VEINTE AÑOS DESPUÉS, NGOR NDONG Y RAMATA KABA...

El barrio de Ranrhar, situado en las proximidades del aeropuerto Léopold Sédar Senghor de Yoff, no guardaba parecido alguno con los otros del país. Aquí no había colmado, ni mezquita, ni parada de pan, ni depósito de carbón, ni plaza grande, ni mercado, ni escuela, ni gatos ni perros errantes en sus características calles, siempre desiertas y sin basura. Los habitantes no se relacionaban entre sí, tal como ocurre en los barrios populares, porque Ranrhar era una residencia de millonarios. Las grandes mansiones de variadas y atrevidas formas arquitectónicas entre las que mediaba una distancia mínima de quinientos metros, con jardines que, por lo general, daban al agua, protegidas de las miradas indiscretas por altos y recios muros provistos de una puerta siempre cerrada vigilada día y noche por un guardia uniformado, desfiguraban el sinuoso y accidentado contorno del litoral granítico.

En sus aposentos del tercer piso del flamante palacio con vistas al mar, Ramata Kaba terminaba de acicalarse. Se había puesto una sola joya, una gruesa cadena de oro en el cuello. Al lanzar una última mirada al espejo del armario, que le devolvió su imagen de pies a cabeza, una gran sonrisa de satisfacción le iluminó la cara. El vestido azul de lunares blancos, muy simple, amplio y ligero, le sentaba de maravilla. Se conservaba bien. Ni una arruga en la cara, ni ojeras, ni papada, los pechos firmes, el vientre plano, la cintura fina, las caderas libres de antiestética celulitis. Giró sobre sí apoyándose en uno de los tacones y la falda del vestido formó un gran círculo. Elevada hasta lo alto de los muslos, descubrió unas piernas perfectas de gemelos bien torneados antes de caer de nuevo a la altura de los tobillos. Ramata se dedicó otra sonrisa, más radiante aún. Absolutamente nadie diría que tenía los cincuenta años que acababa de cumplir.

No tenía motivo de queja, se conservaba realmente muy bien.

El teléfono sonó encima del tocador. Al descolgar, oyó que el guardián la avisaba de que el taxi esperaba en la puerta.

Media hora antes, cuando ya se había acostado, una llamada de la jefa de comadronas de la Maternidad del hospital Le Dantec la había informado de que su hija Dieynaba, en la actualidad arquitecta de renombre (era ella quien había diseñado los planos de la nueva casa), acababa de traer al mundo a un niño. «¡El bebé más bonito que haya nacido nunca en la Maternidad!», había exclamado la mujer después de felicitarla por su nueva condición de abuela. No bien hubo acabado de hablar con ella, Ramata había llamado al vigilante para encargarle que pidiera un taxi; después había comenzado a prepararse.

Su marido Matar Samb, todopoderoso ministro de Justicia, estaba de viaje en Ginebra y no volvería hasta la tarde del día siguiente. Había autorizado al chófer a llevarse la 605 AD[8] para ir a visitar a Gandigal a su anciana y enferma madre. Ella había dejado esa misma mañana en el garaje su Jaguar. Había que reparar y pintar el lado izquierdo, abollado en un choque del que ella había sido responsable. En la casa sólo quedaban los tres todoterrenos, el Montero, el Jeep Cherokee y el Toyota doble cabina. El problema era que si bien consentía en subirse sin rechistar a aquellos vehículos, que por lo demás consideraba bastante cómodos, nunca los conducía porque encontraba que habría sido tan poco femenino y ridículo como si se hubiera puesto a fumar en pipa. No podía pedir a ningún vecino que le hiciera el favor, primero porque al haberse instalado hacía poco en el barrio no los conocía, y aunque los hubiera conocido, quedaba descartado recurrir a ellos. Eso era algo que no se debía hacer. Allí la norma era: «Compóntelas solo, sin ayuda de Dios ni de nadie». Nunca había que violar las normas preestablecidas.

Por eso se veía en la necesidad de ir en taxi.

Con el bolso en la mano, se introdujo en el ascensor para ir a la planta baja, frente a cuya puerta aguardaba el taxi.

Eran las doce de la noche exactas cuando el coche llegó a la Maternidad del hospital Le Dantec. Ramata entregó al conductor un billete de diez mil francos, indicándole que se quedara con el cambio y, tras recibir vivas manifestaciones de agradecimiento de su parte, abrió la puerta trasera y bajó. La jefa de comadronas la esperaba delante de la puerta, tal como habían acordado, pues la hora de visita había concluido hacía mucho. Cuando franqueó el umbral de la puerta de los peatones, que abrió el portero, ni se le pasó por el recuerdo la muerte de Ngor Ndong, que antes había cumplido esa misma función. En realidad nunca la había atormentado esa muerte de la que no se había sentido ni responsable ni culpable. Enseguida había olvidado el incidente y no había retenido siquiera el nombre del portero.

Habían transcurrido veinte años desde entonces...

Encontró a su hija en una habitación del anexo de arriba, en el segundo piso del inmenso edificio: la habitación A, curiosamente la misma que ella había ocupado cuando nació Dieynaba. De eso ya hacía treinta años. ¡Qué deprisa pasaban los años! Dieynaba dormía profundamente. Como todas las mujeres, después del parto se había sumido en un sueño reparador. Un ángel enviado por el misericordioso Hacedor había bajado del Cielo y la había dormido con una caricia en la cabeza. Al despertar, olvidaría las molestias de la gestación, las náuseas, los vértigos, vómitos y antojos, así como el dolor de las contracturas del parto. El recién nacido se chupaba el dedo en la cuna con los ojos abiertos.

El marido de Dieynaba, Armando Gomis hijo, joven profesor adjunto de gineco-obstetricia, y que iba tras las huellas de su padre, actual decano de la Facultad de Medicina y Farmacia, permanecía inclinado sobre la cuna con expresión radiante. Al entrar Ramata, se enderezó y, tras acudir a su encuentro, se arrojó a sus brazos.

—¡Es increíble, mamá! —exclamó con entusiasmo—. Tengo un hijo. Soy el padre de un niño. Es increíble, pero cierto.

—¡Bravo, hijo! —lo felicitó Ramata con la voz entrecortada por la emoción.

Tras darle unas afectuosas palmadas en la espalda, se separó de repente de él, volvió la cara y se puso a llorar en silencio.

Armando hijo no intentó consolarla siquiera. Aquellas lágrimas no había que enjugarlas, pues lejos de expresar pena alguna, celebraban un gozo tan profundo que era imposible contenerlas. ¡Eran lágrimas de dicha! Armando se acercó de nuevo a la cuna a contemplar a su hijo.

—¡Es increíble, tengo un hijo, soy padre de un niño! —seguía repitiendo con el mismo tono enfático—. ¡Es increíble, pero cierto!

Ramata, que había conseguido dominar por fin la intensa emoción que la había embargado, se inclinó, acarició los cabellos de Dieynaba, le dio un leve beso en los labios y la observó un momento. Después fue a reunirse con Armando junto a la cuna, cogió al bebé envuelto en las mantas, lo arrebujó contra su pecho y se puso a murmurar una canción de cuna cuya letra recordaba apenas, una que le cantaba su madre de niña, mientras lo acunaba con un leve vaivén. Al cabo de un momento, lo despegó de sí para contemplarlo.

—Pero ¡qué querubín! —exclamó con alborozo—. No duerme, me mira. ¡Qué bonito! ¡Señora comadrona, tenía razón al decir que es el bebé más guapo que haya nacido en la Maternidad!

—¡Oh, sí! Mamá, es guapo, precioso —corroboró Armando—. Se parece a mí. ¡Es increíble, pero cierto!

La jefa de comadronas, apoyada en la puerta de la habitación, se decidió a intervenir.

—¡Doctor! ¡Señora ministra! ¡No hablen tan alto, por favor, que la van a despertar! Ha tenido un parto laborioso, en el cual se ha comportado de manera encomiable. Ahora necesita reposo, así que no la molesten.

—¡Perdón, señora comadrona! —se disculpó Ramata en un susurro.

—Disculpe, señora Touré —dijo Armando, que se instaló en uno de los dos sillones situados frente a la cama—. Es que me siento realmente feliz.

—¡Es bien comprensible, doctor! Pero no hay que exagerar y despertar a su señora. Está cansada y reposa —insistió la comadrona al tiempo que consultaba el reloj—. Bueno, tengo que ir a la sala de partos. Si son tan amables, señora ministra, doctor, nada de ruido.

—¡Prometido! —aseguró Armando.

—¡Descuide! —confirmó Ramata.

Una vez se hubo ido la mujer, Ramata dejó al recién nacido en la cuna. Luego se sentó en el otro asiento, al lado de Armando y le rodeó los hombros con el brazo.

—¡Es magnífico, hijo! —susurró—. Lo habéis hecho muy bien los dos, Dieynaba y tú.

—Y hemos creado un tercer elemento aún más formidable —declaró Armando—. El que va a estar contento es papá. Está en el Méridien-Président con unos colegas, decanos de facultades de Medicina y Farmacia de universidades francófonas, y que han venido para un seminario. He intentado llamarlo, pero ha sido imposible. Debe de haber desconectado el móvil.

—Tu padrino también se va a llevar una agradable sorpresa cuando vuelva. Dieynaba es su preferida, su gran amiga.

Siguieron conversando, al principio en voz baja, pero pronto, sin darse cuenta, elevaron la voz. Dieynaba no se despertó ni una sola vez, de todas formas. De vez en cuando exhalaba un gemido, movía un brazo o una pierna, o volvía la cara encima de la almohada. Ellos callaban de inmediato, por temor a despertarla, y ella recobraba la calma y la respiración regular. Entonces comenzaban a charlar de nuevo, primero bajito, y al poco tiempo, otra vez en voz alta.

Mucho más tarde, a su regreso de la sala de partos, la jefa de comadronas los encontró adormilados en los sillones y los despertó. Luego tomó la tensión arterial a Dieynaba sin estorbarle el sueño.

—Trece-nueve —anunció dirigiéndose a Armando, tras quitarse el estetoscopio de las orejas—. Doctor, debería ir a descansar, pues usted también está cansado.

—Tiene razón, señora Touré, estoy molido —reconoció Armando, mirando el reloj—. Son las dos y diez. Voy a acostarme a la sala de guardia.

Se levantó, imitado por Ramata.

—Yo también voy a volver, me caigo de sueño —declaró Ramata—. No me había dado cuenta de que se hacía tan tarde. ¿Me prestas tu coche, Armando? He venido en taxi.

—Por desgracia, está estropeado. Se me ha fundido una biela.

—Entonces tendré que coger otra vez un taxi para volver. ¿Se encuentran en esta zona a esta hora?

—Sí. Hay una parada a la entrada del hospital.

Bajó en compañía de Armando. No tuvieron que ir hasta la entrada del hospital, ya que delante de la puerta de la Maternidad encontraron un taxi que acababa de dejar a una parturienta, la cual se alejó sostenida por otras dos mujeres. Armando le abrió la puerta de atrás y le dio un beso antes de que entrara en el vehículo. Después sacó del bolsillo un cuaderno y un bolígrafo, retrocedió para mirar la matrícula del taxi y de nuevo al lado de la puerta, aún abierta, anotó el número repitiéndolo en voz alta.

