocultas en la espalda.

—Porque estaba tan contenta de volverla a ver... —repuso con lágrimas en los ojos.

No había acabado de responder cuando la vara de bambú que la veterana mantenía en la espalda se abatió con terrible fuerza sobre su hombro. Lanzó un estridente grito y retrocedió, levantando el brazo para contener el segundo golpe. El siguiente, que no había previsto, le azotó la espalda, seguido de otro más. Se dejó caer al suelo, retorciéndose de dolor. Las tres brujas continuaron descargando sobre ella las varas de bambú hasta que se quedó sin voz de tanto gritar. La veterana le ordenó que se levantara, que parara de llorar y que se secara las lágrimas.

—¡Tonta, más que tonta! —le espetó con mordacidad—. ¿No te han enseñado que una mujer no debe nunca exteriorizar sus sentimientos de manera escandalosa? ¿Que en toda circunstancia debe dominarse, mantener el sentido de la mesura, no gemir cuando sufre ni reír a carcajadas cuando está alegre? ¡Ahora vuelve a acabar de preparar la comida, y no te demores!

Al día siguiente, Ramata Kaba lavaba los utensilios de cocina en el río cuando vio a Naa caminando en el centro del claro, con la calabaza en la cabeza. Con obediente actitud, prosiguió con su quehacer sin ocuparse ella. La visita de Naa fue igual de breve que la de su madre.

La veterana volvió a llamarla otra vez.

—¿Por qué no has ido corriendo a saludar a la coesposa de tu madre?

Consciente de las doloridas magulladuras que habían dejado en todo su cuerpo las varas de bambú, recitó de corrido la lección. Pese a ello recibió una nueva azotaina, igual de severa que la del día anterior.

—¿No has retenido nada de todas las palabras que te han inculcado, niña de cabeza huera? —la reprendieron—. ¿No te han enseñado a no confundir el sentido de la mesura y el respeto? ¿No debías manifestar un respeto por la coesposa de tu madre precipitándote a su encuentro para aliviar su carga?

Todas las niñas recibieron visitas similares y todas fueron tratadas de tontas y de cabezas hueras y recibieron terribles palizas sin excepción. Ni una sola evitó al castigo fuera cual fuese la respuesta que diera. Las tres brujas encontraban siempre el error y remitían siempre, con el violento refuerzo de las varas de bambú, a las lecciones impartidas.

Pasó un mes.

Por la mañana, a la hora de las primeras gachas, las niñas vieron llegar por todos los caminos a sus madres y a sus coesposas, tías, abuelas y primas, y a las mujeres y las jóvenes de sus pueblos. Ese día no hubo labores ni lecciones, ni tampoco azotes. Por primera vez, se bañaron en el río, se rehicieron las trenzas ayudadas por las recién llegadas, se pusieron ropa nueva y tomaron una sustanciosa comida a base de arroz con salsa de cacahuete y carne. Después de comer, cada una con una pequeña escudilla de madera en la mano, formaron un gran círculo en el claro, rodeadas en la segunda fila por sus allegadas. En el centro, las dos supervisoras terminaban la preparación de un brebaje de leche fresca y de miel en las calabazas. Cuando hubieron servido de él a todas las niñas y éstas hubieron dado cuenta del contenido de la escudilla, la veterana y las dos supervisoras se quitaron el pañuelo de la cabeza, lo lanzaron al aire y después de dar tres palmadas, lo recuperaron antes de que cayera al suelo.

Aquello era una señal.

Los griots, escondidos detrás de los árboles, empezaron a tocar el tamtan con animado ritmo antes de salir al claro. Todas juntas, las mujeres lanzaron sus pañuelos y dieron palmadas a su vez.

La veterana anunció en una larga alocución que, después de haber dado las gracias al Dios Todopoderoso, ella y sus dos compañeras se sentían muy orgullosas de ver regresar a sus casas, sanas y salvas, a cuantas muchachas les habían confiado. Ninguna de ellas había padecido, ni una vez siquiera, mal alguno, no se había producido ningún fallecimiento, y lo que era aún mejor, durante toda su estancia, no se había oído ni una sola vez el grito del búho, anuncio de funestas noticias. Por fin, la veterana lanzó una última vez al vuelo su pañuelo y entonó el Canto del retorno.

