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Propuestas

En la no tan lejana historia de las organizaciones protectoras de animales norteamericanas, los que abogaban por el vegetarianismo, escasos en número pero bien organizados, se enfrentaban abiertamente a los que defendían la perspectiva de comer con responsabilidad. La ubicuidad de la ganadería industrial y los mataderos industriales ha cambiado esto, tendiendo un puente entre organizaciones como PETA, que aboga por el veganismo estricto, y otras como HSUS, que dice cosas bonitas sobre el veganismo pero aboga sobre todo por el bienestar.

De todos los rancheros que he conocido en mis investigaciones, Frank Reese mantiene un estatus especial. Lo digo por dos razones. La primera es que es el único granjero que conozco que no hace nada en su rancho que sea cruel. No castra a sus animales, como hace Paul, ni los marca a fuego como Bill. Donde los otros granjeros aducen que «tenemos que hacerlo para sobrevivir» o «los consumidores lo exigen así», Frank ha optado por correr grandes riesgos (perdería su casa si su granja se hundiera) y por pedir a los consumidores que coman de manera distinta (sus aves deben ser cocinadas durante más tiempo o su sabor no es bueno; también son más aromáticas, lo que hace que deba limitarse su uso a pequeñas cantidades para sopas y otros platos, así que les proporciona recetas y de vez en cuando incluso prepara comidas para los consumidores, a fin de reeducarlos en los antiguos modos culinarios). Su trabajo requiere una tremenda compasión y una tremenda paciencia. Y su valor no es sólo moral, sino, dado que una nueva generación de omnívoros reclama bienestar real, también económico.

Frank es uno de los pocos granjeros que conozco que ha logrado preservar con éxito los genes de las aves tradicionales (es el primer y único ranchero autorizado en Estados Unidos en incluir la denominación de origen en sus aves). Su preservación de la genética tradicional tiene una importancia increíble porque el mayor obstáculo para la creación de granjas de pavos y pollos que sean tolerables es que quienes proveen de crías a los criadores suelen ser las granjas industriales. Prácticamente ninguna de esas aves disponibles comercialmente es capaz de reproducirse, y se les han provocado serios problemas de salud en sus genes durante el proceso de creación (los pollos que comemos, como los pavos, son carne de cañón: su diseño genético les impide vivir lo bastante para reproducirse). Como el granjero medio no puede llevar su propio criadero, la posición de dominio de la industria de la genética condena a granjeros y a animales al sistema industrial. Aparte de Frank, la mayoría de los granjeros avícolas (incluso los pocos granjeros conscientes que pagan por la genética tradicional y crían a sus aves con consideración por su bienestar) normalmente se ven obligados a recibir los pollitos que crían por correo desde criaderos industriales. Como puede imaginarse, el envío de pollitos por correo[506] supone serios problemas de bienestar, pero supone una preocupación mayor[507] observar las condiciones en que se han criado sus padres y abuelos. Confiar en esos criaderos, donde el bienestar de las aves debe de ser tan malo como en las peores granjas industriales, es el talón de Aquiles de otros productores excelentes. Por estas razones, los genes tradicionales y la habilidad de Frank en la cría le conceden el potencial de crear una alternativa a las granjas avícolas industriales de un modo imposible para los otros.

Pero Frank, como tantos otros granjeros que poseen experiencia y conocimientos de las técnicas de cría tradicionales, no podrá cumplir con ese potencial sin ayuda. Integridad, habilidad y genética, por sí mismas, no bastan para dar lugar a una granja con éxito. Cuando lo conocí, la demanda de sus pavos (ahora también tiene pollos) no podía ser más alta: los tenía vendidos seis meses antes de sacrificarlos. Aunque sus compradores más fieles solían ser obreros, sus aves recibían elogios por parte de chefs y expertos en alimentación, desde Dan Barber y Mario Batali hasta Martha Stewart. Sin embargo, Frank perdía dinero y financiaba su explotación avícola con otro trabajo.

Frank posee su propio criadero, pero aun así necesita acceso a otros servicios, sobre todo a un matadero bien llevado. La pérdida, no sólo de los criaderos locales, sino también de mataderos, transporte, almacenes de grano y otros servicios necesarios para los granjeros supone una inmensa barrera al crecimiento de los ranchos tradicionales. No es que los consumidores no quieran comprar sus productos; es que los granjeros no pueden producirlos sin reinventar una infraestructura rural actualmente desmantelada.

Cuando estaba a la mitad de este libro, llamé a Frank, tal y como había hecho regularmente, con varias preguntas sobre el ganado avícola (a él y a otros muchos que pertenecen a ese sector). Su voz paciente, amable y optimista había desaparecido. En su lugar había un tono de pánico. El único matadero que había logrado encontrar capaz de sacrificar a sus pollos de un modo que él consideraba tolerable (aunque no ideal) había sido adquirido y cerrado por una gran empresa después de un siglo de funcionamiento. No se trataba sólo de un asunto de conveniencia; no había otras plantas en la región que pudieran encargarse de sus animales para Acción de Gracias. Frank se enfrentaba a la perspectiva de una enorme pérdida económica y, cosa que lo asustaba todavía más, la posibilidad de tener que matar a sus aves fuera de una planta aprobada por el USDA, lo cual significaba que las aves no podrían venderse y acabarían pudriéndose.

