En mi familia siempre hemos celebrado el Día de Acción de Gracias en casa de mis tíos. Mi tío, el hermano menor de mi madre, fue el primer miembro de esa rama de la familia que nació ya a este lado del Atlántico. Los antepasados de mi tía se remontan al Mayflower, Esa improbable unión de historias era una parte importante de que esos días de Acción de Gracias fueran tan especiales, memorables, y en el mejor sentido de la palabra, tan norteamericanos.
Llegábamos sobre las dos. Los primos salíamos a jugar a fútbol a la pequeña pendiente del jardín delantero hasta que mi hermano menor se hacía daño, momento en el que nos dirigíamos a la buhardilla a jugar a fútbol en una de las numerosas consolas de videojuegos. Dos pisos debajo de nosotros, Maverick salivaba en la ventana de la cocina, mi padre hablaba de política y de colesterol, los Detroit Lions se dejaban la piel en una tele que nadie veía y mi abuela, rodeada de su familia, pensaba en el idioma de sus parientes muertos.
Unas dos docenas de sillas estaban dispuestas alrededor de cuatro mesas de alturas y anchuras levemente distintas, colocadas unas a continuación de otras y cubiertas por manteles a juego. Nadie se engañaba pensando que la escena era perfecta, pero lo era. Mi tía servía un puñado de granos de maíz en cada plato, que, en el transcurso de la comida, nosotros debíamos ir dejando en la mesa como símbolo de las cosas por las que dábamos las gracias. Los platos se sucedían sin tregua; algunos iban en el sentido de las agujas del reloj, otros al revés, otros cruzaban la mesa en zigzag: estofado de patatas dulces, rollitos caseros, judías verdes con almendras, salsa de arándanos, boniatos, puré de patatas con mantequilla, el incongruente kugel de mi abuela, bandejas de pepinillos, aceitunas y champiñones encurtidos, y un pavo, grande, casi como de dibujos animados, que había entrado en el horno en cuanto salió el del año anterior. Hablábamos sin parar: de los Oriols y los Redskins, de los cambios en el vecindario, de nuestros logros, y de las preocupaciones de los otros (nuestras preocupaciones no venían a cuento), y durante todo el tiempo, mi abuela iba de nieto en nieto, asegurándose de que ninguno se quedaba con hambre.
Acción de Gracias es la fiesta que engloba a todas las demás. Todas ellas, desde el Día de Martin Luther King hasta el Día del Árbol, pasando por Navidad y San Valentín, tratan de un modo u otro sobre el agradecimiento. Pero Acción de Gracias está libre de un motivo concreto por el que sentirse agradecido. No celebramos a los Pioneros, sino lo que ellos celebraron. (De hecho, los Pioneros ni siquiera formaron parte de la fiesta hasta finales del siglo XIX). Acción de Gracias es una fiesta norteamericana, pero no hay nada específicamente norteamericano en ella: no es una celebración de Norteamérica, sino de sus ideales. Se extiende a cualquiera que crea que tiene algo que agradecer, apunta más allá de los crímenes que hicieron posible Estados Unidos, y de la comercialización, la horterada y el patriotismo de boquilla que han infestado la fiesta.
La comida de Acción de Gracias es lo que nos gustaría que fueran todas las comidas. Claro que la mayoría de nosotros no podría (ni querría) pasarse el día en la cocina todos los días, ¿y cuántos desearíamos estar acompañados de toda la familia todas y cada una de las noches? (A veces ya cuesta comer con uno mismo). Pero es bonito imaginar que todas las comidas estuvieran tan esmeradamente preparadas. De las mil y pico comidas que tomamos durante el año, la de Acción de Gracias es en la que ponemos más empeño. Se conserva la esperanza de que sea una buena comida, cuyos ingredientes, esfuerzos, entorno y consumo sean la expresión de lo mejor que llevamos dentro. Trata, más que ningún otro banquete, de la buena mesa y las buenas intenciones.
Y más que ningún otro plato, el pavo de Acción de Gracias encarna las paradojas de comer animales: lo que les hacemos a los pavos vivos es tan malo como cualquier tropelía cometida contra los animales por los humanos en la historia del mundo. Y sin embargo lo que hacemos con sus cuerpos muertos puede proporcionamos una sensación intensamente buena. El pavo de Acción de Gracias es la encarnación de dos instintos en lucha: recordar y olvidar.
Escribo estas últimas páginas unos cuantos días antes de Acción de Gracias. Vivo en Nueva York y rara vez (al menos según mi abuela) viajo a DC. Los que éramos jóvenes ya no lo somos. Algunos de aquellos que depositaban granos de maíz en la mesa ya no están con nosotros. Pero también hay nuevos miembros: yo me he convertido en «nosotros». Como si el juego de las sillas al que jugaba en las fiestas infantiles me hubiera preparado para estos principios y estos finales.
Este será el primer año en que lo celebraremos en mi casa, la primera vez que yo haré la comida y el primer día de Acción de Gracias en que mi hijo comerá lo mismo que nosotros. Si todo este libro pudiera resumirse en una sola pregunta —y no se trata de un recurso fácil, malintencionado o de mala fe, sino una pregunta que reflejara plenamente el dilema de comer o no comer animales—, podría ser esta: ¿debemos servir pavo el Día de Acción de Gracias?