El sábado 3 de abril, día previo a la celebración de la fiesta nacional, la temperatura empezó a bajar de forma inusual ya desde primera hora de la mañana. De los veinticinco o treinta grados, normales en esa época del año, había descendido en picado hasta diez. Nadie recordaba que antes se hubiera cernido sobre el país una ola de frío tan rigurosa.
La temporada de lluvias no comenzaba hasta finales de mayo o principios de junio, y el día anterior, los servicios de meteorología habían anunciado un tiempo soleado; sin embargo, contra toda expectativa, se puso a llover. Precoz o parásita, se trataba en todo caso de una lluvia fina, obstinada y glacial, semejante a una neblina que envolvía el paisaje con un sucio manto gris.
Hacía un tiempo de perros.
Y sin embargo, salí...
Mi mujer estaba ausente, en su pueblo, con los niños, tal como hacía siempre por esa época. La estación de lluvias había sido muy buena, los cultivos de las huertas habían prosperado, las ventas de cacahuete acababan justo de concluir y el dinero todavía circulaba en cantidad, los graneros de mijo estaban llenos, el ganado disponía de forraje suficiente y daba leche en abundancia. En la pausa previa a las labores campestres que darían comienzo al mes siguiente, los pueblos de la zona organizaban grandes festejos populares que duraban una semana entera. Los emigrantes volvían al país y cada pueblo, por turnos, mataba un toro para las fiestas. Las sesiones de tamtan duraban todo el día, desde que amanecía, y después del anochecer, con iluminación de lámparas Petromax, en la plaza se celebraban hasta el alba combates de lucha simple, sin pegada, en los que los adversarios debían enfrentarse dos veces para determinar el vencedor, y una tercera vez en caso de empate.
Tras consumir un consistente desayuno compuesto de cuscús acompañado con unas rodajas de manta raya seca, restos de la cena de la noche anterior, y de café muy cargado, sin azúcar, me había instalado cómodamente en un sillón del salón, con la cabeza bien apoyada en el respaldo, un fragante cuenco de incienso y brasas colocado entre las piernas, un Mecarillos encendido sujeto entre el dedo índice y el medio de la mano izquierda, y una vieja novela, El viejo y el mar, que había comprado dos días atrás en un par terre,[1] sostenida con la diestra.
Me gustaba mucho ese libro; lo había leído seis veces, sin merma alguna de placer. Mi interés por esa obra no se debía en nada a la peripecia, bastante banal en sí misma, del viejo pescador, Santiago, que se va solo al mar con su barca y captura un enorme pez espada. El animal es tan gigantesco que no cabe en la embarcación, de modo que se ve obligado a atarlo a uno de los lados para trasladarlo a tierra. En el trayecto de regreso los tiburones atacan al pescado y lo despedazan, tan sólo la raspa con la cabeza y la cola quedan intactas. La historia no tiene nada de extraordinario, y lo digo sin asomo de pedantería. Ese interés mío no venía motivado tampoco por la genial fluidez y el cautivador y trepidante ritmo con que el autor narra la épica lucha protagonizada por el pescador para doblegar al pez gigante. La causa de mi adoración por esa novela radicaba en que, desde la primera lectura, en mi imaginación había identificado a Santiago ni más ni menos que con Mame Ablaye Djine, un pescador que vivía en el mismo barrio que yo, en Ngoudeu, y a quien había conocido de niño.
