UN SIMPLE PORTERO

A punto de concluir su trayectoria antes de hundirse en el mar, el sol hacía fulgurar con sus oblicuos rayos el gran reloj de números romanos, situado en lo alto de la fachada de arquitectura saheliana de la Maternidad del hospital Aristide-Le Dantec. Eran las 17.30, aunque se habría podido creer que era más temprano, a causa del tórrido calor reinante en aquella segunda mitad del mes de junio.

Una multitud impaciente se concentraba ante la puerta a la espera de la hora de visita. Cuando entraba o salía una ambulancia u otro vehículo, la gente se apartaba con reticencia, protestando entre los insistentes bocinazos de exasperación del conductor y las reprimendas de Ngor Ndong, el portero, muy seguro e inflexible en su papel, para enseguida volver a avanzar tan pronto se había ido.

En la primera fila, una anciana con un hatillo bajo el brazo imploraba, llorosa, al portero.

—¡Buen hombre, tú también, ayúdame, déjame entrar! Desde la primera luz del día he salido de Golam para ver a mi nieta, que trajeron aquí anoche, y no sé nada de ella, no sé qué le ha pasado. Por el amor de Dios, déjame entrar, ayúdame, buen hombre.

—Yo conozco Golam, y no está lejos, queda del lado de Sangalcam —respondió Ngor Ndong—. Si, tal como dices, te has ido de Golam al amanecer, ya deberías haber llegado aquí a primera hora de la mañana. ¿Por qué no has entrado, entonces, cuando han abierto de siete a ocho, y después, de una a dos, para las visitas?

—¡Eh, para de agobiarnos con tus preguntas! —replicó en lugar de la vieja una mujer mucho más joven que estaba a su lado y que iba peinada con unas trenzas adornadas con perlas multicolores—. De nada sirve querer ablandarte, porque tú no eres un buen hombre. Un hombre malo es lo que eres, malísimo —espetó con vehemencia, cambiando de mano la sopera que sostenía, envuelta en un pañuelo de tela de Lagos—. Sí, eres un hombre malo, te lo digo bien claro, y no me mires con esa cara de enfado, porque no me das miedo, y como veo que no te gusta nada, te lo voy a repetir, no eres un buen hombre, eres un hombre muy malo. En todo el hospital, han empezado las visitas, y tú te niegas a abrir. ¿Y a santo de qué, eh? ¡Menos mal que el día de la Resurrección no estarás tú de portero del Paraíso, porque si no, no entraría nadie!

—¡Pues en eso te equivocas, preciosa joven de bonitas trenzas! —contestó con tono burlón Ngor Ndong, sin manifestar la menor perturbación por la diatriba de la mujer—. El día de la Resurrección, yo seré el portero del Paraíso. Cuando mires a la izquierda, verás a un apuesto hombre vestido de blanco con un turbante negro en la cabeza, y seré yo. Pero tanto allá como aquí no se puede entrar sin autorización.

La joven le lanzó una mirada aviesa de soslayo.

—Fíjate, si estuviera embarazada, ¿sabes a quién habría dado a luz? A ti.

—Y habrías tenido un niño bien guapo, tan guapo como yo —repuso el portero con una gran carcajada—. Aunque, claro, habrías tenido muchos problemas con tu marido, porque ¿cómo le ibas a explicar ese parecido, no con él, sino conmigo? A ver, responde, preciosa mujer de bonitas trenzas.

—Déjame en paz, no pienso responder nada de nada —replicó, irritada, la mujer.

Pese al nerviosismo ocasionado por la larga espera, el ambiente se distendió y entre los congregados brotaron risas.

Durante los casi cinco años que llevaba empleado como portero de la Maternidad del hospital Le Dantec, Ngor Ndong a menudo había oído invectivas más violentas que las de la joven, sin abandonar nunca su buen humor ni la capacidad para la réplica pronta e ingeniosa. Desde Año Nuevo hasta el 31 de diciembre, acudía siempre puntual a su puesto. Su trabajo era la piedra angular de su universo. Según su manera de ver, no era un trabajo pesado ni complicado. Se trataba sólo de impedir el acceso a la Maternidad a toda persona ajena a ésta fuera de las horas de visita. Así de simple. Él lo hacía a conciencia y nunca había cometido ni un fallo. La tentación era fuerte, sin embargo. A lo largo de la jornada, eran muchas las visitas importantes o acuciadas por la prisa que intentaban saludarlo a la senegalesa. Ngor Ndong rehusaba siempre el billete plegado que trataban de depositarle con disimulo en la mano. Durante un breve momento, la persona permanecía desconcertada, avergonzada como un niño sorprendido en plena diablura, asombrada más que nada de ver que un simple portero no actuaba como los demás, que se negaba a dejarse sobornar, renunciando a recibir dinero en aquellos tiempos difíciles.

Un día, hace poco más de dos años, el propio ministro de Sanidad se había presentado en persona a eso de las diez para visitar a su hermana, que había dado a luz la noche anterior.

Ngor Ndong se había negado a abrir la puerta.

—Si fueras el ministro de Sanidad, el profesor Gomis me habría avisado de tu visita —había declarado—. Tú no eres el ministro de Sanidad. Si no tienes un pase, dile a tu chófer que deje la vía libre, y si tienes un pase, enséñamelo. A ver, ¿dónde está el pase?

Poco faltó para que el representante del Gobierno se asfixiara de rabia, pero logró dominarse. Sin responder, había vuelto a introducir la cabeza que había sacado por la ventanilla para dar a conocer su identidad cuando se había detenido el chófer, y se había arrellanado, ceñudo, en el asiento de atrás.

Su chófer, en cambio, no se había conformado tan deprisa y se había bajado del coche.

—Eh tú, portero —había increpado con brusquedad a Ngor Ndong—, te hablo a ti, sí, ¿estás borracho o estás loco, o qué? ¿No has visto que es un vehículo oficial? ¿Te atreves a impedir entrar en la Maternidad al ministro de Sanidad? Pero ¿quién te has creído que eres?

—Tranquilo, pariente chófer, tranquilo —había contestado sin arredrarse Ngor Ndong—. Yo sólo me creo que soy el portero, que lo soy. Ya he visto que es un coche oficial, pero eso no demuestra que él sea el ministro de Sanidad. No estoy loco ni borracho. He recibido órdenes de mi jefe, el profesor Gomis: no dejar entrar a nadie fuera de las horas de visita. Nada prueba que él sea el ministro de Sanidad. Pariente chófer, vuelve a ponerte al volante y deja libre el paso, porque si viene otro vehículo, vas a estorbar.

De no haber mediado la intervención del ministro, que también se había bajado y lo había instado a desistir tirándolo del brazo, el conductor se habría peleado con Ngor Ndong.

Un interno que volvía del laboratorio y había presenciado la escena, había ido a avisar al profesor Armando Gomis, médico jefe de la Maternidad. Este había llegado a toda prisa y se había deshecho en serviles excusas ante el ministro. Era un hombre de estatura mediana, rechoncho y enérgico, que había engordado desde que ganó las oposiciones el mismo año en que Ngor Ndong empezó a trabajar en la Maternidad, de tez negra oscura y cabeza afectada por una severa calvicie. Tras prodigar toda clase de cumplidos al ministro, se había vuelto hacia el portero y lo había reprendido con aspereza sin escatimar insultos.

—¡Estás despedido! —había acabado decretando con tono tajante.

Ngor Ndong había sostenido sin inmutarse la furibunda mirada del médico.

—De acuerdo, patrón —declaró calmadamente—, lo acepto. Sin embargo, fuiste tú, patrón, el que me ordenaste que no dejara entrar a nadie fuera...

—¡No es verdad, yo nunca te he ordenado nada, imbécil, más que imbécil! —se había apresurado a atajarlo el profesor Gomis, agitando el brazo en dirección a él—. Estás despedido, te digo. ¡Coge tus cosas y lárgate de aquí!

El ministro se había opuesto a tan extrema medida. Si bien había quedado bastante horripilado por la negativa del portero, en su condición de persona honesta, había considerado que pese a lo afirmado por el profesor, el portero no había hecho más que seguir las instrucciones recibidas y, por consiguiente, reconocía que era un trabajador concienzudo y disciplinado, que había cumplido con su deber y que si, del empleado más modesto al cargo más elevado, todo el mundo fuera y obrara como él, el país funcionaría mucho mejor. Después de preguntarle su nombre, le había estrechado calurosamente la mano, diciendo que había actuado muy bien y que merecía ser felicitado. Y así lo había hecho él de manera oficial ese mismo día mediante una carta dirigida a Ngor Ndong por vía jerárquica.

El reloj de la pared marcaba las 17.45.

El grupo de alumnas de tercero, aspirantes a comadronas, había terminado su turno de guardia en la sala de partos. Pronto aparecerían por el largo pasillo, apresuradas igual que todos los sábados por la tarde, con ganas de llegar a su dormitorio —un edificio de cuatro pisos construido delante de la Maternidad—, cambiarse y volver a casa para pasar el fin de semana en familia.

Ahí llegaban, con sus batas rosa, charlando en voz alta y riendo a carcajadas.

En el mismo momento, en la multitud se produjo un movimiento de reflujo para dejar pasar un lujoso Mercedes Cabriolet de color rojo. La joven que lo conducía se detuvo ante la puerta y sacó la cabeza, de impecable peinado, por la ventanilla para dirigirse a Ngor Ndong.

—Portero, abre, quiero ver al profesor Gomis.

Ngor Ndong reconoció a la señora Samb. Iba allí bastante a menudo, a veces a horas intempestivas. En cada visita, el profesor lo avisaba para que la dejara entrar. Aquella vez no lo había hecho, aunque quizá tuviera un pase.

—¿Tienes un pase, señora?

—¿Qué pase?

—Un pase firmado por el profesor Gomis.

—No tengo ningún pase que darte. ¿Es que no me has oído? Te digo que quiero ver al profesor Gomis, te digo que abras la puerta y ¿te atreves a pedirme un no sé qué? ¿Sabes quién soy?

—La mujer de alguien importante, sin duda, pero se necesita un pase para ver al profesor Gomis.

—¡Soy la esposa del fiscal general del Estado! ¡Ábreme, te digo! —había reclamado casi a gritos la joven, irritada por la burlona obstinación del portero.

—Sin el pase o lo que tú llamas un no sé qué, no vas a entrar, señora —reiteró Ngor Ndong, que le volvió la espalda.

Abrió la estrecha puerta para peatones y, sosteniendo el pestillo con una mano, se pegó a la pared para dejar pasar a las estudiantes de la escuela de comadronas y respondió a los saludos y habituales bromas que le dirigieron al salir.

La esposa del fiscal general paró el motor del vehículo y puso un pie en tierra. Pese a la cólera que le ensombrecía el rostro, era muy hermosa. Su atuendo cuadraba a la perfección con el Mercedes. La americana y la falda del mismo color del coche, la camisa de satén, los zapatos de finos tacones altos y el bolso de bandolera, negros, de piel de cocodrilo, eran indicativos de gran prosperidad, de clase alta.

Se encorvó y, tras quitarse un zapato, se enderezó con rapidez.

—¿Vas a abrir tal como te digo? —gritó.

Todavía con el pestillo en la mano, Ngor Ndong se volvió sin prevención alguna. No intuyó el golpe descargado con violencia. El tacón revestido de metal del zapato le hizo un corte en el arco de las cejas; la sangre brotó y le inundó la cara y el cuello de la bata azul. Soltó el pestillo y agarró la muñeca de la joven, justo cuando se disponía a asestarle un segundo golpe. Con una torsión, la obligó a soltar el zapato. Como ella trató de arañarle la cara con la mano libre, la cogió por la otra muñeca. Mientras se debatía cual gato encerrado en un saco, profiriendo amenazas y escandalosas groserías, la empujó sin miramientos hasta que la puso contra el capó de su vehículo y entonces la soltó.

—Si no fueras una mujer, te habría hecho lamentar para siempre tu gesto, para que nunca más descargaras la mano contra alguien, ni siquiera contra tu hijo —le espetó con tono contenido.

Completamente fuera de sí, ella escupió una vulgar injuria relativa al sexo de la madre de Ngor Ndong, a la que siguió una amenaza.

—Eres tú quien vas a lamentar para siempre haberme puesto una mano encima. ¡Ya verás!

Se deshizo del zapato que aún llevaba y que la hacía vacilar y lo lanzó contra el portero, pero erró el tiro.

—¡Vas a dar con tus huesos en la cárcel, ya verás! —amonestó.

Sin preocuparse por los zapatos perdidos en medio de la gente, se subió descalza al Mercedes, con el pelo alborotado y la ropa en desorden. Se alejó a toda velocidad, marcha atrás, entre los comentarios y los abucheos de la multitud, conmocionada todavía por el asombro. Por poco no atropello a la anciana venida de Golam con su hatillo, que se salvó gracias a un ágil salto, sorprendente en una persona de su edad.

Alguien afirmó que era una loca rematada, otros le dieron la razón, y todos, al ver la puerta libre y a Ngor Ndong ocupado con su herida, entraron en la Maternidad.

Con un pañuelo enrollado aplicado a la ceja herida y la cara y la bata ensangrentadas, Ngor Ndong entró en la sala de vendajes del pabellón Avicenne en el momento en que Paul Djibalène, el enfermero de guardia, acababa de incorporarse al turno de noche y terminaba de ponerse la bata blanca.

—¡Mi cautivo! ¿Qué te ha pasado? —preguntó con inquietud cuando se volvió junto al armario y vio a Ngor Ndong.

El portero, serere, y el enfermero, diola, descendían según la leyenda de unas hermanas gemelas, Akine y Diambogne, lo que los convertía en primos que compartían sin cesar bromas, proclamándose cada cual por su lado amo del otro. Esa tarde, sin embargo, Ngor Ndong no estaba de humor festivo. A punto de estallar de rabia, en aquel momento se arrepentía de no haberle dado su merecido a aquella mujer.

—¿Qué te ha pasado, esclavo mío? —repitió Djibalène—. ¿Has tenido un accidente?

Ngor Ndong negó con la cabeza y guardó silencio un instante.

—No, ha sido una mujer que me ha pegado —contestó por fin con renuencia.

Se encontraba en el centro de la habitación, con el pañuelo todavía pegado a la ceja. Djibalène se acercó y lo retiró para observar la herida. Como la sangre comenzó a manar de nuevo, volvió a taparla con la tela y señaló la camilla.

—Acuéstate. ¿Y quién dices que te ha herido así?

—Una mujer —respondió Ngor Ndong, acostándose.

—¿Una mujer? ¿Cómo puede ser, una mujer? ¿Y por qué?

—Quería ver al profesor Gomis, yo le he preguntado si tenía una autorización y le he dicho que si no, no entraba. Se ha bajado del coche y ha aprovechado que abría la puerta a las alumnas comadronas para golpearme con su zapato.

—¡No es posible! ¿Así, sin más, te ha golpeado con el zapato? Pero ¿debéis de haberos peleado, tú debes de haberle dicho alguna ordinariez?

—Ni siquiera. Ha sucedido, de verdad, tal como te he dicho.

—¡Qué barbaridad! ¡Vaya mal educada! ¿Por lo menos le habrás arreado una buena, no?

—No, no le he pegado.

—Pero ¿por qué, mi cautivo, por qué?

—Es de lo que me arrepiento ahora.

Djibalène abrió el armario y sacó una bandeja, una palangana, un rollo de esparadrapo y un frasco de antiséptico, que depositó en una mesa, más pequeña que la otra en la que se había acostado Ngor Ndong y, después, en un rincón, extrajo de la estufa esterilizadora las cajas de instrumental y compresas. Tras situarlas junto a la bandeja, las abrió, y una vez se hubo limpiado las manos con alcohol, le hizo una infiltración de Novocaína, tomó una compresa con ayuda de una pinza, la impregnó de líquido antiséptico y comenzó a limpiar la herida.

—¡Has tenido suerte! —comentó, tirando la compresa enrojecida de sangre en la palangana para coger otra—. Si te hubiera dado dos centímetros más abajo, esa mujer te habría reventado el ojo. Es una auténtica loca. Pero ¿quién es? ¿La conoces?

—Se llama señora Samb y dice que es la esposa del fiscal general —repuso Ngor Ndong.

—¿Y qué? —contestó Djibalène con tono indignado—. Como si quiere ser la esposa del presidente del Tribunal Supremo o incluso de la República, eso no le da derecho a agredir así a la gente. La herida es profunda y habrá que poner cinco o seis grapas. Pero tú, esclavo mío, ¿por qué no le has partido la cara? Si me hubiera hecho esto a mí, por más mujer del fiscal que sea, le habría dado una buena tunda. Pero ¿por qué no le has pegado?

Ngor Ndong no respondió.

—¿Sabes una cosa, mi cautivo? —prosiguió, con son de burla, Djibalène—. No tienes cabeza. ¡Mira que dejarte herir de esta manera, por una mujer, sin reaccionar! ¡Eso no es normal! ¿De verdad se te levanta?

Ngor Ndong persistió en su silencio. No estaba de humor para bromas.

Media hora después, de regreso a la Maternidad con una gran venda de esparadrapo encima de la ceja, Ngor Ndong encontró la puerta abierta de par en par. Por primera vez, había cometido una falta profesional: se había ausentado de su puesto sin autorización y las visitas habían entrado unos quince minutos antes de la hora. Si el profesor Gomis llegaba a enterarse, se exponía a una reprimenda o incluso se vería obligado a darle una explicación. En tal caso, tendría motivos de peso para justificar su ausencia. Aunque no se sabe nunca, también era posible que el profesor no tuviera en cuenta esas razones y decidiera sancionarlo, como era una persona intransigente, lo mejor era que no se enterase del incidente.

Ngor Ndong cerró una de las hojas de la puerta y después entró en su habitación, situada en la entrada, un cuchitril donde apenas cabían la cama de hospital y la mesita metálica desechadas, con su pintura blanca desconchada. Se quitó la bata manchada de sangre, la enrolló y la dejó en la cama para sustituirla por otra que había colgada de un clavo sujeto a la puerta. Ahora que se había aplacado su ira, daba gracias al buen Dios por haberle permitido mantener el control. Si hubiera devuelto el ataque, seguramente habría herido de gravedad a la mujer y ahora se vería en un aprieto, porque fuera cual fuese el daño sufrido, nadie tenía derecho a tomarse la justicia por su mano. Aquella mujer era un ser satánico, de los que impulsan a cometer un acto que parece totalmente justificado e irreprochable, pero del que uno se arrepiente enseguida, por las nefastas, imprevisibles y duraderas consecuencias que acarrea.

Había obrado bien manteniendo el dominio de sí. Si no estaba satisfecho, no tenía más que presentar una denuncia, por lesión voluntaria, acompañada de un certificado médico, tal como le había aconsejado Djibalène. Aquella idea le hizo sonreír un breve instante. ¡Poner una denuncia! ¿Cuando la mujer había proclamado que era la esposa del fiscal general, un pez gordo de la Justicia? Nadie lo escucharía siquiera. La denuncia acabaría en la papelera y, para colmo, podría buscarse complicaciones eirá parar a la cárcel, tal como había predicho ella en su última amenaza, por haber tenido la osadía de denunciarla. En este país existe de todo, excepto igualdad ante la ley. Nunca le darían la razón, así que no merecía la pena pensar en una denuncia.

—La dejo a cargo del buen Dios —declaró con resignación en voz alta—. ¡Un día encontrará al hijo de la hermana de su padre que la pondrá en el buen camino!

Ngor Ndong volvió a salir del cuchitril para ir a sentarse en el taburete, en la garita instalada al lado de la puerta.

El día se acababa, el sol se había puesto ya, pero todavía había luz. La sombra de los ceibos plantados junto a la avenida que desembocaba en la puerta de entrada del hospital, con el ramaje recubierto de compactos racimos de flores escarlata salpicadas de blanco en el centro, se alargaba de forma desmesurada en medio del naciente crepúsculo teñido de malva. El cielo, tapizado de oscuros nubarrones por el este, anunciaba la proximidad de la temporada de lluvias.

A Ngor Ndong le dolía la cabeza. Tenía la impresión de que le estaban descargando mazazos en la coronilla. Bajo la venda, sentía además un intenso ardor, como si le hubieran aplicado una brasa ardiente. Comenzaba a disiparse el efecto del anestésico local que le había administrado Djibalène antes de ponerle las grapas y, aparte del propio dolor de la herida, notaba la dentellada de los pequeños ganchos de hierro clavados en la carne. Tendría que subir a la sala de guardia a pedir un calmante a una de las comadronas. Cuando se levantaba para marcharse vio el dragón negro[2] que llegaba. ¿Qué vendrían a buscar los policías en la Maternidad? Normalmente, cuando iban al hospital, era para trasladar a Urgencias a algún individuo que había salido malparado de un interrogatorio abusivo. Quizá la esposa de uno de ellos había dado a luz allí...

Ngor Ndong todavía se interrogaba al respecto cuando el dragón negro se detuvo a su lado. De él bajaron siete policías, seis en atuendo de combate y otro, el jefe, en sahariana caqui, mientras que otro se quedó esperando frente al volante.

—¿Eres tú el portero de la Maternidad? —preguntó el jefe.

Ngor Ndong pensó enseguida en la amenaza de la mujer. Pero ¡no, no podía ser eso! ¡No se podía provocar a alguien, herirlo y después encarcelarlo, por más que uno fuera la mujer del fiscal general!

—Sí, soy yo el portero de la Maternidad —confirmó con un asomo de inquietud en la voz.

Los policías lo rodearon al instante.

—¡Venga! Acompáñanos sin causar problemas —lo conminó el jefe.

—¿Acompañaros, para qué? ¿Qué he hecho yo? —inquirió, sorprendido, Ngor Ndong.

—Si no sabes lo que has hecho, lo sabrás en comisaría. Para empezar, ¿dónde están los zapatos que le has confiscado a la señora?

—¿Qué zapatos que le he confiscado a la señora? ¿Yo? ¿Y de qué señora habla?

Uno de los policías, vestido de manera impecable, con las botas relucientes de betún, ancho de hombros, pero patizambo, decidió intervenir.

—Jefe, este tipo habla demasiado. Nadie le pide que nos cuente la boda de sus padres. Lo único que tiene que hacer es acompañarnos, y ya está.

Ngor Ndong se volvió hacia el policía de lustrosas botas y le clavó una mirada tan fija que sus ojos parecían de porcelana, mientras lo apuntada con el índice.

—¡Eh, tú! La boda de mis padres es demasiado grande para tu lengua —espetó con voz calmada—. No tienes ningún derecho a insultarme. Sabes muy bien que si estuviéramos solos los dos, ni se te ocurriría insultarme.

Con ademán brutal, el policía apartó el dedo tendido hacia él y agarró a Ngor Ndong por el cuello de la bata.

—¡¿Ah sí?! ¿Te permites amenazarme, imbécil?

Luego trató de arrastrarlo hacia el dragón negro.

Pese a las apariencias, Ngor Ndong no era la clase de persona que se dejaba arrastrar así como así. Su constitución huesuda engañaba a mucha gente. Dos años antes de su llegada a Dakar, había vencido a todos los luchadores de su región con ocasión de un torneo y había ganado, para sorpresa general, la copa, el caballo y la suma de cien mil francos que había en juego.

