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Lo que implica comer animales

Desde el año 2000, después de que Temple Grandin informara[521] de ciertas mejoras en las condiciones de los mataderos, se ha probado que algunos trabajadores usaban palos como si fueran bates de béisbol para golpear a las crías de pavo, pisoteaban a los pollos para ver cómo estallaban, sacudían a los cerdos con tuberías metálicas y desmembraban deliberadamente a reses que estaban conscientes. No es necesario confiar en esos vídeos grabados con cámaras ocultas por parte de organizaciones de defensa de los animales para enterarse de esas atrocidades, aunque el número de esos vídeos es suficiente y muestran muchas imágenes como esas. Podría haber llenado varios libros (una enciclopedia de la crueldad) con testimonios de los obreros.

Gail Eisnitz se acerca bastante a una enciclopedia como esa en su libro Slaughterhouse [Matadero]. Apoyado en diez años de investigación, ofrece un montón de entrevistas con trabajadores, que representan más de dos millones de horas de experiencia en mataderos; no existe otro trabajo tan completo sobre el tema.

Una vez que la pistola[522] de perno cautivo estuvo rota todo el día, les cortaban la parte trasera del cuello a las vacas con un cuchillo mientras aún estaban en pie. Caían, temblando. Y las pinchan en el culo para que se muevan. Les parten el rabo. Les propinan enormes palizas… Y las vacas gritan con la lengua fuera.

Es tan difícil hablar de esto[523]. Estás sometido a un estrés tremendo, a toda esta presión. Y ya sé que suena horrible, pero yo les he dado descargas [eléctricas] en los ojos. Y durante un rato.

Dicen que el olor de sangre en el foso de desangrado[524] te vuelve agresivo. Y así es. Te dices que si ese cerdo te da una patada, tú harás lo mismo. Vas a matarlo, pero eso no basta. Tiene que sufrir… Le das fuerte, lo empujas con fuerza, sacudes el tubo, haces que se ahogue en su propia sangre. Le partes los morros. Hubo un cerdo que corría por el foso. Me miraba y yo le sostenía la mirada; al final cogí el cuchillo y, zas, le saqué un ojo mientras lo tenía ahí delante. Y el cerdo se limitó a chillar. Una vez cogí el cuchillo, que estaba bastante afilado, y le rebané el extremo del morro, como si fuera una loncha de jamón. El verraco se puso como loco durante unos segundos. Luego se quedó quieto, como si fuera idiota. Así que cogí un puñado de salmuera y se la eché al morro. Entonces sí que se volvió loco, rozando la nariz por todas partes. Aún me quedaba un poco de sal en la mano (llevaba guantes de goma) y se la metí por el culo. El pobre cerdo no sabía si cagar o quedarse ciego… Y yo no era el único en hacer cosas de esas. Uno de los tipos con los que trabajo los persigue hasta hacerlos caer en el tanque de escaldado. Y todos (todos los que trabajan en el matadero) llevan tubos para golpear a los cerdos. Y todo el mundo lo sabe, es de dominio público.

Estas declaraciones son inquietantemente representativas de lo que Eisnitz descubrió en sus entrevistas. Los hechos que se describen no son aprobados por la industria, pero tampoco deben considerarse hechos aislados.

Investigaciones encubiertas han revelado de manera repetida que los empleados de granjas, que trabajan bajo lo que el Observatorio de Derechos Humanos describe como «violaciones sistemáticas de los derechos humanos[525]», a menudo vuelcan sus frustraciones en los animales o simplemente ceden a las exigencias de los supervisores: mantener las líneas del matadero en movimiento a toda costa y sin escrúpulos. Algunos son claramente sádicos en el sentido más literal de la palabra. Pero no puedo decir que haya conocido a ninguno. La docena de trabajadores con los que he hablado eran buena gente, listos y honestos, y hacían lo que podían en esa situación imposible. La responsabilidad recae en la mentalidad de la industria de la carne, que trata tanto a animales como al «capital humano» como si fueran máquinas. Un trabajador lo expresó así:

Lo peor de todo[526], peor que el peligro físico, es el coste emocional. Si trabajas en el foso durante un tiempo acabas desarrollando una actitud que te permite matar sin que te importe. Puedes mirar a los ojos de un cerdo que está caminando por el foso de la sangre y pensar: «Dios no es un bicho feo». Incluso te dan ganas de acariciarlo. A veces se te acercan y te acarician con el hocico, como si fueran cachorrillos. Dos minutos después tenía que matarlos: apalearlos con el tubo de acero… Cuando trabajaba arriba, destripándolos, podía adoptar la actitud de estar trabajando en una cadena de producción, ayudando a alimentar a la gente. Pero abajo, en la nave de matanza, no le estaba dando de comer a nadie. Simplemente mataba.