Mame Ablaye era de una casta de hombres como los de antes. Con el cabello, las cejas, las pestañas, el bigote y la tupida barba blancos como el algodón, muy alto, fornido de pecho y hombros, de cintura delgada y prominentes bíceps, era una auténtica fuerza de la naturaleza. No había estado nunca tan enfermo como para quedarse en cama, ni un solo día, y vivió más de cien años, ciento doce exactamente. Mantuvo la dentadura completa, la mirada penetrante, la mente despierta y el caminar tieso y aplomado, sin precisar nunca el apoyo de un bastón. Poseía un conocimiento ilimitado del mar y de sus secretos; a menudo traía espectaculares pescados que todos corríamos a admirar en la playa, de tal forma que, incluso antes de muerto, su existencia estaba ya aureolada con grandes hazañas legendarias. Para mí, Mame Ablaye superaba sin margen de duda a Santiago, y estoy convencido de que no habría acabado perdiendo el combate, impotente frente a los escualos que le robaban el pez espada. Él, tan lleno siempre de recursos, habría encontrado la manera de vencer a los tiburones y habría traído intacto a tierra el pescado. Se contaba que, hace mucho de eso, durante su juventud, Mame Ablaye había desaparecido en el mar. Al cabo de dos semanas de buscarlo en vano con ayuda de todos los pescadores del pueblo, resignada a la voluntad divina, su familia lo había dado por muerto; su piragua a vela, perdida para siempre más. Habían organizado su funeral, habían sacrificado un buey, habían recitado el santo Corán para el reposo de su alma, y, tras deshacerse las trenzas, sus dos esposas habían entrado en periodo de viudedad. La misma jornada en que debían celebrar la cuadragésima noche posterior a su fallecimiento, Mame Ablaye había desembarcado en la orilla poco antes del crepúsculo. Su reaparición provocó un enorme clamor.
¿Qué había pasado? ¿Dónde había estado Mame Ablaye durante todo ese tiempo?
Una ballena lo había engullido junto con su piragua y, mientras lo buscaban para finalmente darlo por muerto, él había vivido en el oscuro vientre del cetáceo. Cuando le entraba hambre, cortaba con delicadeza, con el cuchillo, un trozo de carne que se comía cruda. Por suerte, tenía la cantimplora en la barca; había racionado el agua; había bebido sólo con parsimonia, cuando lo atenazaba la sed. Un día, al retirar un pedazo para comer, ya fuera porque cortó demasiado hondo, o bien porque cortó demasiado cerca del corazón, la ballena había sentido el dolor y lo había vomitado con su embarcación. Se encontraba en medio del mar, en plena noche, lejos de toda población. Evaluó los desperfectos, que eran mínimos. La piragua no había sufrido ningún deterioro, la vela no estaba desgarrada ni se había roto el mástil. Sólo había perdido el remo.
Desde entonces, mientras estuvo navegando a favor del viento, guiado por las estrellas en la noche y por el disco solar de día, con una pierna introducida en el agua a guisa de timón en lugar del remo, y después, cuando ésta acababa transida de frío o vencida por los calambres, sustituida por la otra, el sol había salido y se había puesto tres veces antes de que llegara al pueblo.
Todos y cada uno de los días que nos daba el buen Dios, Mame Ablaye salía a la mar. Hasta el día antes de su muerte, había ido siempre a pescar. Había regresado al anochecer, con la piragua cargada de meros. Había cenado. Tras rezar la última oración del día, se había acostado sin quejarse del menor mal, ni tan siquiera de un catarro. Al amanecer, no se había levantado, tal como tenía por costumbre, con la primera llamada del muecín. Aquello había extrañado a su hija mayor, una anciana de más de setenta años que lo atendía desde que había enviudado de la última de sus dieciocho esposas. Al entrar en su habitación, había constatado que su padre había fallecido tranquilamente mientras dormía.
Tras su inhumación, como si quisiera rendirle homenaje, el mar se había embravecido con inaudita violencia durante la noche. Por todas partes resonaban sus sordos mugidos, semejantes a un lamento. De madrugada, cuando por fin se había calmado, descubrieron que las olas habían llegado hasta el cementerio de Rouhu Diagne, donde habían enterrado al viejo pescador, situado a más de quinientos metros de la playa, cosa que no se había producido nunca, ni volvió a suceder después. Lo más asombroso era aún que el oleaje sólo había mojado la tumba de Mame Ablaye, emplazada en medio del cementerio. El fenómeno, considerado como milagroso, había tenido una gran resonancia. Yo tenía diez años por entonces.