Ngor Ndong no se movió ni un centímetro, pese a los considerables esfuerzos del policía, que acabaron por desgarrar la bata. Al quedarse de repente sin asidero, con un trozo de tela entre las manos, el hombre se vio proyectado hacia atrás, víctima de su mismo impulso. Tropezó y, aunque trató de recobrar el equilibrio, no logró evitar caer de espaldas, con las botas al aire. Aún no se había levantado cuando el jefe sacó un silbato del bolsillo.

Todo ocurrió muy deprisa. Al primer silbido, los policías atacaron a la vez. Con una pierna adelantada, la cabeza hundida entre los hombros y los puños cerrados, Ngor Ndong intentó defenderse. Las fuerzas distaban de estar igualadas, sin embargo. Bajo las patadas y los puñetazos que llovían de todas partes, por delante, por detrás, a derecha y a izquierda, no tardó en caer a tierra, vapuleado. Los policías se ensañaron con él hasta que quedó inmóvil e inconsciente. Entonces lo volvieron boca abajo, lo esposaron y lo arrastraron, raspando el suelo con los pies, hasta el dragón negro, a cuyo interior lo arrojaron como un saco de paja de cacahuetes.

En el momento en que el vehículo negro se ponía en marcha comenzó a caer una lluvia menuda, la primera del año.

Los diversos visitantes que, al entrar o salir de la Maternidad, se habían detenido para asistir a la paliza sin intervenir, se enzarzaron en una viva discusión, aderezada de toda clase de comentarios. Como no habían sido testigos del inicio del altercado, empezaban ya a proponer diferentes versiones. Alguien afirmó que el portero, persona especialmente irascible, había impedido el paso a los policías y había llegado incluso a injuriar a su jefe. Otro apuntó que se había producido una pelea con una mujer. Un policía, que se encontraba presente, después de haber tratado en vano de calmarlos, había decidido llevarlos a comisaría a ambos. La mujer había aceptado, pero el portero se había negado, había llegado a las manos con el policía y le había arrancado tres botones del uniforme. El agente, muy enfadado, se había ido acompañado de la mujer a comisaría y había vuelto al cabo de un rato con el refuerzo de diez compañeros a bordo del furgón. El portero, inflexible, había persistido en su negativa y había querido pelearse con todos los policías que, como era lógico, habían podido con él. Otro individuo opinó que, de todas maneras, los policías no tenían derecho a propinar a un ser humano una paliza tan salvaje como la que acababan de presenciar.

La lluvia se intensificó, la gente se dispersó y, de pronto, la dorada luz del crepúsculo cedió paso a la profunda oscuridad de la noche.

En el momento en que Matar Samb salía del cuarto de baño, el teléfono comenzó a sonar en el dormitorio. Apuró el paso para dirigirse al aparato, posado en la cama dispuesta directamente en el suelo, atándose el cinturón del batín de blanco algodón inmaculado, y descolgó al cuarto timbrazo.

—El fiscal general al habla —anunció.

—¡Hola, jurista!

Matar Samb reconoció la voz del profesor Armando Gomis, su amigo de infancia desde la escuela primaria Kléber. Desde entonces no se habían separado, ya que habían ido juntos al instituto Van y después a la universidad.

—¿Cómo estás, Armando? ¡No te vimos anoche en el club!

—Estaba corrigiendo la tesis de uno de mis alumnos. Por eso estoy todavía en el despacho. Oye, jurista, hay un problema muy grave: mi portero, al que Ramata...

—¡Ah! —lo interrumpió Matar Samb—. ¿Estás enterado? ¿Sabes lo que le hizo ese rinoceronte a Ramata?

—¿Qué es lo que le hizo ese rinoceronte, como dices tú, a Ramata?

—Pues bien, Armando, llevaba varios días sintiéndose mal y cuando te viene a ver, el idiota de tu portero no sólo se niega a dejarla entrar sino que se permite incomodarla. La ha empujado con tal brutalidad que se ha caído delante de todo el mundo y ha perdido los zapatos, que él le ha confiscado.

—¡Pamplinas, jurista, las cosas no han sucedido así ni mucho menos!

Matar Samb encajó el auricular entre el hombro y la mejilla, y tras tomar el encendedor y el paquete de cigarrillos de encima de la cama, se colocó un cigarrillo en la comisura de los labios y lo encendió.

—¡Que sí, Armando! —exclamó enérgicamente al tiempo que expulsaba el humo por la nariz. Tras dejar el paquete y el encendedor en la cama, volvió a coger el auricular antes de proseguir—: Es exactamente lo que ha pasado. La misma Ramata me lo ha dicho.

—Te ha mentido.

El médico pasó a referirle los hechos verídicos.

—Armando, ¿qué significa esto? —inquirió con indignación Matar Samb cuando su amigo hubo terminado—. ¿Cómo es posible que tu portero se permita negarle la entrada a la Maternidad a Ramata? Vaya descarado, ese portero tuyo.

—Es el reglamento, nadie entra sin autorización fuera de las horas de visita. Ramata no tenía más que llamarme antes de venir y yo habría avisado al portero. ¡Así de simple!

Matar Samb sacudió negativamente la cabeza como si tuviera al médico delante.

—Pero el reglamento no le autoriza a agredir a mi mujer y, además, a quedarse con sus zapatos. Lo voy a meter en chirona, para que escarmiente.

—Jurista, mi pobre portero no va a poder escarmentar con nada, porque está muerto.

—¿Muerto, cómo?

—Muerto a manos de los policías que han venido a detenerlo. Ahora voy.

Se cortó la comunicación.

Matar Samb aplastó el cigarrillo apenas consumido en el cenicero de cristal de la mesita de noche y se sentó, aturdido, en la cama. Luego se despegó el auricular del oído, lo miró con aire sorprendido, como si por primera vez viera un objeto tan extraño, lo colgó y después volvió a cogerlo para acabar marcando febrilmente el número de la comisaría del palacio de Justicia. Luego se levantó de la cama, encendiendo otro cigarrillo.

—Póngame con el comisario Diallo, por favor —solicitó al oír que descolgaban.

—Soy yo mismo —respondió su interlocutor—. ¿Con quién tengo...?

—Diallo —lo atajó sin miramientos Matar Samb—, ¿qué ha ocurrido con el portero de la Maternidad?

—¡Ah, es usted, señor fiscal general! —exclamó el comisario al reconocer la voz—. Precisamente iba a llamarlo para ponerlo al corriente de...

—¡Al grano, Diallo, al grano! —reclamó con impaciencia Matar Samb.

Oyó cómo el comisario carraspeaba y respiraba hondo antes de responder.

—Bueno, pues verá, el portero se ha resistido cuando mis hombres han ido a buscarlo a la Maternidad. Han tenido que ponerle las esposas para poder traerlo. En cuanto se las han quitado en la comisaría, se ha abalanzado como un poseso sobre el primer agente que tenía a mano, lo ha cogido por el cuello y a punto ha estado de estrangularlo. ¡Oiga! ¡Señor fiscal general! ¿Me oye?

—Y después, Diallo, ¿qué ha ocurrido exactamente?

—¡Sí, sí, después! Después ha habido que obligarlo a soltarlo con enorme dificultad, pero sin ninguna clase de brutalidad. Le juro, señor fiscal general, por la salud de mis hijos, que el portero debía de padecer un misterioso mal porque, en cuanto mis hombres han conseguido reducirlo, se ha desplomado vomitando sangre. Parece que la tuberculosis se manifiesta a veces así. Lo han puesto en el vehículo para trasladarlo al hospital, pero ha muerto antes de que el chófer lo pusiera en marcha. En nombre de Dios, por la salud de mis hijos, eso es lo que ha pasado, señor fiscal general. Han llevado el cadáver al depósito del hospital Le Dantec. Ah, se me olvidaba, señor fiscal general, mis hombres han dicho que no han encontrado los zapatos de la señora. Y ahora, querría saber qué vamos a hacer en caso de que haya complicaciones, señor fiscal general.

—¡Estás loco para preguntarme eso, Diallo! —vociferó Matar Samb—. En cualquier caso, óyeme bien, Diallo, yo no te he pedido nada, nada, absolutamente nada, ¿me oyes bien? Nunca he oído hablar de ningún portero, nunca he hablado contigo, no se te ocurra pronunciar mi nombre ni el de mi mujer en relación con este incidente. Yo no tengo nada que ver, ni de lejos ni de cerca. ¿Me has entendido bien, Diallo?

—Sí, lo he entendido. Usted no tiene nada que ver, ni de lejos ni de cerca, señor fiscal general.

—¡No, Diallo, y no bromeo! Si llegaras a pronunciar mi nombre o el de mi mujer, en la circunstancia que sea, te liquido sin vacilar, por Dios que te mato. No tengo nada más que decir. ¿Me has oído, Diallo?

Matar Samb colgó con violencia sin aguardar la respuesta. A pesar del baño que acababa de tomar y del aire acondicionado, tenía la frente perlada de gruesas gotas de sudor. Volvió a instalarse en la cama, con los codos apoyados en los muslos, la cabeza entre las manos y el cigarrillo sujeto entre los labios.

Volvió a ver a Ramata irrumpiendo en su oficina del tercer piso del palacio de Justicia, donde había pasado el sábado por la tarde en mangas de camisa y la corbata aflojada, trabajando en varios casos. Llegaba llorosa, desencajada, despeinada, con la ropa en desorden. Temblando de aprensión, se había levantado de un salto y tras rodear la ancha mesa, se había precipitado hacia ella.

—¿Qué ocurre? —había gritado—. ¿No le habrá pasado nada a Dieynaba?

Sin responder, ella se había arrojado a sus brazos y con la cabeza apoyada en su hombro, se había puesto a sollozar.

Había hecho un gran esfuerzo por serenarse, pero fue en vano. En su voz era perceptible el desasosiego que lo invadía.

—¿No le ha pasado nada a Dieynaba, al menos? ¡Dime qué pasa, por el amor de Dios!

Ella había sorbido varias veces antes de contestar.

—El portero... de la... Maternidad...

Los sollozos la atenazaron de nuevo, impidiéndole continuar. Él había exhalado un gran suspiro de alivio. Al ver a Ramata en tal estado, había pensado en las desgracias más aciagas, en los accidentes más terribles que hubieran podido acaecerle a su hija Dieynaba. Tranquilizado, la había apartado con suavidad y, cogiéndole la barbilla, le había levantado la cabeza para mirarla directamente a los ojos. Ella paró de llorar y él había sacado un pañuelo del bolsillo del pantalón con el que le había secado las lágrimas que le resbalaban por las mejillas para colocárselo después debajo de la nariz. Entonces ella lo había cogido y se había sonado de manera ruidosa.

—Había ido a ver a Armando a la Maternidad —había explicado con voz entrecortada, conservando el pañuelo en la mano después de haberse enjugado los ojos y la nariz—. El portero se ha negado a dejarme entrar. Me ha humillado delante de todo el mundo. Como no quería que entrase con el Mercedes, lo he aparcado, he bajado y he querido entrar por la puerta, pero él me ha empujado con tal violencia que me he caído al suelo y he tenido que soportar las risotadas de toda la gente que esperaba delante de la puerta. Al caer he perdido los zapatos, él me los ha confiscado y...

—¿Has venido descalza?

Le había mirado los pies. Una furia ciega se adueñó de él. Trémulo, descontrolado, agitó el puño.

—A ese portero..., le voy a montar a su madre hasta aplastarla —profirió con voz alterada, descompuesto—. ¡Va a vérselas conmigo y me dirá por qué te ha hecho eso!

Rodeó a Ramata por los hombros y la condujo a uno de los sillones del pequeño salón dispuesto en un rincón de la habitación. Una vez sentada ella, volvió a la mesa para llamar por teléfono al comisario Diallo.

Como se encontraba en el subterráneo, Diallo no tardó en llegar jadeando, después de haber subido a toda velocidad las escaleras hasta el tercer piso.

—¡Fíjese, comisario Diallo —lo increpó Matar Samb no bien apareció en la puerta—, lo que se ha atrevido a hacerle el portero de la Maternidad a mi mujer! Para impedir que entrara, la ha empujado y la ha hecho caer delante de todo el mundo. ¿Se hace cargo, comisario?

Todavía sin resuello, Diallo retrocedió un paso y después de volverse hacia Ramata, que se había puesto a sollozar de nuevo, le dirigió una mirada incrédula para manifestar su sorpresa.

—¿Y quién se cree que es el portero ese? ¿Está loco o qué? —exclamó con indignación—. ¿Y de qué Maternidad es portero?

—La Maternidad del hospital Le Dantec —lo había informado él—. Y aún no he acabado de contárselo todo, comisario. Cuando el portero la ha empujado y se ha caído al suelo, mi mujer ha perdido los zapatos y el portero se ha permitido confiscárselos. ¡Eso es el colmo, quitarle los zapatos a mi mujer!

Los sollozos de Ramata arreciaron.

—No llore más, señora —había intentado calmarla Diallo—. Mis hombres me van a traer a ese portero y yo mismo me ocuparé personalmente de él. ¡Séquese las lágrimas!

—Comisario, ¿ha visto lo que ese portero le ha hecho a mi mujer? Es que la gente se cree con derecho a todo en este país. ¡Pues no! Yo no pienso consentirlo. Comisario, para empezar, va a ponerme en la cárcel a ese energúmeno. Después de una semana en chirona, me explicará por qué y a santo de qué se ha permitido maltratar a mi mujer.

—No se preocupe, señor fiscal general —anunció, con tono resuelto, Diallo—. ¡Me ocuparé personalmente de él!

Y ahora, Armando acababa de asegurarle que los hechos no se habían producido tal como los había descrito Ramata y le había dado otra versión. Por consiguiente le había contado mentiras, tal como decía Armando. Intolerable. El engaño era el vicio que más detestaba, y ella lo sabía. Se sublevó al pensarlo. No, no podía ser. Ramata no le mentiría. Ella no era así, nunca le había mentido, era incapaz de tal cosa. Había dos versiones y la única válida era la suya. Seguro que a Armando lo había informado mal su personal que, como siempre, por solidaridad corporativa, había endosado todos los errores a Ramata. ¡Ella no estaba loca, como para comportarse de esa manera y montar un escándalo en público!

El único problema, considerable desde luego, era la muerte del portero. Las explicaciones de Diallo no lo habían convencido para nada. Eran poco consistentes, traídas por los pelos. En eso no cabía duda, los policías habían matado al portero. «¡Me ocuparé personalmente de él!», había asegurado. ¡Sí, sí, se había ocupado muy bien de él! Nunca, jamás de los jamases, había que confiar en un policía, ya fuera un simple agente o un inspector de división. Todos están forjados con el molde de los torturadores y no saben más que pegar y pegar. Y encima pegaban mal. A veces ni siquiera con pegar les bastaba y tenían que aplicar corriente eléctrica a los testículos, encender un paño empapado de gasolina entre dos dedos de los pies o aplastar un cigarrillo encendido en la espalda o en la barriga. Eran incontables las veces en que, en plena audiencia ante el tribunal, los acusados se habían retractado arguyendo que les habían arrancado la confesión mediante tortura y que, para que ésta cesara, habían confesado todo lo que querían sus verdugos. Algunos no dudaban en desnudarse o en descalzarse para mostrar las marcas de golpes o de quemaduras incrustadas en el cuerpo. Cuando les preguntaban por qué no habían denunciado ese maltrato al juez durante los interrogatorios que habían tenido lugar en su oficina, respondían que no lo habían hecho porque, en tal caso, en cuanto los devolvieran a las dependencias de la Policía, habrían tenido que padecer torturas aún peores. ¡Sí, todos eran unos inmundos torturadores, y la prueba era que habían matado al portero! ¿Cómo se podía confiar en un torturador? En buena conciencia, él no tenía nada que reprocharse. Lo único que había pedido al comisario Diallo era que metiera en la cárcel a ese hombre, al que se proponía interrogar al cabo de una semana. No había ordenado que lo pegaran y mucho menos aún que lo mataran.

Lo malo era que, con la muerte del portero, podía estallar un gran escándalo en el que se verían mezclados su nombre y el de su mujer. Había que impedirlo, evitarlo a toda costa. Si no, aquello supondría un freno para su brillante y meteórica carrera...

Habían transcurrido más de tres cuartos de hora desde que el profesor Armando Gomis anunció que se dirigía allí. Encontró a Matar Samb sentado en la cama, con la cabeza gacha, metida entre las manos y el cigarrillo apagado, pegado a los labios. Absorto en sus reflexiones, no dio señales de advertir su llegada.

—¡Eh, jurista! —lo llamó el médico, que le posó con suavidad la mano en el hombro.

Matar Samb se sobresaltó como si lo hubieran despertado bruscamente de un profundo sueño. Irguiendo la cabeza, miró a un lado y a otro con aire sorprendido, hasta enfocar los ojos desorbitados en el médico, que permanecía frente a él. Entonces se levantó de un salto.

—Armando, ¿crees que la muerte de tu portero va a levantar una polvareda en el hospital? —inquirió a bocajarro.

El profesor Gomis se metió las manos en los bolsillos del pantalón y, dándole la espalda, se encaminó a la ventana. Con la cara pegada al cristal, contempló el cuidado jardín, los árboles podados hacía poco y las lozanas flores, todo iluminado por las potentes farolas bajo la fina lluvia que no había cesado aún.

Ante su mutismo, Matar Samb se acercó a él y reiteró la pregunta.

—Por supuesto que se levantará una polvareda, una polvareda muy grande —confirmo por fin el médico, todavía de espaldas.

—¡Esos imbéciles de policías me han metido en un estercolero hasta el cuello! —se lamentó con desesperación.

El profesor Gomis se volvió de improviso, con los ojos relucientes de cólera.

—¡Ah, no! No acuses a los policías. No son ellos los que te han metido en un estercolero, como tú dices, sino Ramata.

—¿Cómo, Ramata? No digas eso, Armando.

—¿Y por qué no? ¿No ha sido ella la que ha provocado y agredido a ese pobre portero que no hacía más que cumplir con su trabajo? Y tú, tú, en lugar de enviar a esos imbéciles de policías, como los llamas, ¿no podías llamarme para saber qué había pasado exactamente entre él y Ramata? Pero no, tú prefieres enviar, como un cacique, a tus matones, que han asesinado a Ngor Ndong. Los policías son responsables, no cabe duda y, desde luego, no pienso absolverlos, pero Ramata es la principal responsable de todo lo que ha ocurrido. Es ella la que te ha metido en el embrollo.

—No es verdad, yo no he enviado matones. Yo no tengo matones.

—Sí. ¡Los policías que has enviado son unos matones, unos asesinos!

—¡Yo no les he dicho que mataran al portero, sólo que me lo trajeran para interrogarlo!

—¡Lo que está claro es que tus policías han matado a mi portero y que eres tú quien los ha mandado!

—Pero ¡no para matarlo, sino para interrogarlo!

El diálogo había transcurrido en voz muy alta, a gritos casi. Callaron y siguieron retándose con la mirada, jadeantes como dos contrincantes enfrentados en un pulso.

La tensión era tal que el timbre del teléfono les produjo un sobresalto.

Matar Samb fue hasta la cama y al descolgar oyó la voz de Ramata.

—Padre de Dieynaba, ¿has visto la hora que es? —planteó en son de reproche—. ¡Por lo visto, te has olvidado de nosotras!

Desde que había nacido su hija, ése era el apelativo que usaba Ramata con él. Cayendo en la cuenta de que había olvidado ponerse el reloj de pulsera, tapó el micrófono y efectuó una señal con la cabeza al profesor Gomis.

—¿Qué hora es, Armando? Es Ramata.

—Las ocho y media.

Matar Samb apartó la mano.

—Las ocho y media —repitió—. ¡Que tarde, Dios mío! No había mirado el reloj. Es mejor que cenéis sin mí.

—Ya lo hemos hecho.

—Me había olvidado por completo. ¿Y Dieynaba?

—Está aquí delante, dice que está enfadada contigo. ¿Qué pasa, padre de Dieynaba? Te noto raro.

—No, no pasa nada. Estoy con Armando. Bueno, hasta luego.

Colgó y, sin mirar ni una sola vez al profesor Gomis, volvió a sentarse en la cama.

—¿Dónde está Ramata? —inquirió el médico.

—En el Bilboquet, con Dieynaba, que se tiene que ir mañana de colonias a Rabat. Habían decidido que íbamos a celebrarlo los tres comiendo en un restaurante. Ellas habían salido antes, y yo me disponía a reunirme con ellas cuando he recibido tu llamada.

—¡Pues tratándose de alguien que ha provocado un incidente tan funesto, aún le queda tiempo para celebraciones!

—Armando, por favor —le rogó Matar Samb con un hilo de voz, contrariado, antes de estallar—. ¡Ya está bien, para de echarme la bronca, caramba, que no es el momento!

—Si no te estoy echando la bronca, jurista, para nada —aseguró, con tono conciliador, el médico—. Es verdad que antes estaba furioso, porque todavía no logro entender el comportamiento de Ramata, que, como en un sistema de vasos comunicantes, influye en el tuyo. No, no, jurista, no me interrumpas, déjame continuar y decir lo que pienso. No es la primera vez que Ramata provoca altercados en un sitio público. El año pasado, en el mercado Kermel, dio una bofetada a un policía que le había indicado que había aparcado mal y que luego tuvo la desgracia de verse expulsado del cuerpo, precisamente por haber reaccionado. Unos meses después, un vigilante del supermercado Filfili, al que había insultado sin motivo, tuvo que quedarse en la cárcel durante cuarenta y cinco días. En ambos casos, obraste a tu antojo, pese a que según tu íntima convicción, tal como decís en vuestro argot, sabías muy bien que Ramata no tenía razón. Hoy, por culpa suya, ha muerto un hombre. ¿Te das cuenta del alboroto que se va a armar el lunes en el hospital, con el sindicato, que, a la más mínima, convoca acciones?

Matar Samb se levantó como un resorte de la cama.

—¡Hay que impedirlo como sea, Armando! —exclamó, y lo agarró por la muñeca—. Si se forma un escándalo en torno a este asunto, mi nombre se verá salpicado, y eso tendrá unas consecuencias nefastas para mi carrera. Ya sabes que el primer presidente del Tribunal Supremo debe solicitar la jubilación a finales de año y que yo soy la persona mejor situada para sustituirlo; es algo seguro, el propio ministro de Estado me lo confirmo. Si saliera a la luz el papel que he desempeñado yo en la muerte de tu portero, no me darían el puesto, y para mí sería inaceptable perderlo. Hay que hacer algo, Armando.

El profesor zafó la muñeca y separó los brazos con ademán de impotencia.

—De acuerdo, jurista, hay que hacer algo, pero ¿qué?

—¡Hay que sofocar el asunto a toda costa, para que no haya ningún escándalo!

—Será difícil y, francamente, no veo que yo pueda hacer algo. El escándalo estallará, tenlo por seguro, a partir del lunes por la mañana. Los sindicalistas van a aprovecharlo y yo no voy a poder hacer nada.