—¡Por prudencia, nunca se sabe, con lo tarde que es! —comentó, cerrándola, tanto para tranquilizar a Ramata como para lanzarle un aviso al conductor—. Bueno, mamá, hasta mañana. Bah, ya son casi las dos y media y ya ha empezado el día. Hasta luego pues.

—¡Hasta luego, hijo! —respondió ella a través del cristal bajado—. A Ranrhar —anunció al chófer.

El taxi se puso en marcha.

El trayecto debía durar tres cuartos de hora a lo sumo. Ramata Kaba estaba cansada de alegría, literalmente, por haber tenido un nieto. La fuerte emoción del principio, que la había hecho llorar, había cedido, y la había dejado inmersa en una especie de agradable sopor. Además, tenía sueño. Por suerte, el taxista no era, como sucedía a menudo, uno de esos charlatanes impenitentes que parloteaban sin parar creyendo suscitar el interés de los clientes. Este conducía en silencio. Ramata se arrellanó cómodamente en el respaldo y cerró los ojos cuando, después de recorrer la avenida del presidente Lamine Guèye, el taxi tomó la autopista Seydina Limamoulaye El Mahdi. Llevaba unos quince minutos en el taxi cuando, de repente, la brutal maniobra del conductor provocó que abriera los ojos. El taxi había dejado atrás el estadio Léopold Sédar Senghor, había girado bruscamente a la izquierda y había seguido por un camino arenoso, tras abandonar la calzada.

—¿Qué significa esto? —preguntó, extrañada, Ramata Kaba.

No recibió respuesta.

—¡Te van a meter en la cárcel y te vas a pudrir allí hasta que mueras! —amenazó tratando de aparentar calma, pese a su incipiente inquietud—. Sabes perfectamente que mi yerno ha anotado el número de tu coche, así que esta misma noche te van a detener. Más vale que pares ahora mismo.

Sin abandonar su mutismo ni dejarse impresionar, el conductor continuó a toda velocidad. El terror comenzó a adueñarse de ella. El reposacabezas le impedía ver la cara del hombre en la penumbra. Se puso a lanzar estridentes chillidos, pidiendo socorro, pero pronto se dio cuenta de que era inútil. El taxi circulaba a toda velocidad, saltando peligrosamente en medio de las dunas de arena, en un paraje desierto. Aparte de las dos franjas amarillas proyectadas por los faros que taladraban la noche, la oscuridad era total.

Ramata Kaba optó por cambiar de táctica.

—Llévame a mi casa y te daré todo lo que quieras —trató de engatusarlo—. Aquí en el bolso tengo poco dinero, pero en casa...

El resto de la frase quedó ahogado en su garganta. Lanzado a toda velocidad, proyectado en el aire por una elevada duna, el coche cayó con violencia sobre las dos ruedas de un lado. Así prosiguió un centenar de metros, inclinado, y cuando volvió a apoyarse sobre las cuatro ruedas, comenzó a patinar como si se deslizara sobre hielo hasta que acabó atascándose, con el motor embalado. El chófer quitó el contacto. Enseguida se instaló un denso silencio, tan profundo que se oían los chirridos de una pareja de grillos que copulaban en los alrededores. El hombre salió del taxi, abrió la puerta de atrás, inclinó el torso hacia el interior y, tras encender la lámpara cenital, tocó el pecho izquierdo de Ramata con la afilada punta de un puñal, todavía agitado por el pavor y el zarandeo del vehículo. Con un movimiento de cabeza, le ordenó que bajara y retrocedió para dejarle paso.

Muerta de miedo, salió temblando del taxi. Después de arrancarle el bolso, se le acercó encarándole el puñal al cuello, adornado con una gruesa cadena de oro que en la oscuridad brillaba con mayor intensidad que el arma. Se preguntó, retrocediendo instintivamente, si querría degollarla o apoderarse de la joya. Entonces él le puso la zancadilla. Cayó hacia atrás, con las piernas al aire. La falda del vestido se ahuecó hasta cubrirle la cara. Se debatió tratando de destaparla.

Por la puerta abierta del taxi, la lámpara encendida proyectaba un rayo de luz que iluminó el nacimiento de los muslos de Ramata Kaba y sus exiguas bragas blancas que el conductor observó con gran atención.

Cuando por fin logró liberarse la cara y levantarse a medias, el chófer, con el pantalón bajado ya hasta los tobillos, la empujó con brutalidad hacia el suelo y se dejó caer encima, aplastándola con todo su peso. Intentó arañarle la cara, pero más rápido que ella, él la agarró por las dos muñecas con una sola mano. Aunque efectuó enormes esfuerzos para soltarse, no lo logró. Gritó y gritó hasta no poder más, pero sus chillidos se confundieron con el zumbido de los reactores del avión que planeaba en dirección al aeropuerto. Observando sus luces de posición, que parpadeaban en la noche a modo de grandes estrellas verdes y anaranjadas, concibió la esperanza de que tal vez el piloto los hubiera visto, pues el aparato volaba muy bajo. Sí, seguro que los había visto. Habría avisado a la torre de control de que un hombre estaba agrediendo a una mujer en una zona próxima; precisaría el lugar donde se encontraban. La torre de control habría prevenido enseguida a la Policía del aeropuerto, que en ese instante acudía a salvarla. No iban a tardar, sólo tenía que resistir y esperar su llegada. Forcejeó con un vigor del que no se creía capaz, pero fue en vano. El taxista era mucho más fuerte que ella y pronto sintió que la abandonaban las fuerzas. Por un breve instante, se planteó renunciar a toda resistencia, pero rechazó con vehemencia la idea. Impelida por un asco surgido de lo más profundo de sí, logró cruzar las piernas. Iba a luchar hasta que saliera el sol. No iba a dejarse mancillar por esa bestia de respiración sibilante cuyo fuerte olor a alcohol y a tabaco le producía náuseas y cuyo sexo desbocado le hurgaba el bajo vientre. Pero ¿por qué diantres no llegaba la Policía? ¡Ah, si pudiera tener las manos libres! Entonces habría dejado que la bestia se confiara para apoderarse de ese sexo y de los testículos, y entonces habría estado salvada. A falta de esos atributos masculinos, tenía su mejilla al alcance de la boca, cobijo de la única arma con que contaba: los dientes. Lo mordió con contundencia, hasta el punto de sentir como chocaban los incisivos de arriba y de abajo. El gusto insípido de la sangre le acentuó las náuseas. Separó los dientes y salpicó con su vómito la cara del conductor. Este no pareció advertirlo, como tampoco dio muestras de notar la mordedura en la mejilla.

Sin soltar las muñecas de Ramata, se levantó y la arrastró consigo. Tras asestarle un violentó rodillazo entre los pechos, la soltó. Ella se desplomó en el suelo, sin respiración, medio inconsciente. Y del mismo modo en que los dondiegos de día se abren al salir el sol, sus piernas se separaron. Él volvió a ponerse encima y le desgarró las bragas cuando comenzaba a recuperarse un poco y se disponía a reanudar el combate. Era demasiado tarde, sin embargo. El hombre se había arrodillado entre sus muslos. Toda resistencia era superflua. Se sintió humillada, vencida, rota. No podía comprender, no quería aceptar que le ocurriera tamaña ignominia. No, no era cierto, estaba padeciendo una pesadilla. Anoche, en la cena, el cocinero se había esmerado y ella se había atiborrado de langostas a la crema, se había acostado en su cama, le había dado una indigestión y su sueño se había visto enturbiado por horribles sueños. Era eso. Era víctima de una pesadilla, acababa de constatarlo. Como siempre cuando uno se da cuenta de que está soñando, se despierta. Iba a despertarse y la pesadilla cesaría.

Supo que no estaba en su cama, que no soñaba, cuando la penetró con una sola embestida y comenzó a estremecerse de pies a cabeza. Se debatió un instante aún, pero fue breve...

Va aferrada a las crines de un veloz corcel de ruidoso aliento que arranca chispas bajo sus pies y que la lleva en un fantástico galope en plena oscuridad, ¿Desde cuándo galopa, está cerca o lejos, quién es ella, de dónde viene y adónde va? La carrera se vuelve más y más frenética, tanto que los cascos del corcel no tocan ya el suelo. Se siente entonces transportada a través del espacio sideral a una velocidad meteórica. De improviso, una cegadora claridad surgida del fondo de las tinieblas hace que el caballo se encabrite con un fogoso relincho. Mientras éste prosigue su fantástico galope, se siente arrastrada en una vertiginosa caída que se mezcla con largos chillidos.

Cuando por fin aterrizó, Ramata se encontró sola, acostada en la arena en medio de la oscuridad. El conductor había desaparecido con el taxi. Todo estaba tranquilo y en silencio a su alrededor. Hasta sus oídos llegó el inconfundible ruido del distante mar, transportado a lomos de la brisa nocturna cargada de yodo. Tenía el cuerpo entero sacudido por espasmódicos estremecimientos, como si todavía estuviera aferrada a las crines del corcel de frenético galope. Se levantó y dio un par de pasos indecisos. Aquejada de vértigo, volvió a acostarse en la arena. Encogida en posición fetal, con las manos pegadas a las mejillas, los brazos doblados y los codos apuntalados en las rodillas plegadas, permaneció largo tiempo inmóvil, con los ojos abiertos en la negrura, sin pensar en nada, con la mente en blanco, apaciguada, invadida por un sosiego como no había sentido nunca.

Mucho más tarde, se sentó. Con la vista adaptada a la oscuridad, distinguió sus bragas rotas, sus zapatos alejados el uno del otro; entre ambos había una caja de cerillas. La recogió al mismo tiempo que los zapatos y abandonó las bragas inservibles. Al llevarse la mano al cuello, comprobó que la cadena había desaparecido. Se puso en pie, libre ya del vértigo. No tenía ninguna noción del tiempo que había permanecido acostada e ignoraba dónde se encontraba exactamente. Sólo recordaba que el taxi había pasado ya el gran estadio.

Guiada por una tenue luz visible en el horizonte, proveniente sin duda del aeropuerto, descalza porque era más cómodo para ir por la arena, se puso a caminar con los zapatos en una mano y la caja de cerillas en la otra. La soledad no la asustaba, nada la asustaba ya. Nada podía ocurrirle después de lo que le había sucedido ya. La caja de cerillas tenía para ella más valor que la joya que había perdido. Era el recuerdo del hombre que, de una manera fulgurante y cegadora, había traído la luz a su oscuro universo. La conservaría como un buen cristiano guarda una santa reliquia, por si acaso no volvía a verlo. Pero lo volvería a ver, de eso estaba segura.

A los cincuenta años, después de más de treinta y cinco de vida sexual activa, jamás había sentido la menor satisfacción. A partir del momento en que había tomado conciencia de ello, su existencia había quedado envenenada. Sin duda a causa de ese sentimiento, con la esperanza de curarse de lo que consideraba una enfermedad, jamás había tenido la presencia de ánimo de rechazar las proposiciones de un hombre, cuando no las buscaba incluso ella misma. De sus múltiples aventuras no había obtenido, sin embargo, nada que la colmara. Había acabado por desanimarse, convencida de que conservaría para siempre aquella tara, y ahora resultaba que, gracias a un taxista, un desconocido, había alcanzado, contra toda expectativa, el más alto grado de excitación sexual.

