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¿Qué tiene que ver el pavo con el Día de Acción de Gracias?

¿Qué se añade al servir el pavo en la comida de Acción de Gracias? Tiene buen sabor, claro, pero ese no es el quid de la cuestión: la mayoría de la gente come poco pavo a lo largo del año. (En el Día de Acción de Gracias comemos el 18 por ciento de nuestro consumo anual de pavo). Y a pesar del placer que nos provoca comer en grandes cantidades, Acción de Gracias no es una fiesta de la glotonería, más bien al contrario.

Quizá el pavo esté allí porque es un elemento fundamental del ritual: así celebramos el Día de Acción de Gracias. ¿Por qué? ¿Porque los Pioneros lo comieron en su primer Día de Acción de Gracias? Lo más probable es que no. Sabemos que no tenían maíz, ni manzanas, ni patatas, ni arándanos, y los dos únicos textos[511] de esa primera celebración legendaria mencionan el venado y las aves de caza. Aunque entra dentro de lo posible que comieran pavo salvaje, sabemos que el pavo no entró a formar parte[512] del ritual hasta el siglo XIX. Y los historiadores han descubierto ahora un Día de Acción de Gracias anterior al que celebraron los Pioneros en Plymouth en 1621, que luego hicieron famoso los historiadores angloamericanos. Medio siglo antes de Plymouth, los primeros colonos norteamericanos celebraron Acción de Gracias con los indios Timucua[514] en lo que hoy sería Florida: las pruebas indican que los colonos eran católicos y no protestantes, y que hablaban español y no inglés. Cenaron sopa de judías[515].

Pero finjamos que los Pioneros inventaron el Día de Acción de Gracias y comieron pavo. Dejando a un lado el hecho obvio de que los Pioneros hicieron muchas cosas que no querríamos repetir ahora (al igual que queremos hacer muchas cosas que ellos no hacían), los pavos que comemos tienen tanto que ver con lo que habrían comido ellos como si nosotros comiéramos una hamburguesa de tofu. En el centro de la mesa de Acción de Gracias tenemos a un animal que no respiró aire fresco ni vio el cielo hasta que iba de camino al matadero. En el extremo de nuestros tenedores está un animal que era incapaz de reproducirse sexualmente. En nuestros estómagos está un animal con antibióticos en el estómago. Incluso la genética de nuestros pavos es radicalmente distinta. Si los Pioneros hubieran podido ver el futuro, ¿qué habrían pensado del pavo que tenemos en la mesa? Sin exagerar, es improbable que lo hubieran reconocido como un pavo.

¿Y qué pasaría si no hubiera pavo? ¿Acaso se rompería la tradición, o se estropearía de algún modo, si en lugar del ave tomáramos el estofado de patatas dulces, los rollitos caseros, las judías verdes con almendras, la salsa de arándanos, los boniatos, el puré de patatas con mantequilla y las tartas de calabaza y nueces? Quizá podríamos incorporar un plato de sopa de judías, típica de los timucua. No resulta tan difícil de imaginar. Ver a tus seres queridos alrededor de la mesa. Oír los ruidos, sentir los olores. No hay pavo. ¿La fiesta pierde algo? ¿Acción de Gracias deja de ser Acción de Gracias?

¿O al revés, se refuerza el sentido de la fiesta? ¿La opción de no comer pavo no sería una forma más activa de celebrar lo agradecidos que estamos? Intentad imaginar la conversación que tendría lugar. «Nuestra familia celebra la fiesta así». ¿Esa conversación sería decepcionante o inspiradora? ¿Transmitiríamos más o menos valores? Imaginad los días de Acción de Gracias que celebrarán vuestras familias cuando ya no estéis, cuando la pregunta ya no sea «¿Por qué no comemos esto?» sino «¿Por qué lo comían?». ¿Sentiremos vergüenza, en el sentido que le dio Kafka a la palabra, en la mirada extrañada de las futuras generaciones cuando recordemos?

El secretismo que ha posibilitado las granjas industriales se está rompiendo en pedazos. Durante los tres años que he dedicado a escribir este libro, por ejemplo, he visto la primera documentación[516] que demuestra que la ganadería contribuye al calentamiento global más que ningún otro sector; he visto cómo el organismo[517] de investigación más importante (la Comisión Pew) recomendaba la prohibición total de muchas de las prácticas de confinamiento de animales; he visto cómo el primer estado (Colorado)[518] ilegalizaba ciertas prácticas comunes en la ganadería industrial (las jaulas de gestación, por ejemplo) como resultado de sus negociaciones con la industria (más que de las campañas contra ella); he visto a la primera cadena de supermercados[519] (Whole Foods) comprometerse a un programa extensivo y sistemático de etiquetado de bienestar animal; y he visto al primer periódico de la nación[520] (el New York Times) publicar un editorial contra las granjas industriales como sistema, en el que defendía que «la cría de animales se está convirtiendo en maltrato de animales» y que el «estiércol… se había convertido en un residuo tóxico».

Cuando Celia Steele crio al primer grupo de pollos encerrados, no pudo prever las consecuencias de sus actos. Cuando Charles Vantress cruzó un pollo de plumas rojas de Cornish con un New Hampshire para crear el Pollo del Mañana en 1964, no podía saber a qué estaba contribuyendo.

No podemos alegar ignorancia, sólo indiferencia. Los que vivimos hoy sabemos más. Tenemos la oportunidad y la responsabilidad que nos da vivir en un momento en que la crítica hacia las granjas industriales ha llegado a la conciencia pública. Somos aquellos a quienes se nos preguntará, con toda la justicia del mundo: ¿Qué hiciste cuando te enteraste de lo que implica comer animales?