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La mesa global

La próxima vez que os sentéis a comer, imaginad que hay nueve comensales sentados a vuestra mesa, y que todos juntos representáis a toda la gente del planeta. Organizados por naciones, dos de los comensales son chinos, dos indios y un quinto representa a las demás naciones de Asia del Norte, del Sur y Asia central. La sexta representa a las naciones del Sudeste Asiático y Oceanía. La séptima, al África subsahariana; la octava al resto de África y Oriente Próximo. La novena representa a Europa. La silla que queda, en representación de los países de América del Norte, del Sur y Central, es para vosotros.

Si asignamos los sitios por idioma, sólo los que hablan chino tendrían representante propio. Los hablantes de inglés y español tendrían que conformarse con compartir una silla.

Organizados por religiones[538], tenemos a tres cristianos, dos musulmanes, y tres practicantes del budismo, de religiones tradicionales chinas o hinduistas. Otros dos pertenecen a otras tradiciones religiosas o se identifican como agnósticos. (Mi propia comunidad judía, que es menor que el margen de error del censo chino, ni siquiera podría meter medio trasero en la silla).

Si los colocamos en función de su nutrición, tenemos a una persona hambrienta[539] y a dos obesas. Más de la mitad tienen una dieta[540] básicamente vegetariana, pero ese número se está reduciendo. Los vegetarianos estrictos y los veganos[541] apenas tienen un sitio en la mesa. Y más de la mitad de las veces[542] en que cualquiera de vosotros coma huevos, pollo o cerdo, estos procederán de una granja industrial. Si la tendencia sigue así[543] durante los próximos veinte años, el cordero y la ternera también vendrán de la ganadería industrial.

Estados Unidos casi no tiene derecho a asiento si se organiza la mesa en función de la población, pero tendría entre dos y tres asientos si el criterio fuera la cantidad de comida que consumen sus habitantes. A nadie le gusta comer tanto como a nosotros, y cuando cambiamos lo que comemos, el mundo cambia a su vez.

Me he restringido a plantear sobre todo cómo afecta nuestra elección de comida a la ecología del planeta y a la vida de los animales, pero podría haber dedicado fácilmente el libro entero a la salud pública, los derechos de los trabajadores, el declive de las comunidades rurales o la pobreza global. Todo ello ha quedado profundamente afectado por el sistema de granjas industriales. No es que estas causen todos los problemas del mundo, por supuesto, pero es notable ver cuántos de esos problemas coinciden en ese punto. Y es igualmente notable, y muy improbable, que gente como vosotros y como yo tengamos una influencia real sobre esas granjas. Pero nadie puede dudar en serio de la influencia de Estados Unidos en las prácticas agrícolas globales.

Me percato de que me estoy acercando peligrosamente a sugerir ese tópico de que cada persona puede provocar el cambio. La realidad no es tan simple, por supuesto. Como «consumidor solitario», tus decisiones, por sí mismas, no alterarán la industria. Dicho esto, a menos que uno obtenga la comida en secreto y la coma en el retrete, nadie come solo. Comemos siendo hijos e hijas, familias, comunidades, generaciones, naciones y, si me apuráis, el mundo entero. Aunque queramos, no podemos evitar que lo que comemos influya en los otros.

Como os dirá cualquiera que lleve años siendo vegetariano, la influencia que esta simple opción dietética tiene en quienes te rodean puede ser sorprendente. La entidad que representa a los restaurantes de Norteamérica, la Asociación Nacional de Restaurantes, ha aconsejado a todos los restaurantes de la nación que tengan al menos un entrante vegetariano en sus cartas. ¿Por qué? Es fácil: sus propias encuestas indican que más de un tercio de los restauradores[544] han observado un aumento en la demanda de platos veganos. Una de las publicaciones más importantes de la industria, el Nation’s Restaurant News, aconseja a los restaurantes «incorporar platos veganos a la carta[545]. Dichos platos, además de ser más baratos… mitigan también el veto de los vegetarianos. Normalmente, si hay un vegano en un grupo, este decidirá adónde van a comer».

Millones y millones de dólares en publicidad se gastan simplemente en asegurar que vemos a gente bebiendo leche o comiendo ternera en las películas, y millones más en asegurarse de que cuando tengo un refresco en la mano, cualquiera (incluso a cierta distancia) pueda saberse si es una Coca-Cola o una Pepsi. La Asociación Nacional de Restauración no hace estas recomendaciones, y las multinacionales no gastan millones de dólares en publicidad indirecta, para hacernos sentir bien sobre la influencia que ejercemos sobre quienes nos rodean. Simplemente reconocen que comer es un acto social.