El cierre de aquel matadero no es un hecho aislado. La destrucción de la infraestructura básica que apoyaba a los granjeros avícolas es casi absoluta en Norteamérica. A cierto nivel, es el resultado de los procedimientos habituales que sigue cualquier empresa que busca beneficios asegurándose de tener acceso a recursos que les están vedados a sus competidores. No cabe duda de que hay mucho dinero en juego: miles de millones de dólares que podrían repartirse entre un puñado de grandes empresas o entre cientos de miles de pequeñas explotaciones. Pero la pregunta de si los tipos como Frank son aplastados o empiezan a mordisquear ese 99 por ciento de cuota de mercado de que disfrutan las granjas industriales plantea cuestiones que van más allá de los aspectos financieros. Está en juego el futuro de una herencia ética que generaciones anteriores a nosotros se esforzaron por construir. Está en juego todo lo que se hace en nombre del «granjero norteamericano» y de los «valores de la Norteamérica rural», e invocar estos ideales tiene una enorme influencia. Miles de millones de dólares en fondos del gobierno destinados a la agricultura; políticas estatales que moldean el paisaje, el aire y el agua de nuestro país; y políticas extranjeras que afectan a temas globales, desde el hambre del mundo al cambio climático, son, en nuestra democracia, ejecutadas en nombre de los granjeros y los valores que los guían. Salvo que hoy en día ya no se trata de granjeros, sino de grandes empresas. Y estas empresas no son simplemente magnates de los negocios (que son totalmente capaces de tener conciencia). Son habitualmente corporaciones enormes con la obligación legal de maximizar los beneficios. En aras de las ventas y de la imagen pública, promueven el mito de que son Frank Reese, aunque en realidad lo que intentan es borrar al verdadero Frank Reese del mapa.

La alternativa es que los pequeños granjeros y sus amigos, los que abogan por la sostenibilidad y el bienestar, lleguen a poseer esta herencia. Pocos se dedicarán a ello pero, usando la frase de Wendell Berry, todos seremos granjeros por poderes[508]. ¿A quién concederemos esos poderes? En el escenario actual, damos una enorme fuerza financiera y moral a un reducido número de hombres que tienen un control limitado sobre la enorme maquinaria de la burocracia agrícola, a la cual orientan para su rendimiento personal. En el escenario que proponemos, nuestros poderes irían a parar no sólo a granjeros reales sino a miles de expertos cuyas vidas se han centrado en torno a conceptos cívicos en lugar de en exigencias corporativas: gente como el doctor Aaron Gross, fundador de Farm Forward, una organización que aboga por las granjas sostenibles y el bienestar animal que está trazando nuevos caminos hacia un sistema de alimentación que refleje nuestros valores.

Las granjas industriales han conseguido separar a la gente de la comida, eliminar a los granjeros y regir la agricultura bajo preceptos corporativos. Pero ¿y si granjeros como Frank y sus ancestrales aliados como la Conservación de la Cría de Ganado Americano[509] se unen con grupos más nuevos como Farm Forward, que están conectados con redes de entusiastas omnívoros selectivos y vegetarianos activistas: estudiantes, científicos y eruditos; padres, artistas y líderes religiosos; abogados, chefs, ejecutivos y granjeros? ¿Y si, en lugar de que Frank invierta el tiempo en buscar un matadero que se ajuste a sus criterios, estos nuevos aliados le permitieran dedicar más y más energía a usar lo mejor de la tecnología moderna y la cría tradicional para reinventar un sistema agrícola más humano, sostenible y democrático?

Soy un vegano que se dedica a construir mataderos

Llevo ya la mitad de mi vida siendo vegano, y aunque mi compromiso con el veganismo obedece a muchas preocupaciones, relacionadas sobre todo con temas laborales y de sostenibilidad pero también con aspectos de salud pública y personal, son los animales los que se hallan en el centro de mis inquietudes. Por eso la gente que me conoce bien se sorprende al saber el trabajo que he hecho de diseño de planos para un matadero.

He abogado por dietas vegetarianas en un gran número de contextos y aún sostengo que comer la menor cantidad de productos animales posible (idealmente ninguno) es una forma muy importante de ser parte de la solución. Pero mi opinión sobre las prioridades del activismo ha cambiado, al igual que lo ha hecho la comprensión de mí mismo. Antes me gustaba ser vegano como postura radical, como afirmación contracultural. Ahora tengo bastante claro que los valores que me llevaron a esa dieta proceden de la pequeña granja que poseía mi familia más que de ninguna otra parte.