Dos años más tarde, Ramata Kaba incumplió una de las enseñanzas más importantes, en la que habían hecho especial hincapié la veterana y las supervisoras: no desanudarse nunca el pareo delante de un hombre que no fuera el propio marido. Fue el mismo año en que había visto su «bien» de mujer. Había crecido, se le habían agrandado los pechos, le había nacido vello en el pubis y en las axilas y la voz se le había vuelto más grave. Ahora, cuando se cruzaba con los hombres, advertía con satisfacción las miradas de interés que le dedicaban, y más de uno había que se volvía incluso para contemplarla.

Una noche de luna llena en que había organizada una sesión de tamtan en la plaza del pueblo, el joven delegado de Agricultura, que dirigía a los campesinos en los campos de algodón, con el cual coqueteaba desde hacía unos días, logró atraerla hasta su habitación.

—No debo hacerlo más que con mi marido —se defendió ella débilmente mientras permanecía acostada en la cama, con el pareo deshecho, y la mente ocupada con la imagen de las tres brujas.

—¡Sabes muy bien que me casaré contigo! —adujo él.

—Mi padre me matará si se entera —insistió ella.

—Nunca lo va a saber. ¡Además, me voy a casar contigo!

Nunca llegó a saber si hablaba en serio o no, porque se ahogó una semana después mientras se bañaba en el río.

Al año siguiente la admitieron en el instituto Kennedy y se trasladó a Dakar para vivir en casa del hermano de su madre, Toumani. Allí conoció a otros hombres, y a cada trasgresión, veía y oía a la veterana y a las dos supervisoras que le recomendaban que no se desanudara el pareo.

Al principio, como era muy joven, no se daba cuenta aún de que era insensible. Más adelante, ya más madura y habiendo leído artículos en que se tocaba el tema de la sexualidad, acabó por planteárselo. No pensaba en ello de manera obsesiva, sino vaga. Se decía que padecía un bloqueo normal, porque mantenía relaciones prohibidas; se decía que una vez estuviera casada todo cambiaría.

Ahora estaba casada. Por primera vez, las tres brujas del claro de Saraya se habían esfumado de su recuerdo y había enmudecido su voz. Aun así, acababa de constatar que seguía igual de fría que una barra de hierro.

La hipótesis de la culpa en la relación no se sostenía. La verdad era que era frígida. Con su cuerpo escultural, sufría de una enfermedad que debía de ser producto de la mutilación que había padecido en la infancia, una enfermedad que le resultaba tan insoportable como si hubiera sido jorobada, coja o tuerta. Por eso lloraba en los brazos de su marido, incapaz de explicarle el motivo de su desasosiego.

—Tengo vergüenza... de..., de mí misma —dijo, volviendo a sollozar con la cabeza apoyada en el hombro de Matar Samb—. Me habría gustado poder ofrecerte lo más hermoso y valioso que puede ofrecer una joven a su esposo la noche de bodas: su virginidad.

Aquélla fue la primera de una larga serie de mentiras.

Matar Samb emitió una sonora carcajada de alivio antes de tomar el rostro de su esposa entre las manos.

—Eres una pequeña pueblerina, con la cabeza abarrotada de ideas anticuadas. ¿Acaso crees que yo iba a tener tan elementales criterios basados en una membrana? Tú ya me has ofrecido lo más hermoso y valioso que puede regalar una joven a su esposo, reina mía, ¡tu amor!

—Dejarás de respetarme, no me creerás si...

—Dices tonterías —la interrumpió él con voz grave, posando el índice en sus labios mientras la miraba a los ojos—. No me interesa lo que pasó antes. Ahora bien, a partir de ahora, no soportaría que otro hombre te toque.

—¡Ningún hombre me ha tocado nunca, te lo juro! Por eso te digo que no me vas a creer.

Le explicó que siendo niña, un día en que se estaba columpiando, la cuerda se rompió. La caída fue muy dura y se hirió. Con el pareo manchado de sangre, su madre la había llevado al dispensario, donde el médico comprobó que había perdido el himen.

—¡Claro que te creo, mi reina! —afirmó él con sinceridad una vez hubo concluido—. Te juro que te creo.

Samb no sospecharía nunca el doble juego de su esposa. Cuando mantenían relaciones, Ramata fingía a la perfección. Simulaba con amante y apasionada actitud, con jadeos, hasta el final en que exhalaba prolongados suspiros de hembra satisfecha. Él era un marido feliz. Ramata le traía suerte, repetía a menudo. Mientras ejercía de juez en el Tribunal Supremo, había obtenido un doctorado de Estado cuando aún no llevaba un año de casado. Dieciocho meses más tarde, la familia se agrandó con el tan esperado nacimiento de una niña, a la que pusieron el nombre de DS. El feliz acontecimiento se produjo el mismo día que llegó su nombramiento para el cargo de fiscal general de la República.