—¡Es verdad! —admitió Matar Samb.

Luego se quedó pensativo un momento.

—¿Está Jackson aquí? —preguntó por fin.

—No sé si ha vuelto.

—¿Estaba de viaje?

—Me lo encontré el mes pasado en el aeropuerto. Se iba de peregrinaje a la Meca con un grupo de unas cincuenta personas y un potentado morabito que sufragaba los gastos del viaje. Buena idea, jurista. Si ha vuelto, Jackson quizá podría hacer algo. ¡Tendría que habérseme ocurrido antes a mí!

El teléfono volvió a sonar antes de que el médico acabara la frase.

Matar Samb descolgó pensando que si era el idiota de Diallo, lo iba a mandar a paseo de inmediato.

—El fiscal general al habla —contestó.

—¡Hola, jovencito!

La estentórea voz de su interlocutor sonó acompañada de una extravagante risa a la que no se acababa de acostumbrar y que siempre le producía escalofríos. Su sorpresa fue tan mayúscula que a punto estuvo de soltar el auricular.

—¡Jackson! Es increíble, justo cuando hablábamos de ti con Armando, llamas. Es verdad lo que dicen: la llamada de Dios es mejor que la llamada del hombre. Tengo una necesidad imperiosa de que me ayudes, Jackson.

—Ya sé, jovencito, con la muerte del portero de la Maternidad del hospital Aristide-Le Dantec, sé que por fuerza necesitas de mi ayuda. ¿Por qué crees que te he llamado?

—¿Dónde estás, Jackson? —preguntó, desencajado, con voz apenas audible, Matar Samb.

—En Thiès. Ahora mismo voy hacia allá.

Matar Samb colgó exhalando un largo y estridente silbido.

—¿Qué ocurre? —inquirió el médico al percibir su desazón—. ¿Qué ha dicho Jackson?

—Dice que ya viene. Las noticias circulan muy deprisa en este país. En Thiès, Jackson estaba ya al corriente de la muerte del portero.

—¿Cómo es posible, en Thiès?

—Sí, en Thiès. Lo que significa que todo el país está enterado de lo sucedido. ¡Ya está, se acabó mi carrera!

Volvió a instalarse en la cama, abatido, con las manos pegadas a la cabeza, al borde de las lágrimas.

—¡Animo, jurista! —aconsejó el profesor Gomis, tirándole del brazo para obligarlo a levantarse—. ¡Más ánimos, hombre! Nada está perdido aún, todo puede arreglarse, con Jackson. Ahora, vístete y después bajaremos a esperarlo al salón. Si ha dicho que venía, no va a tardar.

Tras propinarle una vigorosa palmada en la espalda para impulsarlo hacia el armario, el médico descendió a la planta baja donde se encontraba el vasto salón equipado con mobiliario de cuero verde. En el bar situado al fondo, se sirvió un combinado de vodka con zumo de naranja y cubitos de hielo y después se arrellanó en uno de los sillones.

Minutos después, Matar Samb bajó también, vestido con un traje de lino azul Matisse. En el bar, colocó la botella de Smirnoff, el envase de zumo de naranja y la cubitera en una bandeja que trasladó a la mesa de sofá, delante del médico. Se sentó a su lado, sin atreverse a mirarlo, para no dejar traslucir que, a pesar de todos sus esfuerzos por aparentar calma, estaba anonadado. Se llenó el vaso hasta la mitad y cuando se disponía a añadir el zumo de naranja, cambió de opinión y acabó añadiéndole vodka hasta el borde. Luego apuró la bebida de un trago, con los ojos cerrados.

El profesor Gomis observaba con asombro sus indecisos gestos.

—¡Te vas a emborrachar, jurista! —le advirtió una vez que hubo abierto los ojos y depositado el vaso en la mesa.

—¡Sí! —admitió Matar Samb—. Tengo ganas de emborracharme, como una cuba.

Con mano trémula, volvió a llenar el vaso de vodka y tomó un buen sorbo antes de proseguir.

—Armando, el asunto es muy grave. ¿Crees que Jackson podrá taparlo?

—¡Claro! Él sí, él puede solucionar toda clase de problemas, por más graves que sean, ya lo conoces.

—¡Lo dices para tranquilizarme!

—Que no, jurista. Siempre le has oído decir que en este país todo se puede arreglar, hasta la muerte de un hombre, y él conoce bien el país.

En aquel momento, Ramata y Dieynaba entraron en el salón.

Matar Samb, que ya estaba ebrio, abandonó la tercera copa casi vacía y se incorporó para ofrecer la mejilla a su hija, que se inclinó para besarlo después de haber saludado al médico: «¡Buenas noches, tío Armando!».

—¡Papá, estoy enfadada contigo! —anunció mientras Matar Samb volvía a arrellanarse en el sillón—. ¿Por qué no has venido al Bilboquet?

—He tenido un serio contratiempo, cariño —le explicó con la pronunciación entorpecida por el alcohol—. ¿Has comido bien?

—No. Te estaba esperando; cuando has dicho que no vendrías, se me ha quitado el hambre. Me he comido sólo el postre; después, le he dicho a Ramata que volviéramos. —Así llamaba a su madre, por su nombre.

—Lo siento mucho, cariño, he tenido un grave contratiempo —repitió—. Pero te prometo que, cuando vuelvas, te voy a compensar.

—Bueno, papá. ¡Lo has prometido!

—Lo he prometido, cariño, y no te voy a fallar. Cuando vuelvas, iremos juntos al Bilboquet.

—¡De acuerdo, papá! Ahora me voy a acostar, porque mañana me tengo que levantar muy temprano. Buenas noches, papá.

Dieynaba volvió a besar a su padre antes de irse.

Matar Samb observó a su hija mientras subía con paso presuroso las escaleras que conducían al piso de arriba, hasta que hubo desaparecido detrás de la puerta del pasillo. Una oleada de ternura barrió por un momento la angustia que lo atenazaba. Era una adorable niña de diez años, muy alta para su edad, cuyos menudos senos despuntaban precozmente bajo la camiseta. Al año siguiente cursaría el segundo año de secundaria en el colegio Sainte-Marie-de-Hann. No había dirigido ni una sola palabra a Ramata, porque ello lo habría obligado a hablar de la muerte del portero y no deseaba hacerlo, cuando menos no en ese instante.

Con expresión recelosa, Ramata se sentó en el sofá, frente a su marido y el médico, que se mantenían mudos y cabizbajos.

—Seguro que estabais tramando algo contra mí —espetó con suspicacia, al cabo de un prolongado silencio—. ¡No hay más que veros!

—Que no, no estábamos tramando nada contra ti —respondió Matar Samb sin levantar la cabeza—. ¿Por qué lo dices, eh?

—Y tú, Armando, ¿por qué me pones esa cara? —continuó—. ¡En vista de la manera como me ha tratado esta tarde tu portero cuando había ido a verte, no tendrías que ponerme mala cara!

—Que no, no es eso —contestó, conciliador, Matar Samb.

—Tú déjame a mí, padre de Dieynaba. Me pone mala cara. Eso es el interesado el que lo nota.

Al médico le costó no responder. En su lugar cogió el vaso y lo apuró de un trago.

Ramata se inclinó hacia él y le propinó una palmada en el muslo.

—Es por culpa de tu portero por lo que te has puesto así. ¡Menudo cancerbero, ese individuo!

El médico estalló por fin, pese a todos sus esfuerzos por dominarse.

—¡Para de bromear ya, que no es el momento! ¿Qué ha pasado entre Ngor Ndong y tú?

—¿Ngor Ndong, Ngor Ndong? —inquirió Ramata, arrugando la frente—. ¿Quién es este indígena a quien no conozco y cuyo nombre oigo por primera vez?

—Ngor Ndong, el portero de la Maternidad.

—¡Ah, se llama así! Dile que por lo menos me devuelva los zapatos. Me ha hecho pasar un mal rato para impedir que entrara a verte.

—¡Estás mintiendo! —espetó el médico.

Ramata se levantó bruscamente del sofá, enfurecida.

—¡Me estás llamando mentirosa! ¡Armando, todo te lo consiento menos esto!

—Sabes muy bien que mientes —insistió el médico sin preocuparse por la indignada reacción de Ramata—. Lo único que ha hecho Ngor Ndong es pedir un pase, y de manera correcta. Tú le has contestado que, al ser la esposa del fiscal general, no tenías ninguna obligación de presentarle un pase y que tenía que abrir la puerta por las buenas o por las malas. El se ha negado...

—Necesitaba verte, me sentía mal —lo interrumpió Ramata—. Además todavía no me encuentro bien.

—Se ha negado —prosiguió, inflexible, el médico—, y tú has aprovechado la salida de las alumnas comadronas, mientras él sostenía el pestillo de la puerta, para herirlo en la cara con tu zapato. Has intentado golpearlo otra vez; entonces, él te ha cogido por las muñecas y te ha empujado, sin ninguna clase de brutalidad, hasta tu coche. El no te ha forzado a subir ni tampoco te ha quitado los zapatos. Cuando te ha cogido por la muñeca, te ha hecho soltar el zapato con el que le has hecho daño y luego te ha dejado libre. A continuación, tú te has quitado el otro y se lo has arrojado, sin acertar. Después te has subido al coche insultándolo y amenazándolo con la cárcel y te has ido sin preocuparte por tus zapatos. Cuando los policías han ido a buscar a Ngor Ndong para darle una paliza, mis alumnas han asistido a toda la escena desde la ventana de su dormitorio del cuarto piso...

—¡Son tus alumnas las que te cuentan mentiras! —volvió a atajarlo Ramata.

—No son mentiras, sino la verdad —replicó el médico—. Y mis alumnas no me han contado nada, por la sencilla razón de que no las he visto. Ellas han hablado del incidente a la supervisora, que me ha venido a informar a mi despacho. Eso carece de importancia, sin embargo. ¡Lo que sí tiene importancia, y mucha, es que Ngor Ndong ha muerto, a manos de los policías!

—¿Dónde está el problema? —preguntó Ramata—. Si los policías han matado al portero, la culpa es toda de ellos.

El profesor Gomis se levantó con brusquedad del sillón.

—¡El problema es que los policías no son los únicos responsables! —afirmó con enojo—. Tú también eres culpable, por haber provocado y agredido a ese pobre hombre, y tu marido, que ha enviado a los policías, también es responsable.

—¡Yo no tengo nada que ver con eso!

—¡Por supuesto que sí, tú y tu marido, sois tan responsables como los policías!

Matar Samb agarró al médico por el brazo y lo obligó a volver a sentarse en el sillón.

—¡Ya basta, los dos! —ordenó con contundencia—. El problema de las responsabilidades está superado y de nada sirve que discutáis. El vino está servido y hay que beberlo. Tú, Ramata, sube a acostarte, que yo me ocuparé de todo. Y ya que dices que te encuentras mal, Armando podría examinarte en la habitación.

Ramata, de pie, efectuó un mohín ante el furibundo semblante del médico.

—¡Tu amigo no es nada interesante a veces, padre de Dieynaba! —declaró al cabo de un momento.

—No te lo tomes a mal, Armando, sólo son tonterías. No piensa lo que dice —aseguró Matar Samb—. Os pido que hagáis las paces de inmediato. Hacedme el favor de no hablar más de este feo asunto. Ramata, eres muy imprudente peleándote con tu ginecólogo. Eso no se hace. Vamos, no me fastidiéis más y haced las paces. Me es imposible tomar partido por alguno de los dos, tratándose de mi mujer y de mi amigo.

Ramata posó una mirada todavía resentida en el médico, que acabó por abandonar su seriedad y esbozar una equívoca sonrisa.

—Tienes razón, padre de Dieynaba, no es aconsejable ponerme a malas con mi ginecólogo —admitió, sonriendo a su vez—. Entonces, Armando, ¿hacemos las paces?

—De acuerdo —aceptó el médico—. Pero...

—Oye, Armando, nada de peros —intervino Matar Samb—. Más vale dejarlo así. Ella te ha pedido una tregua y tú la has aceptado, así que no pongas condiciones. ¡Reconciliaos del todo, sin reparos!

El profesor Armando Gomis se levantó. Ramata rodeó la mesa y, tras cogerle la mano, le estampó dos ruidosos besos en las mejillas.

—Ya estamos en paz —afirmó—. ¿Y ahora vienes a pasar consulta?

—¡Así está mejor! ¡Ahora estoy contento! —anunció, aplaudiendo, Matar Samb.

—¡Le advierto, señora, que las consultas a domicilio cuestan muy caro! —bromeó el médico.

—Mi marido pagará la factura, profesor. ¡Envíesela a su secretaria y recibirá su dinero, puede estar seguro! —respondió Ramata en el mismo tono.

—¡No se preocupe, profesor! —apoyó Matar Samb—. ¡Tal como le ha asegurado mi mujer, no le quepa duda de que le vamos a pagar!

Los tres estallaron en risas a la vez.

—Tendré que ir a buscar el maletín al coche —dijo el médico, soltando la mano que aún sostenía Ramata.

—Yo subo ya —anunció ésta.

Él salió del salón mientras ella comenzaba a subir por la escalera.

Matar Samb dio cuenta de la copa y, tras llenarla de vodka por cuarta vez, permaneció absorto en sus pensamientos.

Ramata le había mentido, efectivamente, no cabía duda alguna al respecto. La versión que había expuesto Armando era clara y detallada, y ella no había negado ni una sola vez los hechos que le reprochaba. Era intolerable, inadmisible. Y además, ¿qué sentido tenía dar un espectáculo tan contraproducente en público y después irle a contar embustes a él? No podía aceptar la mentira. Tendría que pedirle explicaciones... «¡una vez que se haya calmado la tempestad!», se dijo, llevándose el vaso a los labios.

Poco después, el profesor Gomis se hallaba de vuelta en el salón, con el maletín en la mano.

—A este paso, vas a estar fuera de combate antes de que llegue Jackson —advirtió a Matar Samb, al ver que se tomaba de golpe la mitad de la copa.

—¡Que no, no te preocupes!

Con el maletín en la mano, Armando subió al primer piso y llamó a la puerta del dormitorio, que se abrió y se cerró no bien hubo entrado. Con una combinación negra que le llegaba hasta medio muslo, Ramata le dio la espalda, ahuecando el cuerpo mientras cerraba el pestillo. El médico se acercó y se frotó contra ella, con un vaivén de caderas. Ramata lo acompañó primero en el rítmico movimiento y al cabo de un instante lo rechazó para volverse de cara.

—No tengo ninguna necesidad de que me examines, no me encuentro mal —declaró, melindrosa—. Tampoco me sentía mal por la tarde. Como no tenía nada que hacer, he pasado así, para molestarte. Ni siquiera estaba segura de que fuera a encontrarte en el despacho el sábado por la tarde.

Le cogió el maletín y tras arrojarlo al suelo, comenzó a desabotonarle la camisa.

—¡Eres una mala pécora, siempre me provocas! ¡Sabes que tengo debilidad por ti! —musitó mientras ella le hacía cosquillas en los pezones.

—¡Y tú eres el peor de los cerdos, que se acuesta con la mujer de su amigo! —replicó ella.

Entrelazados, se dejaron caer en la cama en medio de risas ahogadas.

Cuando, media hora más tarde, el profesor Gomis bajó al salón, encontró a Matar Samb dormido. Con las piernas cruzadas encima de la mesa, la cabeza apoyada en el respaldo del sillón y las manos juntas en torno al vaso medio lleno apoyado en la barriga, roncaba como un fuelle de forja, derribado por la gran cantidad de vodka que había consumido.

Con su cincuentena bien llevada, enfundado en una imponente y holgada túnica almidonada de bombasí de primera, de color amarillo limón, adornada con profusión de bordados, con un gorro rojo en la cabeza, un pañuelo de seda negra dispuesto con descuido en los hombros y unas botas de cuero del mismo color que la túnica en los pies, el inmenso e impresionante Jackson entró poco después de las diez y media en el salón, donde aguardaban con impaciencia Matar Samb y Armando Gomis. Todo era desmesurado en él. Medía más de dos metros diez y todas las partes de su cuerpo, cabeza, cuello, hombros, pecho, vientre, miembros superiores e inferiores, eran de unas dimensiones muy superiores a las de un hombre normal. Jackson, que en realidad se llamaba Sangoné Loukoubar, aunque nadie lo llamaba por su nombre, profesaba un auténtico culto al oro. Llevaba una gruesa cadena de Cartier en el cuello, una sortija de sello en cada anular, una pulsera con su apodo grabado en la muñeca derecha y un reloj en la izquierda.

—¿Qué pasa, jovencitos? —inquirió con su poderosa voz acompañada de una extraña carcajada que le impulsó la cabeza hacia atrás—. He oído hablar del portero de la Maternidad del hospital Le Dantec muerto a manos de unos policías enviados por el fiscal general a instancias de su mujer, que había provocado y herido al tal portero.

El profesor se levantó del sillón para estrechar la mano del gigante.

—¡Hola, Jackson!

—Hola, mandiago devorador de cadáveres de animales —repuso éste.

—De acuerdo, yo soy mandiago, pero tú, Jackson ¿de qué etnia eres?

—¡Yo soy wolof, pequeño mandiago!

—¡Ah no! Los Loukoubar no son wolof. Esa es una etnia que no existe, ni wolof, ni serere, ni tuculer, ni nada. Eso, Jackson, tú no eres nada.

Matar Samb, que se había despertado con la carcajada inicial de Jackson, se levantó del asiento sin soltar todavía el vaso.

—Jackson, ¿es verdad que ha sido en Thiès donde te has enterado de lo que acabas de decir sobre el portero? —le preguntó.

Jackson tomó asiento en el sofá. Desplegada, su gran túnica ocupaba la totalidad del mueble, de una punta a otra. Tras quitarse el gorro, lo dejó frente a sí en la mesa y se rascó con el índice la coronilla de la enorme cabeza, monda como una calabaza.

—¡Sí, en Thiès! —confirmó por fin, cuando después de dar cuenta del resto del vodka, Matar Samb se disponía a repetir la pregunta.

—Entonces, ¡mi carrera va a quedar estancada, interrumpida! —se lamentó—. Si la noticia ha llegado hasta Thiès, cuando el cadáver del portero aún no ha acabado de enfriarse, ¿por qué no a Fongolimbi, a Kabrousse o a Kaèdi? ¡No, no, no es posible, ya puedo despedirme de hacer carrera!

—¡Que no, jurista! —trató de tranquilizarlo el médico—. Ahora que Jackson ha llegado, todo se va a arreglar.

—No lo creo. No tengo ninguna esperanza. ¿No has oído lo que acaba de decir él mismo? —insistió Matar Samb—. ¡Todo el país está enterado! ¡Mi carrera está arruinada!

Jackson cogió la botella de vodka y, al darse cuenta de que estaba vacía, la sacudió como para convencerse del todo; después la agitó delante de los ojos.

—¿Os habéis soplado toda la botella mientras esperabais?

—Yo he tomado sólo una copa muy rebajada con naranjada —explicó el médico, apuntando con el dedo a Matar Samb—. Ha sido él quien se ha tomado el resto.

—¡Así se entiende que desbarre un poco! —exclamó, riendo—. Señor fiscal, tengo sed.

—¿Desbarrar? Yo no estoy desbarrando, ¿eh? —protestó Matar Samb.

A continuación se encaminó al bar con paso vacilante. Cuando regresó al cabo de un momento con una botella de vodka en cada mano, encontró a Jackson y al profesor Gomis intercambiando pullas. El gigante tildaba al médico de aficionado a comer carroña y éste replicaba que, si hubiera nacido un siglo y medio antes, lo habría vendido sin duda a los negreros para que cultivara algodón o caña de azúcar en América, ya que tenía un físico adecuado para servir de esclavo.

—¡Devorador de cadáveres podridos!

—¡Esclavo!

Luego se echaron a reír a carcajadas.

Exasperado por sus risas, Matar Samb dejó las botellas en la bandeja y volvió sentarse con cara de enfado.

—¡Bueno, volvamos a lo que nos interesa! —reclamó con un asomo de irritación en la voz—. Jackson, ¿tú cómo ves la situación? ¿Complicada, no, en vista de que todo el país está al corriente?

El gigante tomó el vaso vacío de Matar Samb y, tras llenarlo de una mezcla de vodka y naranjada, añadió unos cubitos, bebió tres pequeños sorbos y chasqueó ruidosamente la lengua.

—¡Eres tú el que dice eso! —contestó—. Yo me he enterado de la muerte de Ngor Ndong...

—¡No es posible! —lo interrumpió Matar Samb con un sobresalto—. ¿Hasta conoces el nombre del portero?

Jackson lo tranquilizó con un gesto.

—Al enterarme de las circunstancias de su muerte, me he enterado, como es lógico, de su nombre. Jovencito, no hay duda de que estás borracho.

—Que no, Jackson, no lo estoy, estoy muy lúcido. Pero, continúa, por favor, ¿cómo te has enterado de las circunstancias de la muerte del portero... y de su muerte? ¡En Thiès precisamente!

Su lapsus hizo reír al gigante y al médico.

—¿Y aún osas afirmar que estás lúcido, jurista?

—¡Armando, déjate ya de bromas! —lo reprendió Matar Samb—. No es un buen momento. Jackson, venga, dime cómo te has informado del asunto en Thiès.

Jackson tomó tres tragos de vodka y, tras un chasquido de lengua, inició la explicación.

—El director de la fábrica de pilas eléctricas, Ngalla Mbaye, un joven a quien aprecio mucho, como a vosotros, hace la corte a una joven de Thiès. La cosa va en serio: el mes próximo la tomará como cuarta esposa. Todo está arreglado y ya se han dado el primer regalo y la dote. Tú debes conocerla, devorador de cadáveres. Se llama Aida Diané y está en el tercer curso de la escuela estatal de comadronas. ¡Es una chica que no pasa inadvertida! Muy bien proporcionada, con una tez natural, de un negro brillante (lo que es más bien raro hoy en día), el cuello grácil adornado con muchas anillas, el pecho prominente, la cintura fina, caderas anchas, un trasero generoso —con las manos moldeó una imaginaria silueta—, una cara con facciones regulares, grandes ojos de gacela, labios carnosos y la dentadura como una concha de nácar al borde del mar. ¡Ni por asomo se me ocurriría rondarla, pero es una chica muy guapa, sí, señor! Había invitado a mi joven director a cenar. Yo había vuelto de la Meca esta misma tarde y, a pesar del cansancio del viaje, he tenido que acompañarlo porque él ha insistido a toda costa. Nos hemos ido juntos, pues. Durante la conversación de la cena, ella ha contado todo el asunto, desde que Ramata ha llegado con su Mercedes rojo hasta la violenta intervención de la Policía, con toda clase de detalles. Ha especificado que cuando se iba del hospital para volver a Thiès, habían anunciado la muerte de Ngor Ndong y habían depositado su cadáver en la morgue.

—¡De acuerdo, Jackson! —admitió Matar Samb cuando el gigante hubo concluido—. Ya has visto pues que es un asunto de gravedad, sobre todo teniendo en cuenta que, según Armando, el sindicato del hospital va a promover actos de protesta a partir del lunes. ¿Podrás sofocarlos?