Si sabéis algo de las granjas industriales y habéis heredado una especie de ética tradicional sobre la cría de animales, es difícil no tener algo que objetar a lo que es la ganadería industrial. Y tampoco es que antes fueran unos santos: la ética imperante en los ranchos permitía la castración y las marcas con hierros candentes, e implicaba matar a los débiles y, un buen día, coger a unos animales que quizá te conocían sobre todo como a alguien que los proveía de comida y abrirles la garganta. Las técnicas tradicionales están llenas de violencia. Pero también había compasión, algo que tiende a recordarse menos, quizá por necesidad. La fórmula para una buena granja de animales ha cambiado de signo. En lugar de hablar de cuidados, a menudo te topas con una cortante respuesta por parte de los granjeros siempre que surge el tema del bienestar animal: «Nadie se mete en esto porque odie a los animales». Es una frase curiosa. Una frase que dice algo sin decirlo expresamente. La implicación obvia es que estos hombres siempre habían querido ser granjeros porque les gustaban los animales, disfrutaban cuidándolos y protegiéndolos. No digo que esto no tenga sus propias contradicciones, pero sí que hay algo de verdad en ello. La frase también implica una excusa sin llegar a darla. ¿Por qué les hace falta decir que no odian a los animales?

Tristemente, la gente que trabaja en la cría de animales actualmente conserva pocos de esos valores tradicionales que imperaban en el mundo rural. La mayoría de los miembros de organizaciones que defienden los derechos de los animales asentadas en ciudades son, desde una perspectiva histórica, lo sepan o no, los mejores representantes de valores rurales como el respeto a los vecinos, la franqueza, la administración de tierras y, por supuesto, el respeto hacia las criaturas que han caído en sus manos. Dado que el mundo ha cambiado tanto, los mismos valores ya no llevan a las mismas elecciones.

He conservado esperanzas de recuperar esos ranchos de ganado basados en los pastos y he visto cómo las pequeñas explotaciones porcinas renacían con cierto vigor, pero por lo que se refería al sector avícola, ya había perdido la esperanza hasta que conocí a Frank Reese y visité su increíble granja. Frank y el puñado de granjeros a los que ha dado parte de sus aves son los únicos que se hallan en posición de desarrollar una alternativa apropiada al modelo avícola industrial desde la genética… y eso es lo que hace falta.

Cuando hablé con Frank sobre los obstáculos con que se encontraba, salió a la luz su frustración en media docena de temas que no podían resolverse fácilmente sin un significativo aporte económico. Lo otro que me quedó claro fue que la demanda de esos productos no era sólo significativa sino enorme: el sueño de cualquier empresario. Frank rechazaba pedidos para criar más aves de las que había criado en toda su vida simplemente porque no tenía capacidad para satisfacerlos. La organización que fundé, Farm Forward, se ofreció a ayudarle a diseñar un plan de negocio. Unos meses después, nuestro director y yo estábamos en el comedor de casa de Frank con el primer inversor potencial.

Nos pusimos a reunir la considerable influencia de los muchos admiradores que Frank ya tenía (periodistas, académicos, gente del mundo de la gastronomía, políticos) y coordinar su energía para conseguir resultados más rápidamente. Los planes de expansión avanzaban. Frank había añadido varias razas de pollos a sus pavos. El primer edificio de toda una serie que necesitaba estaba en construcción y él estaba en negociaciones con un gran distribuidor para un gran contrato. Y fue entonces cuando el matadero que solía usar fue comprado y cerrado.

En realidad ya lo habíamos previsto. Aun así, los socios de Frank (los granjeros que crían muchas de sus aves, y que se arriesgaban a perder sus ganancias de casi todo un año) se asustaron. Frank decidió que la única solución a largo plazo era construir su propio matadero, idealmente un matadero móvil que pudiera ir de granja en granja y eliminar así el estrés del transporte. Tenía razón, claro. De manera que empezamos a plantearnos los aspectos mecánicos y económicos que conllevaría la empresa. Yo me adentraba en territorio desconocido: tanto intelectual como emocionalmente. Pensé que el trabajo requeriría muchas charlas conmigo mismo para vencer mi resistencia a matar animales. Pero si algo me hizo sentir incómodo fue la falta de incomodidad. ¿Por qué, me preguntaba sin parar, no me siento al menos intranquilo por todo esto?

Mi abuelo por parte de madre quería que yo siguiera con la granja. Él se vio obligado a dejarlo, como tantos otros, pero mi madre ya había crecido en una granja. Ella estaba en una pequeña ciudad del Medio Oeste con una clase de cuarenta alumnos. Por un tiempo, mi abuelo se dedicó a criar cerdos. Los castraba e incluso recurría a cierto confinamiento similar al de las granjas industriales de hoy. Sin embargo, seguía considerándolos sus animales, y si uno caía enfermo, le procuraba la atención y los cuidados adecuados. No sacaba una calculadora y se ponía a contar si era más rentable dejarlo agonizar. La idea le habría parecido poco cristiana, cobarde e indecente.

La pequeña victoria del cuidado sobre la calculadora es lo único que hace falta para entender por qué soy vegano a día de hoy. Y por qué sigo construyendo mataderos. No es paradójico ni irónico. El mismo impulso que me compromete activamente a evitar la carne, los huevos y los lácteos me ha conducido a dedicar mi tiempo a crear un matadero para Frank que sea modelo para otros. ¿Si no puedes vencerlos, únete a ellos? No. Es una cuestión de identificar bien quiénes son esos ellos.