Armando Gomis, por entonces profesor adjunto de gineco-obstetricia, había supervisado el embarazo de Ramata Kaba y la había atendido en el parto, en el hospital Le Dantec. Con la esperanza de hallar una solución, ella le confesó su problema tres meses después del nacimiento de su hija. Él le formuló un sinfín de preguntas sobre sus actividades sexuales y sobre la excisión, y luego le indicó que se desnudara y se acostara en el diván. El médico se puso un par de dediles en el dedo índice y mayor de la mano izquierda y, después de mojarlos con aceite de parafina, se inclinó hacia ella.

—No te tenses. ¡Abre bien las piernas! —le pidió.

Ella cerró los ojos, se mordió el labio inferior y gimió levemente cuando él movió los dedos en el interior de la vagina al tiempo que acentuaba la presión de la mano izquierda, que estaba apoyada en su vientre.

Al cabo de un momento, se enderezó y quitándose los dediles, los tiró a la basura. Ella se levantó y se sentó en el borde del diván, con los pies apoyados en las baldosas del suelo.

—Dime la verdad, Armando, no me ocultes nada. ¿Es irreversible?

—No puedo responder con exactitud. Eres clínicamente normal, completamente normal...

—No, no soy normal, soy frígida —lo interrumpió, mientras le asomaban las lágrimas a los ojos—. ¿Cómo puedo ser normal si no siento absolutamente nada? Ayúdame, Armando, tú eres el especialista. ¡No soporto ser frígida!

Con la mirada brillante a causa del repentino deseo que se había adueñado de él, con la respiración agitada, cada vez más afanosa, el médico se acercó a ella, con la mano posada en la bragueta del pantalón, deformada por una reveladora hinchazón.

Ella pestañeó repetidas veces y no opuso resistencia alguna cuando, después de bajarse el calzoncillo y el pantalón, él la impulsó con suavidad sobre el diván. Estaba tan excitado que no tardó en eyacular.

—¿Y conmigo? —preguntó, jadeante.

Ella lo apartó y después se puso de pie y empezó a vestirse.

—Nada. Igual que con los otros —respondió.

Dándole la espalda, él cogió una venda para limpiarse el pene y luego recompuso su indumentaria.

—¿Cuántos fueron los otros? —inquirió, volviéndose.

—Cinco antes de conocer a Matar, que fue el sexto. Tú eres el séptimo.

—¿Y realmente no has sentido nada conmigo?

Ella le lanzó una mirada burlona y despreciativa a la vez.

—¡Nada de nada! —reiteró—. ¿Sabes? Matar está mucho mejor dotado que tú, tiene el sexo más grande y más tieso que el tuyo, aguanta mucho más tiempo que tú, y aun así sigo insensible con él. ¿Qué podría sentir contigo, con tu pito de pato y con esa rapidez, que pareces un gallo fornicando con una gallina?

El doctor Gomis exhaló una estrepitosa carcajada desprovista de alegría; no logró disimular que las palabras de Ramata habían dado en el blanco.

—Vaya, gracias por asimilarme a las aves —contestó con voz temblorosa.

—Dime, Armando —continuó ella con seriedad—, ¿de verdad no me puedes ayudar?

El doctor Gomis sabía que no le podía prestar ningún auxilio. Con frecuencia recibía en consulta a mujeres, no siempre excisadas, que acudían por el mismo problema que Ramata Kaba, insatisfechas, frustradas, a menudo miembros de movimientos asociativos, a las que siempre remitía a su colega Karamba Gasama. Nunca se había publicado ninguna tesis que demostrara la relación entre ese tipo de trastornos y la excisión. Un día había expresado a Gasama su extrañeza por aquella omisión, y éste le había respondido que ya había reparado en ella y que, tras reflexionar al respecto, pensaba que esa ausencia de trabajos científicos se debía al simple hecho de que los estudiantes de Medicina no encontraban en el ámbito hospitalario suficientes casos patológicos concretos para dar pie a un estudio. A partir de entonces, el doctor Gasama, que era malinke, etnia en la que se excisaba a las mujeres, había decidido consagrarse a la cuestión.

—Te voy a confiar a un colega —anunció.

El doctor Gasama, con quien Ramata Kaba concertó una cita para el día siguiente, no la sacó, sin embargo, de apuros.

Tuvo otros amantes y hasta tuvo una amante, Erika Johanson, embajadora de la Unión Europea, una lesbiana que se había prendado locamente de ella. No obstante, ni ella ni nadie llegó a colmarla.

