No deberíamos engañarnos sobre el número de opciones éticas disponibles a nuestro alcance. No existe suficiente pollo[535] en Norteamérica no procedente de granjas industriales para alimentar a la población de Staten Island, ni suficiente cerdo de esas características para satisfacer las necesidades de la ciudad de Nueva York, así que ya no digamos las de todo el país. La carne ética es una promesa de futuro, no una realidad. Cualquiera que abogue por la carne ética y sea serio al respecto va a terminar comiendo mucha verdura.
Un buen número de gente parece tentada a seguir financiando a las granjas industriales aunque compre carne procedente de fuera de ese sistema cuando le sea posible. Eso está bien. Pero si nuestra imaginación sólo da para eso, no podemos ser demasiado optimistas sobre el futuro. Cualquier estrategia que implique canalizar dinero hacia el sistema cárnico industrial no acabará nunca con él. ¿Acaso habría sido efectivo el boicot a los autobuses Montgomery si los que protestaban hubieran cogido uno de sus autobuses siempre que les convenía no hacerlo? ¿Daría algún resultado una huelga si los obreros en cuestión se rindieran a las primeras de cambio y volvieran al trabajo? Si alguien encuentra en este libro que apoyo la compra de carne en granjas alternativas a la vez que la compra de carne del sistema industrial, es que ha encontrado algo que no está en estas páginas.
Si nos tomamos en serio lo de terminar con las granjas industriales, lo menos que podemos hacer es dejar de remitir cheques a esos maltratadores de la peor calaña. Para algunos, la decisión de evitar los productos que salen de esas granjas será fácil. Para otros, no lo será en absoluto. A aquellos a quienes la idea les parezca difícil (grupo en que yo me habría incluido hace tiempo), la pregunta final es si merece la pena tomarse la molestia. Sabemos, al menos, que esta decisión prevendrá la deforestación, reducirá el calentamiento global y la contaminación, ahorrará reservas de petróleo, disminuirá la carga que soporta la Norteamérica rural, disminuirá los delitos contra los derechos humanos, mejorará la salud pública, y contribuirá a erradicar los maltratos más sistemáticos que se han cometido nunca contra los animales en la historia de la humanidad. Lo que ignoramos, sin embargo, puede ser igual de importante. ¿Cómo nos cambiará a nosotros esa decisión?
Dejando a un lado los cambios materiales directos que se inician en cuanto uno deja de escoger productos que vienen de granjas industriales, la decisión de plantearse la comida de forma tan consciente sería en sí misma una fuerza con un potencial enorme. ¿Qué clase de mundo crearíamos si tres veces al día activáramos la compasión y la razón al sentarnos a comer, si tuviéramos la imaginación moral y la voluntad práctica de cambiar nuestras más elementales normas de consumo? Tolstoi arguyó con sensatez que la existencia de mataderos y de campos de batalla está relacionada. De acuerdo, no libramos guerras porque comamos carne, y hay guerras que merecen ser libradas (sin mencionar que Hitler era vegetariano[536]). Pero la compasión es un músculo que se hace más fuerte con el uso, y el ejercicio regular de optar por la bondad en lugar de por la crueldad tendría que cambiarnos.
Tal vez parezca una ingenuidad sugerir que pedir una pechuga de pollo o una hamburguesa vegetariana supone una decisión de importancia capital. Claro que también habría parecido fantástico decir en 1950 que el asiento que decidieras ocupar en un restaurante o un autobús podría acabar con el racismo. Habría sonado igualmente fantástico si te hubieran dicho, a principios de los setenta, antes de la campaña en favor de los trabajadores de César Chávez, que negarte a comer uvas podría ser el principio de la liberación de unos labriegos en unas condiciones laborales más propias de los esclavos. Todo esto puede parecer fantástico, pero cuando uno echa la vista atrás, nadie puede negar que las decisiones cotidianas contribuyen a cambiar el mundo. Cuando los primeros colonos norteamericanos decidieron organizar una merienda en Boston, se liberaron fuerzas lo bastante poderosas como para crear una nación. Decidir qué comemos (y qué tiramos) supone el acto fundamental de producción y consumo que moldea todos los demás. Escoger verdura o carne, granjas industriales o tradicionales, no cambiará el mundo por sí solo, pero aleccionarnos a nosotros mismos y concienciar a nuestros hijos, a quienes nos rodean y por extensión a todo el país para que opten por la conciencia sobre la costumbre sí puede hacerlo. Una de las mayores oportunidades de vivir según nuestros valores, o traicionarlos, radica en la comida que servimos en nuestros platos. Y traicionaremos o viviremos de acuerdo con esos valores no sólo como individuos, sino como naciones.
Hemos recibido un legado que importa más que la simple búsqueda de productos baratos. Martin Luther King Jr. escribió con vehemencia sobre ese momento en que «uno debe adoptar[537] una posición que no es segura, ni política, ni popular». A veces simplemente hay que tomar una decisión porque «la conciencia nos dicta que eso es lo que debe hacerse». Estas famosas palabras de King, y los esfuerzos del sindicato de trabajadores agrícolas de Chávez, forman también parte de nuestro legado. Tal vez se pueda decir que estos movimientos de justicia social no tienen nada que ver con la situación de las granjas industriales. La opresión humana no es lo mismo que la opresión de los animales. King y Chávez se movían llevados por su preocupación ante el sufrimiento humano, no el de los pollos o el calentamiento global. Es justo. Hay quien incluso protestará, o se enfurecerá, ante la mera comparación de ambos temas, pero merece la pena resaltar que César Chávez y la esposa de King, Coretta Scott King, eran veganos, al igual que lo es el hijo de King, Dexter. Interpretamos los legados de Chávez y de King —el legado de Norteamérica— de una forma muy estrecha de miras si asumimos de antemano que no pueden expresarse en contra de la opresión que suponen las granjas industriales.