—¡Seguro que podrá! —contestó el profesor Gomis en su lugar—. Está acostumbrado a eso de que hasta la muerte de un hombre se pueda solucionar en este país. No es más que otro caso para superarse a sí mismo. Y bien, Jackson, ¿decías eso para impresionar al público?

Jackson se inclinó y propinó una vigorosa palmada en el pecho al médico, que se incorporó sin aliento para responder con un golpe directo. Sin levantarse, el gigante detuvo el puño del médico con su manaza y, con una carcajada lo apretó, obligándolo a sentarse con un aullido de dolor.

—¡No tengo necesidad de impresionar a nadie, mandiago devorador de carroña! —afirmó sin parar de reír—. ¿Me has mirado bien? Soy un privilegiado de la naturaleza. ¡Todo en mí impresiona!

Antes de soltar la mano del médico, acentuó la presión, lo que provocó nuevos alaridos.

El profesor Gomis se miró con inquietud la mano aplastada y la sacudió con gesto brusco delante de la cara, antes de presentarla a Matar Samb.

—Jurista, dile a este monstruo que esta mano es una herramienta de gran valor, con la cual abro el vientre de las mujeres para salvarlas y salvar al mismo tiempo a sus hijos, a los que no pueden nacer por abajo. ¡Díselo, jurista!

Matar Samb fulminó con la mirada al profesor Gomis, escandalizado de que pudiera bromear en un momento tan crítico para él.

—¡No te entiendo, de verdad, Armando! —exclamó con voz temblorosa, con la mirada fija en él—. Cualquiera diría que tú estás exultante mientras que yo tengo graves problemas. Ya se ve que aunque yo te considero un amigo, tú a mí no.

El médico bajó la cabeza, contrito. Entonces Matar Samb se centró en el gigante.

—¿Podrás hacer algo, Jackson?

—Sí, pero será una labor difícil —repuso éste.

—Sí, claro, ya sé que será difícil. Sobre todo con los sindicalistas. Dime lo que necesitas para llevar las cosas a buen puerto, porque es imprescindible tapar el asunto antes de que se propague la voz. Es vital para mí, porque mi carrera depende de ello.

Jackson tomó tres sorbos de vodka, a los que les siguió un chasquido con la lengua.

—¡Necesito dos armas para culminar todo esto con éxito! —declaró, mostrando el dedo índice y el corazón de la mano derecha, con los que formó una V—. La primera arma es el empleo de una lengua agradable con mis contactos. En eso no hay problema, ya que tal como acabo de decir, soy privilegiado por naturaleza y también poseo una lengua más agradable que la miel, cuando quiero. La segunda arma es disponer de un presupuesto a la altura. Las palabras envueltas en billetes de banco siempre encuentran quien las escuche y resultan agradables hasta tal punto que no te puedes formar idea. ¡Lengua agradable y dinero! Con esas dos sutilezas, se vencen todas las dificultades del mundo, por más complicadas que sean. ¡Cortar de raíz los chismes provocados por la muerte de un hombre es una tarea bien difícil!

—Difícil pero no imposible, ¿verdad, Jackson? —inquirió Matar Samb.

—No es imposible —confirmó el gigante—. A condición de disponer de las dos armas a las que me refería, la lengua agradable y el dinero. Yo tengo la lengua agradable...

—Y yo tengo el dinero —prosiguió Matar Samb, golpeándose el pecho con la mano abierta—. Del dinero me encargo yo. ¿Cuánto necesitas?

Jackson vació la copa de tres tragos, chasqueó la lengua, volvió a llenar el vaso de vodka con naranjada y después observó su reloj de pulsera.

—Son exactamente las once menos cuarto —anunció, eludiendo la pregunta del fiscal general—. A partir de este momento dan comienzo las operaciones y no hay ni un minuto que perder. Cada uno de nosotros debe desempeñar un papel. Mandiago, a ti te corresponde empezar. Como eres el único que conocía al portero, debes aportar información sobre él. Tres preguntas: ¿quién era?, ¿tenía familia conocida?, ¿dónde vivía?

Con la cabeza apoyada en el respaldo del sillón, los ojos cerrados y los brazos cruzados encima del pecho, el profesor Gomis silbaba por lo bajo Strangers in the night, batiendo el ritmo con el zapato.

Matar Samb le dio un codazo en el hombro.

—¡Armando, contesta!

Éste continuó silbando, imperturbable.

—¡No te aproveches de la situación, Armando! —espetó Matar Samb—. Antes he dicho tonterías, las retiro, de acuerdo. Para de hacerte el loco y responde deprisa a las tres preguntas de Jackson. ¿Quién es tu portero, tiene familia conocida, dónde vive? Vamos, responde.

El profesor Gomis acabó sonriendo, incapaz de mantener por más tiempo su flemática actitud.

—¡Hablas de Ngor Ndong en presente, como si todavía estuviera vivo! —señaló, irguiéndose en el asiento.

Matar Samb restó importancia al detalle con un revés de mano.

—¡Armando, para de bromear de una vez! Bueno, el portero, quién es..., era... ¡Ya está! Me lías con tus observaciones de tres al cuarto. Armando, sé serio. Responde. Uno: ¿quién era tu portero? Dos: ¿tenía familia conocida? Y tres: ¿dónde vivía?

—Bueno, lo que yo sé de él no es gran cosa —advirtió el médico tras un momento de reflexión—. Voy a intentar responder de una vez a las tres preguntas. Estaba casado y vivía en el hospital, donde tenía una pequeña habitación situada en la entrada de la Maternidad. Durante el día, su mujer vendía fruta, cacahuetes y buñuelos en la puerta del hospital. Es una buena mujer. Volvió a su pueblo hace tres semanas, embarazada de bastantes meses. Desoyendo mis consejos, Ngor Ndong había decidido enviarla a su casa a dar a luz, porque anteriormente, en dos ocasiones, le habían nacido muertos los niños, en la Maternidad. Para él, igual que para su mujer, ésa era una cuestión de genio que tenían que solucionar con los fetiches en el pueblo. A ver, ¿qué más sé aparte de eso? Ah, sí, tenía un hermano que vive en Sangalcam, donde trabaja como mozo en una granja. Se llama, si no me equivoco..., Mbagnick, sí, eso es. Uno de mis ayudantes tiene el mismo nombre. Eso es, se llama Mbagnick Ndong. El mes pasado, cuando quise comprar un perro pastor, Ngor Ndong me llevó a su casa para que me pusiera en contacto con unos propietarios agrícolas. Sí, se llama Mbagnick Ndong y vive en el pueblo de Sangalcam, donde trabaja de mozo de granja. Esa es toda la información que puedo daros.

—¡Será suficiente! —concedió Jackson—. Aún te queda un papel que desempeñar, el último, pero el más importante. Por lo que dice el fiscal general y según los datos de que dispongo, el sindicato va a organizar un acto de protesta el lunes por la mañana en el hospital Le Dantec. Ahora bien, como el incidente tuvo lugar un sábado por la tarde, casi todo el personal se había marchado ya y sólo quedaban unas cuantas alumnas de tercer curso de tu escuela, un pequeño grupo, que fueron los testigos oculares. Las visitas presentes en el momento de los hechos no cuentan, porque cada cual relata su propia versión, a menudo falsa, y sobre todo porque a la gente no le gusta crearse complicaciones; detestan ver alteradas sus costumbres y, por lo tanto, no hay peligro de que vayan a atestiguar. En ese sentido, podemos estar seguros de que no habrá ningún tipo de problema. En cuanto a tus alumnas, la cosa se complica. Si hay problemas, será de ese lado de donde vengan; por eso debes intervenir de manera enérgica.

—¿Intervenir de manera enérgica, cómo? —planteó, extrañado, el médico.

—¡Intervenir de manera enérgica, sí! —insistió Jackson—. Tus alumnas no deben hablar, así de claro. Si ellas mantienen la boca cerrada, los sindicalistas se van a meter en un atolladero, os lo garantizo. No hay nada que temer, a condición de que tus alumnas callen. Para eso, no hay mil doscientas treinta y cuatro maneras de obligarlas a callarse, sino una sola: hay que amenazarlas. Tú las convocas a todas y les dices que la primera de ellas que abra siquiera la boca para hablar del asunto será expulsada en el acto de tu escuela, sin más preámbulos. Ni por asomo hay que permitir que porque alguna de ellas se vaya de la lengua, el prestigio y el renombre de la escuela se vean perjudicados, salpicados por un minúsculo escándalo, sea de la clase que sea. Es decir, que al menor murmullo, se quedan en la puerta. Ellas no están enteradas de nada, no saben nada ni tienen nada que decir. La que peque de parlanchina no merece el honor de lucir el hermoso título de comadrona y sobra en tu escuela, porque ¿adónde iría a parar el mundo si una comadrona, con todo lo que ve y lo que oye en la sala de partos, tuviera la lengua tan larga que fuera incapaz de mantenerla guardada en la boca? Ya está, devorador de cadáveres. Tú debes de poder desarrollar mejor que yo el discurso porque eres instruido y ellas son tus alumnas. Hay que ser firme. ¡La firmeza es la clave!

—¿Has oído, Armando? —inquirió Matar Samb—. La que se vaya de la lengua será expulsada en el acto de tu escuela, sin más preámbulos. Hay que ser firme. ¡La firmeza es la clave!

Después de beber otros tres tragos de vodka y chasquear la lengua, Jackson pasó a hablar a Matar Samb.

—Ahora te toca a ti, fiscal general. El meollo de la guerra va en esto.

—¿Cuánto necesitas, Jackson?

—Diez millones.

El profesor Gomis emitió un silbido de asombro.

—¿He oído bien, diez millones? Pero ¡eso es una auténtica fortuna, Jackson!

—¿Qué auténtica fortuna? —disintió Matar Samb—. No es nada en comparación con lo que está en juego. Jackson, no tengas compasión de mí. ¿Será suficiente con los diez millones?

Jackson chasqueó la lengua después tomar tres sorbos de vodka y respondió con tono apático, como si se desinteresara del asunto.

—Como tu amigo considera que diez millones constituyen una auténtica...

—¡No! Jackson, escucha bien —lo interrumpió Matar Samb—. Lo que comente este gran derrotista no me afecta. No debes tomarlo en cuenta.

—Pero... —trató de explicar el médico.

—¡No, no! No tienes nada que declarar, Armando —lo atajó Matar Samb—. Eres un gran derrotista, así que cállate. Jackson, te hablo a ti. ¿Será suficiente con los diez millones, sí o no?

—Creo que con eso bastará —concedió, casi con pesar, el gigante.

Matar Samb sacudió la cabeza en señal de desaprobación.

—No, Jackson, no estoy de acuerdo contigo. No me vengas con «creo que bastará». Ya te he dicho que no me tengas compasión. Quiero algo seguro, no un «creo que sí». Repito: ¿será suficiente con los diez millones?

—Con diez millones, es totalmente seguro que el asunto va a quedar tapado.

—No quiero saber siquiera cómo los vas a invertir. No te pido ningún tipo de cuentas, con tal de que todo quede arreglado. ¿Cuándo necesitas los diez millones?

—Enseguida.

—Sólo tengo dos millones en efectivo aquí. Te los doy y te firmo un cheque de ocho millones que podrás cobrar en el banco el lunes a primera hora.

—Necesito ahora la totalidad de los diez millones en efectivo —objetó Jackson—. Además, me es imposible cobrarlos en el banco, porque no tengo ni carné de identidad ni permiso de conducir, y el pasaporte, lo olvidé en Saint-Louis. Aparte, el lunes por la mañana el asunto se habrá divulgado y será demasiado tarde para actuar. Hay que empezar ahora mismo. Esta noche tengo que ver incluso al enfermero que le curó la herida a Ngor Ndong e ir a Sangalcam mañana por la mañana antes del amanecer para ver a su hermano. Después, tengo que...

—¡No! Jackson, no me interesa saber cómo vas a obrar —volvió a interrumpirlo Matar Samb.

—Armando, ¿tienes ocho millones en tu casa? —preguntó al médico—. Te voy a hacer un cheque.

Se vio obligado a callar ante la actitud del médico, aquejado por un imparable ataque de risa.

—¿Qué..., qué he dicho que tenga tanta gracia? —inquirió, sorprendido Matar Samb—. ¿De qué te ríes, Armando?

—¡Casi un disparate, sí! —afirmó el médico con un resto de hilaridad—. ¿De dónde voy a sacar yo ocho millones? Sabes perfectamente que nunca he llegado a reunir un millón, ni en mi casa ni en el banco.

La ansiedad que había desaparecido del rostro de Matar Samb volvió a manifestarse de manera brutal, desfigurándolo. En sus ojos se instaló una expresión de gacela acosada por una jauría de perros, abrumada, agotada, abocada a un destino fatal.

Durante un buen momento en el salón flotó un plomizo silencio, que él mismo acabó quebrando con un largo suspiro de desánimo.

—No conozco a nadie que pudiera prestarme los ocho millones que faltan. Si DS, mi hermana mayor, estuviera aquí, no habría ningún problema, pero por desgracia se fue de viaje a Hong Kong anoche. Jackson, ¿no se te ocurre alguien entre tus conocidos que pudiera adelantarte la suma esta noche?

Oportunista como pocos, Jackson cogió la pelota al vuelo.

—Tengo un amigo que se dedica a los negocios y que podría sacarnos del apuro —explicó—. Pero es un usurero descarado, sin piedad, un buitre. Por ocho millones prestados, pedirá un reembolso de doce, aunque sólo sea por un préstamo de medio día. Es demasiado caro.

—¡Acepto!

—En ese caso, no hay problema.

El profesor Gomis frunció el entrecejo, pero se abstuvo de decir nada.

Matar Samb se inclinó ante el gigante y tomándole la manaza, la estrechó con fervor.

—¡Gracias, Jackson, amigo, muchas gracias! —le agradeció con voz trémula—. Hoy no puedo decir nada, pero tenemos otros días por delante en los que te demostraré que no soy un ingrato. Ay, Jackson, gracias, gracias, gracias.

Esperanzado, se irguió en el asiento, de nuevo con semblante distendido.

Jackson dio cuenta de la copa en tres sorbos acompañados de un último chasquido de lengua, la dejó en la mesa, recuperó el gorro y después de tocarse con él, se puso en pie.

—No hay de qué, joven amigo —contestó el gigante con su estruendosa risa—. Bueno, me voy a ir, mi fiscal general. Ya sólo toca tu turno para pasar a la acción.

—Yo también me marcho —anunció el profesor Gomis, que se levantó—. Estoy agotado.

Matar Samb los imitó.

—Jackson, subo a buscar los dos millones.

Al llegar a la habitación, encontró a Ramata dormida en la cama. Se detuvo a contemplarla con detenimiento.

Estaba acostada de espaldas, con la larga melena extendida encima de la sábana y con el semblante sosegado como el agua de un meandro, un lado de la cara apoyado en la almohada, una mano posada en el bajo vientre y la otra en la cama, las piernas levemente abiertas. La transparente combinación se había subido hasta la raíz de los torneados muslos. Cuando respiraba y se le ahuecaba el pecho, los firmes y rotundos senos se le separaban con un estremecimiento bajo la vaporosa tela y parecían aumentar de volumen.

Invadido por una repentina oleada de deseo, Matar Samb se humedeció los resecos labios con la punta de la lengua. ¡Dios santo, qué divina y adorable era! ¿Cómo había podido pensar él, Matar Samb, ni un solo instante que le había mentido y que debía poner las cosas en claro con ella? Debía de haber perdido el juicio. ¡No, no! Ella tenía razón en todo, lo que le había contado era la pura verdad. Con aquella serenidad que se instalaba en su cara estando dormida, no podía haber mentido. No había, por consiguiente, necesidad de pedirle explicaciones. El único responsable era ese portero, por haberle impedido el acceso a la Maternidad. Sintió como se intensificaba su deseo. ¡Qué adorable era, por Dios! En otro momento, estuviera triste o alegre, derrengado o en forma, se hubiera abalanzado sobre ella y la habría poseído, sin desvestirse siquiera. La década larga que llevaba casado con ella no había mermado en nada el ardor de los primeros tiempos. Con ella, el paseo mil veces repetido constituía, cada vez, una nueva aventura. Esa noche, sin embargo, en ese instante, estaba intranquilo, desestabilizado. Por culpa de esos policías descerebrados y de ese pobre portero que se había buscado él mismo problemas, sobre su carrera pesaba una seria amenaza..., y su carrera lo era todo para él.

Se encorvó y rozó con tanta suavidad la mejilla de Ramata con los labios que no perturbó en nada su sueño.

Cuando regresó al salón con un maletín marrón en la mano, encontró a Jackson, que lo esperaba solo.

El profesor Gomis se había ido.

Tras depositar el maletín en la mesa del sofá, se inclinó para accionar el dorado metal de la cerradura.

—Para abrir, pones en los dos lados las cuatro letras RKMS —explicó—. Es fácil de memorizar, RK por Ramata Kaba, y MS por Matar Samb.

Jackson exhaló una gigantesca risotada y, con un gesto, se alisó las amplias mangas de la enorme túnica.

—RKMS: ¡RK por Ramata Kaba y MS por Matar Samb, fácil de retener, en efecto! —repitió.

Matar Samb abrió el maletín y tras mostrar los fajos de billetes, volvió a cerrarlo y lo tendió al gigante.

—¡Bueno! Aquí tienes los dos millones, Jackson. Negocia con tu amigo, el hombre de negocios, para los ocho que faltan. El lunes revisamos las cuentas y lo devuelvo todo.

—Todo está solucionado, joven, puedes dormir tranquilo.

Matar Samb le posó la mano en el hombro.

—Jackson, mi porvenir está en tus manos. ¡Te deseo buena suerte!

—¡La suerte me trae sin cuidado! —contestó, riendo, el gigante—. No la necesito en lo más mínimo para arreglar este asunto. ¡Lengua agradable y dinero, jovencito, lengua agradable y dinero! Ah, me olvidaba de algo muy importante, mi fiscal general.

—¿Qué, Jackson?

—Habrá que trasladar a todos los policías de la comisaría del palacio de Justicia, a todos, del último agente al comisario Diallo. Hay que dispersarlos por los cuatro extremos del país, lo más lejos posible de Dakar.

—Me ocuparé de ello el lunes a primera hora.

—¡Perfecto, joven! —se felicitó Jackson al tiempo que cogía la botella de Smirnoff que permanecía sin abrir encima de la mesa—. Ahora me voy. Perdona que no te estreche la mano para despedirme, pero es que tengo ocupadas las mías.

—Adiós, Jackson.

El gigante dio media vuelta y se alejó, con el maletín marrón en una mano y la botella de vodka en la otra.

Las nefastas consecuencias de la última sequía resultaban todavía perceptibles en la antaño exuberante vegetación de la región de Niayes. Los numerosos arbustos que afianzaban las dunas aparecían resecos en medio de un suelo pelado. Las majestuosas palmeras se habían quedado sin su follaje. Reducidas a unos longilíneos troncos, de lejos hacían pensar en unos postes eléctricos a los que faltaba todavía acoplar los hilos, plantados en desorden en la ocre extensión de arena. Los emblemáticos baobabs habían perdido su esplendor de otros tiempos. Las hojas caducas no se renovaban, las recias ramas se pudrían, antes de caer, arrastrando a las más pequeñas, y la corteza se desprendía en placas del tronco, como la piel de un niño después de la rubéola, dejando al descubierto una madera leñosa, quebradiza como una galleta, que se erosionaba rápidamente para acabar dispersada en polvorientas migajas por el viento del Sáhara.

El río que antes bordeaba Sangalcam por el este, que nacía poco después de Goundoukouye, detrás de los campos de Bargny, y desembocaba en el mar en Niaga, había quedado reducido a una charca de agua estancada, invadida por las hojas de nenúfar, refugio de voraces mosquitos, de sanguijuelas hematófagas y de ranas que propagaban por el aire su cavernoso e interminable croar. Hace tan sólo dos décadas, todavía era un gran río de aguas abundantes en peces en el que se encontraban a veces cocodrilos.

Los propietarios de las explotaciones agrícolas situadas en los márgenes del antiguo río eran privilegiados. Sus pozos disponían todavía de agua a unos diez metros, mientras que en el resto del territorio, según las conclusiones de la Sociedad Nacional de Prospecciones, que había sondeado durante dos semanas en diversos lugares, hasta una profundidad de seiscientos metros, sin localizar ni la menor gota, la capa freática estaba agotada.

Mbagnick Ndong se despertó con el primer canto del gallo. Debía ser madrugador esa mañana. Era domingo, día de visita del patrón. El jueves pasado, en la estación de autobuses, cuando volvía a la granja poco antes del crepúsculo, había encontrado un billete de cinco mil francos. De inmediato había desandado el camino para ir a reconvertirlo en vino de palma en casa de Étienne, una cabaña que había a la salida del pueblo, en la carretera del Servicio de Ganadería. A partir de ese momento había descuidado el trabajo, al frecuentar con más asiduidad la taberna que la granja. Llegaba de buena mañana, se quedaba el día entero y no se iba hasta la noche, cuando Étienne cerraba, siempre en acusado estado de ebriedad. De este modo, en la granja se anunciaba una catástrofe. Los árboles frutales, en periodo de floración, tenían las hojas medio marchitas y las flores comenzaban a caerse. Hambrientas y sedientas, al igual que los pollos para carne, las gallinas ponedoras prodigaban un continuo concierto de cacareos. Había que corregir los estragos: inundar los árboles (vertiendo en cada uno dos regaderas), recoger los huevos, colocarlos en las cajas y servir una ración triple de comida y agua en abundancia a las aves. El patrón no se enteraría de nada, porque no entendía gran cosa de trabajos agrícolas y menos aún de avicultura. Era incluso posible que al ver la tierra bien mojada alrededor de los árboles (lo controlaría tal como hacía siempre hundiendo el dedo en la tierra), los huevos bien ordenados en las cajas y las gallinas picoteando con voracidad, el patrón se quedara contento y hasta lo gratificara con un billete de quinientos francos. En tal caso aquello le permitiría, en cuanto él hubiera concluido la inspección y se hubiera ido llevándose las hueveras, ir a la cabaña de Étienne a quitarse la tremenda resaca con que se había levantado. Necesitaba un buen trago de aguardiente para recuperar la forma y calmar el agudo dolor que le atenazaba la cabeza y las articulaciones. Por desgracia, se había bebido la totalidad del importe del billete encontrado, y Étienne no querría fiarle.

Mbagnick Ndong se desperezó ronroneando como un gato y después se rascó con furia antes de levantarse de la cama. La noche anterior, al volver de la cabaña con una borrachera de aúpa, se había acostado sin desvestirse, con los zapatos de plástico puestos. Le costaba orientarse en la oscuridad. Después de prolongados tanteos, localizó por fin la puerta de la habitación, la abrió y salió en el momento en que una bandada de pájaros pasaba graznando a ras del tejado.