Sin sospechar ni por asomo sus simulacros, Matar Samb ascendía a su lado los peldaños de su carrera. Quince años después de haber sido nombrado fiscal general, lo llamaron para formar parte del Gobierno.

Adulada por su marido, envidiada por todas las mujeres, admirada por todos los hombres, Ramata Kaba debería de haber estado contenta. Pero en el fondo no lo estaba y, con el paso de los años, no se acababa de resignar.

Una noche se había ido muy tarde, en taxi, de la Maternidad del hospital Le Dantec, donde su hija, Dieynaba, había traído al mundo a un niño...

La Declaración Universal de los Derechos Humanos del 10 de diciembre de 1948, cuyo cincuentenario celebramos hace unos años, enseña en su preámbulo que en todo el mundo la ignorancia y el desprecio a los derechos humanos han conducido a actos de barbarie escandalosos para la conciencia de la humanidad. Ello es especialmente aplicable en la actual África, donde, por poner sólo un ejemplo, se ha dado el alucinante y pavoroso espectáculo de unos carroñeros devorando en pleno día cadáveres de mujeres y niños en las calles de Freetown sin que los transeúntes se inmutaran apenas. El advenimiento de un mundo en el que los seres humanos sean libres para hablar y creer, sin el lastre del terror y la miseria, ha sido proclamado como la más elevada aspiración del hombre...

Matar Samb paró de escribir y se apoyó en el respaldo del asiento. Desplegando los dedos entumecidos que apenas lograban sostener la pluma Parker, la dejó encima del bloc de notas, cruzó las manos encima de la cabeza y se estiró para aliviar las contracturas del músculo del cuello. Después cerró los ojos y se frotó los párpados con la punta de los dedos.

Le faltaba poco para terminar, por fin. Unas cuantas frases más, tres a lo sumo, y habría acabado de redactar el discurso que debía pronunciar dos días después, en la inauguración del coloquio de la Liga Africana de Derechos Humanos en el hotel Méridien King Fadh, presidida por el jefe del Estado. Las primeras delegaciones extranjeras habían llegado ya. La noche anterior había aparecido en directo en el telediario de las ocho, recibiendo a sus homólogos de África del Sur, de Burkina Faso y de Mali, en el salón de honor del aeropuerto Léopold Sédar Senghor. Aquélla había sido su última actividad oficial del día.

Se había acostado muy temprano, mucho antes de las doce, y se había dormido sin problema. Se había despertado como de costumbre a las cuatro y media, unos segundos antes de que sonara el despertador programado para esa hora. Había pasado media hora en la sala de gimnasia, un cuarto de hora en el baño y, luego, a las cinco y media, después de tomar una taza de café acompañado de su bebida favorita, el vodka Smirnoff, se había instalado en su mesa de trabajo, en el despacho que tenía acondicionado en un extremo del vasto dormitorio, vestido con una vieja túnica de color índigo.

Matar Samb dejó de masajearse los párpados y abrió los ojos. Contó el número de páginas que había llenado con su tupida escritura inclinada. Veinte. Pasado al ordenador por su secretaria a doble espacio, el texto acabaría dando unas doce. Sería suficiente; ni demasiado largo ni demasiado corto. Resuelto a concluir, volvió a coger la pluma tras lanzar una breve ojeada a los números rojos del reloj digital que tenía delante, cerca de la foto en blanco y negro de Ramata expuesta en un marco dorado. Las siete menos cuarto. En cuanto acabara, saldría a dar un paseo por el accidentado litoral para contemplar con el amanecer el vuelo de las gaviotas sobre el mar y el tumultuoso choque de las olas contra las rocas.

Era sábado. Hasta las once no tenía ningún compromiso; pasaría por su oficina del Building donde tenía cita con su secretaria, antes de ir a la estación. Ramata, que se había ido de viaje a Saraya, al otro extremo del país, debía regresar con el expreso Bamako-Dakar. La echaba muchísimo de menos.