—¡Lo encontraré! —exclamó en voz alta en medio del silencio de la noche—. Además, Armando ha anotado el número del taxi en su cuaderno.

Caminó largo rato antes de distinguir claramente las luces del aeropuerto. Entonces pudo orientarse y encontró la carretera. Continuó todavía andando sin encontrar a nadie y, exhausta y con los pies doloridos, llegó a su casa con las primeras luces del alba. Apretó con insistencia el timbre de la entrada hasta que el portero acudió por fin a abrir. La observó al entrar, extrañado de su desaliño y de la arena que la cubría de pies a cabeza, pero no hizo preguntas ni comentarios.

Al llegar a su habitación, se fijó en algo que había escrito en la caja de cerillas. Era una caja Le Boxeur, con la efigie de Battling Siki en la parte de delante. En el dorso había anotados el nombre de un hombre: Ngor Ndong; también figuraba el de un pueblo: Sangalcam.

Tomó un baño caliente y luego uno frío y, relajada, se acostó. Durmió hasta después de mediodía. Al despertar sació el hambre con un copioso desayuno, se vistió rápidamente y salió. Tomó el taxi que el portero había pedido para ir a retirar el jaguar al garaje. Durante el trayecto, preguntó al chófer si conocía, entre sus colegas, a un tal Ngor Ndong, que vivía en Sangalcam; puso como excusa que tenía un recado importante para él. El hombre hizo memoria y acabó dando una respuesta negativa.

«¡Da igual! —se dijo—. Armando tiene su número y no será difícil localizarlo.»

Poco antes de la una y media aparcó el Jaguar de color blanco crema en la zona de aparcamiento de la Maternidad. Era la hora de las visitas y la puerta estaba abierta.

—¡Ramata! —exclamó Dieynaba cuando entró en la habitación A.

De pie en el centro, con el camisón arremangado y las piernas separadas, acababa de ponerse una compresa. Se arrojaron una a los brazos de la otra y permanecieron largo tiempo abrazadas, en silencio.

—¡Te he esperado toda la mañana! —confesó por fin la hija con tono de reproche—. Quería llamarte a casa, pero cada vez me decía que ibas a llegar de un momento a otro.

Ramata se separó de ella y, tomándola por el hombro, la llevó hasta la cama, donde se sentaron juntas.

—Vine anoche —se justificó con cierta incomodidad—. Como dormías, no quise molestarte.

—Armando me lo ha dicho cuando me he despertado esta mañana.

—Me fui muy tarde y, al llegar a casa, no pude pegar ojo de tan excitada que estaba con la alegría de ser abuela. No me he dormido hasta la madrugada y me he despertado hacia las doce. ¿Cómo estás, muy cansada?

—Muy bien, me he recuperado bastante. Al principio estaba un poco asustada, pero Armando estaba allí, me daba la mano y me animaba. Superé el miedo y controlé la respiración. Se me hizo un poco largo porque las contracturas no eran frecuentes, pero, al final, todo salió bien. ¿Y tú, Ramata? ¿Fue duro para ti? ¿Gritaste cuando me trajiste al mundo?

—¡No, cariño! Como eras un bebé muy grande, me hicieron de entrada una cesárea. No tuve tiempo de gritar.

—A mí me la querían hacer, pero he preferido ver nacer a mi hijo estando despierta. Pese a la insistencia de Armando, no acepté, en vista de que ni la vida del bebé ni la mía corrían peligro.

—¿Dónde está Armando, por cierto? —preguntó Ramata Kaba.

—No debe de andar muy lejos. Ha salido para acompañar al tío Armando, que ha venido a ver a su nieto.

—Debía de haberse ido ya cuando he llegado, pues no he visto su coche en el aparcamiento.

—¿Y papá?

—Llega a las tres. ¡Se llevará una agradable sorpresa!

—¡Sí! Va a estar muy contento, y más viendo lo mucho que se le parece el niño.

—Pues Armando dice que se le parece a él.

—¡No! Se parece mucho más a papá.

Se miraron y dejaron escapar al mismo tiempo una alegre carcajada, felices.

Armando las encontró abrazadas.

—¡Cualquiera que no os conociera os tomaría por dos hermanas! —comentó tras besar a Ramata en la mejilla.

—Hijo, ¿guardaste el número del taxi que cogí anoche? —preguntó Ramata.

Armando buscó en los bolsillos de la bata y, al no encontrar nada, afirmó que no sabía dónde había dejado el cuaderno.

—¿Qué ocurre? —inquirió Dieynaba.

—Perdí la cadena Van Cleef y Arpels, la que me regaló tu padre cuando naciste —explicó a Ramata—. Quería regalártela, por eso me la puse al venir. Por desgracia, te encontré dormida. Pensé que se habría caído en el taxi, aunque en realidad no estoy segura. ¡No sé dónde la perdí! ¿Qué hora es?

—Las dos y media —contestó Armando, tras consultar el reloj.

Ramata se puso en pie.

—Me voy al aeropuerto —anunció—. El avión de tu padre llega dentro de media hora.

Se dijo que conseguiría encontrar a Ngor Ndong, lo más rápidamente posible y fuese como fuese.

El ayudante jefe Ibnou Faye, comandante de la brigada de gendarmería de Rufisque, estaba muy preocupado. No sabía cómo se podría solucionar todavía por vía amistosa aquel asunto de la tontina que le llegaba de Sébikotane. Tenían un centenar de denuncias por desvío de fondos y abuso de confianza depositadas contra la presidenta y la tesorera de la asociación financiera por miembros de la asociación que llevaban casi tres años sin recibir su cuota en el reparto. La suma rondaba los cuatro millones y medio. Las denunciantes aseguraban haber recurrido sin resultado a todas las vías de acuerdo posibles y afirmaban que si habían llevado el caso a la Policía, era porque no querían ya oír hablar de reconciliación, sino de devolución. Ibnou Faye pensó que no tendría más remedio que detener a las dos responsables y no le gustaba nada. Meter en chirona a una mujer era lo que más le repelía de su oficio.

No obstante, si no las arrestaba, los miembros de la tontina no dudarían en acusarlo de haber olvidado su denuncia porque mantenía excelentes relaciones con la presidenta, que, sin duda, le untaba la mano. Aquello era falso, por supuesto, pero más valía no dar pie a chismorreos. ¡Además, aquellas dos mujeres habían ido muy lejos! Se habían quedado con el dinero de otros y tendrían que pagarlo. Así eran las cosas...

El ruido del teléfono situado en un rincón de la mesa interrumpió el hilo de los pensamientos de Ibnou. Entonces sacó del bolsillo de la guerrera un pañuelo ya húmedo con el que se enjugó el sudor de la frente y el cuello. Pese a las grandes aspas del ventilador que agitaban el aire y a la ventana abierta, en su oficina hacía un calor bochornoso esa tarde de junio. El teléfono sonaba por tercera vez cuando, después de guardar el pañuelo en el bolsillo, tomó el auricular.

—¡Brigada de la gendarmería de Rufisque al aparato!

—Querría hablar con el comandante de la brigada, por favor —solicitó alguien con amabilidad.

—El mismo al habla. ¿Quién llama?

—El ministro do Justicia, Matar Samb.

—Ayudante jefe Ibnou Faye a su servicio, señor ministro —saludó con tono respetuoso y sorprendido a la vez.

—Perfecto, comandante, necesitaba precisamente sus servicios. Verá... Sangalcam queda en su sector, ¿verdad?

—¡En efecto, señor ministro de Estado!

—Pues bien, necesito localizar a un habitante de Sangalcam llamado Ngor Ndong, un taxista. ¿Lo conoce?

Ibnou Faye se tomó un momento de pausa antes de responder.

—Disculpe, señor ministro, conozco a Ngor Ndong, pero no es taxista...

—El que me interesa es taxista. Debe de haber varios Ngor Ndong. Es al taxista a quien busco.

—Disculpe, señor ministro, sólo hay un taxista en Sangalcam. Es un guineano llamado Algassimou Diallo; tiene la casa justo delante del dispensario. En el pueblo sólo conozco a un Ngor Ndong, un joven. Fue aprendiz, pero nunca llegó a taxista.

—¿Ah sí, comandante? Espere, no cuelgue...

Ibnou Faye oyó un vago rumor de conversación al otro lado del hilo y, luego, de nuevo la voz del ministro de Estado.

—¿Sí, comandante? Si es el único que responde al nombre de Ngor Ndong, tiene que tratarse de él.

—Bien, señor ministro. ¿Habrá cometido algún delito otra vez, supongo?

—¿Un delito dice? Oh, no, comandante, al contrario. Anoche le prestó un gran servicio a mi esposa, que está empeñada en expresarle personalmente su agradecimiento. Dice incluso que va a ir a su cuartel. Comandante, cuento con usted, por favor, para que trate de localizar a Ngor Ndong antes de su llegada. ¡Adiós, comandante, y muchas gracias!

Ibnou Faye colgó cuando el ministro cortó la comunicación; se quedó pensativo. ¡Qué increíble!

Salió de la oficina acariciándose la hirsuta barba, ornamento bastante inusual en un gendarme. Su cara era alérgica a toda forma de afeitado. Enseguida le salía un forúnculo no bien había pasado la hoja, lo cual lo obligaba a guardar cama durante dos semanas con la cabeza hinchada como una calabaza. El médico lo había autorizado a dejarse barba, con una prima mensual de mantenimiento de trescientos cincuenta francos. Todavía se acariciaba el mentón, abstraído, cuando entró en la gran sala central, en torno a cuya mesa trabajaban media docena de agentes.

—¡Dème! —llamó.

Un joven de unos veinticinco años irguió la cabeza.

—¿Sí, Charlie Bravo?[9]

—Vamos a Sangalcam.

—De acuerdo, jefe. Voy a sacar el Land Rover del garaje —anunció Dème, levantándose.

Cogió la gorra y salió. Ibnou fue tras él. En la sala de espera, que estaba llena de gente, de mujeres sobre todo, en su mayoría de pie, las denunciantes de la tontina se acercaron a él.

—Jefe Faye, ¿y nuestro problema? —preguntaron a la vez.

Sin detenerse, Ibnou Faye les pidió que regresaran a la mañana siguiente, explicando que mientras tanto convocaría a la presidenta y a la tesorera porque iba a estar ocupado el resto del día, y después se fue con Dème sin atender a las recriminaciones de las mujeres.

Los mismos gendarmes habían dado a Sangalcam el apodo de «pueblo sin ley». En esa población intervenían más que en todo el resto de su zona. Y es que Sangalcam estaba lleno de habitantes llegados de los más diversos horizontes. Era un pueblo de aluvión. Los inmigrantes era mayoritarios y los escasos autóctonos no poseían ninguna raíz...

El nombre de Sangalcam, que significa literalmente «Recobra Cam», está ligado a uno de los más gloriosos episodios de la historia de los lebus.[10] Hace tiempo, mucho antes de que los toubabs conquistaran el país, la actual región de Dakar, exclusivamente habitada por los lebus, pertenecía al reino de Cayor. En señal de vasallaje, cada año, poco antes de la época de lluvias, uno de los doce pueblos de la zona debía llevar a la capital del reino, Mboul, una gran cantidad de arena fina y de conchas blancas para adornar la sepultura del damel[11] y de los grandes dignatarios, así como una importante provisión de sal y de pescado seco para el avituallamiento de su ejército.

