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Mi apuesta

Tras haberme pasado casi tres años aprendiendo cosas de la ganadería industrial, mi resolución es firme en dos direcciones. Me he convertido en un vegetariano entregado, mientras antes deambulaba entre una serie de dietas. Ahora me resulta difícil imaginar que eso cambie. Simplemente no quiero tener nada que ver con las granjas industriales y dejar de comer carne es el único método realista que tengo de hacerlo.

En otra dirección, sin embargo, la visión de esas granjas sostenibles que proporcionan una buena vida a sus animales (una vida tan buena como la que disfrutan nuestros perros o gatos) y una muerte digna (tan digna como la que viven nuestros animales de compañía cuando están gravemente enfermos) me ha conmovido. Paul, Bill, Nicolette y sobre todo Frank, no son sólo buenas personas, sino personas extraordinarias. Deberían ser los consejeros a quienes recurre cada presidente para nombrar un secretario de Agricultura. Sus granjas son lo que quiero que nuestros representantes políticos se esfuercen por mantener y lo que nuestra economía debe financiar.

La industria de la carne ha intentado presentar a quienes adoptan esta doble perspectiva como a vegetarianos intolerantes que esconden una ideología radical. Pero existen rancheros vegetarianos, veganos que construyen mataderos y yo puedo ser un vegetariano que apoya la mejor cría de animales.

Estoy seguro de que Frank llevará su explotación como debe hacerse, pero ¿hasta qué punto puedo tener esa misma seguridad con otras granjas que afirmen seguir su mismo modelo? ¿Hasta qué punto debo estar seguro? ¿Acaso la estrategia del omnívoro selectivo tiene una nota de ingenuidad, de la que carece el vegetarianismo puro?

¿Hasta qué punto es fácil reconocer nuestra responsabilidad frente a los seres que tenemos a nuestra disposición y al mismo tiempo criarlos sólo para matarlos? Marlene Halverson expresa la extraña situación del criador de animales de forma bien elocuente:

La relación ética[510] entre ganaderos y animales de granja es única. El granjero debe criar un ser vivo que está destinado al sacrificio para convertirse en comida, o a una matanza selectiva después de una vida de arduo trabajo, sin establecer con él lazos emocionales ni, al revés, volverse un cínico respecto de asegurarle una vida decente. De algún modo el granjero debe criar al animal con una visión comercial sin considerarlo un simple bien.

¿Es esta una petición razonable para los granjeros? Dadas las presiones que existen en esta era industrial, ¿la carne no implicará necesariamente el repudio, la frustración o la negación directa de ese sentimiento de compasión? La ganadería industrial nos ha dado motivos para el escepticismo, pero nadie sabe cómo serán las granjas del futuro.

Lo que sí sabemos, sin embargo, es que si uno come carne a día de hoy, su elección oscila entre animales tratados con más crueldad (pollo, pavo, pescado y cerdo) o con menos (ternera). ¿Por qué tantos de nosotros tenemos la sensación de vernos obligados a escoger entre esas opciones? ¿Cómo se llega a calcular cuál es la opción más horrenda? ¿En qué momento esas elecciones absurdas cederán paso a la simplicidad de una frase firmemente expresada: «Esto es inaceptable»?

¿Qué grado de destrucción debe conllevar una preferencia culinaria antes de que decidamos comer otra cosa? Si contribuir al sufrimiento de miles de millones de animales condenados a vidas miserables y (bastante a menudo) a muertes horribles no nos motiva a ello, ¿qué lo hará? Si ser el contribuyente número uno a la amenaza más seria que se cierne sobre el planeta (el calentamiento global) no basta, ¿qué más necesitamos? Y si os veis tentados a aplazar estas cuestiones de conciencia, a decir: «Ahora no», ¿cuándo será el momento?

Hemos dejado que las granjas industriales reemplacen la esencia de las granjas por las mismas razones que nuestras culturas han relegado a las minorías a ciudadanos de segunda clase y han mantenido a las mujeres bajo el poder de los hombres. Tratamos así a los animales porque queremos y podemos hacerlo. (¿Alguien quiere seguir negándolo?). El mito del consentimiento es quizá la leyenda de la carne, y hay mucho que decir sobre si, siendo realistas, esta leyenda es plausible.

No lo es. Ya no. No convencería a nadie que no tuviera un interés previo en comer animales. Seamos claros: las granjas industriales no quieren alimentar a la gente, sino ganar dinero. Si hay que bloquear otros cambios radicales, tanto legales como económicos, que así sea. Y esté o no bien matar animales para obtener comida, sabemos que en el sistema que predomina hoy es imposible matarlos sin (al menos) infligirles torturas ocasionales. Por eso incluso Frank, el granjero mejor intencionado que cabe imaginar, pide perdón a sus animales antes de enviarlos al matadero. Ha alcanzado un compromiso en lugar de haber cerrado un trato.

Algo que no es precisamente divertido sucedió en Niman Ranch hace poco. Justo antes de que se editara este libro, Bill Niman fue expulsado de la empresa que lleva su nombre. Según él, su propia junta directiva le forzó a dimitir, simplemente porque querían hacer las cosas con mayor margen de beneficio y con menos margen ético de lo que él habría permitido de haber seguido al mando. Parece que incluso su empresa, literalmente el proveedor de carne más admirable de Estados Unidos, se ha vendido. Incluí Niman Ranch en este libro porque era el mejor ejemplo de que para los omnívoros selectivos existe una estrategia viable. ¿Qué debo deducir, tanto yo como todos nosotros, de lo ocurrido en esta empresa?

De momento, Niman Ranch sigue siendo la única marca de alcance nacional que realmente representa una vigorosa mejora en las vidas de los animales (mucho más en el sector porcino que en el ovino). Pero ¿os sentiríais bien dando vuestro dinero a esa gente? Si la cría de animales se ha vuelto una broma, quizá la puntilla del chiste sea esta: incluso Bill Niman ha dicho que no volvería a comer ternera de Niman Ranch.

He apostado por una dieta vegetariana y respeto lo bastante a personas como Frank, que han apostado por una ganadería más humanitaria, para apoyar su forma de hacer las cosas. En resumidas cuentas, la mía no es una posición complicada. Ni es un argumento velado en defensa del vegetarianismo. Es un argumento en pro del vegetarianismo, pero también en pro de otro tipo de ganadería más sensata y en pro de unos omnívoros más honorables.

Si no se nos concede la opción de vivir sin violencia, sí tenemos algo que decir a la hora de basar nuestra comida en la cosecha o en el matadero, en la cría o en la guerra. Hemos escogido el matadero. Hemos escogido la guerra. Esta es la versión más cierta de nuestra leyenda sobre el hecho de comer animales.

¿Podemos contar otra distinta?