Inclinado sobre el cuaderno, Matar Samb volvió a coger la pluma y la apoyó en la página, en el lugar preciso donde había parado de escribir, dispuesto a plasmar sobre el papel el final de la larga frase que tenía pensada. En el último momento se detuvo, las palabras no fluían, se negaban simplemente a aflorar, pese a que ya las había formulado y reformulado mentalmente. Reconociendo que estaba desconcentrado, volvió a apoyarse en el respaldo y fijó la mirada en la foto de su mujer, tomada un mes después de que naciera Dieynaba. Era una obra de Sala Kase, que representaba a Ramata en todo su esplendor. Se acodó en el brazo del sillón, sin despegar la vista de la foto, mientras esbozaba una fugaz sonrisa. Sí, echaba mucho de menos a Ramata, muchísimo, como siempre que debía separarse de ella. En general era siempre él quien se ausentaba por motivos profesionales, cosa que sucedía demasiado a menudo para su gusto. Ya la había hecho visitar, al margen de los viajes oficiales, como turista, todos los países. Pese a que se había hospedado en los hoteles de más categoría y había gastado colosales fortunas en las boutiques de lujo de todas las grandes capitales del mundo, ahora se negaba con obstinación a acompañarlo, salvo a París. Ella argumentaba que ya no le quedaba nada que descubrir en las otras ciudades, salvo en París, que le encantaba siempre que iba, ya fuera invierno o verano.

Desde que se conocían, sólo había vuelto a su pueblo en tres ocasiones. La primera vez fue una semana después de la boda, para presentarlo a sus padres. La segunda ocasión, él la había acompañado para asistir a los funerales de éstos, que habían fallecido en un intervalo de veinticuatro horas, quince años atrás. Esa vez, la tercera, se había ido sola.

Matar Samb pensó que después de más de un cuarto de siglo de matrimonio, jamás había sentido vacilar el ardor de la llama, para él eterna, que alumbraba en su interior Ramata. Desde que la había visto, se había quedado prendado de ella, nunca había tenido ojos para otra mujer y ni una sola vez se le había ocurrido tomar una segunda esposa. Ramata le bastaba desde todos los puntos de vista, de una manera completa y total, y no tenía reparos en reconocerlo. Ella lo merecía. Esposa amante, fiel y atenta, lo había apoyado en todos sus proyectos, como la estaca que sostiene un cercado. Sin ella no habría alcanzado tanta plenitud en la vida. Ella había hecho de él un hombre satisfecho y feliz que, además, tenía el gozo y el privilegio de ser abuelo. Ramata tenía sus caprichos, desde luego, y era a veces quisquillosa, como correspondía a las mujeres. No era nada grave... Salvo en una ocasión, debía admitirlo para ser sincero consigo mismo, hacía ya mucho de eso, cuando se produjo la muerte del portero de la Maternidad del hospital Le Dantec. Por suerte para él, en aquella época el país estaba inmerso en pleno oscurantismo, con un partido único, un sindicato único, una radio única y un único periódico. Hubo un tipo que se encargó de sofocar el asunto. ¿Cómo se llamaba? Sólo se acordaba de su apodo, Benson o Johnson. Un hombre muy eficaz que, en aquellos tiempos de tinieblas, lograba resolver todo tipo de embrollos. Gracias a él, se había evitado el escándalo. Después se había visto envuelto en un escabroso suceso a partir del cual se había vuelto poco frecuentable y ya no sabía cómo había acabado. ¡No! No era Benson ni Johnson, lo tenía en la punta de la lengua, Carrington..., no..., Jackson, ¡eso era, Jackson! ¿Habrían surtido efecto las argucias del tal Jackson si aquel malhadado incidente se hubiera producido entonces, con la profusión de periódicos, emisoras de radio, partidos y sindicatos? Sólo Dios lo sabía. Sacudió la cabeza con vigor como si con ello quisiera ahuyentar de la memoria aquel episodio del que no le gustaba nada acordarse...

Matar Samb reconoció con un asomo de pesar que, a causa de las responsabilidades de su cargo y de sus numerosos viajes, a veces le había faltado tiempo para ocuparse bien de Ramata. Ella siempre había sido comprensiva, sin embargo, y no se había quejado. Cuando se iba, lo acompañaba hasta la puerta del avión y, entristecida por la separación, lo besaba murmurándole al oído que volviera pronto, que lo iba añorar, que lo estaba esperando ya. A su regreso, allí estaba, sonriente, diciéndole que los días le habían resultado largos sin él. Entonces, embargado de dicha, le entregaba, sin olvidarse nunca, un valioso regalo, a menudo una joya, en el trayecto del aeropuerto a casa.