El año de las grandes lluvias y de las fuertes inundaciones que habían provocado la expulsión a los elefantes, que habían hecho surgir numerosos cursos de agua y brotar las innumerables palmeras de la región de Niayes, donde Ballobé Diop, con apenas treinta años, fue elegido diaraf[12] de Bargny gracias a su fuerte personalidad, su clarividencia y su ardor en el trabajo, coincidió con el turno en que correspondía a dicho pueblo llevar el tributo. Después de consultar al consejo de ancianos que le prestó su apoyo y prevenir a los diaraf de los otros pueblos lebus, Ballobé envió a su primo Bandak a Mboul para anunciar en persona al damel de Cayor que Bargny se negaba a obedecer una ley que consideraba injusta.

Así habló Bandak, después de haberse identificado y haber saludado al damel sentado delante de toda su corte reunida.

—En tiempos inmemoriales, los lebus, pueblo de pescadores habitantes de los márgenes del Nilo, refractarios a toda forma de monarquía, abandonaron su patria de origen, el Egipto de los faraones. A lo largo de su éxodo, que duró más de un milenio y en el curso del cual atravesaron desiertos, sabanas y selvas, escalaron colinas y montañas, franquearon ríos y lagos, se dedicaban a la pesca cuando podían, nunca lograron asentarse de manera prolongada en ningún sitio a causa de su pronunciado apego a la libertad. Al llegar por fin al borde del mar, se instalaron de manera definitiva allí y, sumando a sus actividades de pesca la agricultura, vivieron en paz, sin pedir nada ni deber nada a nadie. Pero el reino vecino de Cayor, demasiado poderoso, vino a imponer su soberanía sobre su territorio; los lebus, demasiado débiles, no osaron rebelarse, olvidando incluso los motivos que habían impulsado a sus gloriosos antepasados, hombres de una pieza enamorados de la justicia, a abandonar para siempre su lejana patria y una verdad convertida en proverbial para ellos: «¡El lebu no conoce rey! Bargny tiene un nuevo diaraf, que se llama Ballobé Diop. Él considera que el reino de Cayor no tiene ninguna autoridad sobre su pueblo, que está totalmente de acuerdo con él. Por consiguiente, si tú, damel Amary Ngoné Ndella Coumba, deseas arena y conchas, él, diaraf Ballobé Diop, te concede la autorización para enviar tantos hombres o mujeres como quieras, para venir a aprovisionarse gratuitamente y llevarse toda la carga que puedan transportar, pues en Bargny, la arena y las conchas son los regalos inagotables de la naturaleza. En cuanto a la sal y el pescado seco, si los quieres, es obligado que los pagues a sus propietarios. Que quede bien claro lo que he dicho. ¿Lo has comprendido bien? Mi lengua ha repetido palabra por palabra, sin omitir nada, el mensaje de mi primo, diaraf Ballobé Diop. Eso es cuanto tenía que comunicarte, damel Amary Ngoné Ndella Coumba. Recibe mi saludo».

—¡Deberían arrancarte esa lengua de la boca antes de separarte la cabeza del cuerpo! —replicó el damel levantándose con presteza, con semblante ensombrecido y la voz vibrante de cólera mal contenida.

Precisó a Bandak que su condición de enviado lo salvaba de una muerte segura, pero que ésta no tardaría de todas formas en llegar. Le encargó que volviera a decirle a ese pretencioso de Ballobé Diop que en el plazo exacto de una semana, entrada la mañana, él mismo, damel Amary Ngoné Ndella Coumba, iría al frente de su ejército a castigar con rigor la más extrema ofensa que le había sido infligida nunca. Respondiendo con otro proverbio, ellos, en Cayor, decían que una bofetada en plena cara se venga por sí sola. Él se vengaría de la bofetada que Bargny le había dado. Quemarían el pueblo y decapitarían a todos los hombres. Primero le tocaría el turno a Ballobé y luego a Bandak, una vez que los hubieran capturado, vivos a ser posible, o si no, después de muertos en combate. Se llevarían sus cabezas como trofeos y los cuerpos los arrojarían a las llamas. Las mujeres y los niños, plegados bajo las cargas de sal, de pescado seco, de arena y de conchas, serían conducidos a Mboul y reducidos a la esclavitud. ¡Que Ballobé Diop no diga que el damel Amary Ngoné Ndella Coumba lo ha atacado por sorpresa!

Tras cuatro días de marcha forzada, igual que en la ida, Bandak volvió al pueblo a transmitir la amenazadora respuesta del damel. Ballobé no se inmutó, sin embargo. Quedaban aún tres días, durante los cuales Bargny se preparó para la guerra.

Esa misma noche, los ancianos fueron al bosque de Bahadiah para consultar a Ndogal, el genio protector del pueblo. Ndogal recomendó un sacrificio: antes del amanecer había que inmolar a una niña de diez años; con su cadáver se confeccionaría un grigri. Así, el pueblo lograría una victoria total. Ningún habitante perdería la vida, no sólo en la batalla que habría que librar contra el damel de Cayor, sino en cualquier otra batalla futura en la que participase, en todo el mundo, y nunca, por más poderoso que fuera, rey alguno conseguiría imponer su ley en Bargny hasta el fin de los tiempos.

Entre eso y un pueblo destruido, con los hombres masacrados y las mujeres y los niños reducidos a la cautividad, no dudaron mucho en elegir. Entre los ancianos, había tres que tenían hijas de diez años y todos se ofrecieron voluntarios para entregarlas. Hubo que proceder a un sorteo y luego se llevó a cabo el terrible sacrificio.

El tiempo apremiaba. Bargny no poseía ejército profesional. Diaraf Ballobé convocó con urgencia sus tropas. Todos los hombres en edad y condiciones idóneas se presentaron. En total sumaron ciento noventa y nueve voluntarios, un tercio de los cuales eran viejos.

En vistas de tan pobre número, Ballobé efectuó una llamada a los otros jefes de los pueblos lebu, a los que les explicó que el combate que Bargny debía efectuar contra el damel de Cayor era el combate de todos. Los veintidós hombres que envió, dos por cada pueblo, regresaron con la misma respuesta negativa. Los once pueblos consideraban que el combate de Bargny no les concernía para nada y, por lo tanto, rehusaban de forma categórica, sin excepción, aportar cualquier clase de ayuda. Ellos no tenían ningún tipo de contencioso con el damel y no querían tenerlo. Los habitantes de Bargny eran los únicos responsables, merecían todo lo que se les venía encima por haber elegido como diaraf a un niño. Y puesto que ese niño, ese Ballobé Diop, por cosas insignificantes que Bargny poseía en abundancia, había querido desdecirse de la palabra dada por sus antepasados a los antepasados del damel de Cayor y exponer a su pueblo a la destrucción total, debía acarrear las consecuencias. Que se las arreglara solo, tal como había tomado solo su alocada decisión; que no pidiera socorro a nadie, porque ningún pueblo lebu le prestaría apoyo.

Al considerar insuficiente su falta de solidaridad, para no comprometerse, los otros diaraf mandaron once embajadores a Nboul, acompañados cada uno de once muchachos y once muchachas cargados con los cestos llenos de provisiones que Bargny se negaba a entregar. Los delegados declararon al damel que la ausencia de un solo mono no redundaría en detrimento de la unión, que los otros lebus condenaban de manera unánime y sin reservas la pueril actitud de Ballobé y de su pueblo, desaprobaban su desatinado desacato y creían que tenían bien merecido el castigo que les habían reservado.

El desapego de sus parientes causó un gran disgusto a Ballobé, pero no hizo mella en su voluntad. Bargny debería combatir solo. La víspera de la fecha crítica, poco antes de ponerse el sol, el pueblo de Ngalape salvó el honor de los otros pueblos lebus. Una joven llamada Cam Mbenga, armada con una azagaya en la mano derecha, un arco en la izquierda y un carcaj lleno de flechas en bandolera, llegó para sumarse a las filas de Bargny. Tras haberle dado profusamente las gracias, diaraf Ballobé le dijo que las mujeres no debían participar en el combate. Cam Mbenga respondió que lo sabía muy bien, pero que había acudido enviada por su padre. Este tenía más de cien años y ya no le sostenían las piernas. Contaba, gracias a Dios, con una familia numerosa, cincuenta dones del cielo vivos, pero únicamente con hijas, todas las cuales estaban ya casadas salvo ella, Cam, la benjamina, que tenía veinte años y aún estaba soltera. Indignado por la traición de los pueblos lebus, de no haber sido por su avanzada edad, su padre se habría sumado a la causa de Bargny, que para él era justa y noble. Por eso le había dado sus armas y la orden de ir a combatir en su lugar. Ella, Cam Mbenga, hija de Lisikeury Mbenga de Ngalape, estaba resuelta a respetar la voluntad paterna y no veía ninguna fuerza en el mundo capaz de impedírselo.

Ante tanta determinación, los ancianos acordaron admitir a Cam a título excepcional entre los combatientes. Le dijeron que comprendían el gesto de su padre Lisikeury, porque la «habitación» de su madre se encontraba allí, en Bargny.

Al día siguiente, día de la confrontación, desde el amanecer concentraron en la playa a los niños y a los ancianos demasiado viejos para combatir, pues en caso de derrota estarían listos para ir a buscar refugio por mar en Djifer, montados en las piraguas donde habían dispuesto ya su equipaje.

Por la mañana, cuando el sol había cubierto la mitad de su trayectoria, una gran polvareda anunció la llegada de la vanguardia del ejército de Cayor, formada por la caballería provista de fusiles y capitaneada por el propio damel.

Al frente de sus tropas, compuestas de ciento noventa y nueve hombres y una mujer, diaraf Ballobé salió a la carga contra el enemigo, armado de la feroz voluntad del jabalí arrinconado contra un árbol y que es consciente de que debe vencer o morir.

El encuentro tuvo lugar en Panthiur, un bosquecillo situado al este de Bargny, después de los campos, entre el río Hulupe y el pueblo de Ndouhoura.

Pese a ser cinco veces inferiores en número y no contar con caballos ni armas de fuego, las tropas del diaraf Ballobé Diop causaron una escabechina y la huida del potente ejército de Cayor, considerado invencible hasta entonces.

El sacrificio consentido no había sido vano, pues les brindó la protección absoluta para el pueblo que había garantizado el genio Ndogal. En el momento en que, confiados a lomos de sus caballos, los soldados de Cayor apuntaban las armas aguardando la orden del damel para disparar contra la heterogénea horda que avanzaba, corriendo en desorden, con un dispar armamento compuesto de palos, piedras, algunos arcos, flechas y azagayas, unos enjambres de abejas oscurecieron el cielo cual nube de langosta y se precipitaron contra ellos y sus monturas. No atacaron, en cambio, a la gente de Bargny.