Afuera, el hilo blanco del alba se distinguía apenas del hilo negro de la noche. Por el oeste perduraba aún la oscuridad y, a lo lejos, por encima de las tres luces rojas situadas en lo alto de las gigantescas emisoras de Yeumbeul, en el cielo añil titilaban todavía algunas estrellas, mientras que en el este comenzaba a clarear y el cielo se teñía del resplandor anaranjado previo a la salida del sol.

La bomba de motor se puso en marcha al primer intento. El ruido ensordecedor del aparato ahogó el cacareo de las aves y el piar de los pájaros come-mijo que, todavía metidos en sus innumerables nidos suspendidos de las ramas de los árboles, celebraban la llegada del día con agudos chillidos.

Mbagnick Ndong apoyó una nalga en el borde del estanque que se llenaba a ojos vista. El agua brotaba del tubo con un gigantesco borborigmo. Hundió la mano en ella para lavarse. Se estaba secando la cara con el faldón de la camisa cuando, pese al estruendo de la motobomba, se hizo perceptible el ruido de otro motor. Entonces vio a través de los barrotes de la puerta los faros de un coche que llegaba por la rojiza pista de laterita.

«¡Si que ha venido temprano hoy el patrón! —pensó con inquietud—. En cuanto vea el estado de la granja, me va a echar.»

Se alejó del estanque para ir a abrir la puerta en el momento en que un BMW amarillo se detenía en la entrada. Un suspiro de alivio surgió de su garganta al comprobar que no se trataba de su amo. El propietario del vehículo, cuya marca desconocía, debía de haberse equivocado de camino. Con una difusa sensación de desasosiego, observó al gigante que se bajó de él con un maletín marrón en la mano. Vestido con una gran túnica amarilla bordada de arriba abajo, un gorro rojo en la cabeza, pañuelo negro al cuello y botas amarillas en los pies, que fue lo que le impresionó más de todo, aquel hombre le recordó al jefe del cantón que visitó su pueblo cuando él era un niño.

—¡Buenos días, Mbagnick! ¿Cómo estás, hermano? ¡Ndong, Ndong! —lo saludó sin más preámbulos Jackson, con tono tan jovial y la mano tendida con tanta familiaridad que Mbagnick Ndong se planteó si no sería víctima de una laguna de memoria que le jugaba una mala pasada impidiéndole reconocer a un viejo conocido.

Escrutó al gigante con el entrecejo fruncido. Su vacilación no duró mucho. ¡No! Nadie podía olvidar a una persona de semejante tamaño. Nunca lo había visto, estaba seguro del todo. Le pareció casi natural que ese hombre al que no conocía lo hubiera llamado por su nombre. Estrechó la enorme mano tendida sin atreverse a preguntarle quién era y qué quería.

—¡Tengo que hablar contigo, hermano Mbagnick! Vamos a la habitación —propuso el gigante.

—¿No habrá conflictos? —inquirió con inquietud Mbagnick Ndong.

—¡No, bueno, en realidad, sí! —respondió Jackson—. Pero espera a que estemos en la habitación, Mbagnick, hermano.

Mbagnick Ndong dudó un momento antes de introducirse delante de Jackson en la oscura dependencia. En uno de los bolsillos del pantalón, un vaquero cortado a la altura de las rodillas, encontró una caja de cerillas y, tras encender una, acerco la vacilante llama a la mecha de un trozo de vela pegada aun bote de Nescafé.

La miserable habitación estaba impregnada de olor a tabaco y a cerrado. Las paredes, resquebrajadas, sin ventana alguna, no habían recibido nunca una capa de pintura. Una cama, situada en el medio, constituía el único mobiliario, siempre y cuando se aceptara atribuir el nombre de cama al viejo jergón hecho con sacos de yute dispuesto a ras del agrietado suelo, cubierto de una harapienta sábana, del cual se escapaba la paja dispersa por todas partes.

Pedir a aquel «jefe de cantón» que se sentara allí, en ese jergón cargado de pulgas, piojos y chinches era un disparate que Mbagnick Ndong descartó de entrada. Además, de no haberlo propuesto él, nunca habría tomado la iniciativa de meterlo en ese cubil al que tampoco tenía el menor apego.

—¿Un pariente de dónde? —se aventuró a inquirir con timidez, después de haber formulado mentalmente la pregunta varias veces, con la esperanza de que el jefe de cantón se presentara por fin.

—¡De Dakar! —contestó Jackson.

Cambió de una mano a otra el maletín, que se le escapó de forma involuntaria y, sin que Mbagnick Ndong se diera cuenta, cayó con un ruido sordo. Como no estaba bien cerrado, se abrió la tapa, de tal forma que los billetes nuevos de banco se esparcieron por el suelo.

—¡Qué torpe soy! —exclamó con falso tono de consternación.

De reojo observó a Mbagnick Ndong y constató que su reacción era idéntica a la de los niños famélicos de África delante de la sémola de la ayuda alimentaria internacional, que cocían en grandes calderos y luego servían en bolsas de plástico. Permanecía como hipnotizado, boquiabierto, con los ojos desorbitados de codicia, clavados en los billetes. Jackson se inclinó para volver a meter el dinero en el maletín, lo cerró y se enderezó sujetándolo por el asa.

—Mbagnick, tú no me conoces, pero yo te conozco muy bien —declaró a modo de preámbulo—. Tú eres mi hermano, porque tu hermano, Ngor Ndong, que me había hablado tantas veces de ti, era amigo mío y más que amigo aún, era como un hermano.

Mbagnick Ndong se dijo que Ngor debía de haber prosperado mucho en Dakar para haber conseguido trabar amistad con una clase de hombre tan importante, un hombre que se paseaba con tanto dinero encima a una hora en que ni siquiera había salido el sol.

—Ngor y yo somos hijos del mismo padre y la misma madre —explicó con una sonrisa de orgullo, halagado por que el jefe de cantón lo hubiera llamado «Mbagnick hermano»—. Ngor tiene dos años más que yo, aunque yo parezca mayor. Él mamó y después me dio el pecho para que mamara yo. ¿Cómo está?

—Estamos entre hombres, Mbagnick hermano. Tienes que ser fuerte. ¡Ngor está muerto! —reveló bruscamente Jackson.

Mbagnick Ndong se agitó con un violento sobresalto.

—¿Qué dices, Ngor, mi hermano? ¿Ngor Ndong está muerto?

—¡Somos criaturas de Dios, y a Dios regresamos! Debes tener valor, Mbagnick hermano, Ngor Ndong está muerto.

—¡Ay, madre mía! ¿Cuándo?

—Anoche, poco antes del anochecer.

—¿De qué? ¿De un accidente? Yo lo vi la semana pasada y no estaba enfermo ni le dolía nada. ¿Ha muerto de accidente?

—Tengo que explicártelo, Mbagnick hermano. Ngor no murió de un accidente. Todo lo que ha ocurrido es fruto de la voluntad divina. Es muy duro, pero si lo tomas así, verás aliviado tu dolor. ¡Animo, Mbagnick hermano!

Mbagnick Ndong respondió a las palabras de ánimo de Jackson con un penetrante grito. Con las dos manos apoyadas en la cabeza y los brazos pegados a la cara, retrocedió despacio llamando a su hermano con voz desgarradora hasta que llegó a la pared opuesta a la puerta.

—¡Eh, Ngor! ¿Dónde estás? ¡Eh, Ngor! ¿Qué ha pasado? ¡Ngor Ndong, mi hermano! Ngor, hijo de padre Timack y madre Hémess, ¿dónde estás, dónde estás, dónde estás? ¡Ay! ¡Mi hermano mayor ha muerto!

—¡Sí! Hermano Mbagnick, Ngor está muerto, por desgracia —confirmó Jackson con tristeza, intercalando resoplidos entre las palabras como si pugnara para no estallar en llanto—. ¡Tienes razón al llorarlo, Mbagnick Ndong hermano! Ngor era tan bueno y es verdad lo que afirma el dicho, que siempre son los mejores los que se van primero. Yo también lo he llorado tanto que ya no me queda ni una sola lágrima.

—¿Qué le paso a Ngor? ¿Estaba enfermo?

—No. Es lo que te quería explicar. Anoche, en el mercado Sandaga, Ngor tuvo un altercado con una mujer. Ella lo acusaba de haberle robado la cartera, que contenía quince mil francos, porque cuando se dio cuenta de la desaparición vio a Ngor cerca de ella y...

—Mentía —lo interrumpió con vehemencia Mbagnick Ndong—. Padre Timack y madre Hémess no han engendrado ladrones. Se puede remontar a más de diez generaciones y en nuestra familia no se encuentra ni uno, ni mujer ni hombre. Juro que esa mujer mentía. ¡Que me vaya al lado de mi hermano Ngor allá donde esté si esa mujer no mentía!

—¡Escápate, escápate, Mbagnick hermano! —le deseó Jackson—. No irás a hacer compañía a Ngor allá donde está. La mujer no decía la verdad, en efecto. Un policía que se encontraba en el lugar los condujo a los dos a comisaría. En el momento en que cacheaban a Ngor, se mareó y cayó de repente al suelo. Lo transportaron de urgencia al hospital y murió poco después de ingresar.

Los lamentos de Mbagnick Ndong, que no habían cesado ni un instante, ni siquiera mientras hablaba, volvieron a arreciar.

—Hermano mayor, ¿qué te pasó? ¡Esa mujer mentía, lo juro!

—Tienes razón, hermano Mbagnick, esa mujer mentía. Antes incluso de que transportaran a Ngor en la ambulancia, reconoció que se había equivocado, que nadie le había robado la cartera y que la llevaba guardada en el sujetador, pero que lo había olvidado. En cuanto me avisaron, fui a la Policía y me encaré con el comisario. Le hice saber que aunque Ngor fuera un simple portero de la Maternidad del hospital Le Dantec, en este país había parientes y amigos que representaban algo, que querían que se aclarasen las circunstancias de su fallecimiento. Enseguida abrieron una investigación, que yo supervisé de cabo a rabo, para saber qué había pasado realmente, si los policías habían pegado o no a Ngor. Pero no le hicieron nada a Ngor, lo juro. Ha sido Dios tan sólo la causa de su muerte. En el hospital, el médico que lo recibió me explicó, cuando le pregunté, que había muerto de un ataque de corazón. El mismo médico me dijo que, cuando examinó su corazón, vio que había sido la vergüenza de verse acusado de robo y de haber sido llevado a la Policía lo que había acabado con Ngor. Hay hombres que tienen la sangre tan pura, tan noble, que no soportan una humillación de esa clase. Ngor era de esa clase de personas. Para mí, aquello no podía acabar de esa manera, sin embargo, porque Ngor era mi amigo. Así que volví a la Policía y, después de amenazar al comisario, me fui a ver al ministro de Interior. Si el policía hubiera efectuado las comprobaciones en el lugar de los hechos, en lugar de haberse llevado a Ngor a comisaría, argumenté, él todavía estaría con vida. La Policía tenía, por lo tanto, una gran responsabilidad en su muerte y estaba obligada a indemnizar a su familia. Yo, cuando me ocupo de los asuntos de un amigo, sobre todo de un amigo como Ngor, al que consideraba como un hermano, lo hago como si fueran los míos propios. No me dirijo a los subalternos ni a los empleados de poca monta, sino a las altas esferas. Allí, cuando descargué el puño sobre la mesa, comenzaron proponiéndome dos millones, que rehusé de plano. Ngor tenía una familia, estaba casado. Su mujer embarazada estaba en el pueblo y no era cuestión de aceptar dos míseros millones, puras migajas. De modo que exigí diez millones, ni más ni menos. Después de duras negociaciones, los he obtenido. Cinco millones ahora y cinco dentro de quince días. Lo que yo te propongo, Mbagnick hermano, es que cojas ahora los cinco millones, puesto que Ngor mamó del mismo pecho que tu. A ti te corresponden éstos. Los otros cinco millones los repartirás con la viuda y con los otros parientes cercanos dentro de quince días. Esto debe quedar entre nosotros.

Mientras Jackson explicaba, Mbagnick Ndong seguía llorando y no parecía escucharlo. Cuando le anunció la suma que se suponía que iba a corresponderle, los lamentos pararon en seco. Se despegó de la pared en la que se había apoyado y avanzó tres pasos, golpeándose el pecho con la palma de la mano.

—¿Los cinco millones enteros para mí, para mí, Mbagnick Ndong? —preguntó con incredulidad, con la mirada fija en el maletín que sostenía Jackson.

—Los cinco millones son todos para ti, Mbagnick hermano —declaró, y le dio una amistosa palmada en la espalda.

—¿No me engañas, de verdad?

Jackson emitió una de sus ruidosas carcajadas.

—¿Acaso te doy esa impresión? Y además, ¿para qué iba a engañarte en un momento tan doloroso para ti, Mbagnick hermano?

—Tienes razón, te pido perdón. ¡Ja! Yo, Mbagnick Ndong, en posesión de cinco millones. ¡Nunca se sabe lo que nos reserva Dios!

—¡Es cierto! —corroboró Jackson—. ¡Lo que él nos tiene reservado llega siempre en el buen momento! Lo que ocurre es que el hombre tiene prisa y no sabe esperar. Mbagnick Ndong hermano, es preciso que me escuches un momento más, porque es importante.

—¡No tengo oídos más que para ti!

—Verás, los diez millones han comenzado a suscitar celos en el hospital Le Dantec. Los envidiosos afirman que a Ngor lo detuvieron en su puesto de trabajo, en la puerta de la Maternidad, unos policías que le dieron una paliza de muerte, lo cual es falso. Pretenden organizar manifestaciones en el hospital y están dispuestos a hacer cualquier cosa para que no se paguen las indemnizaciones con el argumento de que la familia de Ngor no necesita diez millones, sino justicia...

—¡Son unos embusteros! —exclamó, indignado, Mbagnick Ndong—. ¿Quién les ha dicho eso? Aunque no los conozco, sé que son unos embusteros, unos envidiosos como tú mismo has dicho. ¡Que la familia de Ngor no necesita diez millones, sino justicia! ¡Qué gran mentira!

—Lo has comprendido bien, mi hermano Mbagnick, así que debes tener cuidado —prosiguió Jackson—. Es posible que vengan a verte hoy mismo o mañana para contarte mentiras. La verdad es que a Ngor lo acusó por error de robo una mujer en el mercado Sandaga y que ningún policía le hizo nada. Tienes que estar muy atento, insisto. Si vienen a verte, no los escuches. Échalos. Son sindicalistas, gente peligrosa que está contra el partido y no hacen más que buscar complicaciones y piojos en la cabeza de los demás. Porque si los escuchas, si hay problemas en el hospital, el Estado retirará los diez millones y ordenará una nueva investigación que será larga, muy larga. El resultado puede tardar incluso diez años, y no es seguro que al final de esta nueva investigación vayan a pagar los diez millones. Todo el mundo sabe que cuando el Estado da y después se vuelve a quedar con lo que ha dado, ya no vuelve a dar nunca más. Ahora ya tienes los cinco millones para ti solo, Mbagnick hermano, y dentro de quince días, habrá otros cinco para el resto de la familia, de modo que debes ser sensato. ¡Si los sindicalistas envidiosos vienen a verte, échalos y no los escuches!

—¡Tú déjalos de mi cuenta! —espetó con ferocidad Mbagnick Ndong, sin comprender apenas nada, salvo que había unos envidiosos que podrían impedirle cobrar sus cinco millones—. ¡Al primero que venga, lo echo con un garrote sin dejarle tiempo ni para abrir la boca!

—De acuerdo, muy bien, Mbagnick hermano, confío en ti. ¿Sabes firmar?

Mbagnick Ndong entornó los ojos y sacudió la cabeza con despecho.

—Nunca fui a la escuela, ni a la francesa ni a la árabe.

La estentórea risa de Jackson volvió a resonar.

—No importa, Mbagnick hermano.

Sacó varias hojas mecanografiadas y un tampón del maletín y las dejó encima de la tapa.

—¡No hay de qué preocuparse, mi hermano Mbagnick! —afirmó—. Tú pones el dedo índice en la almohadilla de tinta... Sí, eso es. Después aplicas el dedo aquí, al final de la primera página. Muy bien, y ahora en la otra, y en la otra también. Vuelve a mojar el dedo en el tampón. Perfecto, ahora marca otra página. ¡Muy bien, Mbagnick Ndong hermano!

Tras devolver las hojas y el tampón al maletín, extrajo un grueso fajo de billetes, que tendió a Mbagnick Ndong, quien por su parte los cogió con la prontitud de un gato que da caza a un ratón.

—Ahora, Mbagnick hermano, vas a venir conmigo a Dakar —propuso Jackson—. Tenemos que atender ciertos trámites para poder cobrar tus cinco millones. Estos doscientos cincuenta mil francos te los doy yo, con el corazón. Es mi participación para el funeral de nuestro pobre hermano Ngor. ¡Ah, me olvidaba! Debemos proceder a su inhumación. ¿Tenéis otros parientes en Dakar?

—No.

—Da igual. Ya lo tengo todo previsto. Te espero en el coche, no tardes.

Una vez solo, pictórico de alegría, Mbagnick Ndong depositó los billetes encima de la cama y retrocedió para observarlos. Con las manos en jarras, esbozó maquinalmente una sonrisa beatífica. Luego se volvió con una pirueta y se encaminó a la vieja maleta de cartón que había en un rincón, diciéndose que tampoco podría ir a Dakar vestido con un pantalón y una camisa sucios como un hígado de perro..., ¡y menos aún para enterrar a su hermano, no señor!

La maleta contenía el resto de su ropa, un conjunto de túnica y pantalón bombacho de bombasí, de color verde desteñido, que su patrón le había dado como obsequio para la fiesta del cordero y que sólo se ponía en días señalados, un pantalón de tergal, un vaquero y dos camisas, compradas en un puesto de ropa usada en Rufisque.

Mbagnick Ndong optó por la indumentaria de las grandes ocasiones.

Mientras se cambiaba con diligencia, se preguntó si debía guardar el dinero en la habitación o llevarlo consigo. Enseguida resolvió la disyuntiva.

—¡Yo no estoy loco! —exclamó en voz alta—. Allá donde yo vaya, irá mi dinero.

Regresó a la cama y, tras coger los billetes, los metió en el bolsillo delantero de la túnica después de haberse cerciorado de que no tenía ningún agujero. Ya estaba en el umbral para salir cuando volvió sobres sus pasos, sacó el dinero del bolsillo, se quitó la túnica y la arrojó a la cama. Entonces examinó el bolsillo izquierdo del bombacho y, satisfecho de la inspección, introdujo los billetes en él. Luego, retomando la túnica, la volvió del revés, deshizo con los dientes la costura del bolsillo lateral correspondiente al del bombacho donde se encontraba el dinero, la volvió del derecho y se la volvió a poner. Entonces introdujo la mano izquierda en el bolsillo desgarrado, después en el del pantalón y, tranquilizado por fin, rodeó con ella los billetes.

Debía tener cuidado, tomar precauciones, estar continuamente prevenido. En Dakar había ladrones muy hábiles que operaban en todo lugar y ocasión. Dotados de una diabólica destreza, armados con una cuchilla, cortaban el bolsillo que contenía el dinero. Atraídos por éste, cual carroñeros que acuden al olor del cadáver de un asno, lo desplumaban a uno y se esfumaban antes de que se diera cuenta. No obstante, a él, Mbagnick Ndong, nadie conseguiría robarle su dinero, por más ducho que fuera. Antes tendrían que cortarle los dedos de la mano, sin que lo notara, cosa que era totalmente imposible.

Cuando Mbagnick Ndong salió, se había hecho ya de día. Encontró a Jackson sentado en su BMW amarillo encarado en dirección a la carretera, con el motor en marcha, ocupado en tomar pequeños sorbos de la botella de vodka, apenas empezada. Se instaló en el asiento de al lado, con la mano metida en el bolsillo del pantalón.

Jackson tapó la botella y se enjugó los labios con el dorso de la mano.

—¿Estás listo, mi hermano Mbagnick? —inquirió.

—Sí —confirmó Mbagnick Ndong con una leve demora y un brillo de ansiedad en la mirada, que no despegaba de la botella.

Habría querido curarse la resaca, pero no se atrevía a decirlo.

Jackson lo advirtió de todos modos. Exhalando una de sus extravagantes carcajadas, le guiñó el ojo con complicidad y le pasó la botella antes de poner en marcha el vehículo.

Mbagnick Ndong abrió la botella y se dispuso a llevársela a la boca, pero en el último momento lo asaltó una duda.

—¿Puedo beber directamente? —consultó.

—¡Por supuesto que sí, mi hermano Mbagnick, por supuesto! ¿Qué son esas ceremonias? ¿Acaso no estamos entre hermanos?

—¡Sí, sí, perdona!

Mbagnick Ndong se dijo que por fin había llegado su hora. Le había tocado en suerte un as, ¡un as de picas!

El sol acababa de despuntar entre un cúmulo de nubes y, ya a esa hora temprana, sus potentes rayos anunciaban un día de tórrido calor.

En la morgue del hospital Le Dantec, completamente borracho después de haber dado cuenta de la botella durante el trayecto, con la mirada perdida y las piernas desfallecientes, Mbagnick Ndong saludó a una decena de hombres que Jackson le presentó como representantes del personal, personas que habían acudido a acompañar hasta su última morada a su pobre compañero Ngor, y dos viejos, encargados respectivamente del aseo del cadáver y de la oración mortuoria.

La retirada de un cadáver del depósito es una operación larga y fastidiosa en la que se perdían como mínimo dos o tres horas en días laborables y entre medio día y un día entero los domingos. Al cabo de menos de quince minutos, el cuerpo de Ngor Ndong se hallaba de camino hacia el cementerio musulmán de Bétoir, en el interior de un coche fúnebre. En el BMW de Jackson, Mbagnick viajaba dando cabezadas. Detrás iba una camioneta que transportaba a los viejos y a los «representantes del personal».

La oración y la inhumación se desarrollaron con rapidez en el cementerio. El sepulturero todavía no había acabado de cerrar la tumba cuando, seguido de sus compañeros, Jackson tomaba ya la dirección de la salida.

Mbagnick Ndong, que a su pesar de su ebriedad no había soltado en ningún momento los billetes del bolsillo del bombacho, dedicó una última mirada al montículo de tierra que acababa de formar el enterrador y se fue tras ellos.

Afuera el coche mortuorio y la camioneta se habían ido ya.

Jackson estaba de pie, apoyado en la puerta del BMW. Cuando Mbagnick Ndong llegó a su lado, del bolsillo de su abultada túnica sacó seis billetes de cinco mil francos y se los entregó.

—Mi hermano Mbagnick, hay un pequeño contratiempo —explicó—. Había olvidado que como hoy es domingo, los bancos están cerrados. Hasta mañana no podrás cobrar los cinco millones. No pasa nada. Toma esto mientras tanto para volver a Sangalcam en taxi. Tengo un talonario encima, espera... —Volvió a hundir la mano en el bolsillo de su gran túnica y extrajo un cheque que colocó delante de la cara de Mbagnick—. Ya has visto el cheque de cinco millones —prosiguió—. Creo que podremos arreglarlo mejor, y así te evitarás desplazarte mañana. A primera hora, yo mismo paso a retirar en el banco los cinco millones y vengo a traértelos a Sangalcam a las doce y media en punto. ¿De acuerdo, entonces, mi hermano Mbagnick? ¿Quedamos así? Aunque si lo prefieres, nos damos cita en el banco el lunes a las ocho. Tú vienes con tu carné de identidad a cobrar tú mismo los cinco millones.