De improviso, sin motivo alguno, Matar Samb se preguntó cómo reaccionaría si se enterase de que Ramata lo había engañado alguna vez. Ah, sí, ¿por qué no? «¡Ama a la mujer, pero no te fíes de ella!», había declarado el sabio Koce Barema.[29] Se dijo, riendo para sí, que no lo soportaría. Pero ¡aquello no era posible! ¿Por qué iba a cometer Ramata semejante tontería? ¿Por el dinero? No, ella vivía en la abundancia, como dueña de toda su fortuna y estaba, por lo tanto, para siempre, al abrigo de la necesidad. ¿A causa de sus frecuentes viajes? Tampoco. Ella no era de esas mujeres sujetas a un perpetuo ardor entre las piernas que hubiera que apagar a toda costa. Así se lo había confesado ella misma una noche en que él se inquietaba, aquejado por una vaga culpabilidad, preguntándose si sus ausencias no la perjudicaban, si no sentía a veces, aunque sólo fuera por un breve instante, cierta comezón cuando él no estaba allí. Le había respondido que ni siquiera se le pasaba por la cabeza, puesto que al estar excisada, podía soportar sin ningún trastorno ni molestia la más prolongada abstinencia. ¿Porque estaba insatisfecha en la cama? ¡Eso sí que no! Se compenetraba muy bien físicamente con Ramata, y a él, Matar Samb, le gustaba en especial hacer el amor con ella. No recordaba haber renunciado ni una sola noche, incluso estando enfermo, cada vez que ella estaba disponible y que tenía la certeza de que no la iba a importunar. ¿O bien por...?

De todas formas, no veía la necesidad de devanarse los sesos con una situación en la que no se vería nunca jamás. Admitía haber sacado a colación a Koce Barema tan sólo para limpiar su conciencia. Siempre había sostenido, con sólidos argumentos, que la significación que atribuía el viejo sabio de Baol a los cuatro mechones de su original peinado era muy discutible, cuando no errónea. La primera, por ejemplo: si no había que fiarse de la mujer, también se puede, sin ser un militante de la lucha por la imposible igualdad del varón y la hembra, afirmar lo mismo del hombre. ¿Ramata infiel? ¡No, aquello era un desvarío!, se dijo con una carcajada. Pensar siquiera en ello era desleal de su parte. Cuando la fuera a buscar más tarde a la estación, le pediría perdón por haber dudado de ella. Mientras tanto, más valía que terminara el discurso, en lugar de dar pábulo a ideas tan absurdas, tan mezquinas, tan bobas...

Matar Samb oyó que el móvil sonaba encima de la mesa en el momento en que se disponía a rematar el texto. Dejó la pluma para cogerlo. Tan temprano, sólo podía ser Ramata. El tren no debía de haber salido aún de Tamba o se habría averiado en Kaffrine, Kousanar o Kaolack. Seguramente lo llamaba desde una de esas estaciones para avisarle de que llegaría más tarde de lo previsto...

—¿Está bien mi reina? —preguntó, convencido de que era su esposa la que lo llamaba.

—¿Sí? ¡Buenos días, el ayudante jefe Ibnou Faye al aparato!

Chasqueado, Matar Samb sintió unas ganas terribles de cortar la comunicación.

—Se equivoca de número —contestó con sequedad.

—Perdone, por favor —insistió el hombre—. ¿Es el 836 11 66?

—Sí, es el 836 11 66.

—¿Es usted el señor ministro Matar Samb?

—El mismo. ¿Qué desea? ¿Quién es?

—El ayudante jefe Ibnou Faye, comandante de la brigada de la gendarmería de Rufisque. ¿No se acuerda de mí?

—Sí, sí, lo recuerdo. Pero ¿quién le ha dado este número?

—Ha sido su esposa, señor ministro.

—¿Mi esposa? ¿Ramata? ¿Cuándo? ¿Cuando fue a verlo hace dos semanas?

—No. Ahora mismo, señor ministro de Estado.

—¿Ahora mismo? ¿Dónde está Ramata? ¿Qué le ha ocurrido? ¿No habrá tenido un accidente?

—No, señor ministro de Estado. No le ha ocurrido nada. Bueno, nada grave. Está aquí en el cuartel...

—¡Está usted en un error! Mi esposa se encuentra de viaje desde hace dos semanas.

—Lo siento, señor ministro, pero su esposa, la señora Ramata Kaba, está aquí sentada delante de mí. Ha pasado la noche en el cuartel. Es necesario que venga a Rufisque...

—No..., no entiendo... ¿Qué es lo que pasa exactamente? —balbució.

—Verá, es bastante difícil de explicar, señor ministro de Estado. La señora, su esposa, ha sido detenida en estado de ebriedad esta noche en una redada que se ha efectuado en un bar de mala fama de Diamniadio.

—¿Se está burlando de mí?

