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El primer Día de Acción de Gracias de su infancia

¿A qué doy gracias en Acción de Gracias? De niño el primer grano que dejaba en la mesa era el símbolo de mi agradecimiento por mi salud y la de mi familia. Extraña elección para un niño. Quizá fuera un sentimiento nacido a la sombra de un árbol no familiar, o una reacción al lema de mi abuela «debéis estar sanos», que siempre sonaba como una acusación, como si dijera «no estáis sanos, pero deberíais estarlo». Cualquiera que fuera la causa, incluso de niño, pensaba en la salud como algo en lo que uno no puede confiar. (No fue sólo por el sueldo y el prestigio social por lo que muchos hijos y nietos de supervivientes se han hecho médicos). El siguiente grano representaba mi felicidad. El siguiente a mis seres queridos: la familia que me rodeaba, por supuesto, pero también mis amigos. Y esos serían también mis primeros granos de hoy: salud, felicidad, seres queridos. Pero ya no doy gracias por mi salud, mi felicidad o mis seres queridos. Quizá sea distinto cuando mi hijo participe en el ritual. De momento, sin embargo, doy gracias por, para y en nombre de él.

¿Cómo puede ser Acción de Gracias un vehículo que exprese nuestro más sincero agradecimiento? ¿Qué rituales y símbolos facilitarían el aprecio de la salud, la felicidad y los seres queridos?

Lo celebramos juntos, y eso tiene sentido. Y no nos limitamos a reunirnos: comemos. No siempre ha sido así. El gobierno federal se planteó primero promover el Día de Acción de Gracias como día de ayuno, ya que así había sido celebrado durante décadas. Según Benjamin Franklin[551], a quien considero una especie de patrón de la fiesta, fue un «granjero lleno de sentido común» quien propuso que un banquete «sería más adecuado para representar la gratitud». La voz de ese granjero, de quien sospecho que era una coartada para el propio Franklin, es hoy la convicción de todo un país.

Producir y comer nuestra propia comida es, históricamente, gran parte de lo que nos ha convertido en norteamericanos, no sujetos a los poderes de Europa. Mientras que otras colonias requerían enormes importaciones para sobrevivir, los primeros inmigrantes norteamericanos, gracias a la ayuda de los nativos[552], fueron siempre casi capaces de autoabastecerse. La comida no es tanto un símbolo de libertad como el primer requisito de dicha libertad. Comemos productos que son originarios de Norteamérica en Acción de Gracias para reconocer ese hecho. En muchos sentidos, Acción de Gracias inicia un ideal norteamericano de consumo ético distinto. La comida de Acción de Gracias es el acto fundamental del consumo consciente.

Pero ¿qué hay de la comida con la que celebramos la fiesta? ¿Tiene sentido lo que consumimos en ese ágape?

La gran mayoría de los 45 millones de pavos que ocupan los platos del Día de Acción de Gracias han crecido enfermos, infelices y —lo que sigue es un eufemismo radical— faltos de amor. Si la gente llega a conclusiones distintas sobre el sitio del pavo en Acción de Gracias, al menos creo que podemos ponernos de acuerdo en estas tres cosas.

Los pavos de hoy son insectívoros naturales que han llevado una dieta muy poco natural para ellos, que puede incluir «carne, serrín[553], productos derivados del cuero» y otras cosas cuya mención, aunque ampliamente documentada, os resultaría casi increíble. Dada su vulnerabilidad a las enfermedades, los pavos tal vez sean los animales menos apropiados para el modelo industrial. De manera que se les suministran más antibióticos que a cualquier otro animal. Lo cual refuerza la resistencia a los antibióticos. Lo cual hace que estos medicamentos indispensables sean menos efectivos en los humanos. De una forma directa, los pavos de nuestras mesas nos ponen más difícil la curación de nuestras enfermedades.

No debería ser responsabilidad del consumidor descubrir qué es cruel y qué es bueno, qué es destructivo para el medio ambiente y qué es sostenible. Los alimentos crueles y destructivos deberían ser ilegales. No necesitamos que exista la opción de comprar juguetes hechos con pintura de plomo, o aerosoles con clorofluorocarbono, o medicamentos con efectos secundarios ocultos. Y no necesitamos tampoco la opción de comprar animales criados en granjas industriales.

Por mucho que lo ocultemos o lo ignoremos, sabemos que las granjas industriales son inhumanas en el sentido más profundo de la palabra. Y sabemos que hay algo que importa mucho en las vidas que creamos para los seres vivos que tenemos a nuestro cargo. Nuestra respuesta a las granjas industriales es, en última instancia, un examen de cómo reaccionamos ante los indefensos, los más distintos, los que no tienen voz; un examen de cómo actuamos cuando nadie nos obliga a actuar en un sentido o en otro. No se exige coherencia, pero sí compromiso con el problema.