—No tengo carné de identidad —anunció Mbagnick Ndong.

—En ese caso no podrás sacar el dinero tú mismo —infirió Jackson al tiempo que volvía a guardar el cheque en el bolsillo—. Es un cheque al portador, de modo que es obligatorio presentar el carné de identidad para que el banco te dé los cinco millones, Mbagnick hermano.

Mbagnick Ndong ignoraba qué era un cheque al portador y, aunque hubiera dispuesto de un carné de identidad, habría dejado todas aquellas gestiones entre las manos del jefe del cantón.

—Prefiero que hagas lo que has propuesto al principio. Tú vas al banco mañana y sacas tú mismo el dinero. Te pido perdón por todo el tiempo que me dedicas y por las molestias que te va a suponer desplazarte hasta Sangalcam mañana.

—¡No, no! Mbagnick hermano, no tienes que pedirme perdón por nada. Para mí no es una pérdida de tiempo, ni siquiera me supone molestia alguna ir a Sangalcam para darte tus cinco millones. En realidad es un deber para mí, a causa de la profunda amistad que me ligaba a Ngor. Entonces, mañana, a las doce en punto, nos vemos en Sangalcam, y te entrego el dinero, ¿de acuerdo? Sobre todo espérame y no te vayas a ninguna parte.

Con lágrimas de gratitud en los ojos, Mbagnick Ndong revisó en el recuerdo diversas fórmulas capaces de expresar sus sentimientos de gratitud.

—¡Dios, que tiene con qué pagarte y que sabe pagar, él te pagará! —logró encontrar.

Después de estrecharle la mano, Jackson subió al BMW y arrancó con una gigantesca carcajada.

Mbagnick Ndong siguió con una mirada rebosante de agradecimiento el vehículo amarillo del jefe de cantón, que agitaba el brazo por la ventanilla a modo de despedida. El pobre diablo no tenía conciencia alguna de la sórdida maquinación de la que acababa de ser víctima. Como la polilla sometida a la atracción de una llama, el único foco en torno al que giraba su entendimiento eran los doscientos cincuenta mil francos que aferraba en el bolsillo del bombacho, los treinta mil que llevaba en el bolsillo delantero de la túnica y, sobre todo, la perspectiva de entrar en posesión al día siguiente de la colosal suma de cinco millones.

En el aparcamiento del cementerio encontró un taxi y se instaló en el asiento de atrás.

—¡Voy a Sangalcam! —anunció, apoyando cómodamente la cabeza en el respaldo.

—¿Negociamos el precio o pongo en marcha el cuentakilómetros?

Mbagnick Ndong no tenía ganas de ponerse a negociar.

—El cuentakilómetros —respondió.

Una vez arrancó el taxi, Mbagnick Ndong soltó por fin los billetes y, tras sacar la mano del bolsillo, ejercitó las anquilosadas articulaciones de los dedos y, después de aplicarles un prolongado masaje, entrelazó las manos encima del vientre y cerró los ojos. Aún estaba borracho, pero mucho menos que un rato antes en el depósito de cadáveres y en el cementerio, donde viendo doble, con las piernas temblorosas, aquejado de hipo, náuseas y vértigo, lo raro era que hubiera aguantado sin vomitar y no hubiera acabado cayéndose en redondo. Ahora se sentía ligero y eufórico. ¡Cinco millones de francos contantes y sonantes sólo para él! Ni siquiera lo asaltó el menor remordimiento mientras se decía que la muerte de su hermano mayor era un buen..., no un buen, sino un excelente negocio para él. Su miserable existencia de cuidador de gallinas ponedoras y de pollos para carne que tenían que estar mejor alimentados, mimados y atendidos que él mismo había acabado de una vez por todas. Siendo pobre, siempre había soñado con ser rico, igual que anhela, naturalmente, comer quien padece hambre, o dormirse quien tiene sueño. No obstante, siempre había tenido el desagradable presentimiento de que su sueño era desaforado, que nunca se llegaría a realizar. ¡Y ahora lo increíble, lo realmente increíble era que ese sueño inalcanzable se estaba cumpliendo de verdad!

Él y su hermano, con quien se llevaban dos años, habían abandonado su pueblo natal de Fafaho, situado en las islas del Sine, tras la muerte de sus ancianos padres. De peregrinación en peregrinación, los dos hermanos habían ido a parar a Sangalcam, donde vivía una importante colonia de su misma etnia, serere. En cuestión de unos días, Ngor, más despabilado que él, había encontrado trabajo en una granja, pero se lo había cedido a Mbagnick al cabo de un mes y había proseguido viaje hasta Dakar, donde, poco después, había conseguido un empleo como portero de la Maternidad del hospital Le Dantec.

Para Mbagnick, los quince mil francos percibidos cada mes representaban un importante ingreso, superior a lo que por culpa de la sequía reportaba por año, en cada cosecha, el campo de cacahuetes heredado de su padre, que cultivaba con Ngor. Si se apretaba el cinturón, al cabo de uno o dos años podría ir de visita al pueblo. Normalmente no debería tener dificultades en ese sentido, dado que era un insular poco acostumbrado a gastar el dinero. Cada mes, ahorraba los dos tercios del sueldo y vivía con el resto. Tres años más tarde, había ido a Fafaho tal como tenía previsto. Con los bolsillos llenos, había pasado una agradable estancia de dos semanas allí, durante la cual se había casado con una joven de Fafandang, un pueblo de la otra ribera del río. Después de los grandes festejos organizados para celebrarlo, había regresado a Sangalcam en compañía de su esposa.

Al cabo de un año, su mujer había dado a luz a gemelos. Mbagnick Ndong, cuyo salario se había duplicado, proclamaba muy ufano a los cuatro vientos que su patrón era el mejor y el más generoso de todos los propietarios de granjas. Las malas lenguas aseguraban, sin embargo, a su espalda que el motivo de que le hubieran aumentado la paga no radicaba en la magnanimidad del patrón, sino en que en realidad lo único que hacía éste era mantener a sus propios hijos. Y las malas lenguas no andaban erradas, porque los gemelos eran el vivo retrato del patrón, Dasylva, un caboverdiano de quien habían heredado el pelo rizado, los ojos castaños y la piel color canela. Fueron tantos los chismes que corrieron sobre aquellos gemelos que aquello tuvo funestas consecuencias para ellos. La lengua no es buena y cada día, sus nombres, Assane y Ousseynou Ndong, estaban en boca de todos, en todas las conversaciones, con una insistencia que no habría podido soportar ni el más recio árbol al verse privado de sus hojas. «¿Has visto a Ousseynou y Assane, los gemelos? ¿Con esa piel tan clara, cuando Mbagnick y su mujer son negros como culos de olla? ¿Y los ojos? A mí, lo que más me choca es el pelo. ¡No lo tienen crespo, sino ondulado como los de Cabo Verde!» Los pobres niños vivieron sólo dos meses y medio. Una buena mañana murieron uno tras otro, de repente, sin estar enfermos.

La mujer de Mbagnick Ndong lo abandonó poco tiempo después, sin que se llegara a saber por qué. Fue por entonces cuando comenzó a frecuentar la cabaña de Étienne, para ahogar en el vino de palma la pena, la depresión y la soledad provocadas por la muerte de sus hijos y la fuga de su esposa. Como la piedra que cae rodando por una pendiente, en poco tiempo se había vuelto un borracho. Dasylva lo había echado porque, a causa de la permanente borrachera, no atendía bien la granja. Las malas lenguas empezaron a asegurar entonces que si había perdido el trabajo era porque se había marchado su mujer. Había conseguido a duras penas otro empleo, al cabo de tres meses muy difíciles, en una explotación mucho mayor pero con un sueldo de diez mil francos.

En el momento de la irrupción de Jackson en su vida, a los treinta y cinco años, Mbagnick Ndong no poseía nada aparte de la ropa que llevaba puesta, la que tenía en la maleta de cartón, la que se había quitado al ir a Dakar y los zapatos de plástico con que iba calzado. Eso era todo. Su incierto porvenir y su horizonte sin salida se reducían a la granja en la que para vivir, o para sobrevivir más bien, tenía que regar los árboles, dar de comer a las aves y recoger los huevos para el patrón. No tenía otra alternativa.

Y he aquí que de golpe el buen Dios hacía de él, Mbagnick Ndong, un hombre rico que poseía cinco millones. Para él, eran ya suyos con la misma certidumbre que los seis billetes de cinco mil y el fajo de doscientos cincuenta mil francos que guardaba en los bolsillos, de eso no le cabía la menor duda. Iba a mandar a paseo de manera definitiva y radical la mugrienta miseria que desde siempre había tenido que aguantar en ese bajo mundo. ¡Uno, dos, tres, cuatro, cinco millones! Ahora le tocaría a él, Mbagnick Ndong, disfrutar de una vida de nabab, la buena vida, un buen coche, bonitas esposas, sí, cuatro esposas muy guapas y muy jóvenes. ¿Y por qué no? Una vasta propiedad en la que un criado trabajaría para él y se ocuparía de sus árboles y de sus aves, ropa buena en bombasí de primera, amarillo casi siempre y botas del mismo color, igual que el jefe de cantón. Le iba a pedir que le diera el nombre y la dirección de su sastre, y también de su zapatero, que seguramente debía de ser de Ngaye Mékhé. Nunca más volvería a remojarse el gaznate con vino de palma, que apesta y hace orinar todo el tiempo. No, sólo degustaría licor del fino, con sabor y olor agradables, que daban calor en todo el trayecto, de la boca al estómago, como el que se había tomado hacía un rato. La gente se diría, extrañada, que no era Mbagnick Ndong el hombre que veían y...

—¡Ya casi hemos llegado a Sangalcam, patrón!

La voz del chófer interrumpió el curso de los pensamientos de Mbagnick Ndong. Abrió los ojos con sobresalto y comprobó que acababan de dejar atrás Ndjihirat. Advirtió, contento, que el taxista lo había llamado «patrón». Jamás nadie lo había llamado así. No cabía duda de que los cinco millones lo transfiguraban ya, que en la cara se le veía que era un hombre rico. El chófer lo había notado y por eso lo había llamado «patrón».

—Después de la casa de dos pisos que hay al llegar al pueblo, tuerces por el desvío de la derecha, justo antes de la gran ceiba —indicó.

Poco después, el taxi paró en la entrada de la granja, cerca del Peugeot 504 azul del propietario.

—Cuatro mil trescientos noventa francos, patrón —anunció el chófer, que paró el cuentakilómetros.

Una vez que hubo tentado el bolsillo izquierdo del pantalón para cerciorarse de que el dinero seguía allí, Mbagnick Ndong le tendió un billete de cinco mil francos por encima del hombro y le precisó que podía quedarse con el cambio, lo que le reportó vivas manifestaciones de gratitud. Después bajó del taxi y se adentró en la propiedad.

Encontró al patrón con los pies hundidos en el fango hasta los tobillos. El agua se había desbordado del depósito y había inundado todo el terreno. Se acordó de que había olvidado cerrar la bomba antes de irse con el jefe de cantón.

En cuanto lo vio, el patrón se puso a bramar de cólera.

—¡Mbagnick Ndong, a ti te esperaba! Te hablo a ti. ¿Estás loco, o te burlas de mí, o es que te duele el trasero? ¿Crees que te pago para que me arruines la finca, degenerado? ¡Mira, mira los destrozos que me has ocasionado, degenerado!

—Perdóname, soy yo el que te he faltado, así que te pido perdón —se disculpó Mbagnick Ndong, pese a que le dolió el insulto.

Reconocía que el patrón tenía razón por estar enfadado, que él le había causado un auténtico perjuicio, aunque consideraba demasiado fuerte la injuria. Como había obrado mal, debía encajarlo.

—Te pido perdón —repitió con sinceridad—. Es que me han informado de la muerte de mi hermano del mismo padre y la misma madre muy temprano esta mañana. La mala noticia me ha afectado tanto que me he ido a Dakar para retirar el cadáver de la morgue del hospital Le Dantec y asistir a su entierro en el cementerio de Bétoir sin darme cuenta de que ya había puesto en marcha la bomba. Perdóname, por los destrozos que he causado. Del cementerio de Bétoir, he vuelto lo más rápidamente posible. Incluso he tomado un taxi para volver a Sangalcam...

El patrón agitó el brazo por encima de su cabeza con gesto de rabia.

—Para mí como si joden a tu madre, ¿me oyes, Mbagnick Ndong? —vociferó, completamente fuera de sí—. Me tiene sin cuidado la muerte de tu hermano, aunque sea de la misma madre y de padres distintos, me da igual. Tu padre, tu hermana, tu hermano, tu madre, tus primos, toda tu familia, por mí pueden reventar, ¿me oyes, Mbagnick Ndong? Por mí que revienten como perros aplastados por un camión. ¡Vete para allá! Y además, eso de que hayas venido de Dakar a Sangalcam en taxi me ha solventado una duda que tenía con respecto a ti desde hacía tiempo. ¿De dónde has sacado el dinero para pagarte un taxi? Por fin te he pillado con las manos en la masa. Tú me robas los pollos y los huevos y los vendes, y por eso tienes dinero para permitirte coger un taxi. ¡Ladrón! Voy a montar a tu madre antes de meterte en la cárcel, espera y verás. Y aparte, mira el material que me has estropeado. —Señaló la bomba de motor, de la que ascendía una densa columna de humo negro—. Como al irte has dejado el motor encendido, el aceite se ha acabado y todo se ha quemado. Lo has hecho adrede. Una bomba nueva que me había costado medio millón, destrozada. Y ahora contesta, ¿cuánto hace que no reciben mis pollos y mis gallinas su ración de comida y de agua? ¿Cuánto hace que no has recogido los huevos? Tres o cuatro días, por lo menos. Enloquecidos de hambre y de sed, los pollos se han puesto a pelear como salvajes y se han destripado a picotazos. Casi todos están muertos, y los que quedan vivos no van a tardar en morir porque ya arrastran las tripas por el suelo. Y las ponedoras han roto todos los huevos para beberlos y también han empezado a picotearse la barriga. Ve a echar un vistazo en los gallineros y verás que la explotación está perdida sin remedio. ¿Y tú no tienes nada más que venir contarme no sé qué de tu padre, o de tu hermano, que la ha palmado? Vas a vértelas conmigo, especie de degenerado, te voy a...

De repente, Mbagnick Ndong se acercó y, agarrando con firmeza el cuello de la camisa del patrón, a punto casi de asfixiarlo, le clavó una mirada fulminante en los desorbitados ojos.

—¡Eres tú, Gallo Diagne, el que va a vérselas conmigo! —gritó, tajante—. ¿Quién eres tú, Gallo Diagne? ¿Quién te has creído que eres para atreverte a insultarme? Yo mismo te voy a decir quién eres de verdad y así sabrás que tus rasgos simiescos no son obra del azar. Tu padre es un mono, un auténtico cinocéfalo. Por eso tu madre te puso al nacer el nombre de Gollo,[3] y no el de Gallo, que es como te haces llamar, y tu apellido, Diagne, de la familia de los monos, en recuerdo de tu padre. ¡Escúchame bien, Gollo Diagne, con las dos orejas, que te voy a contar tu historia!

Mbagnick Ndong explicó que hacía mucho tiempo, en un pueblecito de Ferio, una joven, la madre de su patrón, había salido una tarde a buscar leña seca al campo. Cuando volvía al anochecer con un fajo de leña en la cabeza, se encontró con una manada de babuinos amarillos. Los monos la capturaron y la llevaron a su guarida, en un claro de difícil acceso. La primera parte de la noche, después de desnudarla, el gran jefe se la apropió y después la entregó a otros machos de la tribu, excitados por la visión del acoplamiento de la mujer y la bestia. Se habían abalanzado todos a la vez sobre ella y en todas partes donde tenía un orificio, la vagina, el ano, la boca, las orejas, la nariz y hasta los ojos, le habían introducido el pene. La gente del pueblo, al darse cuenta de que no había regresado, la había buscado durante toda la noche, pero fue en vano. Cuando por fin la encontraron con ayuda de los perros, por la mañana, todavía sufría los asaltos de los babuinos. Nueve meses después, había dado a luz a un niño medio hombre, medio mono: Gallo, perdón, Gollo Diagne.

En la mente del patrón volvieron a surgir de pronto lejanos recuerdos. Volvió a verse en la escuela primaria, a los siete años. El maestro pasa lista y los alumnos responden «¡presente!» al oír su nombre. «¡Gollo Diagne!», llama el maestro. Sentado en el fondo de la clase, éste agacha la cabeza, negándose a responder. Su compañero de banco cree que no ha oído y le da un codazo. Él persiste en su negativa y entonces el maestro dice con extrañeza: «¿Cómo, el mono no ha venido hoy?». Toda la clase estalla en carcajadas y concentra las miradas en él. Mientras resuenan los gritos de «¡Gollo! ¡Gollo!», ve al maestro doblado de risa. Odia a ese maestro, el señor Diop. Lo odia desde que al comienzo de curso, cuatro meses atrás, le dijo, después de haber recitado correctamente la lección de Geografía: «¡Muy bien! Pareces un mono, Gallo Diagne, pero te has aprendido bien la lección. ¡Está muy bien! ¡Gollo te pega más que Gallo!». A partir de ese día, se había convertido en el hazmerreír de toda la clase, que lo llamaba Gollo, el Mono. «¿Cómo, el mono no ha venido hoy?», se regodea otra vez el señor Diop. Entonces él se levanta del banco, toma su cartera y se dirige a la salida. Al llegar cerca del maestro, éste le pregunta, sin parar de reír: «Gollo, ¿adónde vas?». El niño abre la cartera, coge la piedra que había guardado en ella y se la arroja en plena frente. El señor Diop lanza un alarido y, vacilante, se toca la cara ensangrentada mientras él huye de la clase a la carrera, para no volver nunca más a la escuela.

—¿Y eres tú, Gollo Diagne, hijo de mono, quien se atreve a insultarme? —inquirió Mbagnick Ndong una vez hubo concluido su relato, y el patrón volvió a oír la voz del maestro y las carcajadas de la clase—. ¡Yo, Mbagnick Ndong, no quiero nada que venga de tu madre, ni joderla siquiera! ¡No me gusta comer de lo que han dejado los monos!

Estaba decidido. «Que todo el mundo sepa, empezando por el patrón, que hay otro Mbagnick Ndong.» En otro momento, habría aguantado sin rechistar las injurias. Ya decían que más vale doblar el espinazo que acabar con los huesos rotos. Pero ¡ahora que tenía cinco millones, no pensaba arrodillarse nunca más ante nadie! Ese proverbio era aplicable a los pobres. A ellos les tocaba arrodillarse hasta lastimarse la piel. Él, Mbagnick Ndong, era rico.

—¡Hijo de mono! —profirió una última vez en la cara del patrón, al tiempo que le propinaba un brutal empellón.

Gallo Diagne dio tres pasos hacia atrás, desconcertado ante la fiera y resuelta actitud de su mozo. Él, que siempre tenía la mirada gacha, que sólo lo llamaba «patrón», hasta el punto de que creía que ignoraba su nombre, había experimentado una súbita transformación.

—¡Estás despedido! —gritó.

Mbagnick Ndong avanzó con la mano tendida hacia Gallo Diagne, que volvió a retroceder tres pasos para situarse fuera de su alcance.

—Págame el sueldo de este mes. Sólo faltan tres días para final de mes. Descuéntalos de la cantidad que me debes. Págame el sueldo y me voy de aquí ahora mismo.

—¿Que te pague, yo? —inquirió, con voz estrangulada, el patrón—. No tengo que pagarte nada. Los destrozos que me has causado valdrían el sueldo de toda tu vida si siguieras trabajando para mí, aunque llegaras a vivir cien años. Da gracias a Dios de que no te llevo a rastras al cuartelillo. ¡Como no podrías pagarme, te pudrirías en la cárcel durante años!

Con la punta de los labios, Mbagnick Ndong imitó a la perfección el ruido de un sonoro pedo.

—Pues entérate de que me tenéis sin cuidado tú y tus amenazas de «cuartelillo». No me impresionas. ¡No puedes hacerme nada! Llévame al cuartelillo, a ver... Seré yo el que te meta en la cárcel, porque eres tú el que me debe un mes de sueldo. Págamelo, Gollo Diagne, hijo de mono.

El patrón pensó que ahora no le quedaba más remedio que pelearse con el criado. No sólo le había arruinado el negocio, sino que encima el muy insolente se permitía llamarlo... ¡No, aquello ya era demasiado! Iba a partirle la cara tal como le había partido la frente al señor Diop, para lavar la afrenta. Pero la mirada decidida de Mbagnick Ndong, manifiestamente dispuesto a todo, templó enseguida su ardor. Se dijo que con sus más de cincuenta años era mucho mayor que el mozo que, aun sin ser muy corpulento, contaba con la ventaja de la juventud, una importante baza en cualquier combate. Además, su salud era precaria, ya que nunca se había recuperado del todo de la tuberculosis que lo había obligado a permanecer cuatro meses ingresado, tres años atrás, en el centro de Neumo-Tisiología de Fann. La lucha no era pues la decisión más juiciosa, pues aparte de ver perdidos sus bienes, se exponía a recibir una soberana paliza, lo cual ya sería el colmo.

—No te pienso pagar nada —vociferó—. ¡Date prisa, saca tus cosas de aquí y lárgate!

—Te regalo todo lo que tengo en la habitación —declaró Mbagnick Ndong—, pero mi sueldo no te lo doy. ¿Que no me quieres pagar? Bueno. Te dejo a cargo del buen Dios. Si no me pagas aquí, ya lo harás en el más allá.

—No te voy a pagar nada. ¡Vete ya!

Mbagnick Ndong escupió a los pies del patrón hundidos en el fango antes de darle la espalda. Con la mano metida en el bolsillo izquierdo del bombacho y la confianza en sí mismo redoblada por el contacto de los billetes, salió de la propiedad con la barbilla alta y el pecho ahuecado.

Estuvo muy ajetreado todo el día. Alquiló una habitación en el pueblo, se fue a Rufisque de compras y volvió a Sangalcam con un camión lleno de bultos. Después se instaló y empezó la espera.

La noche fue larga, muy larga. Mbagnick Ndong no pudo conciliar el sueño.

Muy temprano, mucho antes del amanecer, fue a apostarse al pie de la Ceiba, donde el jefe de cantón no dejaría de verlo cuando llegara a mediodía. Hacia media mañana, comenzó a estropearse el tiempo. Por el este se acumularon unos oscuros nubarrones que velaron el sol. Bajo el cielo encapotado, el aire se volvió inmóvil y el calor se tornó bochornoso y agobiante.