En las filas del ejército de Cayor pronto se produjo la desbandada, entre alaridos y relinchos de dolor. Enloquecidos por las picaduras de los insectos, los caballos desarzonaron a los jinetes y, desbocados, se dispersaron por el campo antes de morir con los ollares inflamados. El damel y sus hombres, que se habían quedado todos sin montura y habían perdido en su mayoría las armas, huían despavoridos bajo el pertinaz acoso de aquellas asombrosas abejas que respetaban milagrosamente a sus enemigos. Las tropas de diaraf Ballobé no tuvieron más que perseguirlos y matar a un gran número de ellos, entre los que se contaban dos príncipes, el hermano menor y el tío del damel.

Aquella estrepitosa derrota de Bargny supuso el fin definitivo del dominio del reino de Cayor sobre el territorio de los lebus. Inmediatamente después de la batalla, diaraf Ballobé envió de nuevo a Bandak para comunicar al damel que, de las dunas de arena amarilla de Diander hasta las colinas gemelas de Uaka, y de la isla de Ngor a los acantilados rojos de Dialaw, todos los pueblos estaban habitados por parientes suyos, que quedaban por lo tanto bajo su protección. A partir de entonces, nadie les volvería a llevar nunca más conchas, ni arena, ni pescado seco ni sal. Y si Amary Ngoné Ndella Coumba, se atrevía a agredir a un solo pueblo lebu, él, diaraf Ballobé Diop, le prometía otra lección, mucho más fulgurante, más mística y más humillante que la que acababa de administrarle.

Con la cara todavía hinchada por las picaduras de abeja, el damel respondió que había oído y comprendido. De este modo dejó tranquilos, al igual que lo hicieron sus sucesores, al conjunto de los pueblos del territorio al que los historiadores suelen referirse con la errónea denominación de república Lebu.

Nunca existió tal república. Una república implica que haya, como mínimo, un poder central y unas leyes comunes. Pese a que había una organización social casi idéntica en todas partes, con el diaraf, el consejo de los notables, de los jóvenes y el conservador de las tierras, elegidos todos democráticamente pero sin privilegios ni distinciones de ninguna clase, y un consejo de ancianos al que se accedía en virtud de la edad, la sabiduría y los conocimientos ocultos, no existía ningún jefe superior, cada pueblo era autónomo y contaba con su propia administración, de tal forma que ninguno tenía preeminencia sobre otro.

Al día siguiente de la batalla, cuando avergonzados por su comportamiento, los otros diaraf acudieron en delegación a Bargny para solicitar el perdón de Ballobé, para felicitarlo y para darle las gracias, le propusieron de forma unánime asumir las funciones de jefe de la asamblea de pueblos lebus. Ballobé les concedió el perdón sin rencor, pero declinó la oferta.

—¡Queréis hacer de mí un damel! —les explicó, riendo—. Sabéis muy bien que eso es imposible, porque el lebu no reconoce ningún rey. Os doy las gracias por la gran confianza que demostráis en mí, pero no puedo aceptar. Los lebus no necesitan un damel, sino ser solidarios entre sí. Nuestras tierras son vastas y fértiles, nuestros bosques abundantes en caza, y el mar está ahí, siempre generoso, de tal suerte que cada pueblo se basta para proveer sus necesidades. Todos somos parientes y en caso de dificultad debemos ayudarnos. Volved a vuestras casas y dirigid vuestros pueblos en la concertación, la justicia y la paz, sin abusar de la autoridad. Que el hermano menor siga al hermano mayor y que el hijo siga al padre.

Así lo hicieron, y los lebus, independientes de todos los otros reinos del país, vivieron con paz y prosperidad, al abrigo de guerras y hambrunas...

Los primeros toubabs, exploradores que llegaron por barco al país en plena estación de lluvias se dejaron engañar por la lujuriante vegetación que habían propiciado ese año las lluvias. Creyendo que aquella verde espesura era permanente, denominaron al territorio de los lebus la península del Cabo Verde. Aquellas personas se fueron de allí poco tiempo después.

Tras ellos llegaron, varias décadas más tarde, unos toubabs comerciantes. Algunos se instalaron en la isla de Ber,[13] deshabitada, tras pedir autorización a los pescadores que ocupaban unas cabañas de paja en el continente, a cambio de unas cuantas barras de hierro, de abalorios y barricas de vino tinto. Otros prosiguieron hasta Ndar.[14] Una vez asentados, los toubabs firmaron tratados de amistad con los pescadores para aprovisionarse de agua potable, para visitar los pueblos, entablar relaciones cordiales con los habitantes, comerciar y hacer trueque con ellos. Poco tiempo después, fundaron una sede comercial en Teungedj,[15] y más tarde, en Diuwala.[16]

Los toubabs traían extraordinarias mercancías, como velas, espejos, golosinas, telas, agujas, hilo, jabón o vino tinto, que trocaban por carne fresca, cera, pieles, miel, goma arábiga y sal. Todo el mundo estaba contento, pues unos y otros salían beneficiados.

Pronto, sin embargo, los toubabs no se conformaron con los productos animales, vegetales y minerales; estimaron que el producto humano era mucho más rentable. Entonces penetraron en el interior del país y compraron o capturaron esclavos para venderlos en las Américas. Y durante tres siglos, el comercio de ébano fue próspero.

Luego llegó por fin otra clase de toubabs, que no eran ni exploradores ni comerciantes. Eran militares, conquistadores temibles, astutos y eficaces. Desde su base de Saint-Louis, gracias a los cañones y a los fusiles, en el poco espacio que media entre dos generaciones, dislocaron enfrentándolos unos contra otros, a la totalidad de los reinos del país, como el Cayor, el Baol, el Djolof, el Walo, el Fouta Toro, el Sine, el Rip, el Saloum, el Niani Wouli, el Bomabouk, el Fouladou, el Kassa, el Fogny, el Blouf, el Pakao... Casi todos los reyes perecieron en combate; los que no, fueron capturados y deportados sin posibilidad de regreso. Uno solo de ellos, el rey de Djolof, consciente de la superioridad de los toubabs, decidió exiliarse hacia otros horizontes para ponerse a las órdenes de otro rey que él consideraba dotado de fortaleza suficiente para contenerlos, pero que al final resultó también derrotado. Todas las reglas y estructuras sociales se vieron trastocadas por completo. A los príncipes menores de edad los enviaron a la Escuela de los Rehenes, los adultos se convirtieron en simples cultivadores, palafreneros o comerciantes, mientras que los antiguos cautivos de las coronas derrocadas que se habían situado, en el último momento, en el bando de los nuevos amos, alcanzaron la posición de reyes.

El territorio de los lebus, al no ser un reino, se mantuvo al margen de las refriegas. Los jefes toubabs respetaron los tratados de amistad firmados por sus antepasados. Durante todos aquellos años de conflicto, no hubo ni un disparo en esa zona. Al contrario del resto del país, cuya conquista se llevó a cabo a sangre y a fuego, la ocupación de la península del Cabo Verde se efectuó de manera pacífica, sin la menor escaramuza. La organización social de los lebus se mantuvo gracias a ello intacta, como antes.

Los toubabs fragmentaron a su conveniencia los reinos desmembrados en provincias y cantones, al frente de los cuales pusieron jefes indígenas que de insignificantes pordioseros pasaron a ser poderosos personajes. Ataviados con el abrigo y la chechia roja, atributos del nuevo poder, estos improvisados dirigentes no dudaban en emplear el látigo para recaudar los impuestos. Al país le dieron el nombre de Colonia del Senegal; a su frente pusieron un gobernador con residencia en Saint-Louis, que asumió la categoría de capital.

De allí, ayudados por las tropas reclutadas en los antiguos reinos, los famosos «regimientos senegaleses», los toubabs partieron a la conquista de otros países del continente, que no tardaron en doblegar. Entonces reagruparon el conjunto de los territorios vencidos en una vasta federación, una entidad administrativa denominada la AOF.[17] Durante un breve periodo de tiempo inferior a un año, el gobernador del Senegal, instalado en Saint-Louis, compatibilizó sus funciones con las de gobernador general de la AOF, antes de que éstas se deslindaran. Entonces, el antiguo campamento de cabañas de pescadores construido al oeste de la isla de Gorea, transformado en la ciudad más importante del país, Dakar, se convirtió en capital de la federación.

El año en que estalló la Primera Guerra Mundial tuvo lugar la elección del primer diputado negro en el palacio Bourbon, Blaise Diagne, originario de Bargny, del barrio de Gouye Dioulancar, por parte de su abuela materna, Sarote Secka. Como homenaje a su histórica victoria sobre el mulato Carpot, las mujeres del pueblo donde había efectuado su preparación mística para la conquista del poder le dedicaron la célebre canción El carnero negro ha derribado al carnero blanco.

Nombrado subsecretario de Estado en las colonias, Blaise se encargó de la leva de tropas indígenas para ir a defender la madre patria amenazada por los alemanes. El gobernador general de la AOF, que no toleraba recibir órdenes de un negro, prefirió ir al frente, donde falleció alcanzado por una bala en la cabeza justo después de su llegada. Los jóvenes de Bargny fueron de los primeros en enrolarse en el ejército. Al igual que sucedió en los posteriores conflictos de la guerra del 39, de Madagascar, Indochina, Argelia, Congo, el Líbano, Shaba, Chad, Cambia y Liberia, todos los que partieron a combatir a Francia, después de haber rodeado siete veces el fetiche de Ndogal confeccionado antes de la guerra contra el damel de Cayor, regresaron sanos y salvos.

En el momento en que comenzaba a soplar el suave céfiro de la autonomía interna, precursor del cálido y seco alisio de la independencia, los altos dignatarios lebus se pusieron en contacto con las autoridades coloniales para pedir, en nombre de los tratados firmados siglos atrás entre sus respectivos antepasados, que la península de Cabo Verde quedara separada del resto del Senegal, provista de un estatuto de departamento o territorio francés de ultramar. Las negociaciones secretas estaban a punto de dar su fruto cuando el vicepresidente del Consejo de Gobierno, Mamadou Dia, se enteró del proyecto. Un proyecto tan nefasto, del que el país no se recuperaría nunca, debía fracasar a toda costa. Apoyándose en el argumento jurídico de que no se puede separar una capital del resto de un país, tomó la decisión de trasladar la capital de Senegal de Saint-Louis a Dakar. Cuando se hizo pública la noticia, los estupefactos habitantes de Saint-Louis protestaron con vehemencia y energía, afirmando que no pensaban quedarse de brazos cruzados ante lo que consideraban como una sentencia de muerte de su ciudad. Todos los habitantes salieron a manifestarse en las calles lanzando gritos de odio y maldiciones contra Dia, mientras en las mezquitas se celebraban oraciones especiales para pedir la caída de su Gobierno. Pese a ello, Dakar se convirtió en la capital de Senegal.