Los historiadores cuentan una anécdota de Abraham Lincoln: cuando volvía a Washington desde Springfield, obligó a parar a todo su séquito para ayudar a unos pajaritos que vio en apuros. Cuando los otros protestaron, contestó sin ambages: «No podría haber dormido[554] esta noche si hubiera dejado a esas criaturitas en el suelo y no las hubiera devuelto con su madre». No lanzó (aunque hubiera podido) un discurso sobre el valor moral de los pájaros, su valor para sí mismos, para el ecosistema y para Dios. En su lugar se limitó a comentar, con sencillez, que en cuanto vio esos pájaros que sufrían, notó un peso moral. No podía seguir siendo él mismo si pasaba de largo. Lincoln tenía una personalidad bastante contradictoria, y desde luego comió a más pájaros de los que ayudó. Pero ante la visión del sufrimiento de otro ser vivo, reaccionó.

Ya esté sentado a la mesa global, con mi familia o a solas con mi conciencia, las granjas industriales no me parecen simplemente poco razonables. Aceptar su sistema me parece inhumano. Aceptar las granjas industriales —dar la comida que producen a mi familia, apoyarlas con mi dinero— me haría no seguir siendo yo mismo, no seguir siendo el nieto de mi abuela ni el hijo de mi padre.

Esto es lo que quiso decir mi abuela con las palabras: «Cuando ya nada importa, no hay nada que salvar».

Agradecimientos

Little Brown ha sido el hogar perfecto para este libro y para mí. Quiero dar las gracias a Michael Pietsch por la fe que ha puesto desde siempre en Comer animales; a George Shandler por sus conocimientos, precisión y sentido del humor; a Liese Mayer por los largos meses de ayuda a fondo y ecléctica; a Michelle Aielli, Amanda Tobier y Heather Fain por su creatividad, energía y apertura de mente aparentemente inagotables.

Lori Glazer, Bridget Marmion, Debbie Engel y Janet Silver apoyaron con firmeza Comer animales cuando este era sólo una idea, y no sé si habría tenido la confianza de trabajar en algo tan alejado de mi obra habitual de no haber sido por ese apoyo inicial.

Resultaría imposible citar a todos aquellos que han compartido sus conocimientos y experiencia conmigo, pero debo mencionar especialmente a Diane y Marlene Halverson, Paul Shapiro, Noam Mohr, Miyum Park, Gowri Koneswaran, Bruce Friedrich, Michael Greger, Bernie Rollin, Daniel Pauly, Bill y Nicolette Niman, Frank Reese, la familia Fantasma, Jonathan Balcombe, Gene Baur, Patrick Martins, Ralph Meraz, la Liga de Trabajadores Independientes del Valle de San Joaquín, y a todos los granjeros que me han pedido que sus nombres permanezcan en el anonimato.

Danielle Krauss, Matthew Mercier, Tori Okner y Johanna Bond colaboraron en la investigación (y recopilación del material) a lo largo de los últimos tres años, y han sido unos compañeros indispensables.

El buen ojo legal de Joseph Finnery me ha proporcionado la confianza necesaria para compartir mis exploraciones. Y el buen ojo de Betsy Uhrig para los errores, grandes y pequeños, ha hecho de este libro una obra más bella y más exacta: cualquier error es ahora solamente mío.

Los encabezamientos de cada capítulo, realizados por Tom Mannings, ayudan a dar a las estadísticas una inmediatez y una intensidad de las que habrían carecido las cifras por sí solas. Su visión ha sido una ayuda formidable.

Ben Goldsmith, de Farm Forward, me ha ayudado de tantas formas que no puedo recordarlas todas. Su trabajo en este campo es una fuente de inspiración.

Como siempre, Nicole Aragi ha sido una amiga entregada, una lectora atenta y la mejor agente que pueda imaginarse.

En mi viaje hacia las granjas industriales me ha acompañado Aaron Gross. Ha sido el Chewbacca de mi Han Solo, mi Bullwinkle, mi Pepito Grillo. Más que nada, ha sido un increíble conversador y un experto erudito, y aunque este libro es el relato de una búsqueda profundamente personal, no podría haberla realizado sin él. No hay sólo una ingente cantidad de información estadística que tener en cuenta cuando se escribe sobre los animales y la comida, sino también una historia cultural e intelectualmente compleja. Mucha gente inteligente ha escrito sobre este tema antes que yo, desde los antiguos filósofos a los científicos contemporáneos. Aaron me ayudó a abrirme a más voces, a ampliar los horizontes del libro y a profundizar en mis investigaciones. Ha sido mi compañero en este viaje. A menudo se dice que tal y tal cosa no podría haberse llevado a cabo sin ese o aquel. Pero en su sentido más literal, yo no podría haber escrito este libro sin Aaron. Posee una mente privilegiada, es un gran defensor de las granjas más humanas y sensatas, y un gran amigo.