Mbagnick Ndong consultó su nuevo reloj por enésima vez. Las doce en punto y el jefe de cantón no daba señales de vida. No iba a tardar, de todas formas. Mbagnick Ndong mantenía la mirada fija en la carretera, convencido de que su coche amarillo iba a aparecer de un momento a otro.

Poco después, se desencadenó una terrible tempestad. El viento comenzó a soplar en torbellinos y sacudió los troncos y las copas de los árboles, y arrancó las cercas y los techos de las casas. Luego las nubes se dispersaron, el cielo se despejó, la temperatura bajó de manera repentina y empezó a llover a cántaros.

La lluvia mantuvo la cadencia durante cinco horas, después menguó en intensidad hasta que paró por fin. El sol volvió a salir enseguida. Mientras sus rayos hacían relumbrar con destellos de plata las gotas de agua retenidas en las hojas de los árboles, la naturaleza volvió a asumir su curso normal, los pájaros volvieron a cantar y a volar en el cielo, y la gente salió a reparar los desperfectos de las casas.

Empapado hasta los huesos, Mbagnick Ndong seguía esperando bajo la ceiba, temblando de frío, todavía con la esperanza de que se produjera la inminente llegada del jefe de cantón. Después de teñir de rojo el horizonte, el sol se puso tras él. Casi al instante, la noche envolvió con su velo de tinieblas el húmedo paisaje.

Mucho después, vencido por el desánimo, el hambre y el cansancio, Mbagnick Ndong se resignó por fin a regresar.

El lunes por la mañana, el hospital Le Dantec se hallaba en plena efervescencia ya a partir de las ocho. El nombre de Ngor Ndong corría de boca en boca. Todo el mundo hablaba de la muerte del portero a manos de los policías que habían ido a buscarlo a su puesto de trabajo el sábado por la tarde, después de que lo hubiera agredido la esposa del fiscal general.

Tras una breve reunión, la delegación de la sección local del Sindicato Nacional de Trabajadores de la Salud, dirigida por Kéba Kanté, un hombrecillo tiñoso vestido siempre con un traje de tela de Lagos de colores desgastados, decretó un movimiento de protesta. Se decidió efectuar una huelga de advertencia todo el día, con sentada delante de la dirección, a partir de las nueve, para exigir la apertura de una investigación que condujera al castigo de todos y cada uno de los culpables.

El amplio seguimiento de la huelga dejó paralizado el hospital.

Avisado por el director, el ministro de Sanidad envió un comité de investigación tal como pedían los sindicalistas, compuesto por tres miembros del sindicato y cinco funcionarios del departamento.

Hacia las cuatro de la tarde, el comité hizo públicas sus conclusiones.

La versión de los hechos desencadenantes de la muerte de Ngor Ndong que habían dado los representantes sindicales era absolutamente fantasiosa.

Al portero lo habían llevado a comisaría, en efecto, pero no desde su puesto de trabajo, la puerta de la Maternidad donde normalmente debía haberse encontrado, sino desde el mercado de Sandaga, al mismo tiempo que a una mujer llamada Salamba Gadiaga, que lo acusaba de haberle robado la cartera en la que llevaba quince mil francos, suceso que había tenido lugar delante de varios testigos.

Si Ngor Ndong había hallado la muerte en la comisaría, se había debido a un ataque cardiaco. El médico forense no había detectado ninguna huella de violencia en su cuerpo. Todo ello venía avalado por documentos auténticos que constituían pruebas jurídicas irrefutables: certificado de defunción por muerte natural, informe de autopsia, a la que había asistido el propio hermano del portero-Mbagnick Ndong—, que corroboraba el ataque cardiaco, testimonios recogidos bajo juramento y en presencia de notario, de la señora Salamba Gadiaga y del mencionado hermano, quienes, dada su incapacidad de firmar, habían estampado sus huellas en las hojas que contenían su declaración.

En cuanto a las alumnas de tercero de la escuela de comadronas, supuestos testigos oculares de la agresión de que fue objeto Ngor Ndong por parte de la esposa del fiscal general y de la paliza infligida por la Policía en la entrada de la Maternidad, al ser interrogadas de forma individual, habían afirmado sin excepción que no estaban al corriente de nada. Lo mismo sucedía con el enfermero Paul Djibalène, a quien se había interrogado también. Había declarado no haber curado a Ngor Ndong de una herida en la cara, tal como algunos sostenían. Por lo demás, su nombre no constaba en el registro donde se anotaban los nombres de todos los enfermos atendidos en el pabellón Avicenne durante su turno de guardia, en la noche del sábado al domingo, de las dieciocho a las ocho horas.

La oficina de la sección local del Sindicato Nacional de Trabajadores de la Salud, incapaz de presentar la menor prueba de sus graves acusaciones, verdaderos infundios, había arrastrado a sus miembros a una precipitada acción de nefastas consecuencias, ya que se había constatado un elevado índice de defunciones en todos los servicios, en especial los de reanimación y cuidados intensivos, muertes debidas a la falta de vigilancia y de aplicación de los tratamientos médicos prescritos a los enfermos.

La esposa del fiscal general, injustamente incriminada, se reservaba el derecho de recurrir a la justicia.

Las sanciones profesionales fueron inmediatas: los delegados sindicales fueron suspendidos de sueldo a la espera de la realización del consejo disciplinario y todos los que habían seguido la huelga recibieron una amonestación y se les descontó un día de paga.

—¿Y bien, jovencitos? —exclamó Jackson con una de sus excepcionales carcajadas—. ¿Qué os había dicho? Con el dinero y una lengua agradable, se soluciona todo, absolutamente todo. ¡En este país, la gente tiene hambre y se deja comprar como simples buñuelos!

—¡Eres único, Jackson! —elogió Matar Samb, lanzando una admirativa mirada al gigante que permanecía acodado en la mesa, con las manos cruzadas bajo la barbilla y un cigarrillo encendido en la comisura de los labios—. A decir verdad, tenía dudas de que lo consiguieras.

Al lado de Matar Samb estaba el profesor Gomis que, a su llegada en torno a las cuatro y media, los había informado de que en el hospital Le Dantec la manifestación organizada por el sindicato no había tenido más consecuencias que un pedo de conejo en pleno campo.

—Te felicito —dijo con un gesto de aprobación—. Jackson, eres un auténtico mago. ¡Hablando de buñuelos, le has dado la vuelta a la tortilla!

Acababan de dar cuenta de una copiosa comida, regada con abundante vino. La habían tomado tarde, porque antes estaban desganados a causa de la ansiedad ocasionada por la espera de los resultados de la investigación. El mayordomo había recogido la mesa y había servido el café antes de irse a la cocina; los había dejado absortos en su conversación.

—En todo caso, yo tengo una deuda eterna contigo, Jackson —afirmó Matar Samb con voz patética, después de aspirar con detenimiento el humo del cigarrillo. Se volvió hacia el médico para ponerlo por testigo—. Armando, hablo delante de ti. Sé lo que Jackson ha hecho por mí y no lo olvidaré jamás de los jamases. Me ha salvado de una deshonra segura, que es lo mismo que decir que me ha salvado la vida. Sin él, mi carrera se vería amenazada, interrumpida, y eso es algo, lo admito, que no habría podido soportar. Armando, lo que digo sale de lo más profundo de mi corazón: has de saber que tengo una deuda con Jackson para el resto de mi vida.

El profesor Gomis dejó la taza de café y se rascó la nuca, con la mirada fija en el techo.

—Aunque hay que reconocer que te ha costado carísimo —objetó—. ¡Diez..., no, doce millones, es una cantidad enorme!

Jackson emitió una carcajada aún más estridente que de costumbre.

—¿Eso crees, mandiago devorador de carroña?

—¿Qué más da, Armando, qué más da? —atajó sin ambages Matar Samb—. ¿Sabes de qué hablas? ¿Para qué sirve el dinero si no es para protegerse del deshonor, ya que no va a impedir que muera?

—¡De acuerdo, jurista! —concedió el médico—. De todas maneras, me parece que doce millones es una fortuna.

—¡Que no, Armando, que no! —insistió Matar Samb—. Doce millones no son nada al lado de lo que habría pasado si Jackson no hubiera sofocado con magistral arte el escándalo, gracias precisamente a esos doce millones. Estaba incluso dispuesto a gastar más...

—En realidad, la suma total se eleva a quince millones —intervino Jackson, cazando al vuelo la oportunidad—. Mi amigo negociante es un verdadero buitre, ya te lo había dicho. Con su olfato de brujo, ha intuido que necesitaba con urgencia los ocho millones y, en lugar de su porcentaje habitual, ha pedido cinco millones directamente. Por lo tanto, ocho más cinco dan trece millones para él, que con los dos que adelantaste el sábado por la noche, suman quince millones.

—No hay problema —dijo Matar Samb.

—¡Oye, Jackson, estás exagerando! —manifestó con incredulidad el profesor Gomis.

Matar Samb miró al médico con expresión reprobadora, como si hubiera dicho una blasfemia.

—¿Y en qué exagera? Armando, ¿es que no has comprendido la importancia de lo que estaba en juego? Era mi honor. ¿Cómo puedes considerar carísimo el precio que ha habido que pagar para evitar cualquier salpicadura contra mi honor? Dime, Armando, ¿acaso evalúas mi honor en esos quince míseros millones que tú llamas una fortuna?

—¡Que no, jurista! —protestó con vehemencia el médico—. Te estás yendo por otro lado.

—¡Mi honor vale mucho más que quince millones, Armando, te lo aseguro! —insistió Matar Samb.

—Ésa no es la cuestión, jurista, créeme —se justificó con embarazo el médico.

—Entonces, ¡dejémoslo! —contestó Matar Samb antes de dirigirse al gigante—. Jackson, te pagaré la totalidad. Si mal no he comprendido, te debo entregar trece millones, ¿no?

—Trece, sí, mi querido fiscal general —confirmó—. Te detallaré los gastos al completo. Me vi obligado a pagar cinco millones a la familia de Ngor Ndong. Algunos de los parientes no querían atender a razones al principio, sobre todo uno de los primos, que es maestro. ¡Ya conoces a los maestros, mucha labia y muchas deudas! Hablaba de informar al ministro de Educación Nacional, que resulta que es el responsable político de su comarca...

—¡Tú también, Jackson! —lo interrumpió Matar Samb con un asomo de irritación en la voz—. Me incomodas con esos detalles. No me gusta hablar de dinero y, además, sabes muy bien que tengo plena confianza en ti.

—Cuando se trata de dinero, sobre todo de sumas importantes, es mejor pasar cuentas —insistió Jackson—. Eso no excluye la confianza. A Djibalène, el enfermero que curó a Ngor Ndong, le di doscientos cincuenta mil francos. No fue difícil. Cuando llegué a su casa, en el barrio de Baye Gaïndé, lo habían expulsado de la vivienda por un retraso de un trimestre en el pago del alquiler. Después de varias órdenes de desalojo, el propietario había desmontado las puertas y las ventanas del piso para obligarlo a salir. Estaba en la calle, con las maletas, la mujer y los hijos, sin saber adónde ir. Al cabo de cinco minutos de conversación conmigo, se volvió a instalar en su vivienda. El médico que ha elaborado el certificado de defunción y el informe de autopsia ha cobrado un millón y medio, al igual que el notario. Los actores que representaron el papel de delegados de personal, los dos viejos..., el lavador y el recitador de oraciones..., y el alquiler de la camioneta costaron un millón en total. Hubo que dar doscientos cincuenta mil a Salamba Gadiaga por su falso testimonio, y la misma cantidad al encargado de la morgue para poder retirar el cadáver antes de la hora de abertura, cincuenta mil para untar la mano del chófer del coche mortuorio y doscientos mil francos para pagar recados confiados a personas de confianza, cuatro, que han recibido cincuenta mil francos cada una. ¿Cuánto suma eso en total?

—¿Cuánto suma eso en total? —repitió Matar Samb, con el dedo apoyado en la frente como si estuviera calculando.

—Resumamos —propuso Jackson—. La familia del portero, cinco millones. El enfermero, doscientos cincuenta mil. El médico, un millón y medio. El notario, un millón y medio también. Eso suma ocho millones doscientos cincuenta mil. La camioneta, los dos viejos, los actores: un millón. La señora Salamba Gadiaga y el encargado del depósito de cadáveres: doscientos cincuenta mil francos a cada uno. El chófer, cincuenta mil. En total, la suma exacta es de diez millones. Los diez millones que he gastado.

—¡Qué bueno eres en matemáticas, Jackson! —alabó con asombro Matar Samb—. Diez millones, en efecto.

—Diez millones exactos —continuó el gigante—. Recapitulemos. Para conseguir esos diez millones, tú me diste dos, y mi amigo, el buitre, ocho. ¿Estamos de acuerdo? Bien, si añadimos los cinco que exige como interés, eso da los quince millones. Ahora descontamos a esos quince millones los dos que entregaste el sábado y nos da los trece millones que tienes que darme, mi querido fiscal general. ¿Está claro?

—¡Luminoso! —aprobó Matar Samb—. Ahora mismo te los doy.

Se levantó de la mesa y subió al dormitorio.

En cuanto hubo desaparecido por la escalera, el profesor Gomis se inclinó hacia Jackson con aire de conspirador.

—¡A ver, seamos serios, Jackson! ¿De verdad...?

—No te esfuerces con esa fingida complicidad —lo interrumpió en voz alta, con una enorme risotada—. Voy a hablarte muy en serio, devorador de cadáveres. ¡Como sigas entrometiéndote en mis planes, por la cabeza de mi madre, te juro que le digo al fiscal general que te acuestas con su mujer!

Ni aunque le hubieran metido una hormiga legionaria en el calzoncillo, el médico habría reaccionado con tanta rapidez.

—¡Qué! —exclamó, despegándose de la silla.

Luego miró con inquietud hacia la puerta.

—Pero ¿qué dices, Jackson? Por la Santa Cruz, estás equivocado. Te juro, de verdad, que te equivocas. Yo...

—Sí, tú, Armando Gomis —corroboró el gigante, sin bajar la voz—. Sí, tú, sigue poniendo en entredicho mis palabras. El que te engaña... Ya verás si no le pongo al corriente a Matar Samb. ¡Traidor, mal hermano!

—Es peligroso lo que dices, Jackson. ¡Y además, te equivocas totalmente! —afirmó el médico al tiempo que volvía a tomar asiento.

—¿Quién se equivoca? Mira, para atajar de entrada todas tus negativas, te voy a contar cómo empezaste la primera vez. Fue poco después de que ella tuviera la niña. Había venido a verte a tu consultorio de la Maternidad por un problema de frigidez que la obsesionaba, y tú aprovechaste para...

Matar Samb volvía al comedor. De espaldas, el profesor Gomis oyó sus pasos. Pálido, con el labio inferior caído, suplicó mudamente a Jackson que se callara.

—... para hacerle una consulta especial, tal como tienes por costumbre hacer con tus bonitas clientes. ¡Falso hermano, golfo, traidor! —prosiguió el gigante, haciendo caso omiso de la compungida expresión del médico.

Matar Samb había llegado a su lado. Sin prestar la menor atención a su conversación, pese a haber oído con nitidez las últimas palabras de Jackson, depositó frente a él una bolsa de plástico azul antes de volver a sentarse.

—¡Aquí tienes, Jackson! —anunció, deslizando la cremallera—. Dentro hay quince millones. Le pagas al buitre, como tú lo llamas, sus trece millones; los otros dos son para tu comisión.

—¡Ah no, mi fiscal general! —protestó Jackson—. A ti no te cobro comisión. Tú eres mi joven amigo, y como me necesitabas te he hecho el favor. Es natural. Cuando yo te necesite, te lo haré saber.

—¡De ninguna manera! —insistió Matar Samb—. Quédate con los dos millones de comisión, o si no, me niego a pagar los trece.

—En ese caso acepto, mi fiscal general —declaró Jackson, que calculó que la cuerda ya estaba suficientemente tensa.

—Puedes poner el dinero en el maletín, es más discreto. Pero tendrás que devolvérmelo, porque es un recuerdo de mi padre —indicó Matar Samb.

Jackson transfirió con presteza los billetes de la bolsa al maletín; tras tomarlo por el asa, se puso en pie.

—Os dejo, jovencitos —dijo—. Mandiago comedor de carroña, no olvides mi advertencia. Mi fiscal general, transmite mis saludos a la señora cuando regrese.

—Descuida, Jackson, así lo haré —prometió Matar Samb—. Pero, espera, que abriré una botella de Smirnoff.

—No, gracias —declinó el gigante—. Con el vino que he tomado en la comida me da ya vueltas la cabeza. Es que no aguanto bien el vino, así que si encima tomo vodka, no podría conducir. Sería igual de peligroso e imprudente que acostarse con la mujer de otro. Devorador de cadáveres, no te he oído. ¿Has retenido mi advertencia?

—¡Sí la he retenido, Jackson! ¡Déjalo ya! —murmuró entre dientes el médico, cabizbajo.

Consternado por la pérfida alusión de Jackson, todavía se preguntaba cómo diablos había podido enterarse con tanta precisión. Seguramente la propia Ramata se lo había explicado, no podía ser de otro modo.

—¡Será mucho mejor para ti, golfillo, falso hermano, traidor! —espetó una vez más Jackson.

Después salió, dejando en el comedor el eco de su desaforada risa. Se fue satisfecho, y motivos no le faltaban. Había hecho su agosto en aquella operación. En realidad, no había tenido tratos con ningún hombre de negocios y no había gastado en total más que un millón quinientos treinta mil francos: quinientos mil francos para el médico, doscientos cincuenta mil para Salamba Gadiaga, doscientos ochenta mil para Mbagnick Ndong, doscientos cincuenta mil para el notario y el resto repartido entre Djibalène, el alquiler de la camioneta, el soborno del chófer del coche mortuorio, los actores, los dos viejos y el encargado del depósito de cadáveres.

Afuera el cielo estaba encapotado y el fresco viento que soplaba acarreaba un fuerte olor a lluvia. No lejos de allí, debía de estar lloviendo.

En el umbral de la casa, Jackson vio que el portero cerraba el portal de la vasta residencia tras el paso del Mercedes rojo de Ramata. Bajó deprisa las escaleras y llegó abajo en el momento en que ella paraba el coche al lado de su BMW amarillo.

—¡Buenos días, mi gran hermano que ahora me rehuye y al que ya no veo nunca! —lo saludó ella, sonriente, mientras se apeaba.

Jackson se inclinó y, tras besarla afectuosamente en las mejillas, se enderezó tomándole la mano.

—Que no, hermanita, no te rehuyo. Es que he estado de viaje últimamente —explicó—. El sábado por la noche, pasé, pero ya te habías acostado. Hoy, al llegar he preguntado por ti, y el fiscal general me ha dicho que estabas en el fisioterapeuta. Además ¿por qué te iba a rehuir, hermanita?

—¡Era broma, gran hermano! ¿Y qué novedad hay en el frente?

—Ahora mimo me voy a Saint-Louis. Cuando vuelva pasado mañana, nos vemos en el sitio de siempre para concretar. Hay novedades.

Ramata retiró la mano. Tras echar la cabeza hacia atrás, se alisó el pelo.

—¡No me dejes sobre ascuas, hermano! Dímelo todo ahora mismo. Ya me conoces y sabes que mi gran defecto es la impaciencia.

—Has vuelto a hacer perder la cabeza a alguien.

—¡Zalamero!

—¡Te lo juro por Dios! El mismo me lo ha dicho y me ha suplicado que hiciera de contacto. Asegura que está dispuesto a todo, que es capaz de soportarlo todo y que sólo espera que le mandes una señal.

—¿Lo conozco?

—No creo. Es un nuevo rico. Estudiamos juntos en la escuela coránica de niños. Es un verdadero inculto desde el punto de vista intelectual, y en lo que se refiere a vestimenta y cuidado personal le queda mucho por pulir. No hace mucho todavía vendía helados en el estadio Demba Diop. Considera que no ha vivido lo suficiente, pero ahora que le sonríe la fortuna gracias al trabajo de su madre, quiere recuperar el tiempo a toda costa. Asegura que posee medios sobrados para llegar a lo más alto y me pide que le sirva de guía en este mundo nuevo y desconocido que le inspira un poco de miedo. Es de la misma región que el ministro de Economía. Ha recibido un préstamo de quinientos millones para invertirlos en el transporte. Dice que se fijó en ti en el teatro nacional Daniel Sorano durante el espectáculo que dio el grupo Una Mujer, Un Gramo de Oro, en presencia del jefe de Estado. Pasado mañana te acabaré de contar. Mientras tanto habré afilado el cuchillo y no te quedará más que degollarlo.

—¡De acuerdo, hermano, hasta pasado mañana!

El Fokker F27 del ejército del aire aterrizó poco después de las seis en la pista del aeropuerto de Saint-Louis bajo una fuerte lluvia. El sargento copiloto salió de la cabina antes de que el avión se inmovilizara delante de la pequeña torre de control.

—Pueden desabrocharse los cinturones, señores, si son tan amables —anunció con respetuosa actitud después de haber dispensado un saludo militar.

El gobernador y el recaudador de impuestos, únicos pasajeros civiles a bordo, siguieron la indicación.

El gobernador, que efectuaba una gira por los tres departamentos de la región en compañía de todos los responsables de servicio con el objetivo de constatar el estado de los cultivos en ese comienzo de la estación de lluvias, había sido informado a su llegada a Matam del fallecimiento de su padre, acaecido en Thionck Essyl, su pueblo natal. Había logrado obtener una plaza al mismo tiempo que el recaudador —detentor de importantes fondos—, en el avión militar que había llegado de Dakar para llevar material al campamento de Ourossogui y que tenía previsto, en el regreso, hacer escala en Saint-Louis. Los otros miembros de la delegación debían regresar por carretera, ya que la gira se había interrumpido y aplazado sine die.

El sargento abrió la puerta y, tras desplegar la escalera, estrechó la mano a los dos hombres, que bajaron del aparato.

Al pie del avión los aguardaba un Peugeot 504 del gobierno civil, que había perdido el tubo de escape en la carretera.

En el barrio Sur, cerca del río, en la habitación del primer piso, inundada por un denso humo de incienso, Jackson y Biti Loho, la mujer del recaudador, se sobresaltaron al oír el petardeo del coche, que se detuvo bajo la ventana justo en el momento culminante en el que, tras coronar la cima de la montaña, se disponían a descender en caída libre.

Jackson paró de moverse, contrariado.

—¿Y si fuera tu marido?

Biti Loho, que también se había parado, reanudó el movimiento.

—Que no, no es el ruido de su motor. Él no vuelve hasta la semana que viene, cuando termina la gira. Continúa, venga.

Volvieron a emprender el ascenso a la montaña oyendo el coche que se marchaba.

El recaudador subió con celeridad la escalera, enfiló el pasillo y llegó al salón. Biti no estaba. Debía de encontrarse en el dormitorio, de donde llegaba un agradable olor a incienso. Gracias al frescor de la lluvia, en esa hora tardía había una grata temperatura que propiciaba la prolongación de la siesta. Atravesó la habitación. Al llegar a la puerta abierta del dormitorio, tiró de la cortina. Lanzó un grito gutural mientras soltaba el maletín. Pese al humo reinante, veía claro.