Pese a que Francia concedió la independencia sin que hubiera ni un disparo ni un cruce de sables, los lebus no habían renunciado a sus aspiraciones. Mientras tanto llegó al poder el presidente Léopold Senghor tras la disolución de la efímera confederación de Mali, que agrupaba el Sudán francés y Senegal. Antes tuvo que deshacerse de Mamadou Dia. Este, por entonces presidente del Consejo de Gobierno, y acusado de tentativa de golpe de Estado, fue confinado junto con cuatro de sus compañeros al penal de Kédougou. Senghor puso fin de manera definitiva al proyecto lebu. En lugar de aplicar la fuerza bruta, se valió del tacto y de la astucia. Buen conocedor de la ex madre patria, Senghor sabía que bastaría con que los dignatarios lebus dejaran de plantear su demanda para que, a falta de interlocutores, abandonara aquella diabólica empresa. Como buen poeta, dotado de un fino manejo de la palabra, Senghor comenzó formulando fantásticas promesas. Entre otras, que en menos de una década se construirían entre Rufisque y Dakar cien fábricas donde trabajarían con prioridad los jóvenes de la región de Cabo Verde. Después se emprendería el acondicionamiento de un puerto en Bargny y la financiación de las cooperativas de pesca de todos los pueblos para la adquisición de redes y piraguas con motor. A las promesas agregó un elevado salario para los dignatarios, un coche con gasolina y con chófer, teléfono, agua y electricidad gratuitos y becas para que sus hijos fueran a estudiar a Francia. Los honores prodigados atajaron para siempre las veleidades separatistas. Cada año la presidencia invitaba a la colectividad lebu a una recepción en la gran sala de banquetes en la que no faltaba de nada. Ellos eran la única etnia depositaría de tal privilegio.

Fue en el curso de una de esas recepciones cuando el presidente remató su obra. Anunció a los dignatarios que se disponía a promulgar la ley denominada «sobre el territorio nacional» que estipula que la tierra no pertenece a nadie, aparte de a aquel que está en condiciones de trabajarla. El problema era que temía la reacción de los lebus. En lugar de preguntarle el motivo de sus temores, los dignatarios se ofuscaron. ¿Cómo podía temer él, Senghor, su reacción, con todo lo que había hecho por ellos y que de justicia era proclamarlo en voz bien alta, pues quien no dice el favor y su autor es un ingrato y ellos, los lebus, no eran unos ingratos? Senghor, según lo deseara sin siquiera consultarles, podría promulgar todas las leyes que quisiera, pues aquello no era asunto suyo. Ellos tenían la obligación de aplaudir y así lo harían hasta que se les hincharan las manos. La Asamblea Nacional, dominada por el único color verde,[18] votó la famosa Ley 64 ࢤ 46, una ley peligrosa que acarreó tanto desorden como el nubarrón preñado de lluvia. Muy pronto resultó evidente que era una patata caliente en manos de los lebus.

Rápidamente, la península de Cabo Verde quedó invadida y la mayoría de los pueblos se transformaron en guetos. Desposeídos de sus tierras por medio de falsos documentos, los habitantes pasaron a ser minoritarios en su territorio. Frustrados, airados e impotentes, observaban anonadados a los nuevos propietarios de tierras que ahora se llaman Diamanka, Konaté, Blanchard, Mboup, Da Costa o Gaboune, sin poder recurrir al ya olvidado sueño de constituir un departamento o territorio de ultramar. De las cien fábricas, el puerto y la financiación de las cooperativas nunca más se oyó a hablar. Se acabaron los coches; el agua, la electricidad y el teléfono se cortaban en caso de impago, y las becas las concedía ahora una comisión nacional. La única prebenda que queda es la irrisoria recepción anual.

¡Cuántas paradojas y coincidencias nos reserva la vida! Creada para enterrar para siempre el separatismo, la ley sobre el territorio nacional encendería la mecha en el sur del país, donde, aplicada al comienzo del reino de Abdou Diouf, iba a servir de pretexto para que otro Senghor (sin lazo alguno de parentesco con el presidente poeta), el abad Augustin Diamacune, despertara al antiguo MFDC[19] y desencadenara la lucha armada, con el objetivo declarado de lograr la independencia de la hermosa región de Casamance, que, con sus abundantes palmeras, sus grandes árboles, su vegetación lujuriante y su fértil suelo, tanto se parece a Sangalcam...

¿Sangalcam?

¡Ah, sí!

Durante la batalla en que las precarias tropas del diaraf Ballobé Diop, ayudadas por las abejas, infligieron una contundente derrota al ejército del damel, Cam Mbenga, la joven venida del pueblo de Ngalape, debía tener un destacado papel gracias al cual su nombre pasaría a la posteridad.

La intrépida Cam, presente en la primera línea de los hombres que salieron a perseguir a los soldados de Cayor, recibió una bala en el pecho, que disparó uno de los pocos fugitivos que conservaba aún el fusil, emboscado en un bosquecillo del otro lado del río. Murió en el acto. Fue la única víctima del ejército del damel. «¡Sangal Cam!»,[20] gritó el diaraf Ballobé a su primo Bandak antes de reanudar la persecución.

A Cam Mbenga la enterraron en la orilla del río. Desde entonces, ese lugar se llama Sangalcam, localidad a la que los gendarmes se refieren con el apodo de Pueblo sin Ley.

Dotada de una capa freática superficial, por aquel entonces era una selva densa, pantanosa y deshabitada, infestada de serpientes venenosas y de insectos de toda clase, en especial las temibles moscas tse-tsé, transmisoras de la enfermedad del sueño. Cuando, después de la Primera Guerra Mundial, en la cada vez más poblada ciudad de Dakar comenzó a escasear el agua potable, la administración colonial decidió instalar allí un nuevo pozo perforador para compensar el de las Almadías cuyo régimen mermaba día a día. Se efectuó una desinsectación intensiva de la zona y se drenaron y secaron los pantanos. Trajeron la corriente eléctrica de Rufisque y construyeron una planta potabilizadora así como la vivienda del toubab que se encargaba de ella, una casa de dos plantas con vistas al río y dos chozas al lado para sus dos ayudantes indígenas. Ellos fueron los primeros habitantes de Sangalcam, único pueblo africano provisto de agua corriente y electricidad.

Otras personas vinieron a establecerse allí con el paso de los años, y así creció el pueblo. En los primeros años de la independencia alcanzó un millar de almas. En sus alrededores se encontraban los más hermosos vergeles del país, y entre los nuevos ricos, ministros, diputados, altos funcionarios, mandos del Ejército, marabúes y hombres de negocios estaba considerado de buen tono poseer una propiedad agrícola en Sangalcam. En la actualidad se calcula que la población, originaria de Guinea Conakry en su mayoría, ronda los diez mil habitantes.

Los gendarmes a menudo debían efectuar diligencias allí por los delitos más diversos. En ocasiones había incluso crímenes; el último se remontaba a menos de un mes. Sorprendidos en plena noche por el propietario de un campo de judías, los ladrones lo habían matado a machetazos y lo habían enterrado allí mismo. A la mañana siguiente, los perros errantes habían exhumado el cadáver; ese mismo día, los gendarmes habían detenido a los asesinos en Guédiawaye.

El ayudante jefe Ibnou Faye y su compañero Dème llegaron en menos de un cuarto de hora, ya que Sangalcam distaba tan sólo nueve kilómetros de Rufisque. No hubo forma de encontrar a Ngor Ndong. El jefe del pueblo, los notables, los jóvenes y las mujeres interrogados aseguraron que no lo habían visto desde hacía tres o cuatro días. Sí lo habían visto, sin embargo, dos días atrás por la tarde, tomando té en la cabaña de Mbouldy, el carnicero, próxima a la estación de autobuses. Por desgracia, Mbouldy había cerrado el establecimiento y se había ido a buscar un buey a la feria.

El enfermero les aportó un dato concreto: Ngor Ndong había sido el primer enfermo que había atendido esa mañana. Tenía una profunda mordedura en la mejilla, probablemente producto de una pelea. Había tenido que ponerle doce puntos de sutura para cerrar la herida. De lo que no cabía duda era de que tenía mucho dinero, porque había sacado un billete muy nuevo de un fajo que llevaba en el bolsillo para pagar los medicamentos en la farmacia del pueblo. El problema era que no sabía adónde había ido después de administrarle la cura.

Los dos gendarmes regresaron a Rufisque provistos de aquel magro resultado. No bien llegó, Ibnou Faye fue informado de que la esposa del ministro de Estado lo esperaba en su oficina desde hacía casi diez minutos. Empapado de sudor, observó con gesto de desaprobación las húmedas aureolas que decoraban su uniforme. Entonces extrajo el pañuelo del bolsillo, se arregló el pelo, se enjugó la cara, el cuello, la nuca y las manos, guardó el pañuelo y se alisó la barba antes de entrar en el despacho con la gorra en la mano.

Ramata, que estaba sentada en una silla frente a la mesa, con las piernas cruzadas y el bolso apoyado en el regazo, se levantó al entrar Ibnou Faye y acudió hacia él.

—¿Han encontrado a Ngor Ndong, señor gendarme? —preguntó con apremio.

—Buenos días, señora ministra —la saludó Ibnou Faye.

—¡Ah, buenos días, señor gendarme! —rectificó con una amplia sonrisa, tendiéndole la mano—. ¿Han encontrado a Ngor Ndong?

Mientras le estrechaba la mano, Ibnou Faye pensó para sí que el ministro de Estado no debía de aburrirse con una hembra tan atractiva.

—Por desgracia, no —admitió con pesar. Dejando la gorra en la mesa, la rodeó y tras invitar con un ademán a Ramata a que volviera a sentarse, se instaló en su sillón—. Hemos registrado todo el pueblo: no estaba allí —prosiguió—. Sin embargo, esta mañana a primera hora, el enfermero le ha efectuado una cura por una mordedura que tenía en la mejilla. No tiene un radio de acción muy grande, así que lo más probable es que lo localicemos mañana.

—¡De ningún modo pienso esperar hasta mañana! —objetó con contundencia Ramata—. Enseguida me van a...

En vistas de la severa mirada que le asestó Ibnou Faye, interrumpió la frase y se puso a pestañear.

—¡Ay! Discúlpeme, señor gendarme —volvió a comenzar con afectada suavidad—. No debería hablarle así, perdone. Pero es preciso que me ayude a encontrar a Ngor Ndong, señor gendarme. Si no, pasaré la noche aquí, en el cuartel. Le dirá a su esposa que cuente conmigo para cenar y que me prepare un rincón en el salón. ¿Me ayudará, señor gendarme?

La pregunta iba acompañada de una cautivadora sonrisa. Ibnou Faye se había ofendido por el acerado tono de Ramata. Ahora, no obstante, con su extraordinaria sonrisa, la manera tan agradable de llamarlo «señor gendarme» y la dulzura de la voz, había aplicado un bálsamo sobre la herida. Ahora se decía que no podía negarle nada. Además, ¿por qué no iba ayudar a la mujer del ministro, que era un hombre tan poderoso? Era como si prestara un favor al ministro en persona, el cual quedaría en deuda con él, cosa que siempre resultaba beneficiosa en ese país. Además, lo que ella le pedía, localizar a Ngor Ndong, no era algo complicado ni censurable a ojos de la ley.

—No tendrá que pasar la noche en el cuartel, señora ministra —anunció con afabilidad—. Vamos a hacer todo lo posible por encontrarlo. Pero ¿seguro que hablamos del mismo energúmeno?

—¿Cómo dice, señor gendarme? ¿A qué energúmeno se refiere?

—¡A Ngor Ndong! El señor ministro me ha dicho que quería darle las gracias por un servicio que le prestó la noche pasada. Simplemente me preguntaba si hablábamos del mismo Ngor Ndong.

—Estoy completamente segura de que hablamos del mismo Ngor Ndong, señor gendarme.

—¿Ah, sí? ¿Por qué?