Cuando levantamos el tenedor, adoptamos una posición. Asumimos una relación u otra con los animales de granja, con sus trabajadores, con la economía nacional y con los mercados globales. No tomar decisión alguna —comer «lo que comen los demás»— es tomar la decisión más fácil, una decisión que resulta cada vez más problemática. Sin duda, en la mayoría de los lugares y de las épocas, decidir la dieta de uno sin decidir nada, comiendo lo que comen los demás, era una decisión totalmente respetable. Hoy, comer lo que comen los demás es añadir otra gota al vaso lleno. Puede que nuestra gota no lo haga rebosar, pero el acto se repetirá: todos los días de nuestra vida, de las de nuestros hijos y de nuestros nietos…

La disposición de los asientos y los cubiertos en esa mesa global en la que todos comemos cambian. Los dos chinos de nuestra mesa tienen cuatro veces la cantidad de carne[546] en sus platos que tenían hace unas décadas, y la tendencia sigue en aumento. Entre tanto, las dos personas de la mesa sin agua potable están observando a China. Actualmente, los productos animales siguen siendo[547] sólo el 16 por ciento de la dieta china, pero los animales de granja suponen más del 50 por ciento del consumo chino de agua… en un momento en que la escasez de agua en China es causa de preocupación global. La persona desesperada de nuestra mesa, que lucha por encontrar algo que comer, podría preocuparse con cierta razón al ver hasta qué punto la marcha mundial hacia el estilo de comida imperante en Estados Unidos dificultará su acceso a los cultivos básicos que necesita para vivir. Más carne implica más demanda de grano y más manos peleando por él. En 2050, el ganado mundial[548] consumirá tanta comida como cuatro mil millones de personas. La tendencia sugiere que la única persona hambrienta[549] de la mesa podría fácilmente doblarse en número (cada día dicho número aumenta en 270.000 personas). Esto sucederá casi con absoluta certeza cuando los obesos ganen otra silla[550]. Resulta muy fácil imaginar un futuro cercano en el cual la mayoría de los asientos de la mesa global estén ocupados por obesos o bien por desnutridos.

Pero no tiene por qué ser así. La mejor razón para pensar que puede haber un futuro mejor empieza porque sepamos qué mal se nos presenta ese futuro.

Desde un punto de vista racional, resulta obvio que las granjas industriales son algo nocivo en muchos aspectos. En todas las lecturas y conversaciones que he tenido, aún tengo que encontrar una defensa creíble de ellas. Pero la comida no es algo racional. La comida es cultura, hábito e identidad. Para algunos, esa irracionalidad lleva a algo parecido a la resignación. Las elecciones en temas de comida se comparan con las del mundo de la moda o del estilo de vida: no responden a juicios objetivos sobre cómo debemos vivir. Y estaría de acuerdo en que la complejidad inherente a la comida, los casi infinitos significados que envía, convierte la cuestión de comer (y sobre todo de comer animales) en algo sorprendentemente problemático. Algunos activistas con quienes he hablado se mostraban increíblemente atónitos y frustrados ante la desconexión entre el razonamiento y lo que la gente pide para comer. Simpatizo con ellos, pero al mismo tiempo me pregunto si esta irracionalidad inherente a la comida no será también precisamente lo que permite albergar mayores esperanzas.

La comida nunca obedece a un simple cálculo de qué dieta usa menos agua o causa menor sufrimiento. Y en esto radica, tal vez, la esperanza de que logremos motivarnos para cambiar. En parte, las granjas industriales nos piden que suprimamos la conciencia en favor del deseo. Pero, a otro nivel, la capacidad de rechazar ese sistema industrial puede ser exactamente lo que más deseemos.

He llegado a la conclusión de que el fin de las granjas industriales tiene poco que ver con la ignorancia. No son, como suelen decir los activistas, un problema que ha surgido porque «la gente no conoce los hechos». Esa es una causa. He llenado el libro de un increíble montón de datos porque son un punto de partida necesario. Y he presentado lo que conocemos científicamente sobre el legado que estamos creando con nuestras opciones dietéticas cotidianas porque también tiene una gran importancia. No propongo que la razón no deba guiarnos en muchos aspectos de nuestra vida, sino que simplemente ser humano, ser humanitario, es algo más que ejercitar la razón. Reaccionar frente a las granjas industriales nos pide una capacidad de preocupación que va más allá de la información, y de la oposición entre el deseo y la razón, la realidad y el mito, e incluso entre el animal y el humano.

Las granjas industriales llegarán a su fin debido a su absurda política económica. Es radicalmente insostenible. La tierra se librará finalmente de esas granjas igual que un perro se sacude las moscas; la única cuestión es si nosotros saldremos volando con ellas.

Pensar sobre comer animales, sobre todo en público, libera fuerzas inesperadas en el mundo. Las preguntas están cargadas de significado. Desde una perspectiva, la carne es sólo otro bien consumible, e importa igual que el consumo de servilletas de papel o de vehículos cuatro por cuatro, pero a un nivel mayor. Sin embargo, intentad cambiar de servilletas para Acción de Gracias —hacedlo de manera explosiva incluso, acompañándolo de un sermón sobre la inmoralidad de los fabricantes de servilletas—, y os costará que alguien se ofenda. Plantead en cambio la cuestión de un Acción de Gracias vegetariano y no tendréis ningún problema en suscitar un fuerte debate: como mínimo, un fuerte debate. La cuestión de comer animales toca una fibra que resuena con fuerza en nuestra esencia: recuerdos, deseos y valores. Estas resonancias pueden ser potencialmente controvertidas, potencialmente amenazadoras, potencialmente inspiradoras, pero siempre cargadas de significado. La comida importa, los animales importan y comer animales importa todavía más. La cuestión de comer animales viene determinada en última instancia por nuestra intuición de lo que significa alcanzar un ideal al que hemos llamado, tal vez erróneamente, «ser humano».