—De ninguna manera, señor ministro. Es la pura verdad. Esta noche, la han detenido en una redada, borracha, junto con una treintena de prostitutas, en el Copacabana.

—Escúcheme bien, ayudante jefe Ibnou Faye...

—Ibnou, señor ministro —rectificó el gendarme.

—De acuerdo, ayudante jefe Ibnou Faye. Escúcheme bien. Si es una broma, le garantizo que le va a costar muy caro.

—No es una broma, señor ministro de Estado, jamás me habría permitido una incorrección semejante. Su señora esposa está efectivamente aquí, en mi oficina, delante de mí. Le ruego que venga porque es imprescindible que hable con usted.

Matar Samb vaciló un momento.

—Está bien... Ahora voy —anunció por fin con voz débil.

Dejó el móvil encima del cuaderno, sin saber qué pensar, aturdido y desamparado.

—¡Es falso! ¡No es verdad! —exclamó con un grito ronco que se confundió con el estrépito del tremendo puñetazo que descargó en la mesa—. Es falso. No es verdad. ¡Ramata se fue a Saraya!

Con la precisión de una película pasada a cámara lenta, Matar Samb volvió a repasar la noche de su regreso de Ginebra, hacía unos quince días. Justo después de depositar el equipaje, había ido a la Maternidad para ver a Dieynaba y al pequeño y se había marchado poco antes de las ocho, bajo la lluvia. De nuevo en Ranrhar, se había instalado en un sillón de la biblioteca, en el segundo piso con un combinado de Smirnoff y naranjada y se había puesto a releer una novela de Malraux, esperando el retorno de Ramata, que se había trasladado al cuartel de Rufisque. Había llegado una hora después, con la ropa empapada. Él había cerrado el libro cuando apareció y ella le había dado un somero beso en la comisura de los labios.

—Vengo de la Maternidad —explicó—. Cuando he llegado a eso de las ocho, Dieynaba y Armando me han dicho que acababas justo de irte.

—Sí, me he ido cuando empezaba a llover —confirmó él, con el libro cerrado en la mano—. ¿Lo has visto? Me cuesta acordarme de su nombre..., al joven que te...

—Se llama Ngor Ndong. Es muy joven, un chico que no tiene más de veinte años. He ido hasta Sangalcam y le he dado las gracias delante de sus padres.

—¿Lo habrás recompensado por lo menos?

—¡Por supuesto! Le he dado dinero, y a sus padres también. Son gente de condición muy humilde, que vive en cabañas de paja, pero muy digna y valiente. No querían aceptar el dinero y he tenido que insistir mucho.

—¡Ah, sí! En esta sociedad en la que se pierden los valores, en que yo no existen modelos de referencia, es la gente modesta la que conserva aún las nobles virtudes, como la valentía, la dignidad y la solidaridad. Habría que hacer algo por ellos, por sorpresa. Vamos a construirles una bonita casa, sustituir toda esa paja por cemento, con agua corriente, electricidad y todas las comodidades necesarias, además de una pensión mensual. Me voy a ocupar a partir de la semana próxima.

—Eso estaría bien porque están muy necesitados —aprobó ella.

Después se había mirado la ropa con asombro, como si acabara de darse cuenta de su estado.

—¡Si estoy empapada! Como el aparcamiento estaba completo, he tenido que aparcar bastante lejos de la Maternidad.

—Ve a cambiarte deprisa, que si no vas a coger frío y podrías resfriarte —le aconsejó él—. Yo termino el capítulo y ya voy.

Ramata había ido al dormitorio, situado en el tercer piso, mientras él se concentraba de nuevo en la lectura. Se había reunido con ella unos veinte minutos después, en el momento en que salía del cuarto de baño, vestida con su batín de seda roja. La había abrazado por el talle y le había dado un beso en la boca mientras le acariciaba las nalgas. Ella lo había rechazado al cabo de un instante y había retrocedido con un sonoro bostezo, tapándose la boca.

—Estoy rendida, Matar. Estoy cansada, derrengada —había declarado con voz de cansancio—. Entre el viaje a Rufisque, después a Sangalcam, y la alegría y la emoción de ser abuela me he quedado sin energías. Me voy a acostar enseguida.

Se había tendido en la cama y había cerrado los ojos. Él se sentó a su lado en el borde antes de dejarse ir para atrás, posando la cabeza en su pecho.

Ella le había acariciado el pelo y lo había llamado por el apodo íntimo que le tenía reservado.

—¡Padre de Dieynaba!