¿Cuántas veces tienen que repetirse estas salvajadas para que una persona decente sea incapaz de pasarlas por alto? Si supierais que uno de cada mil animales sufrió las barbaridades que se acaban de describir, ¿seguiríais comiendo carne? ¿Y si fuera uno de cada cien? ¿O uno de cada diez? Hacia el final de The Omnivorous Dilemma. Michael Pollan escribe: «Debo admitir[527] que una parte de mí envidia la claridad moral de los vegetarianos… Aunque otra parte de mí también los compadece. Los sueños de inocencia son sólo eso; normalmente dependen de una negación de la realidad que puede ser una forma de extrema arrogancia». Tiene razón en que las respuestas emocionales pueden llevarnos a una forma de distanciación que peca de arrogante. Pero ¿es la persona que hace el esfuerzo de actuar en nombre de ese sueño el que merece compasión? ¿Quién es el que niega la realidad en este caso?

Cuando Temple Grandin empezó a cuantificar la escala de los maltratos que se daban en los mataderos, informó de que había presenciado[528] «actos deliberados de crueldad que sucedían de manera regular» en un 32 por ciento de las plantas que revisaba en sus visitas anunciadas a lo largo y ancho de Estados Unidos. Es una cifra tan sorprendente que tuve que leerlo tres veces. Actos deliberados, que sucedían de manera regular, presenciados por un supervisor: presenciados en visitas anunciadas que daban al matadero la oportunidad de ocultar los peores problemas. ¿Qué hay de las crueldades que nadie ve? ¿O de los accidentes, que deben de ser aún más habituales?

Grandin ha enfatizado que las condiciones han mejorado a medida que los vendedores de carne han ido reclamando inspecciones de los mataderos que los proveen, pero ¿hasta qué punto ha llegado esta mejora? Si observamos el informe más reciente de una de esas inspecciones llevada a cabo por el Consejo Nacional del Pollo, Grandin descubrió que el 26 por ciento de los mataderos[529] incurrían en maltratos tan serios que deberían haber sido cerrados. (Inquietantemente, la industria consideró esos resultados como aceptables y aprobó todos esos mataderos, incluso aquellos en los que se demostró que se habían encontrado aves vivas en la basura[530] o en el tanque de escaldamiento). Según el informe más reciente que la propia Grandin realizó en mataderos ovinos, un 25 por ciento de estos[531] cometían maltratos tan graves que los hacían suspender su examen en el acto («colgar a un animal consciente» es uno de los ejemplos de maltrato que determina el suspenso automático de la instalación). En estudios recientes, Grandin presenció cómo un trabajador desmembraba[532] a una vaca plenamente consciente, a vacas que despertaban[533] en la zona de sangría y a empleados que «atizaban a las vacas en la zona del ano[534] con una varilla eléctrica». ¿Qué debía de pasar cuando ella no miraba? ¿Y qué decir de la gran cantidad de mataderos que ni siquiera abren sus puertas a las inspecciones?

Los granjeros han perdido (les han quitado, para ser exactos) la relación directa y humana con su trabajo. Ya no son dueños de los animales, no pueden decidir sobre sus métodos, no se les permite aplicar sus conocimientos y no tienen alternativa a los mataderos industriales de alta velocidad. El modelo industrial los ha alejado, no ya sólo de cómo realizar sus tareas (cortar a tajos, cortar a trozos, serrar, etcétera) sino también de lo que producen (comida desagradable y poco sana) y de cómo se vende el producto (de forma anónima y barata). Los seres humanos no pueden ser humanos (y aún menos humanitarios) bajo las condiciones que imperan en granjas industriales y mataderos. Es el mejor ejemplo de alienación que existe actualmente en el mundo. A menos que te plantees lo que experimentan los animales.