Por séptima vez, pues, me disponía a enfrascarme en el ambiente marítimo de la magistral obra de Hemingway para volver a ver, en la memoria, a través de Santiago, a Mame Ablaye Djine combatiendo con el pez espada gigante...
Al cabo de media hora, aún no había acabado de leer la primera página del libro. El mal tiempo me distraía, me impedía la menor concentración. Di una chupada al Mecarillos y no obtuve más que aire en la boca. El purito se había apagado por falta de atención. Sacudí la ceniza gris acumulada en la punta de la concha de vieira que servía de cenicero y, con el encendedor que había al lado, volví a encender el Mecarillos. Aspiré una buena calada y la mantuve el mayor tiempo posible en los bronquios, antes de expulsarla con una potente espiración por la boca y la nariz. Un ligero vértigo se apoderó de todo mi ser. Una segunda calada acentuó tan agradable sensación. En el momento de exhalar el humo, se me ocurrió ir al Brisa de Mar.
Dejé el libro en la mesa y me levanté. En mi dormitorio, cogí un anorak y me lo puse encima del suéter. Luego me abrigué con la bufanda antes de salir. El viento racheado de fuera no alcanzaba a disipar el pestilente olor proveniente de los grandes montones de basura putrefacta que invadía las calles desiertas, ni el de las aguas residuales que desbordaban de los arroyos, auténticas cloacas a cielo abierto donde nada circulaba desde hacía tiempo, por la obstrucción de bolsas de plástico, tarros de vidrio, cadáveres de animales en descomposición, como perros, gatos, pollos o cabritos, que se habían recubierto de una gruesa capa de color verde grisáceo.
En cuanto llegué al Brisa de Mar, poco antes de las ocho, me topé con un macabro espectáculo...
Diodio, la patrona del Brisa de Mar, no se dio cuenta de que llovía hasta que se levantó de la cama, abrió la puerta del dormitorio situado en el piso de arriba y fue a acodarse en el balcón que daba al mar, tal como hacía todas las mañanas sin falta, tras despertarse. Un grito de estupor brotó de su garganta cuando posó la mirada en un rincón del patio.
Al pie de la pared de cemento armado, reforzada en el exterior con grandes neumáticos y rocas metidas en una armazón de tela metálica, contra la que venían a descargarse —con ensordecedor estrépito que dominaba el agudo silbido del viento— las gigantescas olas y encajes de blanca espuma del enfurecido mar, yacía el cuerpo inerte de una anciana.
Diodio bajó la empinada escalera que conducía al patio a una velocidad sorprendente para su corpulencia y llegó, jadeante, junto al cadáver.
La anciana había pasado la noche a la intemperie y la muerte la había alcanzado mientras dormitaba. Estaba acostada de espaldas, con la nuca hundida en un charco de agua, las manos encima del pecho, la derecha sostenida por la izquierda, y los párpados cerrados. Los labios, un poco entreabiertos, le conferían la vaga impresión de una sonrisa. La lluvia que seguía cayendo le pegaba la larga cabellera blanca a la arrugada frente, discurría por el exánime rostro y le mojaba la blusa y el pareo de tela de Vichy, adhiriéndolos a los contornos de su cuerpo como una segunda piel.
Con los ojos anegados de lágrimas, Diodio se agachó y tomó la recia cadena de oro que adornaba el cuello de la muerta. Luego se levantó y con el pareo que llevaba bajo la amplia túnica cubrió el cadáver. A continuación, con su habitual caminar lento, fue a llamar a la puerta del bar para despertar a Moro y a Gobi.
Dos policías, enfundados en impermeables negros, habían acudido a pie desde la comisaría, situada a poco más de quinientos metros, en la misma calle. Habían interrogado a Diodio por pura formalidad y habían efectuado un rápido atestado. Después de llamar por teléfono desde el Brisa de Mar para pedir que la brigada del Servicio de Higiene acudiera a retirar el cadáver, salieron a la calle.