Cuando se desplazan con fondos importantes, los recaudadores llevan siempre un arma encima. El hombre poseía una pistola de calibre 38. Sin vacilar, la sacó del bolsillo y disparó en dirección a la cama. Herido en lo más hondo por el espectáculo que allí se desarrollaba, trémulo cual hoja en alas del viento, erró el doble blanco que, aun moviéndose, quedaba tan sólo a una distancia de cinco pasos.

En cuanto sonó el grito del recaudador, Jackson se despegó de la mujer y justo en el momento en que resonó la detonación, saltó de la cama mediante un fantástico brinco, como propulsado por un potente resorte. Aterrizó cerca de la ventana, con el sexo de semental al desnudo, erguido todavía. El pie fue a dar contra el incensario de barro cocido, que se hizo añicos. La ceniza caliente y las ardientes brasas se dispersaron por el suelo, por lo que se prendió fuego en la moqueta. Oyó otra bala que pasaba silbando junto a su oreja y la retahíla de injurias que le dedicaba, detrás de él, el recaudador. De manera espectacular, como lo haría un joven en una película del oeste, con los antebrazos cruzados delante de la cara para protegerse los ojos de las aristas de vidrio, Jackson atravesó como un bólido el cristal de la ventana. El mismo impulso lo arrojó contra el parapeto de madera del balcón, que cedió. Cayó al vacío, con los muslos al aire. Su prolongado alarido de pánico se oyó hasta Balakos y cesó cuando aterrizó cinco metros más abajo, en la acera empapada de lluvia, cerca de los puestos de vendedoras de zapotes y coco que, con gritos de sorpresa, abandonaron en desbandada el refugio del balcón.

Jackson aún no había tocado el suelo cuando en el dormitorio el recaudador se había vuelto hacia Biti Loho empuñando el arma. Petrificada por el miedo y la humillación, ésta había permanecido acostada, con las piernas abiertas, en la posición en que la había dejado su amante. Cuando vio la pequeña boca negra de la pistola encarada hacia ella, que parecía mirarla cual ojo de cíclope, reaccionó por fin. Lanzó un penetrante grito mientras trataba de levantarse. Entonces sintió una bola de fuego que le atravesaba el pecho y volvió a caer sobre la cama, cuya blanca sábana comenzó a teñirse de rojo.

Con los ojos desorbitados y la respiración afanosa, farfullando insultos de una violencia extrema, temblando todavía como un azogado, el recaudador se metió el cañón del revólver en la boca y disparó una última vez.

Todo el drama se había desarrollado en cuestión de segundos.

Atraídos por el estrépito producido por las detonaciones y por los gritos, en especial el gigantesco y prolongado alarido de Jackson, por la rotura de los cristales y de la madera, los vecinos del edificio acudieron a la habitación.

Abajo, la calle estaba ya negra por la concurrencia de gente, pese a la tupida lluvia. Con profusión de comentarios, formaban un corro en torno al inmenso cuerpo defenestrado de Jackson, que, desnudo, lacerado y ensangrentado por los cristales rotos, adornado tan sólo por sus perendengues de oro, permanecía acostado boca arriba, con los brazos en cruz.

En el dormitorio descubrieron su ropa de bombasí amarillo colgada de la percha, sus botas colocadas al pie de la cama de sábanas enrojecidas de sangre, en la que estaba tendida Biti Loho, desnuda también. Encima del cerco de moqueta que se había quemado al romperse el incensario, se encontraba el recaudador, acostado boca abajo, con la pistola cerca de la mano; en lugar de nariz, tenía un cráter del mismo diámetro del círculo que se forma al juntar el dedo pulgar con el índice.

Había mucha sangre, pero, de milagro, ningún muerto.

Los bomberos se llevaron a Jackson, aquejado de múltiples fracturas. Se despertó en el hospital Le Dantec, adonde había sido evacuado después de tres semanas de coma, enyesado del cuello hasta los pies. De allí salió al cabo de cinco años, mucho más delgado, con una parálisis de los miembros inferiores y una sonda vesical fija para compensar su incontinencia. No podía hacer nada por sí solo. El dinero que había acumulado mediante sus turbios manejos se había esfumado durante su larga hospitalización. Sus tres esposas, muy jóvenes todas, lo habían abandonado en cuestión de un año. Las únicas relaciones que había tenido eran de interés, y ahora que no representaba ningún interés para nadie, todos le dieron la espalda. No sabía adónde ir. El alquiler de su vivienda en Dakar había sido rescindido; además, desde que se había trasladado a la capital, siendo muy joven, había perdido todo contacto con su pueblo natal. Residía en el patio del hospital, tendido en una camilla, a la sombra de una caoba africana. Unos monjes del monasterio de Keur Moussé iban a verlo de vez en cuando y le llevaban provisiones. En tan triste estado vivió aún tres largos años, antes de morir una noche de una enfermedad pulmonar.

Biti Loho, la mujer adúltera, salió muy bien parada. Ni siquiera había perdido el conocimiento cuando la encontraron gimiendo en la cama. La bala que la alcanzó en el pecho derecho había atravesado la caja torácica y había salido por la espalda sin causar mayores daños. Operada en la misma localidad de Saint-Louis, se curó en menos de tres semanas.

En cuanto al recaudador cornudo, un pobre desgraciado en realidad, fracasó incluso en su tentativa de suicidio. Por culpa de una singular torpeza o una mala suerte asombrosa, el proyectil se había desviado y se había llevado consigo una parte del paladar y toda la nariz. También lo trasladaron al hospital Le Dantec. En el servicio de otorrinolaringología, donde permaneció seis años, los médicos probaron diversas y laboriosas sesiones de cirugía plástica que fueron un fracaso, con lo cual quedó horriblemente desfigurado para toda la vida.

Todavía estaba oscuro cuando el taxi rural en el que viajaba Mbagnick Ndong llegó a la estación de autobuses de Ndagane situada frente a la bahía que servía de muelle para embarcar y desembarcar a la vez. Había salido muy de mañana de Sangalcam con el primer Ndiaga Ndiaye[4] de Rufisque; de allí, había tomado otro con destino a Kaolack. Se había bajado en el cruce de Ndiosmone, poco después de Thiadiaye. Tras una breve espera, había llegado un taxi rural en el que había logrado hacerse un hueco yendo de pie y encorvado en la parte cubierta con la lona; iba lleno hasta los topes.

La orilla estaba ya animada pese a la temprana hora. La gente aguardaba el regreso de los pescadores. La neblina limitaba la visión a una decena de metros sobre el río. Por oriente, el despejado cielo había adoptado una tonalidad anaranjada, reflejo del sol, que pronto apareció en forma de gran bola de fuego. La bruma escampó enseguida encima del agua. De improviso el aire se llenó de un zumbido semejante al vuelo de una bandada de abejorros, cuyo volumen iba en aumento. Era el ruido de los motores de las piraguas que regresaban de la pesca. Después de desembarcar el pescado, que pondrían a la venta, iban a servir de medio de transporte hacia las numerosas islas diseminadas en el río y hacia los pueblos de la orilla.

En torno a las diez, Mbagnick Ndong encontró una embarcación con destino a Fafaho. En el marco de la nueva política de escuelas, el Estado había previsto la construcción de tres clases en el pueblo. El jefe de distrito de Fimela, de la que dependía administrativamente Fafaho, había requisado una piragua para transportar sacos de cemento, madera, puertas, ventanas y chapas de cinc. Una treintena de personas del pueblo a las que conocía y entre las que se contaban seis mujeres, dos de las cuales cargaban a sus hijos a la espalda, aprovecharon la ocasión, a cambio de una participación de ciento cincuenta francos. No era un mal trato, ya que la tarifa normal ascendía a doscientos.

Después de haberse embolsado la suma que, según afirmaba, serviría para costear los gastos de gasolina de la piragua, el jefe de distrito apeló al civismo de sus administrados para cargar el material de construcción.

En el momento de embarcarse, Mbagnick Ndong no se sentía muy seguro. Con el material cargado, los bordes de la embarcación quedaban a menos de dos dedos de la superficie del agua. Cuando los pasajeros se hubieron instalado a bordo, la espuma de cremoso aspecto que flotaba sobre el río semejante a una alfombra de gruesas bolas de algodón, se pegaba a sus piernas y a los sacos de cemento, antes de volatilizarse sin dejar ningún rastro de humedad.

Mbagnick Ndong se dijo para sus adentros que, a la menor ráfaga de viento, la piragua podía llenarse y que en caso de que hubiera tornado... Levantó la cabeza y observó el cielo, procurando no pensar en lo que sucedería. No, no había asomo de tornado ni de vendaval. Aquella mañana el cielo estaba especialmente sereno, dominado por un sol radiante, sin rastro de nubes. Más valía no llamar al mal tiempo con ideas de mal agüero. Y además, no iba a demostrar él menos valor que aquella gente que no parecía sentir ninguna inquietud, ni aun las mujeres, y que hablaba, reía y se comportaba con toda naturalidad. ¡Al diablo con esos malos pensamientos, que ya tenía más que de sobra con los que le habían acaparado el entendimiento desde hacía una semana!

De pie en la parte de atrás, armado de una larga pértiga hundida en el agua, el piragüero hizo avanzar la barca con un vigoroso impulso que lo obligó a doblarse hasta rozar el pecho con las rodillas. Se enderezó retirando la pértiga a medida que la piragua se ponía lentamente en movimiento y la volvió a sumergir cuando estuvo erguido del todo. Poco a poco, la embarcación se alejó de la orilla. Tras repetir tres veces la operación, depositó la vara a sus pies, se volvió y encendió el motor, lo que provocó un tumultuoso rebullir de agua con el movimiento de la hélice. A poca velocidad todavía, siguió durante quinientos metros la ribera bordeada de manglares y después viró a la derecha. Al llegar al centro del río, puso el motor a toda marcha.

Ndangane desapareció deprisa tras ellos, con su silueta reducida al minarete de la mezquita.

Emitiendo un ronroneo continuo, la hélice dejaba una larga y efímera estela de espuma en la verdusca superficie del agua. Convertida en una sucesión de pequeñas olas, acababa depositando su impulso en las orillas, donde chocaba y producía el ruido característico de una calabaza al romperse.

Fafaho quedaba a una hora de navegación, más o menos.

A medio camino, el tiempo se estropeó de improviso. Después de la formación de un cúmulo de nubes que cubrió el cielo, ocultando el sol con una extraordinaria rapidez, comenzó a caer una lluvia fuerte acompañada de un furioso viento.

En ese tramo, el río era un brazo de mar de más de cinco kilómetros de ancho. Desde una de las orillas no se alcanzaba a ver la otra. La tempestad transformó las pequeñas olas en montañas de agua, tan altas como una casa de dos pisos. La primera, monstruosa, levantó la embarcación como una brizna de paja hasta su cresta para después arrojarla con inaudita violencia y un crujido de madera quebrada a un profundo abismo antes de desparramarse en tromba sobre ella, cosa que la sumergió por completo. El motor vaciló, jadeante, y se apagó. En cuanto hubo enmudecido su ronroneo, pareció que arreciaba la intensidad del viento y de la lluvia. Los pasajeros se pusieron de pie y las mujeres gritaron de espanto. El jefe de distrito proclamó a los cuatro vientos que se arrepentía de no haber efectuado su plegaria matinal y quiso devolver a cada uno los ciento cincuenta francos que les había cobrado. Como nadie lo escuchaba, explicó que no pensaba llevarse al más allá un dinero ilícito y tiró las monedas al río. Después expresó su inquietud por sus cuarenta y dos hijos, de corta edad en su mayoría, por sus seis esposas, todas jóvenes aún, y se preguntó qué iba a ser de ellos en un mundo tan difícil, y se puso a recitar con fervor versículos del Corán.

El piragüero, por su parte, no perdió la entereza.

—Arrojad al agua los sacos de cemento y las chapas —ordenó con voz recia, poniéndose él mismo manos a la obra—. ¡La piragua va demasiado cargada!

El jefe paró en seco la recitación.

—¡No, es material del Estado!

—¡Los sacos y las chapas al río, he dicho! —sostuvo el piragüero—. La piragua está demasiado cargada y hay que aligerar peso. Con otra ola como ésta, corremos el riesgo de que se parta por la mitad. De todas maneras, el cemento ya se ha estropeado.

Mientras hablaba, seguía lanzando el material por la borda; pronto otros pasajeros comenzaron a seguir su ejemplo.

El jefe paró de discutir. Como no sabía nadar, se puso a trabajar con afán.

En un abrir y cerrar de ojos, los sacos de cemento y las chapas siguieron el mismo camino que las vigas, puertas y ventanas, que ya se habían caído con la inmersión de la piragua, al igual que el resto de los objetos flotantes. Libre de lastre, la embarcación volvió a la superficie. Lo hizo justo a tiempo, pues ya llegaba otra ola, mayor aún que la anterior. Pese al tremendo embate a que sometió a la embarcación, ésta volvió a salir enseguida, intacta aunque llena de agua. Había que vaciarla. La calabaza destinada a dicho efecto había desaparecido. El piragüero se desató el cordón del sombrero de paja, lo metió en el agua y comenzó a achicar.

—¡Comandante, usa la gorra! —indicó al jefe de distrito—. Que las mujeres que llevan dos pareos se quiten el primero, y los hombres, la túnica o la camisa.

A dos personas por prenda de vestir, sujetándola cada una por un extremo como si fuera una especie de odre, se aplicaron en achicar el agua de la barca.

El jefe titubeó un momento observando la gorra. Luego la volvió del revés, desprendió el imperdible con el que llevaba sujeto al forro su grigri,[5] un cuerno de chivo cosido en una tela roja que guardó en el bolsillo del pantalón antes de introducir la gorra en el agua.

Estuvieron achicando más de media hora, pero el agua se mantenía al mismo nivel. Siempre había una nueva ola que surgía, levantaba la piragua, la hacía caer y se derramaba sobre ella para llenarla hasta el borde.

Luego, de improviso, tal como había empezado, el tornado cedió. La lluvia paró, el cielo se despejó, el sol volvió a brillar y el viento y las aguas recobraron la calma.

La barca había derivado hasta el último pueblo, situado poco antes de la desembocadura de Sangomar. Al ver a los habitantes en la ribera, los náufragos se pusieron a gritar y a hacer aspavientos. Los de la orilla respondieron y, poco después, llegó una piragua a remolcarlos. Empapados, cansados, con la cara todavía crispada por el terror, a excepción del piragüero, todos se lanzaron fuera de la embarcación antes de que tocara fondo, empezando por el jefe de distrito.

Mbagnick Ndong era el más afectado de todos. Desde el comienzo de la tormenta, había creído llegada su hora. ¡Era bien cierto que había una justicia inmanente en la Tierra! Era cierto, y alcanzaba a aquel que, sin respetar los límites, había tenido un comportamiento que en ningún caso había que tener. Como él. ¿Acaso no había considerado la muerte de su hermano mayor como una bicoca, sin ninguna forma de vergüenza ni escrúpulo? ¿Y ese papel, un papel muy sucio seguramente aunque no acabara de entenderlo, que le habían hecho representar, atraído por la promesa de embolsarse cinco millones? Dios iba a castigarlo, sin duda, iba a morir ahogado, víctima de la muerte más atroz posible, peor aún que la horca. Su cadáver, transportado hasta alta mar, sería devorado por los peces. Se quedaría sin sepultura y su alma errante no reposaría nunca en paz. Durante toda la tormenta, paralizado por el pánico, no había efectuado ninguna maniobra de salvamento. Agazapado, con el agua hasta los hombros, se había agarrado al borde de la piragua con la misma tenacidad que si le hubieran clavado las manos a él. Se le habían relajado los esfínteres sin que realizara el menor esfuerzo para retenerse. Cuando puso el pie en el río, aquejado de vértigo, cayó de rodillas y comenzó a vomitar, con la cabeza inclinada hacia delante. Al cabo de un cuarto de hora, se incorporó, se lavó y subió titubeante hasta la orilla. Su primer acto reflejo fue hundir la mano en el bolsillo del pantalón. Sacó una bola de pasta de papel, los setenta y cinco mil francos que había logrado conservar de los doscientos ochenta mil iniciales, la lombriz prendida al anzuelo que le había lanzado el gigante de quien ignoraba hasta el nombre. Habían quedado inutilizables. Entonces, la fugitiva pena que había experimentado con el anuncio de la muerte de su hermano, antes de que dicho sentimiento se viera barrido por la embriagadora perspectiva de ser millonario, resurgió de lo más profundo de sí de manera brutal, como una bofetada en plena cara. Para asombro de todos, se cubrió la cabeza con las manos y, con el pecho sacudido por violentos sollozos, dejó correr un amargo torrente de lágrimas.

El piragüero había acabado de secar y engrasar las piezas de la máquina que había desmontado. Después de colocarlas, probó el motor que había introducido en un barril de agua. Tras cuatro tentativas infructuosas, arrancó.

Fafaho quedaba a unos veinte kilómetros de distancia río arriba. Llegaron allí en el momento en que el sol poniente encendía con sus últimos rayos las copas de los mangles. Todos los habitantes se concentraban en la orilla. Después del tornado, otras embarcaciones habían salido de Ndangane y habían llegado a Fafaho. La consternación reinaba en el pueblo, pues se hallaban sin noticias de la piragua requisada por el jefe de distrito. Cabía temer lo peor, como sucede a veces cuando la tempestad sorprende a una embarcación en el río. Por ello, cuando los supervivientes aparecieron al anochecer, en el momento en que hasta los más optimistas comenzaban a desesperar, fueron acogidos por un coro de gritos de alegría y alivio.

Seynabou Tine, la viuda de Ngor Ndong, se encontraba entre la multitud. Al reconocer a Mbagnick Ndong, corrió hacia él precedida por su abultado vientre y se precipitó en sus brazos.

—Mbagnick, ¿estabas en la piragua? ¡Dios sea loado!

—Sí, Seynabou. ¡Por suerte, todo ha terminado bien!

Seynabou Tine se separó de él.

—¿Y Ngor? —preguntó—. ¡Mace una semana que lo veo en sueños de noche y por la mañana, al despertar, me tiembla el párpado de arriba del ojo izquierdo! ¿Cómo está?

Mbagnick Ndong palideció, recorrido por un involuntario escalofrío, pero logró contenerse.

—Está bien.

—Pienso tanto en él... Lo hecho mucho de menos. ¿Está en paz?

—Está en paz.

Mucho más tarde, cuando todos en el pueblo dormían, Mbagnick Ndong se decidió a informar al padre de Seynabou Tine, su tío materno, de que Ngor había fallecido la semana anterior en el hospital Le Dantec. Una enfermedad fulgurante había venido a llevárselo: ¡lo había atacado en plena noche; por la mañana, estaba muerto!

El 31 de diciembre de 1980, cuando ya nadie lo esperaba, el poeta presidente Léopold Sédar Senghor, que llevaba veinte años en el poder gracias a una argucia constitucional, el famoso y denigrado artículo 35, cedió voluntariamente el timón de nuestra Piragua[6] al delfín oficial Abdou Diouf, que fue primer ministro de su Gobierno durante toda la segunda mitad de su largo reinado.

El motivo aducido por Sédar Senghor era que iba a regresar al mundo literario, que no habría abandonado nunca si el maestro Lamine Guèye, su mentor y sucesor de Ngalandou Diouf, sucesor a su vez de Blaise Diagne en el palacio Bourbon, no lo hubiera contaminado con el virus de la política cuando, recién llegado de la metrópolis, preparaba una tesis de doctorado de Estado que no había acabado aún.

Algunos afirmaban, sin embargo, que nada de aquello era cierto. La verdad, según ellos, era que Senghor se había visto impelido a tomar tan sorprendente decisión por un vídeo, que le había presentado su consejero toubab,[7] cómplice del mencionado delfín, en el cual se podían ver las insoportables imágenes del asesinato del presidente William Tolbert, de Liberia, ocurrido ocho meses antes, y de una decena de ministros suyos, una semana después. Maniatados a unos postes, en calzoncillos, fueron fusilados en una playa de Monrovia por un pelotón de jovencísimos soldados en uniforme de combate, delante de un numeroso y jubiloso público. A ello había que añadir que, durante la proyección del documento, el consejero blanco no paraba de repetir al propietario del país, en presencia de su augusta esposa, pálida como la ceniza y a punto de padecer un síncope, que por desgracia aquel tipo de trágico trance podía darse en cualquier lugar de África, con la llegada a la cúspide de los ejércitos de jóvenes oficiales y suboficiales (como quedaba patente en el caso de Ghana y de Liberia), y que incluso podía producirse en el Senegal desde que, allá en Francia, el gran primo blanco protector, residente del Elíseo, había dejado de tenerlo en olor de santidad.

Poco importaban de todas formas las causas de su renuncia, ya fueran conocidas u ocultas. Al margen de algunos aprovechados que, temiendo la futura pérdida de sus privilegios, habían querido organizar una marcha para obligarlo a desistir de su intención, con el argumento de que después de él vendría el diluvio, y a los cuales había hecho llegar la orden de no realizar ninguna manifestación en su favor, reiterando que su decisión —producto de una madura reflexión— era irrevocable, todo el mundo quedó contento. Lo que deseaba la mayoría era que se fuera, tal como había anunciado, a reposar a la residencia de su tierna media naranja, en Normandía, en el Calvados, ya que, en su opinión, había pasado ya demasiado tiempo en palacio.

La prolongada sequía, que aún perduraba, y la brutal crisis del petróleo que se produjeron al mismo tiempo, a comienzos de la década pasada, y cuyos terribles efectos se dejaban sentir todavía, habían instalado un ambiente asfixiante en el país. La grave carestía de alimentos, en especial los de primera necesidad, había hecho duplicar y hasta triplicar los precios.

El encrespamiento del oleaje, provocado por el deterioro de las condiciones de intercambio y el nuevo orden económico mundial, pese a la ideología de la negritud, se volvía cada vez más persistente. Sometida al embate de la gigantesca marejada, nuestra piragua zozobraba peligrosamente. Alarmados por el furor de los elementos, los pasajeros montados a bordo, hombres, mujeres, jóvenes y viejos, no se apaciguaban ya con peticiones de paciencia ni de nuevas dosis de esfuerzos, sacrificios y privaciones, pues lejos de calmarse, el oleaje no hacía sino crecer. Cansados de remar, todos habían perdido definitivamente la esperanza de ver el final de las dificultades, ese final que hacían destellar en la línea de meta, ya no tan lejana ahora, situada ni más ni menos que a veinte insignificantes años, en el puerto del año 2000, año de la prosperidad y la abundancia para el que prometían a todos casa, trabajo, coche, ropa y comida de calidad para que, por fin, una vez satisfechas por entero las necesidades básicas, con Dakar convertida en una ciudad más hermosa que París, capital de la Grecia negra, que será el Senegal, todo el mundo pueda ocuparse de las obras de embellecimiento de las calles.

De este modo, un gran suspiro de alivio y de esperanza brotó de las gargantas tras el anuncio del relevo voluntario y pacífico, inédito en África, del capitán que iba a dirigir el navío.