—Él me salvó de una agresión la noche pasada, cuando regresaba de la Maternidad del hospital Le Dantec, a eso de las dos. El taxi acababa de dejarme delante de mi casa, en Ranrhar, un lugar aislado y desierto, y mientras se iba y yo me disponía a llamar al portero, de repente me vi rodeada por tres maleantes salidos de la oscuridad, que querían agredirme. Por suerte, Ngor Ndong pasaba por allí. Él me socorrió y consiguió que huyeran. Fue en esa terrible pelea contra tres cuando le mordieron en la mejilla, delante de mí. Puesto que usted me informa de que el enfermero ha curado a Ngor Ndong de una mordedura en la mejilla, deduzco que hablamos de la misma persona. Él salió corriendo detrás de los tres maleantes. En aquel momento, yo me rehice un poco del miedo, llamé a la puerta, y después de que el portero abriera la puerta, entré.

Ibnou Faye se quedó pensativo un momento antes de plantear sus dudas.

—Pero ¿cómo puede saber que el hombre que acudió a socorrerla era Ngor Ndong? ¿Cómo podía conocer su nombre y saber que vivía en Sangalcam?

—¡Vaya por Dios! —exclamó con una risita nerviosa ella—. Me está usted sometiendo a un interrogatorio, señor gendarme —bromeó, tomando el bolso que tenía en el regazo.

Luego lo abrió y sacó una caja Le Boxeur, que depositó encima de la mesa, delante de Ibnou Faye. A continuación, con repentina expresión de gravedad, levantó la mano derecha.

—Juro decir la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad, señor gendarme —declaró con seriedad—. Esta caja, que me ha servido de información, servirá de respuesta a las oportunas preguntas que me plantea. Durante la pelea, la vi caer del bolsillo de Ngor Ndong. La recogí mientras él perseguía a los maleantes, antes de entrar en mi casa, por un impulso instintivo. Hasta esta mañana, cuando al despertarme me preguntaba quién sería la persona que me había salvado, no me había dado cuenta de que había escrito su nombre y el de su pueblo. ¿Satisfecho, señor gendarme?

Ibnou Faye cogió la caja de cerillas y leyó las anotaciones. Al final sacudió la cabeza antes de devolvérsela a Ramata, que la volvió a guardar en el bolso.

—¿Satisfecho, señor gendarme? —repitió con profusión de sonrisas.

—¡Sí, sí, señora ministra! —confirmó con atropello—. Pero...

—¿Y ahora qué? Veo que es usted un policía más tenaz que Colombo...

Ibnou Faye no pudo contener una sonrisa.

—El señor ministro de Estado, su marido, decía que Ngor Ndong era taxista...

Ramata volvió a interrumpirlo con una alegre carcajada.

—¡El señor ministro, mi marido, se ha confundido, señor gendarme! —contestó, divertida—. ¡No sé de dónde sacaría eso! Seguramente fue por la fatiga del viaje. Acababa de volver de Ginebra, ¿sabe?

—Comprendo —admitió.

Ramata juntó las dos manos delante de la cara como si fuera a rezar, con un aleteo de pestañas.

—Señor gendarme, dígame, sinceramente, ¿por qué le caigo antipática? ¿Qué le he hecho yo? —preguntó, sin abandonar la hechizadora sonrisa—. ¡Ayúdeme, señor gendarme, en lugar de atosigarme con sus preguntas!

—Oh, no, señora ministra, no me cae antipática en lo más mínimo —le aseguró—. Vamos a encontrar a Ngor Ndong, se lo garantizo.

Su escepticismo no se había disipado, pese a todo, no porque la versión contada por la esposa del ministro de Estado pecara de incoherente, sino porque conocía muy bien a Ngor Ndong y no lo veía en el papel de rescatador. El mismo había sido quien lo esposó la primera vez que lo detuvieron... De todas maneras, aquél no era un problema de su incumbencia. Además, nunca se sabía. Ngor Ndong había podido cambiar. La cárcel no transforma una hiena en cordero, desde luego, pero era joven y quizás aquella vez, la larga estancia en la cárcel lo había hecho sentar cabeza. En todo caso, no tenía ninguna razón objetiva para poner en duda la palabra de la esposa del ministro. De improviso sus preguntas le parecieron ridículas, descabelladas, fuera de lugar. Poco le faltó para acusarse de patán y de cernícalo por atosigarla con ellas, tal como le había reprochado.

—Vamos a encontrarlo, señora ministra —reiteró—. ¡Volveré con él, no se preocupe!

Disculpándose por tener que dejarla sola, salió del despacho para trasladarse a la sala central. Allí pidió a todos los gendarmes, salvo al que estaba de guardia, que fueran a buscar a Ngor Ndong por los bares de Rufisque, sin olvidar los puestos de venta de vino de palma.

—Puesto que tiene dinero, tal como ha indicado el enfermero de Sangalcam, seguro que se está emborrachando —concluyó.

A continuación llamó a Dème y se fue con él a Diamniadio a bordo del Land Rover.

En París hay un restaurante llamado Fouquet’s, igual que en Dakar. Si en Francia se crea, por ejemplo, un ministerio de la Ciudad, Senegal tiene enseguida su propio ministerio de la Ciudad, hasta que algún político rechaza el puesto por considerarlo fundadamente falto de consistencia y ridículo, lo que pone fin a su existencia. Si la mujer del jefe ejecutivo de Estados Unidos lleva el título de primera dama, se concede el mismo honor a la digna esposa del propietario del país.

De acuerdo con ese orden de cosas, en Diamniadio, pueblecito situado a ocho kilómetros al este de Bargny, encrucijada donde se juntan las carreteras de Thiès a Saint-Louis y de Mbour a Kaolack, para formar una nueva vía de cuatro carriles que conduce a Dakar, uno podía encontrar el Copacabana, como en Brasil, aunque nada tenga que ver con la célebre bahía de Río.

Se trataba de un antro situado en las afueras del pueblo, cerca de la carretera de Sébi-Ponty, abierto día y noche, formado por un gran terreno cercado con viejas chapas de cinc, con una multitud de puertas de salida para facilitar la huida en caso de redada policial.

El Copacabana se componía de una decena de pequeñas barracas de madera, pintadas por fuera con aceite de motor para prevenir la invasión de termitas. Contra dicho aceite se adhería una gruesa capa de polvo gris que confería al conjunto un aspecto sucio y lúgubre. El interior, tapizado de periódicos viejos o de papel de embalaje, con suelo de tierra apisonada y un jergón en el centro cuya sábana no se lavaba nunca, acompañado de unos cojines relucientes de mugre en el punto de apoyo de las cabezas, no superaba en nada al exterior.

Las barracas estaban dispuestas en torno a un edificio de pretensados, de una sola pieza, una gran sala de quince metros por diez. Ése era el bar, centro neurálgico del Copacabana, de paredes decoradas con las pintadas de Diakité, el artista que plasmaba en todos los bares del país sus omnipresentes temas: el cazador asustado que deja caer el fusil delante del león y se agarra con pies y manos a la rama de un árbol; la bailarina de monumentales caderas que, encorvada, con las manos apoyadas en las rodillas, mira por encima del hombro al músico que vestido con bombachos toca el tamtan detrás de ella; la pareja en la pista de baile, el hombre con traje y corbata y la mujer con vestido abombado en las caderas; el bebedor que permanece meditabundo frente a su copa, acodado en la mesa, con la cabeza apoyada en una mano y un cigarrillo en la otra.

El bar estaba abarrotado, con todas las mesas ocupadas. Los clientes, de ambos sexos, borrachos, formaban una gran algarabía cuando Ibnou Faye entró en compañía de Dème. La aparición de dos hombres uniformados impuso el silencio en la sala de forma tan repentina como cuando se aprieta la tecla «Stop» de un aparato de música que tiene el volumen a tope.

Desde su puesto de vigilancia en el taburete de detrás de la barra del fondo, encarado a la puerta de entrada, la propietaria del local, Ndiaba Dieye, una mujer de mediana edad de elefantiásicas formas a la que todos apodaban Golda Meir, con su hija Diodio, igual de enorme que ella, de pie a su lado, no se sorprendió en absoluto por la llegada de los gendarmes. No cabía la menor duda de que venían para detener a Ngor Ndong. Desde que éste había aparecido poco antes de mediodía, con la mejilla cubierta con una venda y vestido con ropa nueva de pies a cabeza, no había parado de sacar billetes rojos, nuevecitos, para pagar rondas generales. La única manera en la que había podido conseguir ese dinero era robando. Debía de haber efectuado un atraco la noche anterior; después, los gendarmes lo habían localizado.

Sentado de espaldas a la pared cerca de la ventana, entre dos prostitutas, Ngor Ndong pensó exactamente lo mismo que Golda Meir cuando vio a los dos gendarmes. «¡Han venido a arrestarme!», pensó.

Si lo pillaban, iba a tener que comparecer por delito. No podría negar nada porque llevaba encima pruebas acusadoras: el puñal, la cadena, los billetes... De ninguna manera estaba dispuesto a dejarse coger y a volver a la cárcel, porque esa vez le caería una larga condena. Respiró hondo, reprimiendo el temblor, con los nervios tensos hasta el límite y la mano cerca de la botella de Valpierre todavía por abrir. Él era mucho más fuerte que esos gendarmes; dejaría que se acercasen, cogería la botella como si fuera a llenar la copa, dejaría a uno fuera de combate con un golpe en la cabeza, al otro con un gancho descargado contra la barbilla; después saltaría por la ventana y se esfumaría antes de que se rehicieran. Después ya podían echarle un galgo.

Los dos gendarmes se acercaron a saludar a Golda Meir y Diodio. En el momento en que Ibnou Faye iba a interrogarlos, Dème, que disponía de una visión de conjunto de la sala, advirtió a Ngor Ndong.

—¡Eh, mira dónde estás! —exclamó dirigiéndose hacia él—. Tú pasándolo bien mientras te buscan por todos lados.

Ibnou Faye siguió a Dème. Golda Meir abandonó la barra para reunirse con ellos cuando llegaron a la mesa de Ngor Ndong.

—¿Por qué me buscáis? ¡Yo no he hecho nada! —replicó, logrando apenas mantener la voz calmada, con la mano crispada en la botella de Valpierre.

Ibnou Faye le dio una palmada en la espalda, con familiaridad.

—¡Levántate, hombre, deprisa! La mujer a quien ayudaste la noche pasada te espera en el cuartel para darte las gracias.

Ngor Ndong se puso en pie, desconcertado. ¿Había oído mal o el gendarme había dicho «la mujer a quien ayudaste la noche pasada»? Y además, ¿cómo había podido identificarlo?

—¿Quién le dio mi nombre? —preguntó maquinalmente.

Ibnou Faye se echó a reír.

—Por suerte para ti, no cometiste ningún delito, porque si no, la caja de cerillas donde escribiste tu nombre y el de tu pueblo habrían sido tu perdición —explicó—. Mientras te peleabas contra los tres agresores de la mujer, uno de los cuales te mordió en la cara, se te cayó la caja del bolsillo. Ella lo recogió y así ha podido identificarte.

¡Era verdad! Se había dado cuenta de que había perdido las cerillas cuando quiso fumar un cigarrillo en el taxi, después de abandonar a la mujer a la intemperie. También recordaba haber escrito algo en la caja mientras tomaba unas copas con Mbouldy.