Los tres agentes de Higiene depositaron el cuerpo en una camilla, que transportaron a la ambulancia aparcada en la entrada. Luego se quitaron los guantes de goma naranja de las manos y las máscaras de gas que les protegían la nariz, se despidieron y se subieron al vehículo. El conductor, que aguardaba con el motor encendido, arrancó enseguida.
—¡Pobre mujer! —exclamó Diodio con voz impregnada de tristeza, al tiempo que se secaba las lágrimas con la manga de la amplia túnica.
El aire caliente que salía de su boca se condensaba en contacto con el frío de afuera, formando una pequeña nube delante de su cara, como si exhalara el humo de un cigarrillo.
Cuando la ambulancia desapareció detrás de la iglesia de Santa Inés, abandonó el umbral y subió despacio la escalera, apoyando la mano en la barandilla, para volver a su habitación.
Aún llovía.
Moro y Gobi regresaron en silencio al bar.
Yo me sumé a ellos. Después de pedir una cerveza La Gazelle, elegí una mesa contigua a la ventana, me senté y encendí un Mecarillos.
Aparte del Moro —el camarero, un joven gambiano achaparrado y musculoso—, Gobi —un viejo asiduo del bar— y yo, el Brisa de Mar estaba vacío.
Moro vino con el pedido. Dejó la botella y el vaso en la mesa y sacó del bolsillo del delantal un destapador con el que hizo saltar la chapa.
—Llévate el vaso, beberé de la botella —dije, comprobando que, al igual que Diodio, cuando hablaba parecía expulsar humo de tabaco.
El camarero volvió al mostrador con el vaso.
Gobi abandonó el taburete que ocupaba para ir a su encuentro.
—¿Me das un cigarrillo, Moro? —pidió.
—No tengo —respondió con sequedad el camarero.
—¿Cómo que no tienes cigarrillos?
—¡No tengo! Los cigarrillos son para vender, no para regalar.
—Entonces dame una moneda de diez francos, para poder comprar un pitillo, o mejor, fíame.
—Ni hablar de fiarte, y además no tengo ninguna moneda de diez francos.
Gobi agarró a Moro por la muñeca con un gesto brusco.
—¡Ni hablar de fiarte, y además, no tengo ninguna moneda de diez francos! —repitió, imitando la entonación de la cansina voz de Moro—. Tú nunca tienes nada. Nada. La verdad es que eres un tacaño, una mala persona y un roñoso.
—Tú di lo que quieras —replicó Moro, zafando con vigor la muñeca—, pero de lo que sí puedes estar seguro es de que no fío y de que no tengo ninguna moneda de diez francos para regalar.
—¡Sí, claro! Tú no tienes nunca nada, absolutamente nada. Pedirte algo ha sido un gran error por mi parte. Me había olvidado de que nunca has tenido nada. Naciste pobre, sin nada, vives como pobre, sin nada, y morirás pobre, sin nada.
—¡Bueno! —exclamó Moro, ya junto al mostrador—. Puedes decir lo que quieras, que no conseguirás nada, porque, como muy bien dices, no tengo nada.
Yo me frotaba vigorosamente, una contra otra, las manos entumecidas por el intenso frío, tras haber tomado un largo trago que dejó sólo un cuarto del contenido de la botella. Gobi se acercó a mí.
Pasaba de los cincuenta años y era bajito, delgado como un faquir, con un puro torpedo del que no se desprendía nunca, que llevaba siempre en la cabeza, la cara demacrada, invadida por una gran barba cana, y unos ojos legañosos y llorosos. Iba vestido con un traje pasado de moda, salpicado de manchas de grasa, cuyo cuello había levantado por encima de una camisa desprovista ya de todos los botones, y calzado con chinelas de plástico.
—¡Hola, jefe! —me saludó, con las descarnadas manos extendidas encima de la mesa—. ¿Me pasas un cigarrillo, por favor?
—No tengo cigarrillos, pero sí puritos —respondí—. Si quieres, te doy, pero no me llames jefe, que podrías ser mi padre ¡o mi tío!
—¡Es verdad! —reconoció Gobi con tono jovial y una gran sonrisa que dejó al descubierto una estropeada dentadura—. Los puritos son lo que más me gusta, con diferencia.