—¡Qué, mi reina!

—Tengo que ir a Saraya. No me queda más remedio que tomar el expreso de mañana. Ya he avisado a Dieynaba. ¿Me dejas ir? Me das tu permiso, ¿verdad?

Él se había incorporado y se había vuelto hacia ella con fingida sorpresa.

—¿Desde cuándo me pides permiso, eh?

—¡No digas lo que no es, padre de Dieynaba! Nunca he salido de la casa sin tu autorización, lo sabes muy bien.

—Me extraña, porque no entra dentro de tus costumbres que me pidas permiso para ir a Saraya.

—¡Es porque voy a estar fuera dos semanas! Incluso si es por una buena razón, incluso si la llama su propio padre, la mujer no debe abandonar el domicilio conyugal sin la autorización del marido. ¡Dos semanas es mucho tiempo, padre de Dieynaba!

—¿Y qué ocurre en Saraya?

—Debo ir a buscar un grigri para el bebé —explicó con seriedad—. Es una costumbre sagrada para nosotros. El primer hijo varón, nacido de una mujer originaria de mi familia paterna, debe llevarlo en la muñeca izquierda, desde la primera semana después del nacimiento hasta que él mismo pida que se lo quiten, porque si no, corre el riesgo de morir en la infancia.

Él se había echado a reír a carcajadas y se había mofado de ella, tratándola de pueblerina de mentalidad atrasada a pesar de las tres décadas de residencia en Dakar. Ella había replicado, con fingido enfado, que era muy poco respetuoso con las tradiciones.

—Pero ¿por qué vas a coger el tren? Sería mucho más cómodo que fueras con el todoterreno —había propuesto él—. El chófer te llevaría...

—Por desgracia, es imposible. La carretera está cortada entre Kaffrine y Maleme Hodar a causa de los aguaceros de la semana pasada. Allí las lluvias empezaron hace un mes, no como aquí. Por eso te he dicho que estoy obligada a ir en tren.

—¿Y el avión? ¡Sería perfecto el avión! Lo malo es que el de Dieynaba no puede aterrizar en el aeropuerto de Kédougou, porque es muy pequeño. Pero ¡puedo fletarte un aparato de Senegal Air!

—Te lo agradezco mucho, padre Dieynaba. No sabía que me detestabas hasta el punto de desear mi muerte. ¡Muchísimas gracias!

—¿A qué viene eso de desear tu muerte?

—Recomendarme que me suba a un avión de Senegal Air es desearme la muerte, así de claro. ¿Que yo, Ramata Kaba, monte en uno de esos aviones que llevan queroseno mezclado con agua? Lo siento mucho, Matar, pero no tengo ningunas ganas de morir de manera prematura y dejar mi puesto a otra. Lo que quiero es seguir contigo.

Al día siguiente a mediodía, él se burlaba todavía de ella a cuenta del grigri mientras la conducía a la estación con su voluminosa maleta. Debía coger el expreso de la una con destino a Tambacounda, donde encontraría sin dificultad un coche que la llevara hasta Saraya. Habían llegado media hora antes de la salida del tren a un andén invadido por un ruidoso gentío y abarrotado de toda clase de bultos. Él la había instalado en su coche cama, con la ayuda del propio jefe de estación, al que había ido a buscar a su oficina.

—Lástima que el móvil no funcione más allá de Kaolack, porque así podrías haberte llevado el tuyo y habríamos estado en contacto. Lástima también que no te pueda acompañar. Me habría tomado con gusto unos días libres para disfrutar en Saraya, lejos de los ruidos y del ajetreo de la capital, ¡mientras tú te ocupabas de tu grigri!

Había vuelto a reproducir la broma hasta el momento en que resonaron tres potentes silbatos en medio del tumulto. Estrechándola con fuerza en sus brazos, le había dado un prolongado beso y luego había bajado cuando, con una brusca sacudida, el tren comenzó a circular lentamente sobre los raíles. Desde la ventana, ella agitó su pañuelo blanco a modo de despedida. Matar le había correspondido con un amplio vaivén con la mano, parado en el andén entre el trajín de la multitud, hasta que el tren desapareció en una curva.

Matar Samb se tomó una copa de Smirnoff sin diluir y llamó al portero para que abriera el garaje. Sin cambiarse de ropa, con el cabello hirsuto, subió al Montero y se fue hacia Rufisque rodeado de la grisácea luz precursora del día, totalmente abrumado, anonadado por lo que acababan de comunicarle, repasando sin cesar al ralentí la misma película en la cabeza.