—¡Venga, vamos! La mujer te espera en el cuartel e insiste en que quiere darte las gracias —lo apremió Ibnou Faye.

La sala, invadida por la calma durante unos minutos, volvió a recobrar su habitual bullicio. Ante la presencia de los dos gendarmes, todos habían contenido el aliento esperando asistir a la tumultuosa detención de Ngor Ndong. ¡Tenían en perspectiva un espectáculo que alteraría la rutina del bar y que podrían contar luego durante semanas! Decepcionados por no haber visto nada de lo previsto, reanudaron sus conversaciones y actividades con mayor ardor que antes. El primero en quebrar el silencio fue el griot[21] que se puso a cantar una conocida canción acompañado de su guitarra monocorde. En el medio de la pista, dos camareras vestidas igual, con camiseta roja y ceñidos vaqueros negros, que se llamaban entre ellas hermanas gemelas, volvieron a insultarse a voces. Una acusaba a la otra de querer robarle el novio. Alain Aida, su amigo homosexual, vestido con camiseta de tirantes y pantalón pegado a la piel, se apresuró a interponerse entre ambas, suplicándoles que pararan de pelearse en público.

De la mesa contigua a la de Ngor Ndong, apodada la ONU, brotaron eslóganes políticos: «¡Sopi! ¡Folli! ¡Dialarbi! ¡Thiabi bi! ¡Fethi!».[22] El grupo de los «intelectuales» volvió a concentrarse en sus cábalas sobre las posibilidades que tenían los partidos de la oposición en las próximas elecciones presidenciales. Uno de ellos declaró que sin una candidatura única de toda la oposición, volvería a reproducirse el combate de la hiena y el asno: el candidato del partido que llevaba medio siglo en el poder iba a ganar. Con o sin candidatura única, objetó otro, el presidente actual iba a perder, porque su partido, desgastado precisamente por tanto tiempo en el poder, se había deshecho como una vieja tela con la marcha de sus elementos más competentes y ya no estaba en condiciones de ganar unas elecciones transparentes. Lo que es seguro es que nadie conseguirá la mayoría en la primera vuelta, y en la segunda, el candidato de la oposición mejor situado, con el apoyo de todos los demás, conseguirá una clamorosa victoria y el país entrará por fin en una alternancia. Un tercero opinó que en vista de los fraudes constatados en la confección de los carnés de identidad y las inscripciones en las listas electorales, otra vez se encaminaban hacia un escrutinio exento de transparencia, que acarrearía graves desórdenes en el país. «¿Dónde está el excusado? ¿El excusado, dónde está?», se desgañitó un guarda de prisiones, demasiado borracho para ubicar el servicio. Ante la insistencia de su impaciente público, el erudito Jomeini, cuyo verdadero nombre era Serignee Gora, retomó el relato del asesinato de Seydina Ouseynou en Kerbala, en el punto donde lo había dejado. Justo en el momento en que, herido en la boca, en el pecho, en el vientre y en las piernas por los flechazos, tajos de sable y punzadas de lanza, con el brazo izquierdo seccionado de raíz, pero empuñando con firmeza el sable con la diestra, el hijo de Fatumata, la hija del Profeta, quería levantarse para proseguir el combate ante los numerosos enemigos que lo cercaban estupefactos por tanta resistencia y valentía, Zora se deslizó detrás de él y, tras hundirle la lanza en la espalda, le arrancó el último hálito de vida. Schamir le cortó la cabeza; Qaís le quitó la camisa; Bahr, el calzón; Ajnas, el turbante; y Habib, el sable. En ese instante de la narración, un hombre sentado delante de Jomeini, invadido por una fuerte emoción, cayó de la silla con un estridente grito y se desmayó en el suelo. Muchos se arremolinaron a su alrededor, alguien le roció la cara con agua y le golpeó las mejillas hasta que recobró el conocimiento. Entonces rogaron a Jomeini que continuara.

Después —prosiguió— Schamir proclamó que el emir Yezid, hijo de Moaweiya, hijo de Hind, la devoradora de hígado humano, ordenó que el cadáver fuera arrojado a los pies de los caballos. Veinte jinetes pisotearon con los cascos de sus monturas el cuerpo decapitado de Seynida Useynu, que quedó triturado de manera espantosa delante de las mujeres y de los niños obligados a mirar, los únicos supervivientes de la familia del profeta Mamadou,[23] que fue diezmada en ese día del año nuevo musulmán.

Una vendedora anunció que estaba lista la fritura de cuatro metros[24] aliñada con limón y guindilla. Alguien llamó a Diodio para encargar cinco La Gazelle, tres Valpierre y dos Ricqlès. Golda Meir se despidió de los agentes de la ley para volver al mostrador.

Ngor Ndong no las tenía todas mientras seguía a los dos gendarmes afuera. Los tres subieron en la parte delantera del Land Rover aparcado bajo los ceibos en flor que había en la entrada del Copacabana. Él iba en medio de los dos gendarmes y Dème conducía.

—¡Pasa por la gasolinera a llenar el depósito! —dijo Ibnou Faye.

Durante todo el trayecto, Ngor Ndong se mantuvo intranquilo, acosado por un millar de interrogantes. Por más que intentara examinar los detalles para tratar de comprender, seguía inmerso en la perplejidad, sin saber si se había equivocado en su análisis. Aunque no, presentados bajo todos los ángulos, los mismos hechos volvían a surgir sin variar: la noche pasada, roba un taxi en Dakar, atraca y viola a una mujer, abandona el coche entre Niacurab y Ndikhirate en el camino de regreso y vuelve a Sangalcam a pie antes del alba; por la mañana, después de irse a curar en el dispensario la mejilla que le mordió la mujer, va a Rufisque a comprarse ropa nueva en Fauzzi, pasa un momento al Lion d’Or en la misma calle y termina el recorrido en el Copacabana, donde los gendarmes lo encuentran sin dificultad gracias a la caja de cerillas que se le cayó en el lugar de los hechos. Hasta allí todo encajaba. Lo que no alcanzaba a comprender era por qué los gendarmes no le habían dado una paliza de cuidado en el bar antes de esposarlo, en lugar de tratarlo con esa especie de deferencia. Lo más incomprensible de todo era la actitud de esa mujer, que tenía que ser una persona muy curiosa para ir contando que la había salvado de una agresión, cuando en realidad la había maltratado. ¡No, no, no! Aquello no tenía ni pies ni cabeza. Los gendarmes lo habían adormecido con un cuento soporífero para poder capturarlo sin que ofreciera resistencia, sin la menor violencia, como un pez en una red. Desde la huelga que hicieron todos los policías, en apoyo de tres de sus colegas juzgados y condenados por haber torturado hasta la muerte a un presunto encubridor de actividades ilegales para arrancarle la confesión, todos los agentes de la ley habían cambiado de táctica. Ahora empleaban más la astucia que la fuerza bruta, sobre todo cuando intervenían públicamente. Y así lo habían hecho ahora con él. ¿Cómo había podido dejarse atrapar de una manera tan burda? ¿Por qué demonios no había optado por su primera decisión, atacar a los dos gendarmes y después desaparecer para siempre por la ventana, mientras ellos estaban fuera de combate?

En el cuartel, al entrar en el despacho detrás de Ibnou Faye, Ngor Ndong todavía se devanaba los sesos.

—¡Aquí tiene a Ngor Ndong, señora ministra! —anunció el jefe de brigada con un asomo de satisfacción en la voz.

Ramata se levantó con presteza. Acercándose a Ngor Ndong, posó en él una larga mirada donde brillaba una extraña mezcla de incredulidad y de ansia posesiva. Después le tomó por el brazo y lo llevó afuera, sin dispensar ni una palabra de agradecimiento ni de despedida a Ibnou Faye, que se quedó estupefacto. Los otros gendarmes también observaron atónitos como salían cogidos del brazo de la oficina y atravesaban a paso rápido la sala principal.

El Jaguar de Ramata estaba aparcado en el jardincillo acondicionado entre la carretera nacional y la entrada del cuartel, cerca del asta que sostenía la bandera de color verde, rojo y oro. Tras instalarse frente al volante, abrió la otra puerta. Ngor Ndong vaciló un instante. En realidad, quería huir. Ella se inclinó hacia él, apoyando el codo en el asiento de al lado.

—¡Sube! —lo animó, sonriente, como se anima a una niña a coger con las manos el peluche regalado que le da miedo.

Como él seguía titubeando, ella lo alentó de nuevo, y acabó por subir a su lado. El coche arrancó en dirección a Dakar. Poco después de la salida de Rufisque, antes de llegar al cruce de Mbao, Ramata giró a la izquierda y se desvió por la carretera secundaria que conducía al Chez Vous, situado al borde del mar. Cinco minutos después paró el Jaguar en el aparcamiento del hotel, quitó el contacto y bajó.

—¡Ven! —lo llamó.

Todavía dubitativo, Ngor Ndong tardó un poco en abrir la puerta. Ella rodeó la parte delantera del vehículo y llegó a su lado en el momento en que ponía un pie en el suelo. Tras dirigirle una tranquilizadora sonrisa, lo tomó del brazo y, mientras la oscuridad de la noche comenzaba a ganar terreno, entraron en el patio del Chez Vous adornado de ceibos en flor. Un relámpago hendió el cielo en la lejanía, seguido de un sordo gruñido de trueno, cuando llegaron al vestíbulo del hotel.

Ngor Ndong aún no se había tranquilizado. Agobiado por un sofocante malestar, habría querido hallarse a cien leguas de esa mujer a la que había infligido un trato bestial y que no sólo no se había enojado con él, sino que parecía habérselo tomado bien. ¿Qué quería de él? Tal vez pretendía vengarse personalmente, dispararlo a bocajarro con la pistola que sin duda debía llevar en el bolso. Quería huir, pero no se atrevía a zafarse del brazo con que ella le estrechaba.

El gerente del Chez Vous, un hombrecillo de tez clara, peinado al estilo Tyson, con un bigote bien cuidado, traje negro, camisa blanca y pajarita y pañuelo rojos, los acogió con una amabilidad de cariz comercial.

—¡Buenas noches, señora; buenas noches, señor! Están en su casa —afirmó con una sonrisa—. ¿Será para toda la noche o para un momento, por favor?

—¡Un momento! —respondió Ramata.

—Serán diez mil francos, más el carné de identidad o el permiso de conducir de uno de ustedes, por favor.

Ramata abrió el bolso y extrajo tres billetes de diez mil, que tendió al gerente.

—¡No tenemos ni carné de identidad ni permiso de conducir!

El gerente tomó los billetes y se los metió en el bolsillo del pantalón. Luego acentuó la sonrisa al entregar a Ramata una gruesa llave de cobre que sacó de un cajón.

—¡Puesto que es para un momento, quizá no sea necesaria la documentación! —anunció—. Vayan a la habitación 5, arriba, al fondo del pasillo, por favor. Es la mejor. Desde la ventana, se dispone de una vista magnífica, con todas las luces de Dakar en primera línea de mar, desde la llama anaranjada de la refinería de Mbao hasta el faro rojo intermitente del cabo Manuel. Señora, señor, les deseo que pasen un agradable momento en Chez Vous; siéntanse como en su casa.