Le tendí la caja de Mecarillos.
Gobi eligió uno, que le encendí con mi mechero. La primera calada le ocasionó un violento ataque de tos. Sin fijarse, arrojó el purito, que me rozó la punta de la nariz antes de acabar aplastado en el cristal de la ventana cerrada, rodeado de un abanico de chispas. Siguió tosiendo un buen momento, plegado en dos, con las manos crispadas sobre el pecho.
Detrás del mostrador, Moro soltó una carcajada burlona.
—Es lo que prefieres, con diferencia ¿eh? Lo dices por chulear, porque en toda tu vida no has fumado un puro, ni un purito, se ve de lejos. ¡Pues bueno, sigue así si te empeñas en acortarte la vida!
Gobi se incorporó, incapaz de hablar, con la respiración afanosa, mocos en el bigote y los ojos más llorosos que nunca. Se instaló en una silla frente a mí, indiferente a las pullas de Moro. Cuando por fin se hubo calmado la tos, se secó las lágrimas y los mocos con la palma de la mano, que luego se limpió en el pantalón.
Le ofrecí otro Mecarillos.
Rehusó sacudiendo enérgicamente la cabeza al tiempo que agitaba las manos ante mí.
Moro seguía riendo.
—¡Es lo que prefieres, con diferencia, dale pues!
Poco a poco, Gobi recobró el aliento.
—¿Cómo haces para encajar esta granada en el pecho? —me preguntó con asombro.
—¡Es que tengo un pecho blindado! —contesté en broma.
—¡Pues es verdad!
Como había apurado la botella, pedí otra. Gobi aprovechó para darme el sablazo.
—¿Me invitas a una copa de vino, jefe? Es para...
—¡Te he dicho que no me llames jefe! —lo interrumpí.
—Una copa de vino, para quitarme este frío asesino —prosiguió con una breve carcajada—. Un frío realmente asesino. ¡Seguro que ha sido él el que ha matado a la Guapa Señora!
—¿Quién es la Guapa Señora?
—La vieja que han encontrado muerta en el patio esta mañana. Claro que tú no debías de conocerla. Ningún cliente del bar la conocía, aunque vivía aquí, en el Brisa de Mar. Su verdadero nombre es Ramata Kaba. Si me invitas a una copa de vino, jefe..., te cuento su historia, que es muy interesante, además.
Aun cuando no tuviera especiales ganas de escuchar los chismes de un borrachín, debo reconocer que no pedía un precio alto por su historia, una copa de vino tan sólo. Por otra parte, por qué no confesarlo, esa anciana que llevaba una cadena de oro de valor en el cuello me intrigaba. Quería conocer más sobre ella, saber por qué enrevesado y extraño camino su existencia había concluido de forma tan miserable aquí. Parecía evidente que no era una vagabunda, pues no presentaba los estigmas habituales: la larga cabellera se veía bien cuidada, la blusa y el pareo estaba muy limpios y no tenía agrietados los talones de los pies. Y sobre todo, ninguna vagabunda lleva una joya de oro.
Pero ¿qué podía contarme de interesante Gobi, un viejo parroquiano de bar que se pasaba el día entero vaciando restos de botellas, mendigando una copa de vino a unos y a otros y, al llegar la noche, completamente borracho, se dormía en uno de los asientos del Brisa de Mar cuando cerraban? ¿Acaso me iba a matar de aburrimiento con un relato insípido, sin pies ni cabeza, de lo cual francamente no tendría motivos para quejarme, ya que no me habría costado nada: una copa de vino y nada más? Me sorprendí a mí mismo ofreciéndole más de lo que pedía.
—Toma una botella.
—¿Una botella entera? —inquirió con incredulidad.
Cuando asentí con la cabeza, Gobi se levantó y, tras apartar la silla con la pierna, llamó con afectación al camarero.
—¡Eh, Moro! ¡Tráeme enseguida una botella de vino, marca Valpierre!
Moro, que había salido de detrás del mostrador, llegaba con mi Gazelle en la mano.
—¿Cómo, una botella de Valpierre para ti? ¿Y con qué la vas a pagar? ¿Con tus dientes destrozados?
Gobi, que se había sentado, aguardó hasta que Moro hubo depositado la botella de cerveza en la mesa frente a mí antes de responder.
—¡No todo el mundo es tan tacaño como tú, pobrecillo! Gracias a Dios, en la Tierra hay personas generosas, que no dejan nunca a su prójimo en la estacada. Venga, rápido, una botella de sangre de león para mí, es el jefe el que paga. Y no olvides la copa.
—¿Es verdad lo que dice? —preguntó el camarero, mirándome.
—Pero ¿por quién me tomas, Moro? —replicó, colérico, Gobi—. ¿Te atreves a poner en duda mi palabra? ¡Maleducado, eso es lo que eres!
—¿No tengo derecho a informarme o qué? —contestó el camarero—. ¡Y no me vuelvas a llamar maleducado!
—Es verdad lo que dice, pago yo —anuncié para restablecer la paz.
—¡Pues ahora ya estás informado! —espetó Gobi—. Mira que eres maleducado...
—Te he dicho que no me llames maleducado —protestó, con indignación, Moro.
—Te digo y te repito diecinueve mil novecientas noventa y nueve veces que eres un mocoso maleducado. ¿Y ahora qué, eh?
—¡Y yo te respondo otras tantas que yo no he comido el arroz de tu padre! —replicó el otro en el mismo tono.
—¡Yo no he comido el arroz de tu padre! —repitió Gobi—. Insultos que dejan ver bien clara tu falta de educación y de cultura. Si no tuviera ganas de conversar con el jefe, te habría partido la cara, pero no pierdes nada con esperar. Hala, tráeme rápido el Valpierre, so maleducado.
—¡Bueno, la pelea ha terminado! —intervine para calmar los ánimos—. Moro, trae el vino, y tú, Gobi, para de llamarlo «maleducado».
Por suerte, logré mi propósito.
El camarero se tragó la bala que estaba a punto de tirar contra el parroquiano. Regresó a la barra y volvió con una botella de Valpierre y con una copa que dejó en la mesa, delante de Gobi.
—¡El mono tiene cerillas, así que toda la sabana va a arder hoy! —exclamó mientras descorchaba el Valpierre.
—Ya puedes decir lo que quieras, Moro, todo lo que te venga en gana —declaró Gobi, apoderándose de la botella—. Tu mala lengua no conseguirá hacer mella, no podrás estropearme el placer. En realidad, eres tan malo y tienes tan poco corazón que la felicidad de tu prójimo te produce pena. ¡Di lo que quieras, que a mí me da igual!
Tras llenarse la copa hasta el borde, la levantó con mano trémula, derramando el vino sobre sus dedos y el mantel de hule que cubría la mesa. Luego la hizo chocar con violencia contra mi botella de cerveza, con lo que incrementó aún más los estragos.
—¡Ya está, ya arde la sabana! —anunció Moro.
Gobi no respondió nada. Se tomó la copa de un trago y, mientras el camarero se alejaba hacia la barra, la volvió a llenar.
—¡Sólo faltan los cigarrillos! —se lamentó, sin mirarme.
—Dile a Moro que te dé un paquete.
Pidió un paquete de Dunhill, que el camarero le llevó advirtiéndome de que aquello era un gran desperdicio, porque de nada servía regalar plátanos a los burros.
Fingiendo no haberlo oído, Gobi retiró el envoltorio de celofán del paquete con la uña del pulgar, lo abrió, cogió un cigarrillo, se lo colocó en la comisura de los labios y me pidió que se lo encendiera con un gesto.
Le di fuego con el encendedor.
Aspiró con fruición el cigarrillo, inhalando una copiosa calada de humo, que expulsó despacio por la nariz. Luego volvió a darle dos chupadas antes de coger la copa y, tras una profunda inspiración, con los párpados entornados, inició su narración.